1
El camino que conduce al Mirador del cerro Acuchimay es empinado.
–Un descansito, amor –me pide tu mamá. Añade, con una sonrisa–: Ximenita no se vaya a salir.
–Quizá quiera ser acuchimayina.
Risas.
Tus primos, Nacho y Diego, han llegado arriba, se toman fotos con sus celulares y vuelven a bajar. Suben, bajan, bajan, suben sin cansarse. Quién como ellos.
–¿Nos toman una fotito, chicos?
–Claro, tía Valeria –dice tu primo Nacho–. Póngase de perfil para que salga Ximenita.
–Voy a descuadrar la foto.
–Sí alcanza, tía, no te preocupes, hunde un poco la barriga nomás.
Reímos.
Clic.
–Ahora Ximenita con ustedes.
Nacho y Diego se ponen a los costados de tu madre. Miren al pajarito. Oh, qué chiquito. Risas. Apunto. Clic. Una fotito más. Entonces descubro, en la pared que tienen a sus espaldas, una vieja pinta senderista debajo de una ligera capa de pintura verde al agua: ¡Viva la guerra de guerrillas! Un trazo grueso en rojo. Al lado hay una hoz y un martillo.
Para mi museo particular, pienso, mientras le tomo una foto.
–¡¡Tío Agustííínnn!!
–¡¡Tía Valeriiiaaa!!
–¡¡Ximenitaaa!!
Tus primos están de nuevo en la cima. Agitan los brazos, se toman fotos.
–Esperen que ya les alcanzamos.
Vemos subir a un grupo de turistas. Son jóvenes, veinte, veintidós años. Entre ellos, ¿sirviéndoles de guía?, hay una chica de rasgos andinos que lleva pollera de colores y una blusa rosada de seda. Al pasar junto a nosotros, nos mira, mira la vieja pinta senderista, me escruta. Los ojos medio achinados, claros. El rostro redondo, las mejillas maltratadas por el frío de las alturas. Así era Eva cuando llegó a la casa huyendo de la guerra. El cabello negro y lacio hasta mitad de la espalda.
Los turistas hablan italiano. Se nos adelantan.
–¿Vamos? –me dice tu mamá.
Le tomo de la mano y reanudamos la ascensión.
–Ximenita está pateando –tu madre se acaricia la abultada barriga.
–Seguro quiere subir solita al Mirador.
–Cuándo será eso.
–Más pronto de lo que piensas.
Parece ayer cuando Nacho era chiquito y tu abuela y yo lo llevamos cargado a Chincho.
Te imagino subiendo los escalones de dos en dos con Bere y Nela, con tu vestido rosado, bonita, juguetona, coqueta. A tus abuelos les hubiera gustado conocerte. Te habrían adorado.
Los turistas ya han llegado a la cima. Ahora están filmando el lugar, tomando fotos.
Nacho baja a la carrera.
–Está luca la entrada –dice.
Saco una moneda de cinco soles y se la doy.
–El vuelto para chatear con mi jerma –dice.
–Se dice enamorada y no jerma, Nachito.
–Es igual, tía Viviana.
–Ayúdanos a subir –le pide tu mamá–. Ya que tu tío no nos quiere cargar.
–Es que pesan una tonelada.
Risas.
Nacho le toma la otra mano a tu mamá. Un paso, otro paso, un breve descanso, y al fin estamos arriba, en la cima del cielo.
–Uff, poco más y no llegamos.
–¿Tanto se han demorado? –reclama Diego.
–Es que Ximenita pesa pues, Dieguito.
Diego ni sonríe. Es demasiado serio.
Nacho compra las entradas y subimos al Mirador desde donde se tiene un amplio panorama de la capital ayacuchana: allí está la Plaza de Armas con su monumento ecuestre a Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho. Cruzando la calle, está la Catedral, a su costado, la antigua sede de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga a donde llegó Abimael Guzmán en 1962, el mismo año en que nació Edith Lagos.
Desperdigadas en la ciudad, están las treinta y tres iglesias que han hecho célebre a Ayacucho por su fervor religioso.
Sigo con la vista a lo largo del jirón Bellido hasta toparme con la mole de la antigua cárcel pública de Ayacucho de donde, en marzo de 1982, Edith Lagos fue rescatada a sangre y fuego por las huestes senderistas. Al otro extremo de la ciudad está el Cementerio General donde descansan sus restos.
Allá está el temible cuartel Los Cabitos, centro de detención y desaparición de los sospechosos de ser terroristas.
Hace veintinueve años, cuando empezó la guerra, no existía este Mirador. Esto era un descampado donde todos los fines de semana se llevaba a cabo la feria del cerro Acuchimay.
