Como siempre, puntual yo, fuimos los primeros en llegar. Me apuré por gusto. A los ganadores nos llevaron a otro ambiente donde firmamos unos documentos, brindamos, nos sirvieron bocaditos, nos colocaron unos solapines del Premio Horacio, nos indicaron el orden en la que debíamos de entrar al escenario, y ya no recuerdo qué hasta que llegó el momento e hicimos nuestro ingreso a un auditorio completamente lleno. Antes ya había visto a mis sobrinos y sobrinas que estaban súper contentos. Y yo también estaba feliz: es una emoción única estar allí, entre los ganadores, ser un ganador, saber que lo que tú haces es reconocido, saber que esas palabras que dijeron los integrantes de la Derrama, del Sindicato de Maestros, los animadores se refieren a uno. Wao, eso es lo máximo. Y después subir al escenario, recibir los aplausos, recibir el diploma que acredita que era uno de los ganadores, ser fotografiado, y más aplausos, y las sobrinas que se te acercan corriendo, los sobrinos que te abrazan, las hermanas que se emocionan, el hermano también, y luego con las colegas que fueron a ver cómo me premiaban, el reencuentro después de tres años, y no encontrar a los que dizque son colegas, los amigos, pero qué importa, lo único valioso de esa noche era el calor de la familia, de los verdaderos amigos, de los verdaderos colegas. Y después el brindis, los abrazos, las felicitaciones de nuevo, enseñar el diploma, regresar a casa a medianoche, y seguir disfrutando de la victoria, de saber que eres mejor que muchos que se creen inteligentes, dueños del colegio.
Y ahora a pensar en el premio del otro año, en que alguna vez el primer lugar será mío. Cosa que no es imposible.
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