El profesor habló largo y tendido sobre El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Explicaba circulando entre las carpetas, mirando a los ojos a los alumnos, haciendo preguntas, dando respuestas, leyendo fragmentos de la novela de Stevenson.
-¿Y esa dualidad se da en la vida real, profesor, o solo en la ficción? –preguntó el alumno Gonzáles, uno de los mayores del salón. Tenía el cabello casi al rapé, decían que era policía. Eran pocas las veces que intervenía.
-También en la vida real –dijo el profesor-. Casi todos llevamos un monstruo dentro de nosotros. Allá están Abimael, Montecinos, Pinochet, hasta el Che Guevara que, cuando triunfó la revolución cubana, dirigió personalmente el fusilamiento de los opositores del nuevo régimen.
-Y en su opinión, ¿cuál cree que sería el perfil del monstruo del puente Atocongo, profesor?
El profesor palideció por una fracción de segundo.
-¿Cómo podría saberlo yo? –preguntó-. Yo solo leo novelas, no soy policía.
-Debe ser un psicópata –dijo una alumna que se sentaba en la última carpeta.
-O un novio celoso –dijo un chico.
-¿Se acuerdan de la chica de la maleta? –preguntó alguien.
Hace un par de años atrás, un norteamericano asesinó a su esposa peruana, a quien había conocido por el chat, la metió en una maleta y la hundió en el mar.
-O Eva y Liliana –dijo alguien, queriendo hacerse el gracioso.
-O la mafia –dijo una alumna de lentes.
La hora se terminó y el profesor se despidió hasta la siguiente clase.
Salió con Cynthia del salón.
-¿Ya sabe lo que le pasó a Marfe, profe?
-No. ¿Qué le pasó?
-Se resbaló en la ducha y se fracturó un brazo.
-Diablos, pobrecita. Habrá que visitarla.
-Eso mismo estaba pensando –dijo Cynthia-. ¿Nos encontramos a la salida?
-Claro.
Cynthia volvió al salón y el profesor entró a la cafetería.
-¿Ya sabe la ultimita, profe? –le preguntó la mesera.
-No. ¿Qué pasó?
-Anoche una chica desapareció en una discoteca. Se cree que el monstruo del puente Atocongo la ha secuestrado. La policía la busca por aire y tierra.
-Quizá la han secuestrado –dijo el profesor.
Se sentó en el lugar de siempre. La mañana estaba gris. De vez en cuando un avión surcaba el cielo a baja altura. El aeropuerto estaba a pocos minutos de la Universidad.
Dos chicas entraron y pidieron helados. Una de ellas llevaba un pantalón marrón de tela y se notaba el relieve de su ropa interior. Era bonita. ¿También saldría a bailar? ¿Alguien de la discoteca lo reconocería? Quizá. Aunque en una discoteca casi todo el mundo pasaba desapercibido, a menos que protagonizara un escándalo. ¿Y ese policía preguntón? Debió decirle ¿y quién crees tú que mató a esa zorra? ¿Por qué se preocupaban tanto por una puta habiendo tantos niños hambrientos, tanta gente indigente en las calles?
Miró su reloj: tenía dos horas más de clase. Partió hacia el salón que le tocaba.
Cynthia lo fue a buscar al final de la hora. Después de almorzar, partieron a Chaclacayo.
-¿Y cómo va ese corazón, Cynthia?
-Pota, estoy cada vez más jodida.
-¿Por?
-¿Se acuerda de Ly?
-Sí.
-Ayer tuvimos intimidad…
-¿No que ya no eran nada?
-Lo sé, pero pasó.
-Un polvo no es nada –dijo el profesor.
-Pero me siento mal –dijo Cynthia-. Ly no me ama. Terminamos y se quita. No era como Erick, que después de hacerlo me abrazaba, me cantaba, me acariciaba los cabellos.
-El amor después del amor.
-Ajá. Ahora me siento utilizada. Es como si fuera un hueco. Y lo peor es que…
Guardó silencio. El auto entró a la autopista Ramiro Prialé.
-¿Qué?
-Le hice un oral.
-Caramba, provecho.
Cynthia se puso colorada.
-Ni lo disfruté –dijo-. Es más, casi vomito: me dejó un aliento a mierda.