–¿Bajamos? –dice tu mamá.
–Vamos a tomar gaseosa –pide Diego.
El sol brilla con intensidad en este día de julio. Un disco dorado que quema sin piedad.
Entramos al restaurante que hay allí.
Nacho pide una Pepsi y unas papitas, Diego Inca Kola y galletas, tu mamá un San Luis, por los gases, y yo una Inca Kola.
Los turistas están un par de mesas más allá. No veo a la chica que venía con ellos. ¿Habrá ido al baño? No, está allí, en el Mirador, observando la ciudad como lo hicimos nosotros minutos antes.
–Así debe haber sido Edith Lagos –digo, señalando el Mirador.
–¿Como quién?
–Como esa chica que está en el Mirador.
–¿Cuál chica? –pregunta tu mamá.
–Esa que está en el Mirador.
–En el Mirador no hay nadie –dice tu mamá, extrañada.
¿Cómo que no hay nadie?, tengo ganas de decirle, pero no lo hago, no vaya a pensar que me he vuelto loco de un momento a otro.
–¿Llamamos a la casa? –dice Nacho.
–Claro.
Contesta Bere. Al minuto todo el mundo se pone al teléfono: tu tía Carolina, tus primos Smeagol, Chancho y Nela. ¿Van a ir a Huanta? ¿Ya fueron a la Pampa de La Quinua? Vayan a Vilcashuamán, allá hay ruinas. No se olviden de ir a Chincho. ¿Mi mamá dónde está?, pregunta Diego. Cocinando, le dicen. Traen queso y cancha. Tía Valeria, mi tía Carolina quiere hablar contigo. Sí, sí, me estoy cuidando, no te preocupes. Gracias. Diles que no se olviden de regar las plantas del abuelo. Chau, chau. Después llamamos.
–¿Volvemos al hotel?
Bajamos por la parte de atrás, por un caminito de tierra afirmada rodeada por gruesos muros de barro donde descubro más pintas dando vivas a la guerra popular, exigiendo la rebaja del alto costo de vida, sentenciando a muerte a los traidores y soplones. Y siempre con la hoz y el martillo. ¿Cómo así han sobrevivido a las inclemencias del paso del tiempo, a la transformación de la ciudad?
–¿Una carrera, Diego?
–Se van a caer –les dice tu mamá.
–Nosotros somos campeones corriendo, tía Viviana.
–En sus marcas, listos, ¡ya!
Salen disparados como balas.
–Me doy un baño y me voy a dormir.
–Floja.
–Me has hecho caminar como nunca.
–Pensé que no ibas a llegar al Mirador.
–Tampoco soy coja, no me subestimes.
Nos damos un beso.
A unos cien metros de nosotros, Diego tropieza y rueda al suelo. Nacho está más allá.
–Les advertí a esos chicos.
Apuro el paso para auxiliar a Dieguito.
De pronto, veo salir de un callejón a la chica que estuvo con los turistas. Ayuda a Diego a ponerse en pie y le limpia la nariz. Me apresuro. Ella me mira y se vuelve al callejón.
–¡Hey, espera!
Echo a correr tratando de darle alcance, pero no lo consigo, se ha hecho humo.
–¿Qué pasó? ¿A dónde fuiste? –me pregunta tu mamá.
Hago como que no la escucho mientras trato de controlar la sangre que brota de la nariz de tu primo. Este chico, al menor golpe en la nariz, sangra profusamente.
Tiene un pañuelo que no es el suyo. Es un pañuelo viejo, medio amarillento. Tu mamá le moja los cabellos, le lava la cara. Un rato después, cuando la sangre le ha parado, reanudamos la marcha.
***
La oscuridad se tragó el bello rostro de Emperatriz, su boca roja, justo cuando me iba a regalar un beso.
Las explosiones empezaron a sucederse uno tras otro.
–¡Arolchaaa! –gritó mi mamá.
–Me voy.
–¿Vuelves? –preguntó Viejo.
–No sé… –los labios de Emperatriz, con un fuerte sabor a lápiz labial, sellaron los míos.
–¡Arooochaaaaa!
Salté la pared de la casa abandonada de don Navarro, crucé la calle de tierra y piedras y entré a mi casa. Juancho y Bibi, mis hermanos menores, lloraban, asustados. Mariana y Flora también estaban con miedo, abrazadas a papá.
Las explosiones habían sido en el cerro del frente.
–Ojalá que Carolina esté bien –dijo mamá.
Carolina, mi hermana mayor, trabajaba en la hidroeléctrica donde sus padrinos.
–No creo que los terrucos se atrevan a atacar la hidroeléctrica –dijo papá–. La planta está llena de repuchos.
