La vi llegar desde mi puesto de vigilancia. Delgada, cabellos negros, piel pálida. Entró a los vestuarios. Salió enfundada en un bikini celeste. Se echó sobre su toalla después de untarse la piel con bloqueador. Era uno de los días más calurosos del último verano. La piscina rebozaba de concurrentes. Después de un rato de tostarse la espalda, se dio la vuelta y quedó de cara al sol. Sus pequeños senos apuntaban hacia el cielo como queriendo derribar al astro rey. Unas gafas oscuras cubrían sus ojos.
Yo estaba atento a los movimientos de los veraneantes. Nunca falta un imprudente que pone en riesgo su vida.
Se puso de pie, dejó sus anteojos, caminó hacia la piscina, se arrojó al agua. Nadó de un extremo a otro, buceó hasta agotar el aire de sus pulmones.
Salió chorreando agua como una sirena. Fue por un agua Cielo. Regresó. Se echó de nuevo sobre su toalla. El sol seguía quemando implacable su piel.
Un niño resbaló, acudí en su auxilio. Nada de importancia.
La chica se puso otra vez de pie, se sacó los lentes y caminó en dirección al trampolín. Llegó arriba. Desde allí, parecía una estatua de bronce recién sacado de su molde. Arqueó el cuerpo, estiró los brazos y se lanzó como un delfín. Hizo un par de piruetas en el aire antes de hundirse en el agua como un arpón. Parecía una clavadista de Acapulco.
Me distraje por un segundo siguiendo con la mirada a una rubia despampanante. Los gritos de los bañistas me devolvieron a la piscina. ¡La chica se estaba ahogando! Salté del torreón, me arrojé al agua.
La saqué desfalleciente. Tuve que darle respiración boca a boca. Arrojó toda el agua que había tragado.
Volvió en sí. Estaba nerviosa. Tuve que darle una pastilla para calmarla. Se llamaba Galia, vivía en Chaclacayo, al otro lado del río.
Me pidieron que la acompañara a su casa.
–No debí de arrojarme de tan alto –dijo Galia, aún con temblor en la voz–. No sé nadar muy bien. Mis abuelitos se iban a volver locos si me moría.
–Ya pasó –le dije. Le acaricié las manos. Las tenía heladas–. Si quieres, puedo darte lecciones de natación. Ven a Huampaní cuando quieras.
–En casa tenemos una piscina –dijo.
–Mucho mejor –le dije–. Los lunes te puedo enseñar. Es mi día libre.
–¿Y cuánto me vas a cobrar, Harold?
–Nada. Me conformo con un poco de refresco para no deshidratarme.
Al fin la vi sonreír. Pero era una sonrisa triste la que estaba dibujada en su carita.
La dejé en la puerta de su casa.
El lunes estaba ante esa misma puerta. Toqué una y otra vez. Cuando ya me iba a retirar, pensando que no había nadie, que me había equivocado de dirección, al fin me abrieron.
–¿A quién busca, joven? –me preguntó una anciana. Tenía los mismos rasgos de Galia pero abatidos por las inclemencias del paso del tiempo.
–A Galia, señora.
–Pase, pase.
Fui tras la abuelita. Estaba toda encorvada y se ayudaba con un bastón.
–¿Cómo así conociste a Galia? –me preguntó.
–En el Centro Vacacional Huampaní. Fue a bañarse…
No le dije que su nieta estuvo a punto de ahogarse. Quizá Galia no le había contado nada para no preocuparla.
–Su alma sigue penando –dijo la anciana–. Ya no sabemos qué más hacer para que pueda descansar en paz.
¿Qué? ¿Su alma? Esta viejita está con demencia senil, pensé.
–¿Su alma?
–Galia murió ahogada hace mucho tiempo, cuando tenía cuatro añitos –dijo la anciana.
–¿Sí? –pregunté, sorprendido, incrédulo.
–Sí. Siempre se aparece a los salvavidas por estas fechas –dijo la viejita–. Se ahogó un día de marzo.
Esta vieja está loca de remate. Yo no soportaría vivir un día con ella, pensé, mientras cruzábamos un enorme jardín devorado por la maleza. En cualquier momento se aparecería Galia y me diría no hagas caso de las tonterías que dice mi abuelita, ¿no ves que está loquita la pobre?
En el borde de una piscina vacía estaba sentado un anciano. No contestó mi saludo. La abuela loca de remate, el abuelo sordo. Bonita familia, pensé. Nunca más vuelvo a este lugar.