-¿No se lavó la trompeta?
-Mmm. Apestaba peor que el de la Miluzka.
Rieron.
-¿Qué hago con Ly, profe?
-Eso depende de ti, Cynthia. Yo te puedo decir que le dejes, pero tú eres la que debe tomar una decisión sensata, bien pensada, para que después no te arrepientas.
-Es que me siento sola. Imagínese: tres años con Erick.
-Como dice la canción de Mecano: me cuesta tanto olvidarte, olvidar quince mil encantos.
-Exacto.
-Tú necesitas sentirte amada, mimada, querida. Necesitas que te hagan cuchicuchi.
-Ah.
-Paciencia y ya llegará el hombre que te quiera, que te mime, que te adore, que te valore.
-¿Pero cuándo, profe?
-Paciencia, muchacha. Yo debería estar más preocupado que tú.
-¿Cómo le va con la miss Ana?
-Hasta las patas. En la mañana quise invitarle un café y no aceptó.
-Pota, para mí que lo quiere solo como amigo.
-Eso mismo estaba pensando. Pero también me pregunto que, si solo quiere amistad, ¿por qué diablos me mira a veces con unos ojitos de carnero degollado?
-Quizá esté indecisa.
-A veces me dan ganas de escribirle un correo y decirle “Ana, te amo”. El otro día le mandé Dos palomitas y no me ha contestado nada.
-Mejor mándele I love her de los Beatles. Verá que es más efectivo.
-¿Y si me manda al diablo?
-Al menos se quedará con la satisfacción de haberlo intentado.
-Bonito consuelo que me das.
-Pota, usted está más cagado que yo.
Rieron con ganas.
Entraron a Carapongo. Allí, las chacras empezaban poco a poco a ser ocupadas por las viviendas. Dentro de unos años era casi seguro que ya no habría ningún sembrío. Todo sería cemento y ladrillo.
-¿Por qué no me querrá Ly?
-¿Le contaste que te comunicabas oralmente con Erick?
-¡Pota, ni loca! ¿Para que piense lo peor de mí?
-Es mejor no contarlo.
Cruzaron el puente de Ñaña y entraron a la Carretera Central. Un par de minutos después, ingresaron a El Cuadro. Dijeron vamos donde los Fiorentini Pratt. Llamaron a Marfe para decirle que ya estaban llegando. Subieron por una cuesta.
Allí estaba Marfe, apoyada en el cerco de madera. Un hombre estaba con las rodillas hincadas en la tierra.
-Hola, Marfe. ¿Qué pasó?
-Hola, profe. Hola, Cynthia. Mi papá.
El que parecía ser jardinero, era Giulio Fiorentini, el papá de Marfe. Era hijo de italianos, su padre había sido piloto de la fuerza aérea italiana durante la segunda guerra mundial. Tenía las manos sucias de tierra.
Una niña y un niño, ambos rubios, jugaban en el columpio. Eran los hermanitos de Marfe.
Los Fiorentini se comunicaban entre sí en italiano.
-¿Y cómo así te sacaste la mugre, Marfe?
-Levanté una pata para secármelo, y perdí el equilibrio. Para no descerebrarme, me apoyó en mi brazo y crac.
-¿Dolió?
-Como mierda –dijo Marfe.
-Menos mal que yo nunca me he roto nada –dijo Cynthia.
-Solo el pito –dijo Marfe.
-Ajá –dijo Cynthia, poniéndose colorada-. Ni con el brazo roto cambias.
-Esta chica ya no tiene remedio –dijo el profesor.
Estaban en la terraza, bajo las sombras de las palmeras. A unos pasos había una piscina vacía. El profesor escribía un poema en el yeso de Marfe.
-¿Y qué hicieron hoy en clase?
-Nada –dijo Cynthia-. Nos la pasamos hablando del monstruo del puente Atocongo.
-Anoche desapareció otra chica –dijo Marfe.
-¿Y si se fugó con su enamorado?
-Podría ser –dijo Cynthia.
-Ahorita estarán tirando felices en algún hostal de provincia mientras todo el mundo anda preocupada por ella.
-Eso es lo más seguro –dijo Marfe-. ¿Y cómo le va con miss Ana, profe?