–Fíate dos velas y un fósforo –me dijo mamá.
En la puerta me encontré con Pelusa. Nos apuramos en ir a la tienda. En el camino, nos cruzamos con personas que iban de prisa, parecía que llevaban escaleras, sacos.
–¿Te besó Emperatriz?
–Casi. ¿Ya se fueron?
–Sí. Tenían miedo.
El Zambito nos atendió por su ventana nomás. Aparte de las velas y el fósforo, nos fiamos un sol de galletas de agua para nosotros.
–Vayan con cuidado, vecinitos.
–Ya, don Ceferino. Gracias.
Otra sarta de dinamitazos hizo que nos apuráramos. Ojalá que no se cayeran las torres sobre La Realidad y nos achicharraran.
–¿Cachorro no los ha seguido? –preguntó mi hermana Mariana.
–No.
–De miedo se habrá escondido por ahí –dijo papá.
Cachorro era miedoso. Era un pastor alemán que don Caldas le había regalado a mamá cuando se llenó de garrapatas. A pesar que papá siempre lo bañaba con petróleo, los bichos no lo dejaban.
–¿Quieres que lo vayamos a buscar, Mariana? –se ofreció Viejo, que acababa de llegar junto con Lube.
–Primero tomen un poco de sopa caliente –dijo mamá.
Entramos a la cocina iluminada por una vela. Mamá nos sirvió un plato de sopa a cada uno. Papá hizo una oración. Él era Testigo de Jehová.
–Está rica la sopa, señora María –dijo Viejo.
–¿Te yapo?
–Claro, señora María.
Sonaron más dinamitazos, pero esta vez lejos, por Chacrasana o Yanacoto.
–¿Es cierto que en la sierra hay guerra, don Juan? –preguntó Lube.
–Sí –dijo papá–. Los comunistas quieren tomar el poder para esclavizarnos.
–Cómo estarán mi mamá, Anacleto, Susana –dijo mamá, preocupada.
Yo solo conocía a mi tío Anacleto. Antes venía siempre y traía queso salado y duro y cancha blanquita que me gustaba bastante.
Todos ellos vivían en Ayacucho.
–Ojalá que Anacleto esté cuidando mi escopeta –dijo papá.
La última vez que el tío Anacleto vino a visitarnos, se llevó la escopeta de mi papá para matar a un puma que estaba atacando a sus animales en Jiljarajay. A veces, cuando papá no estaba, nosotros jugábamos a la guerrita con esa escopeta, que era grande y pesada.
En Chaclacayo, al otro lado del río, empezó un tiroteo.
–Los terrucos están atacando la comisaría, seguro –dijo papá.
–¡Miren, el cerro! –exclamó Mariana.
En el cerro del frente, donde minutos antes habían volado las torres, empezó a arder una antorcha en forma de la hoz y el martillo.
Nos quedamos allí, contemplando cómo la antorcha se hacía cada vez más y más gigante.
***
–La única manera de acabar con la miseria en la que vivimos es levantándonos en armas –dijo el Chullañahui, con el mismo tono grave que utilizaba para decirnos que estudiáramos para no quedarnos burros como nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos.
Al profesor Quispe le falta un tornillo, decía mi papá, hace años, desde que llegó a Chincho, está con el cuento de la guerra popular. Se cree el Che Guevara. Mi papá era licenciado del ejército, había luchado contra la guerrilla de Luis de la Puente Uceda.
–¿Y qué es levantarse en armas, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
El Chullañahui lo miró con su único ojo, azul, rodeado por una tupida ceja oscura que le hacía parecer un manantial en medio del ichu quemado, parecía que le iba a llamar la atención por faltar demasiado a las reuniones, pero no lo hizo.
–Valicha, explícale al compañero Piquicha lo que significa levantarse en armas.
–Levantarse en armas significa acabar con la clase dominante que tiene sumido al campesinado en la más completa miseria desde los tiempos de la Conquista –empecé, tratando de repetir de memoria las palabras del Chullañahui–. La clase dominante es la que ostenta el poder. Sus representantes más visibles son los hacendados, las autoridades políticas, las fuerzas del orden, la iglesia. A todos estos hay que arrancarlos de raíz y prenderles fuego como a la malahierba para que no sigan creciendo pues, mientras lo hagan, en el Perú habrán explotadores y explotados.
El Chullañahui esbozó una sonrisa de complacencia, él que nunca sonreía así nomás.
–¿Algún otro compañero que quiera añadir algo más?
–Yo, profesor Quispe –Zenón levantó la mano. Tenía las uñas crecidas y sucias–. Levantarse en armas significa exterminar a todos los lacayos del gobierno.