–Está así desde que Galia se ahogó. Se pasa las horas mirando ensimismado la piscina. Es como si quisiera escuchar el grito de nuestra nietita para arrojarse y salvarla como no lo hizo hace quince años –dijo la viejita, con los ojos arrasados por el llanto.
Se ha tomado en serio lo de la nietita ahogada, me dije. Debió haber sido actriz en su remota juventud.
–Franz, este es el salvavidas a quien Galia se le apareció este año –dijo la viejita, tocando los hombros del anciano, que apenas hizo un movimiento para mirarme con unos ojos glaucos carentes de expresión alguna. Esos ojos eran los mismos de los de la chica a quien había rescatado un día antes. El anciano no dijo nada–. Hasta se ha olvidado de hablar. Su vida es estar sentado en el borde de la piscina.
Par de viejos locos. Qué terrible es la edad, pensé. Deberían de estar en un asilo. La vida de Galia será un infierno en este pequeño manicomio, me dije.
–¿Cómo estaba Galia?
–Linda, alta –decidí seguirles la corriente.
–Era una niña muy preciosa –dijo la viejita.
¿En qué momento se aparecería Galia y me diría todos te estamos tomando el pelo, Harold? O, mis abuelitos están locos, no les hagas caso, tú sígueles la corriente nomás o terminarás como ellos, Harold.
–¿Quieres conocer su habitación? –propuso la vieja loca.
–Claro, señora. ¿El abuelo se queda?
–Sí. De allí nadie lo mueve hasta que lo llame Galia pidiéndole ayuda.
Galia debe estar durmiendo aún, pensé. Le voy a jalar las orejas por hacerme esta clase de bromas.
Entramos a un cuarto de niña cuyas paredes estaban llenas de fotos ya amarillas. Reconocí a la chica –con muchos años de menos, claro–, a quien había salvado la vida. Los mismos ojos grandes y tristes, la misma cabellera negra. Había muñecas de trapo, cochecitos, cocinitas, mesitas.
–No hemos movido nada desde que Galia se ahogó –dijo la viejita–. A veces pensamos que es solo un sueño y algún día volverá y no queremos que se moleste si encuentra sus cosas donde no las dejó.
–¿Cómo así se ahogó su nieta?
–Galia era bien traviesa. Mientras me fui al mercado, se subió al trampolín y se arrojó a la piscina como lo hacía su abuelo, él dormía y no pudo escuchar sus gritos. Cuando la encontramos, estaba flotando en la piscina. Desde entonces siempre se le aparece a los salvavidas. Parece que su alma no puede descansar en paz.
–Lo siento mucho –le dije.
Abandoné esa casa lo más rápido que pude.
Yo estaba atento a los movimientos de los veraneantes. Nunca falta un imprudente que pone en riesgo su vida.
Se puso de pie, dejó sus anteojos, caminó hacia la piscina, se arrojó al agua. Nadó de un extremo a otro, buceó hasta agotar el aire de sus pulmones.
Salió chorreando agua como una sirena. Fue por un agua Cielo. Regresó. Se echó de nuevo sobre su toalla. El sol seguía quemando implacable su piel.
Un niño resbaló, acudí en su auxilio. Nada de importancia.
La chica se puso otra vez de pie, se sacó los lentes y caminó en dirección al trampolín. Llegó arriba. Desde allí, parecía una estatua de bronce recién sacado de su molde. Arqueó el cuerpo, estiró los brazos y se lanzó como un delfín. Hizo un par de piruetas en el aire antes de hundirse en el agua como un arpón. Parecía una clavadista de Acapulco.
Me distraje por un segundo siguiendo con la mirada a una rubia despampanante. Los gritos de los bañistas me devolvieron a la piscina. ¡La chica se estaba ahogando! Salté del torreón, me arrojé al agua.
La saqué desfalleciente. Tuve que darle respiración boca a boca. Arrojó toda el agua que había tragado.
Volvió en sí. Estaba nerviosa. Tuve que darle una pastilla para calmarla. Se llamaba Galia, vivía en Chaclacayo, al otro lado del río.
Me pidieron que la acompañara a su casa.
–No debí de arrojarme de tan alto –dijo Galia, aún con temblor en la voz–. No sé nadar muy bien. Mis abuelitos se iban a volver locos si me moría.
–Ya pasó –le dije. Le acaricié las manos. Las tenía heladas–. Si quieres, puedo darte lecciones de natación. Ven a Huampaní cuando quieras.
–En casa tenemos una piscina –dijo.
–Mucho mejor –le dije–. Los lunes te puedo enseñar. Es mi día libre.
–¿Y cuánto me vas a cobrar, Harold?