-Hasta las patas –dijo el profesor.
-Hoy quiso invitarle un café y la tía no le aceptó –dijo Cynthia.
-¿Esa fea se hace la estrecha? –dijo Marfe, con ironía.
-No es fea.
-Pero tiene cara de estúpida, ¿o no, profe?
-A mí lo que me importa es su corazón, sus sentimientos.
-Algún día le dará bola.
-Las esperanzas son lo último que se pierde, ¿no?
-Mmm.
Un moderno automóvil se detuvo frente a la casa. Los niños corrieron gritando mamá, mamá. Era la mamá de Marfe. Vestía con elegancia. No era tan agraciada, pero al lado de su marido, que llevaba un jean que alguna vez fue azul, parecía una princesa.
-Mamá, mi profe, Cynthia.
-Un gusto –dijo la mamá de Marfe. Tenía el dejo de chilena bien acentuado.
Hablaron un poco.
-Voy a darme un baño que vengo súper cansada –dijo la mujer-. Pasan dentro de un rato para tomar lonche.
-Gracias, señora.
Algo le dijo la mujer a su marido en italiano mientras se alejaba.
-Traduce –le pidió Cynthia a Marfe.
-La princesa y el mendigo –dijo Marfe.
-¿Así le dijo a tu viejo?
-Ajá.
-Pota, parece que tu vieja no lo quisiera a su marido.
-Así son ellos –dijo Marfe.
Un rato después, una chica con un uniforme azul les dijo que pasaran a tomar el lonche.
Se sentaron todos a la mesa. Hablaron de la gripe porcina, de la crisis económica, de la caída del helicóptero en el VRAE y, por supuesto, del monstruo del puente Atocongo.
-¿Qué tendrá esa bestia en la cabeza? –preguntó la mamá de Marfe.
-De repente es un ex combatiente de la guerra interna –dijo el papá de Marfe-. Hay soldados que quedaron traumados y a veces actúan así.
-Ese es un asesino que mata a sangre fría –dijo la mamá de Marfe.
-Es Freddy Kruger –dijo el hermanito de Marfe.
-No estarán viendo tonterías con los chicos, ¿no? –preguntó la mamá de Marfe.
-A Carolina le gusta Freddy –dijo el niño, señalando a su hermanita.
La niña se puso colorada. Tendría unos diez años.
-Antes nos asustábamos con Drácula –dijo el papá de Marfe-. Ahora los monstruos tienen que ser horripilantes para causar miedo.
-Así debe ser el monstruo del puente Atocongo –dijo la mamá de Marfe.
-En clase del profe estamos leyendo El doctor Jekyll y Mr. Hyde –dijo Cynthia.
-Es un buen libro –dijo el papá de Marfe-. Todos tenemos una bestia en lo más hondo de nuestro ser.
-Puede que el monstruo del puente Atocongo tenga la apariencia de un ángel.
-Por eso las mujeres caen rapidito en sus redes.
Ninguno notó la irónica sonrisa del profesor.
-No hay que salir sola –dijo la mamá de Marfe.
-En la casa tampoco se está seguro –dijo el papá de Marfe-. Un poco más, y Marfe se desnuca.
-Y seguro le iban a echar la culpa al monstruo del puente Atocongo, ¿no? –dijo el profesor.
-Eso era lo más seguro –dijo Marfe.
Risas.
Se despidieron al final de la tarde.
***
-Nada, no se ve con quién salió la chica –dijo el mayor Huamán-. A ella apenas se la reconoce entre el gentío.
-Hay que buscar a un hombre vestido de negro –dijo el teniente Gonzáles.
-Tu hombre de negro no es ningún cojudo –dijo el mayor-. Sabía que había cámaras y se escabulló.
-Nadie recuerda a la chica, nadie vio con quién salió, su celular no funciona. Es como si la tierra se lo hubiera tragado.
-Hay policías cuidando todos los puentes de Lima –dijo el mayor Huamán.
-¿Y usted cree que el hombre va a ser tan estúpido de dejar a su víctima debajo de un puente como la primera vez?
-Puede que cometa un error, Gonzáles. Ningún crimen es perfecto.