–Y a sus perros guardianes –dijo Dionisio Ninanya.
–También significa –intervino Fidelia Carhuallanqui– distribuir las tierras de producción en forma equitativa entre todos para que unos no tengan más y otros menos, o nada.
El Chullañahui sonreía, complacido. Hasta su único ojo parecía mirarnos con menos fiereza.
–¿Está clara la explicación de los compañeros, compañero Piquicha?
–Sí, profesor Quispe, pero tengo una duda todavía…
–¿Cuál es? Formúlala.
–¿Con qué nos vamos a levantar en armas si no tenemos armas?
El Chullañahui se puso serio otra vez. Este Piquicha es muy preguntón, pensaría.
Estábamos en Qqasi. Desde allí se veía Huanta, con sus techos de tejas y calaminas que reverberaban con el sol de la tarde, bajo el imponente Razuwillca, cuyo blanco penacho parecía la barba de Dios.
Debajo de nosotros, al final de Pauca, discurría el río Cachi que, desde donde estábamos, parecía el lomo dorado de una gran serpiente. Ese río lo había cruzado mi abuelo Ignacio llevando un fantasma en sus hombros. Sucedió muchos años antes de que yo naciera. Era una madrugada y mi abuelo se dirigía a Huanta. Pasando por mama Bini, los burros se negaron a dar un paso más. El abuelo vio en la orilla a un hombre que iba y venía como tanteando el agua para ver si lo cruzaba o no. ¿Quién sería, algún borrachito? Allinllachu, taita, lo saludó. Allinlla, le contestó el otro con una voz que no era de este mundo. Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Fantasma, pensó. Los fantasmas le tienen terror al agua. ¿Me puede ayudar a cruzar al otro lado?, le pidió el fantasma. El abuelo aceptó. El fantasma, de un brinco, se le subió a los hombros. Parecía hecho de aire pues no pesaba nada. Cómo le castañeaban los dientes cada vez que el abuelo Ignacio trastabillaba en una piedra resbalosa. Pobre fantasma. Era un fantasma bueno, sino, hace rato que hubiera crecido y se lo habría tragado. Hasta que por fin llegaron a la otra orilla. El fantasma saltó a tierra, le dio las gracias y marchó apuradito hacia el cementerio de Cascabel.
–Armas hay en todas partes –la voz del Chullañahui me trajo de vuelta a Qqasi. Había fuego en su mirada–. Arma es un palo, una piedra, una soga. Nuestras manos son armas muy poderosas.
Me miré las manos: eran tan grandes como las de mi padre de tanto trabajar la tierra, cortar la leña, pero tenía suerte: mi primo Antonio tenía seis dedos, igualito que el abuelo Ignacio, a quien llamaban el Soqta, o sea, seis dedos.
–Armas somos nosotros –continuó el Chullañahui. Su voz era una hoguera que crecía y crecía hasta alcanzar las alturas del Razuwillca–. Y nosotros somos cientos, miles, millones. Somos incontables como las estrellas que pueblan el universo.
Las lenguas de fuego cruzaban el río Cachi, arrasaban Huanta, continuaban hacia Huamanga, hacia Cangallo, hacia La Mar.
–Arma es nuestro odio milenario a los mistis, a los hacendados, a los gamonales, al señor gobierno –el fuego cruzó montañas, abismos, lagunas, desiertos y llegó a Lima.
Miré los rostros de mis compañeros: todos miraban arrobados al Chullañahui.
–Nosotros tenemos un arma valiosa, un arma que no lo tienen esos miserables que abusan de nosotros…
El Chullañahui hizo una pausa. Parecíamos figuras pétreas sembradas en medio de la puna.
Continuó:
–Nuestra sangre, nuestra vida. Y nuestra sangre y nuestras vidas son mucho más valiosas que la de esos miserables.
Silencio.
Hasta el opa Inquicha, que nunca estaba quieto, miraba fascinado al Chullañahui.
–¿Y cuándo nos levantaremos en armas, profesor Quispe?
–En Huamanga hay un profesor que nos dirá cuándo –la voz del Chullañahui se tornó casi imperceptible, parecía que nos iba a decir un secreto–. Se llama Abimael Guzmán o Puka Inti. Solo él sabe el día y la hora en que comenzará todo. Pronto lo conocerán. Ahora es hora de volver.
Ya casi oscurecía.
–A ver, Valicha, cántate algo para alegrar el camino.
Respiré hondo y solté mi voz para que volara más allá del Razuwillca: No canta en vano el zorzal / ni el más humilde gorrión. / No canta en vano el que espera ver flores y da la tierra, / ver flores y da la arena. / Que todo canto tiene sentido y sentimiento / para anunciar la mañana / o para perfumar el viento…
2
–¿Vamos a dar unas vueltas por ahí? –le digo a tu mamá.