–Nada. Me conformo con un poco de refresco para no deshidratarme.
Al fin la vi sonreír. Pero era una sonrisa triste la que estaba dibujada en su carita.
La dejé en la puerta de su casa.
El lunes estaba ante esa misma puerta. Toqué una y otra vez. Cuando ya me iba a retirar, pensando que no había nadie, que me había equivocado de dirección, al fin me abrieron.
–¿A quién busca, joven? –me preguntó una anciana. Tenía los mismos rasgos de Galia pero abatidos por las inclemencias del paso del tiempo.
–A Galia, señora.
–Pase, pase.
Fui tras la abuelita. Estaba toda encorvada y se ayudaba con un bastón.
–¿Cómo así conociste a Galia? –me preguntó.
–En el Centro Vacacional Huampaní. Fue a bañarse…
No le dije que su nieta estuvo a punto de ahogarse. Quizá Galia no le había contado nada para no preocuparla.
–Su alma sigue penando –dijo la anciana–. Ya no sabemos qué más hacer para que pueda descansar en paz.
¿Qué? ¿Su alma? Esta viejita está con demencia senil, pensé.
–¿Su alma?
–Galia murió ahogada hace mucho tiempo, cuando tenía cuatro añitos –dijo la anciana.
–¿Sí? –pregunté, sorprendido, incrédulo.
–Sí. Siempre se aparece a los salvavidas por estas fechas –dijo la viejita–. Se ahogó un día de marzo.
Esta vieja está loca de remate. Yo no soportaría vivir un día con ella, pensé, mientras cruzábamos un enorme jardín devorado por la maleza. En cualquier momento se aparecería Galia y me diría no hagas caso de las tonterías que dice mi abuelita, ¿no ves que está loquita la pobre?
En el borde de una piscina vacía estaba sentado un anciano. No contestó mi saludo. La abuela loca de remate, el abuelo sordo. Bonita familia, pensé. Nunca más vuelvo a este lugar.
–Está así desde que Galia se ahogó. Se pasa las horas mirando ensimismado la piscina. Es como si quisiera escuchar el grito de nuestra nietita para arrojarse y salvarla como no lo hizo hace quince años –dijo la viejita, con los ojos arrasados por el llanto.
Se ha tomado en serio lo de la nietita ahogada, me dije. Debió haber sido actriz en su remota juventud.
–Franz, este es el salvavidas a quien Galia se le apareció este año –dijo la viejita, tocando los hombros del anciano, que apenas hizo un movimiento para mirarme con unos ojos glaucos carentes de expresión alguna. Esos ojos eran los mismos de los de la chica a quien había rescatado un día antes. El anciano no dijo nada–. Hasta se ha olvidado de hablar. Su vida es estar sentado en el borde de la piscina.
Par de viejos locos. Qué terrible es la edad, pensé. Deberían de estar en un asilo. La vida de Galia será un infierno en este pequeño manicomio, me dije.
–¿Cómo estaba Galia?
–Linda, alta –decidí seguirles la corriente.
–Era una niña muy preciosa –dijo la viejita.
¿En qué momento se aparecería Galia y me diría todos te estamos tomando el pelo, Harold? O, mis abuelitos están locos, no les hagas caso, tú sígueles la corriente nomás o terminarás como ellos, Harold.
–¿Quieres conocer su habitación? –propuso la vieja loca.
–Claro, señora. ¿El abuelo se queda?
–Sí. De allí nadie lo mueve hasta que lo llame Galia pidiéndole ayuda.
Galia debe estar durmiendo aún, pensé. Le voy a jalar las orejas por hacerme esta clase de bromas.
Entramos a un cuarto de niña cuyas paredes estaban llenas de fotos ya amarillas. Reconocí a la chica –con muchos años de menos, claro–, a quien había salvado la vida. Los mismos ojos grandes y tristes, la misma cabellera negra. Había muñecas de trapo, cochecitos, cocinitas, mesitas.
–No hemos movido nada desde que Galia se ahogó –dijo la viejita–. A veces pensamos que es solo un sueño y algún día volverá y no queremos que se moleste si encuentra sus cosas donde no las dejó.
–¿Cómo así se ahogó su nieta?
–Galia era bien traviesa. Mientras me fui al mercado, se subió al trampolín y se arrojó a la piscina como lo hacía su abuelo, él dormía y no pudo escuchar sus gritos. Cuando la encontramos, estaba flotando en la piscina. Desde entonces siempre se le aparece a los salvavidas. Parece que su alma no puede descansar en paz.
–Lo siento mucho –le dije.
Abandoné esa casa lo más rápido que pude.
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