-Esta vez estamos ante un hombre que actúa con pasmosa sangre fría, mi mayor.
-¿Qué hacer entonces, Gonzáles?
-Esperar. Tener la remota esperanza que la chica se fugó con su enamoradito.
-Hasta encontrar su cadáver.
-Eso.
Los dos hombres se miraron.
***
-¿Por qué me haces esto? –preguntó la chica-. ¿Qué te he hecho yo a ti?
El hombre le había quitado la cinta que le cubría la boca. Le había dicho ni grites porque te mato. Le había desatado un pie y un brazo.
-¿Por qué? –el hombre la miró con desprecio-. Todas las mujeres son iguales.
-Yo no tengo la culpa que una mujer te haya hecho daño –dijo la chica.
-A mí no –dijo el hombre-. Mi hermano se casó con una puta y mi pobre madre vivió un infierno por culpa de esa mujer.
-Pero no todas somos iguales –dijo la chica-. ¿No crees que el único culpable de eso haya sido tu hermano por no fijarse con quién se metió?
El hombre no dijo nada.
-¿Nunca has conocido a una mujer buena que…?
-¡Cállate, puta! –gritó el hombre. Le puso una mano en la garganta y empezó a apretar-. ¡Puta, puta!
El rostro de la chica se puso morado. El hombre la soltó.
-¡Por favor, no me mates! –suplicó la chica-. Un día te descubrirán y tu madre sufrirá más.
-Ella está muerta –dijo el hombre-. Y yo tengo que vengarla.
-Déjame ayudarte –dijo la chica.
-¿Ayudarme? –el hombre rió con ironía.
-Debes ir a un especialista. Puedes rehacer tu vida. Hazlo por la memoria de tu madre…
El hombre soltó una carcajada.
-¿Crees que soy estúpido? Lo primero que harás, si te dejo ir, será avisarle a la policía.
-Te juro que no lo haré.
Silencio.
-Te juro por mi madre, que es lo más sagrado para mí, como sé que tu madre lo es para ti, que no lo haré. Solo quiero ayudarte…
-No necesito la ayuda de nadie. Menos de una puta como tú.
-Por favor…
Dos poderosas garras le apretaron la garganta hasta hacer que sus ojos saltaran de sus órbitas.
-¿Y esa dualidad se da en la vida real, profesor, o solo en la ficción? –preguntó el alumno Gonzáles, uno de los mayores del salón. Tenía el cabello casi al rapé, decían que era policía. Eran pocas las veces que intervenía.
-También en la vida real –dijo el profesor-. Casi todos llevamos un monstruo dentro de nosotros. Allá están Abimael, Montecinos, Pinochet, hasta el Che Guevara que, cuando triunfó la revolución cubana, dirigió personalmente el fusilamiento de los opositores del nuevo régimen.
-Y en su opinión, ¿cuál cree que sería el perfil del monstruo del puente Atocongo, profesor?
El profesor palideció por una fracción de segundo.
-¿Cómo podría saberlo yo? –preguntó-. Yo solo leo novelas, no soy policía.
-Debe ser un psicópata –dijo una alumna que se sentaba en la última carpeta.
-O un novio celoso –dijo un chico.
-¿Se acuerdan de la chica de la maleta? –preguntó alguien.
Hace un par de años atrás, un norteamericano asesinó a su esposa peruana, a quien había conocido por el chat, la metió en una maleta y la hundió en el mar.
-O Eva y Liliana –dijo alguien, queriendo hacerse el gracioso.
-O la mafia –dijo una alumna de lentes.
La hora se terminó y el profesor se despidió hasta la siguiente clase.
Salió con Cynthia del salón.
-¿Ya sabe lo que le pasó a Marfe, profe?
-No. ¿Qué le pasó?
-Se resbaló en la ducha y se fracturó un brazo.
-Diablos, pobrecita. Habrá que visitarla.
-Eso mismo estaba pensando –dijo Cynthia-. ¿Nos encontramos a la salida?
-Claro.
Cynthia volvió al salón y el profesor entró a la cafetería.
-¿Ya sabe la ultimita, profe? –le preguntó la mesera.
-No. ¿Qué pasó?
-Anoche una chica desapareció en una discoteca. Se cree que el monstruo del puente Atocongo la ha secuestrado. La policía la busca por aire y tierra.