–Ay, amor, estoy súper cansada –se excusa–. Mejor veamos una peli.
–Caracho, ¿has venido a ver película o a pasear, ah?
–Ay, Agustín, mira mis pies –tiene los pies hinchados.
–Bueno, bueno, regreso entonces –le doy un beso–. Te cuidas.
–Tú también.
Agarro mi cámara.
–Ximenita dice que le traigas queso y chapla –dice tu mamá, tocándose la abultada barriga.
–Dile a Ximenita que no coma mucho porque va a salir como su primo Chancho –le digo mientras le doy otro beso.
–¿Tú quieres que sea como Smeagol, no, papito? –dice tu mamá hablando como bebe.
–Ajá, sino no te voy a poder cargar cuando vayamos a Chincho.
–Voy a ir volando con mis alitas de angelito.
–Ojalá.
Nos damos otro beso.
–Ya vuelvo.
–Te cuidas.
Es de noche, casi las nueve, y las calles están llenas de gente, niños, jóvenes, viejos, parejas, que caminan despreocupados. La guerra es algo remoto, los más jóvenes no lo han vivido, lo que actualmente pasa en el VRAE les tiene sin importancia. Hace años que no hay atentados, apagones, perros colgados en los postes, muertos en las calles. Tampoco hay soldados, tanquetas, portatropas. Las noches de toque de queda han quedado en el recuerdo, ahora uno puedo salir de su casa a la hora que le dé la gana.
Ahora Huamanga no tiene nada que envidiarle a ciudades como Trujillo o Arequipa, o a algún distrito limeño. En cada esquina hay cabinas de internet, los celulares abundan. Hay discotecas por todas partes.
El tráfico, como en cualquier ciudad del Perú, es un caos.
Llego a la Plaza de Armas que rebosa de personas, ambulantes, turistas. Al frente, la Catedral también está llena. Doy vueltas hasta que una pareja deja un banco y me siento comiendo la chapla que le he comprado a un chiquillo.
Ya he estado aquí en un par de oportunidades. La primera vez fue en el 2001. Fui a Huanta con tu tía Flora y un domingo vine a buscar a mi amiga Janeth. No vayas a hacer pataletas porque era solo una compañera de mis años en La Cantuta, además, ya tiene un hijito. Quizá después vayamos a buscarla para que conozca a tu mamá, para que te conozca a ti. La segunda vez fue el 2006, un año después de la muerte de tu abuela María, vine con tu tío John. Antes, en el primer viaje con tu abuela, estuvimos un ratito aquí mientras esperábamos que le cambiaran la llanta al bus de Expreso Huamanga que se había pinchado. Nacho estuvo con nosotros.
–Compre chaplita, papito –me ofrece una señora que lleva un bebe en una manta colgada en la espalda–. A sol la bolsita nomás.
Le compro dos bolsas para tu mamá.
De pronto la descubro, está sentada en el banco del frente. Lleva la misma pollera de colores de la mañana, la blusa rosada.
Me mira, la miro.
Hago el intento de acercármele. Ella se pone en pie y echa a caminar.
La sigo.
–Oye, espera, ¿quién eres?
No contesta, sigue caminando.
Dejamos la Plaza de Armas.
¿Por qué se me aparece y no quiere hablar conmigo?
Mi celular vibra. Es un mensaje de texto de tu mamá: No te olvides de la chapla y el queso para Ximenita.
No le contesto, concentrado en no perder de vista a la chica. Cuando acelero mis pasos, ella hace lo mismo.
–¡Oye, espera, solo quiero hablar contigo!
Nada, no me hace caso, solo camina, volviendo de vez en cuando el rostro para asegurarse que la estoy siguiendo.
Ahora vamos por el jirón Bellido. Una cuadra, otra cuadra. Nos alejamos del centro.
–¡Espera, por favor!
Llegamos al antiguo CRAS de Ayacucho. Ella se ha detenido en la plazoleta Bellido. ¿Hasta allí quería que lleguemos?
Me le acerco y ella da un paso alejándose.
–¿Quién eres? –le pregunto–. ¿Qué quieres de mí?
No me contesta, solo me mira.
Doy otro paso y ella hace lo mismo. ¿Y si corro y la atrapo?
Vibra mi celular. Es otro mensaje de texto de tu mamá: Son las diez, Ximenita está que se muere por su queso y su chapla.
–Oye, me tengo que ir. ¿Podemos conversar un ratito?
No dice nada. ¿Será muda?
–Chau. Me voy.
Silencio.
Doy la media vuelta y regreso sobre mis pasos. De vez en cuando vuelvo el rostro y ella sigue allí. Debí haber traído el pañuelo que le dio a Diego, decirle ¿esto es tuyo?
***
–Tu novia dice que le regales agua –dijo mi mamá.
Me reí. Agarré la llave del pozo.
Era tempranito. El sol salía por entre los cerros del frente. Allí estaban las torres derribadas la noche anterior. Menos mal que no cayeron sobre nosotros, que los cables no se desprendieron y nos achicharraron.
–¿No has visto a mi Bobby? –fue lo primero que me preguntó Emperatriz. Estaba en pijama, uno de franela color celeste con florcitas rojas. Se notaba que no llevaba sostén: allí estaban sus pezones queriendo atravesar la tela.
–No. Cachorro también ha desaparecido. Mariana está que llora.
–Yo también me he pasado la noche llorando –dijo–. Mira mis ojos.
Tenía los ojos claros, bonitos, como los de una gata. Sus pestañas eran largas. Llevaba las cejas depiladas.
–Ya aparecerán.
–Ojalá que no les hayan dado bocado.
–Pucha, ojalá que no, ahí sí que Mariana se muere.
–Y yo también.
–Si tú te mueres, yo también me muero.
Soltó una carcajada.
–Chistoso.
Tenía ganas de decirle anoche no pude dormir bien, me la pasé recordando el beso que me diste, recordando el sabor de tus labios, soñando que me besabas de nuevo. Emperatriz era mi mayor por un par de años. Ella y Viejo eran los mayores del grupo. En nuestros juegos, ellos eran el papá y la mamá y los demás sus hijos.
–¿Van a bañarse en la sequia? –nos preguntó Pelusa cuando pasamos frente a su casa.
–No. Es muy temprano. Más tarde.
–Ah, ya –dijo Pelusa, y siguió jugando con el camión que se había hecho con latas de leche.
El profesor Ricra estaba regando la calle frente a su casa. Ni nos miró ni nosotros lo saludamos. Era un hombre enigmático. Hijo de satanás, le decía mi papá desde que un domingo tocó su puerta Biblia en mano para hablarle de Dios y el profesor le dijo ¿usted ha visto a Dios?, ¿me puede decir cómo es?
–¿Cuándo vamos a jugar a los Girasoles, Arol? –preguntó Emperatriz.
No alcancé a responderle. Cachorro estaba colgado en el poste de luz frente a la señora Arcaria. Más allá, estaba Bobby.
Emperatriz casi se desmaya de la impresión.
No eran los únicos perros. En todos los postes de la avenida Túpac Amaru había uno. Todos tenían un cartel en el pescuezo. El de Cachorro decía “¡Así morirán los perros traidores!”, el de Bobby “¡Deng Xiaoping, hijo de perra!”
Emperatriz se echó a llorar.
–Le voy a decir a mi papá que los baje para enterrarlos –le dije.
–Ni lo hagan –nos dijo el profesor Ricra, detrás de nosotros, balde en mano–. ¿Acaso no saben leer?
***
Relámpago bajaba raudo hacia Huanchuy. Íbamos contentos, felices. Al opa Inquicha se le escapaba la alegría a borbotones. Manga, manga, repetía. Parecía un niño que recién estaba empezando a hablar. Huamanga, opita, se dice Huamanga. Pero él seguía con su manga, manga. Era nieto de mama Felicitas y primo del Piquicha. Dicen que cuando era chiquito se cayó de cabeza de su cama y por eso se volvió opita. El Chullañahui lo quería, por eso le dejaba participar en nuestras reuniones. Inquicha va a ser un gran guerrero, decía, ya lo verán.
Una curva, otra curva y llegamos al río. El camión se atracó en mitad del cauce. Bajamos para empujarlo.
–Ya que estamos abajo, aprovechemos para asearnos un poco –nos dijo el Chullañahui–. Hay que ir limpiecitos a nuestra histórica reunión.
Nos dio un jabón para que nos laváramos la cara y los pies. Puma, puma, repetía el opa Inquicha viendo nuestras caras llenas de espuma. Lávate bien los mocos, opita.
Reemprendimos la marcha. El camión iba levantando polvareda por el camino de tierra. Todo era chacra, tunales, chocitas de barro con techos de paja, niños pastando cabras, ovejas, jalando burros cargados de leña, hombres con las espaldas dobladas trabajando la tierra. Igualito que en Chincho. Así es en todo Ayacucho, Huancavelica, Andahuaylas, nos decía el Chullañahui. Así ha sido siempre y así será. De nosotros depende que todo eso cambie.