-Quizá la han secuestrado –dijo el profesor.
Se sentó en el lugar de siempre. La mañana estaba gris. De vez en cuando un avión surcaba el cielo a baja altura. El aeropuerto estaba a pocos minutos de la Universidad.
Dos chicas entraron y pidieron helados. Una de ellas llevaba un pantalón marrón de tela y se notaba el relieve de su ropa interior. Era bonita. ¿También saldría a bailar? ¿Alguien de la discoteca lo reconocería? Quizá. Aunque en una discoteca casi todo el mundo pasaba desapercibido, a menos que protagonizara un escándalo. ¿Y ese policía preguntón? Debió decirle ¿y quién crees tú que mató a esa zorra? ¿Por qué se preocupaban tanto por una puta habiendo tantos niños hambrientos, tanta gente indigente en las calles?
Miró su reloj: tenía dos horas más de clase. Partió hacia el salón que le tocaba.
Cynthia lo fue a buscar al final de la hora. Después de almorzar, partieron a Chaclacayo.
-¿Y cómo va ese corazón, Cynthia?
-Pota, estoy cada vez más jodida.
-¿Por?
-¿Se acuerda de Ly?
-Sí.
-Ayer tuvimos intimidad…
-¿No que ya no eran nada?
-Lo sé, pero pasó.
-Un polvo no es nada –dijo el profesor.
-Pero me siento mal –dijo Cynthia-. Ly no me ama. Terminamos y se quita. No era como Erick, que después de hacerlo me abrazaba, me cantaba, me acariciaba los cabellos.
-El amor después del amor.
-Ajá. Ahora me siento utilizada. Es como si fuera un hueco. Y lo peor es que…
Guardó silencio. El auto entró a la autopista Ramiro Prialé.
-¿Qué?
-Le hice un oral.
-Caramba, provecho.
Cynthia se puso colorada.
-Ni lo disfruté –dijo-. Es más, casi vomito: me dejó un aliento a mierda.
-¿No se lavó la trompeta?
-Mmm. Apestaba peor que el de la Miluzka.
Rieron.
-¿Qué hago con Ly, profe?
-Eso depende de ti, Cynthia. Yo te puedo decir que le dejes, pero tú eres la que debe tomar una decisión sensata, bien pensada, para que después no te arrepientas.
-Es que me siento sola. Imagínese: tres años con Erick.
-Como dice la canción de Mecano: me cuesta tanto olvidarte, olvidar quince mil encantos.
-Exacto.
-Tú necesitas sentirte amada, mimada, querida. Necesitas que te hagan cuchicuchi.
-Ah.
-Paciencia y ya llegará el hombre que te quiera, que te mime, que te adore, que te valore.
-¿Pero cuándo, profe?
-Paciencia, muchacha. Yo debería estar más preocupado que tú.
-¿Cómo le va con la miss Ana?
-Hasta las patas. En la mañana quise invitarle un café y no aceptó.
-Pota, para mí que lo quiere solo como amigo.
-Eso mismo estaba pensando. Pero también me pregunto que, si solo quiere amistad, ¿por qué diablos me mira a veces con unos ojitos de carnero degollado?
-Quizá esté indecisa.
-A veces me dan ganas de escribirle un correo y decirle “Ana, te amo”. El otro día le mandé Dos palomitas y no me ha contestado nada.
-Mejor mándele I love her de los Beatles. Verá que es más efectivo.
-¿Y si me manda al diablo?
-Al menos se quedará con la satisfacción de haberlo intentado.
-Bonito consuelo que me das.
-Pota, usted está más cagado que yo.
Rieron con ganas.
Entraron a Carapongo. Allí, las chacras empezaban poco a poco a ser ocupadas por las viviendas. Dentro de unos años era casi seguro que ya no habría ningún sembrío. Todo sería cemento y ladrillo.
-¿Por qué no me querrá Ly?
-¿Le contaste que te comunicabas oralmente con Erick?
-¡Pota, ni loca! ¿Para que piense lo peor de mí?
-Es mejor no contarlo.