A partir de Repartición la carretera era asfaltada y Relámpago, a pesar que era ya carcochita, iba a toda velocidad. Lo conducía el viejo Crispín, quien siempre participaba en nuestras reuniones. El viento jugaba con nuestros cabellos. ¡Viento, viento, vientooo!
–Esa es Huamanga –gritó el Chullañahui desde la cabina.
Era más grande que Huanta, sus casas eran de adobe y ladrillo, con sus paredes pintadas de muchos colores y balcones de madera. Las calles eran asfaltadas. Había iglesias por todas partes. La gente estaba bien vestida, con ropa limpia y zapatos. Los estudiantes llevaban uniforme color plomo.
Cruzamos por un arco y salimos en la Plaza de Armas donde estaba la estatua de un hombre montado en su caballo. Ese era el Libertador Sucre, lo había visto en mi libro de historia. Ballo, ballo, repetía el opa Inquicha. Se dice caballo, opita, caballo.
Descendimos del camión.
–Aquí estudié para profesor –nos dijo el Chullañahui, mientras entrábamos a una casona en cuyo patio de la entrada había una higuera, que, según él, tenía como doscientos años de antigüedad.
Allí nos quedamos a esperarlo mientras él iba a buscar al Puka Inti. Volvió al poco rato con un hombre que vestía como los mistis.
–El compañero Puka Inti –nos lo presentó–. Estos son los iniciadores de Chullayacu, Chincho y Jiljarajay.
–Bienvenidos, compañeros. ¿Allinllachu, warmas?
–Allinlla, compañero Puka Inti.
–Ella es Valicha, la chica de la que le hablé.
–Ya quiero escuchar esa voz de torcaza –me dijo el Puka Inti, pasándome una mano por las mejillas. La tenía suave como el vestido de seda de la Virgen del Carmen.
Me puse colorada.
–Doctor Guzmán, muy buen día –el viejo Crispín le hizo una reverencia al Puka Inti, le besó las manos–. ¿Cómo ha estado usted, doctorcito?
–Acá, como siempre.
Apareció otro grupo de personas. Los mayores nos presentaron mutuamente. Ella es Valicha, ella es Carlota Tello Cuti, ella es Edith Lagos, también canta como los ángeles. Después las oiremos. Ahora vamos a desayunar.
Lo seguimos por los pasillos, cruzamos patios hasta llegar al comedor. Las mesas y los bancos eran grandes. Hicimos cola. Nos dieron una taza de leche, tres panes y un poco de mermelada y dos bolitas de mantequilla. Me senté al lado de Edith. El pan que tiene raya se llama pan francés, dijo, el que no tiene raya es pan tolete. Nosotros no conocíamos esos panes, apenas comíamos chapla que traía mi papá las veces que iba a Huanta.
–Edith conoce Lima –dijo Carlota.
–¿Cómo es Lima?
–Una ciudad inmensa. Las casas son grandes, hay muchos carros. Los que van de aquí se pierden en Lima.
–¿Es cierto que hay un lago inmenso de agua salada?
–No es un lago, es un mar. Es interminable. Los barcos navegan meses para llegar a otros países.
El opa Inquicha estaba feliz con la mermelada. Tenía la cara embadurnada. Más, pedía. Edith le invitó su porción.
Como faltaba todavía para que empiece la reunión, dimos vueltas por la casona.
–Vamos a hacer pis, Valicha.
Pensé, avergonzada, que íbamos a orinar en el jardín, pero no, entramos a un cuarto enchapado con mayólica blanca.
–Allí se orina –me dijo, señalando un water donde había agua limpia que, pensé, era para tomar. Edith se rió cuando le dije eso. Parecía un puquial pues.
Fuimos al auditorio. Estaba llena de personas, estudiantes, campesinos, profesores, mistis.
En una mesa, al frente, estaba el Puka Inti flanqueado por los integrantes de su Comité Central.
Partido Comunista del Perú – Por el Sendero Luminoso de José Carlos Mariátegui decía en un paño rojo colgado detrás de ellos. Al costado de la inscripción había una hoz y un martillo.
–Ya sabes que es el símbolo de la guerra, ¿no? –me susurró Edith.
Asentí con un movimiento de cabeza.
También estaban las fotografías de cuatro hombres: uno viejo y barbado, otro calvo, otro un gordito con los ojos rasgados y otro un indio.
–Ese es José Carlos Mariátegui, nuestro guía –dijo Edith–. Era un hombre sumamente inteligente, y eso que nunca fue a la universidad.
El Chullañahui nos dio la bienvenida.
–Estamos aquí reunidos para escuchar las sabias palabras del compañero Gonzalo, secretario general del Partido Comunista del Perú, a quien tenemos el honor de recibir con un fuerte voto de aplausos.