Cruzaron el puente de Ñaña y entraron a la Carretera Central. Un par de minutos después, ingresaron a El Cuadro. Dijeron vamos donde los Fiorentini Pratt. Llamaron a Marfe para decirle que ya estaban llegando. Subieron por una cuesta.
Allí estaba Marfe, apoyada en el cerco de madera. Un hombre estaba con las rodillas hincadas en la tierra.
-Hola, Marfe. ¿Qué pasó?
-Hola, profe. Hola, Cynthia. Mi papá.
El que parecía ser jardinero, era Giulio Fiorentini, el papá de Marfe. Era hijo de italianos, su padre había sido piloto de la fuerza aérea italiana durante la segunda guerra mundial. Tenía las manos sucias de tierra.
Una niña y un niño, ambos rubios, jugaban en el columpio. Eran los hermanitos de Marfe.
Los Fiorentini se comunicaban entre sí en italiano.
-¿Y cómo así te sacaste la mugre, Marfe?
-Levanté una pata para secármelo, y perdí el equilibrio. Para no descerebrarme, me apoyó en mi brazo y crac.
-¿Dolió?
-Como mierda –dijo Marfe.
-Menos mal que yo nunca me he roto nada –dijo Cynthia.
-Solo el pito –dijo Marfe.
-Ajá –dijo Cynthia, poniéndose colorada-. Ni con el brazo roto cambias.
-Esta chica ya no tiene remedio –dijo el profesor.
Estaban en la terraza, bajo las sombras de las palmeras. A unos pasos había una piscina vacía. El profesor escribía un poema en el yeso de Marfe.
-¿Y qué hicieron hoy en clase?
-Nada –dijo Cynthia-. Nos la pasamos hablando del monstruo del puente Atocongo.
-Anoche desapareció otra chica –dijo Marfe.
-¿Y si se fugó con su enamorado?
-Podría ser –dijo Cynthia.
-Ahorita estarán tirando felices en algún hostal de provincia mientras todo el mundo anda preocupada por ella.
-Eso es lo más seguro –dijo Marfe-. ¿Y cómo le va con miss Ana, profe?
-Hasta las patas –dijo el profesor.
-Hoy quiso invitarle un café y la tía no le aceptó –dijo Cynthia.
-¿Esa fea se hace la estrecha? –dijo Marfe, con ironía.
-No es fea.
-Pero tiene cara de estúpida, ¿o no, profe?
-A mí lo que me importa es su corazón, sus sentimientos.
-Algún día le dará bola.
-Las esperanzas son lo último que se pierde, ¿no?
-Mmm.
Un moderno automóvil se detuvo frente a la casa. Los niños corrieron gritando mamá, mamá. Era la mamá de Marfe. Vestía con elegancia. No era tan agraciada, pero al lado de su marido, que llevaba un jean que alguna vez fue azul, parecía una princesa.
-Mamá, mi profe, Cynthia.
-Un gusto –dijo la mamá de Marfe. Tenía el dejo de chilena bien acentuado.
Hablaron un poco.
-Voy a darme un baño que vengo súper cansada –dijo la mujer-. Pasan dentro de un rato para tomar lonche.
-Gracias, señora.
Algo le dijo la mujer a su marido en italiano mientras se alejaba.
-Traduce –le pidió Cynthia a Marfe.
-La princesa y el mendigo –dijo Marfe.
-¿Así le dijo a tu viejo?
-Ajá.
-Pota, parece que tu vieja no lo quisiera a su marido.
-Así son ellos –dijo Marfe.
Un rato después, una chica con un uniforme azul les dijo que pasaran a tomar el lonche.
Se sentaron todos a la mesa. Hablaron de la gripe porcina, de la crisis económica, de la caída del helicóptero en el VRAE y, por supuesto, del monstruo del puente Atocongo.
-¿Qué tendrá esa bestia en la cabeza? –preguntó la mamá de Marfe.
-De repente es un ex combatiente de la guerra interna –dijo el papá de Marfe-. Hay soldados que quedaron traumados y a veces actúan así.
-Ese es un asesino que mata a sangre fría –dijo la mamá de Marfe.
-Es Freddy Kruger –dijo el hermanito de Marfe.
-No estarán viendo tonterías con los chicos, ¿no? –preguntó la mamá de Marfe.
-A Carolina le gusta Freddy –dijo el niño, señalando a su hermanita.
La niña se puso colorada. Tendría unos diez años.
-Antes nos asustábamos con Drácula –dijo el papá de Marfe-. Ahora los monstruos tienen que ser horripilantes para causar miedo.
-Así debe ser el monstruo del puente Atocongo –dijo la mamá de Marfe.
-En clase del profe estamos leyendo El doctor Jekyll y Mr. Hyde –dijo Cynthia.
-Es un buen libro –dijo el papá de Marfe-. Todos tenemos una bestia en lo más hondo de nuestro ser.
-Puede que el monstruo del puente Atocongo tenga la apariencia de un ángel.
-Por eso las mujeres caen rapidito en sus redes.
Ninguno notó la irónica sonrisa del profesor.
-No hay que salir sola –dijo la mamá de Marfe.
-En la casa tampoco se está seguro –dijo el papá de Marfe-. Un poco más, y Marfe se desnuca.
-Y seguro le iban a echar la culpa al monstruo del puente Atocongo, ¿no? –dijo el profesor.
-Eso era lo más seguro –dijo Marfe.
Risas.
Se despidieron al final de la tarde.
***
-Nada, no se ve con quién salió la chica –dijo el mayor Huamán-. A ella apenas se la reconoce entre el gentío.
-Hay que buscar a un hombre vestido de negro –dijo el teniente Gonzáles.
-Tu hombre de negro no es ningún cojudo –dijo el mayor-. Sabía que había cámaras y se escabulló.
-Nadie recuerda a la chica, nadie vio con quién salió, su celular no funciona. Es como si la tierra se lo hubiera tragado.
-Hay policías cuidando todos los puentes de Lima –dijo el mayor Huamán.
-¿Y usted cree que el hombre va a ser tan estúpido de dejar a su víctima debajo de un puente como la primera vez?
-Puede que cometa un error, Gonzáles. Ningún crimen es perfecto.
-Esta vez estamos ante un hombre que actúa con pasmosa sangre fría, mi mayor.
-¿Qué hacer entonces, Gonzáles?
-Esperar. Tener la remota esperanza que la chica se fugó con su enamoradito.
-Hasta encontrar su cadáver.
-Eso.
Los dos hombres se miraron.
***
-¿Por qué me haces esto? –preguntó la chica-. ¿Qué te he hecho yo a ti?
El hombre le había quitado la cinta que le cubría la boca. Le había dicho ni grites porque te mato. Le había desatado un pie y un brazo.
-¿Por qué? –el hombre la miró con desprecio-. Todas las mujeres son iguales.
-Yo no tengo la culpa que una mujer te haya hecho daño –dijo la chica.
-A mí no –dijo el hombre-. Mi hermano se casó con una puta y mi pobre madre vivió un infierno por culpa de esa mujer.
-Pero no todas somos iguales –dijo la chica-. ¿No crees que el único culpable de eso haya sido tu hermano por no fijarse con quién se metió?
El hombre no dijo nada.
-¿Nunca has conocido a una mujer buena que…?
-¡Cállate, puta! –gritó el hombre. Le puso una mano en la garganta y empezó a apretar-. ¡Puta, puta!
El rostro de la chica se puso morado. El hombre la soltó.
-¡Por favor, no me mates! –suplicó la chica-. Un día te descubrirán y tu madre sufrirá más.
-Ella está muerta –dijo el hombre-. Y yo tengo que vengarla.
-Déjame ayudarte –dijo la chica.
-¿Ayudarme? –el hombre rió con ironía.
-Debes ir a un especialista. Puedes rehacer tu vida. Hazlo por la memoria de tu madre…
El hombre soltó una carcajada.
-¿Crees que soy estúpido? Lo primero que harás, si te dejo ir, será avisarle a la policía.
-Te juro que no lo haré.
Silencio.
-Te juro por mi madre, que es lo más sagrado para mí, como sé que tu madre lo es para ti, que no lo haré. Solo quiero ayudarte…
-No necesito la ayuda de nadie. Menos de una puta como tú.
-Por favor…
Dos poderosas garras le apretaron la garganta hasta hacer que sus ojos saltaran de sus órbitas.
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