El Puka Inti se puso en pie.
Más aplausos.
Recorrió el auditorio con su mirada penetrante.
Silencio.
–El Perú es un país dependiente, semicolonial y semifeudal –empezó el Puka Inti con su discurso–. Como tal, el campesinado constituye el sector más atrasado, oprimido y explotado, y en el campo se encuentra el nudo principal de las contradicciones de toda la sociedad. Por eso la revolución peruana deberá ser democrática y nacional, antiimperialista y antifeudal –hizo una pausa para beber un poco de agua–. Su base social será la alianza obrera y campesina, pero de ellos el campesinado es la fuerza motriz principal mientras el proletariado insurge y se desarrolla como clase dirigente –hizo otra pausa para beber–. La principal y única forma de lucha revolucionaria, para tomar el poder y construir el Estado de Nueva Democracia, es la lucha armada, la guerra popular, pues las clases dominantes no soltarán fácilmente el poder y cuentan con una fuerza armada que se ha convertido en el Perú en un ejército de ocupación –hizo otra pausa–. La guerra popular tiene como escenario el campo y avanza hacia las ciudades. ¡La guerra popular es una guerra campesina o no es nada! –dijo con énfasis. Aplaudimos por un par de minutos–. El Partido se forja y se desarrolla en el curso de la lucha armada y, como organización política, busca, en esta lucha, convertirse en un verdadero ejército popular.
Un hombre, que estaba sentado al lado nuestro, se puso en pie.
–Hace veinte años que están con el mismo cuento de la guerra popular –dijo, casi gritó. Me acordé de mi papá–. Si tanto hablan de la guerra popular, háganlo de una vez sin tanto cacareo.
Salió.
Silencio.
–Algunos qué poca fe tienen, qué poca claridad, qué poca esperanza –se dejó oír de nuevo la voz del Puka Inti–. Desarraiguemos las hierbas venenosas, eso es veneno puro, cáncer a los huesos, nos corroería, no lo podemos permitir, es putrición y siniestra pus, no lo podemos permitir, menos ahora. Desterremos esas siniestras víboras, no podemos permitir ni cobardía ni traición, son áspides. Comencemos a quemar, a desarraigar esa pus, ese veneno, quemarlo es urgente –aplaudimos–. Existe y eso no es bueno, es dañino, es una muerte lenta que nos podrá consumir. Los que están en esa situación son los primeros que tienen que marcar a fuego, desarraigar, reventar los chupos. De otra manera la ponzoña será general. Venenos, purulencias, hay que destruirlas.
Aplauso prolongado.
–¡Viva el Partido Comunista del Perú, compañeros!
–¡¡Viva!!
–¡¡Viva la guerra popular, compañeros!!
–¡¡¡Viva!!!
–Para terminar, pido a toda la militancia la entrega total de su vida al Partido.
Otra tanda de aplausos. Besos y abrazos entre el Puka Inti y los miembros del Comité Central.
–Ahora, compañeros, las compañeras Edith Lagos y Valicha nos van a deleitar con ese don maravilloso que les ha dado la naturaleza: su voz –anunció el Chullañahui.
Edith fue la primera en cantar: Hierba silvestre, / aroma puro, / te ruego acompañarme por mi camino, / serás mi bálsamo y mi tragedia, / serás mi aroma, / serás mi gloria…
Cómo la aplaudieron. Se ve que la querían.
Ahora me tocaba a mí: He recorrido mi patria entera / de pueblo en pueblo, / de barrio en barrio, / y en cada pueblo palomas cantaban / llorando tristes sus sueños truncados, / quejándose de tanta miseria…
También me aplaudieron.
Llegó la hora del almuerzo.
En la tarde, hubo reunión de los dirigentes principales del Partido. Con Edith, Carlota y el resto recorrimos la ciudad.
–Dentro de poco, todo esto arderá –dijo Edith–. Si en la Pampa de La Quinua se selló el destino de América, en las pampas de Ayacucho se escribirá la nueva historia del Perú.
–Y nosotros lo escribiremos –dijo Carlota–. ¿No ese un gran privilegio?
–Lo es.
Casi anocheciendo emprendimos el regreso. Edith me regaló Los ríos profundos y Yawar fiesta.
–Allí está escrita nuestra historia –me dijo–. Léelas.
3
Tu mamá duerme. Bajo de la cama tratando de no despertarla. Me cambio con el mismo sigilo. Antes de salir, la contemplo: tiene el rostro apacible, lleno de pecas, el cabello revuelto, respira con armonía. Me pregunto si tú también estarás durmiendo, si tendrás los ojitos cerrados, si ya tienes pestañas, cabellos. Estampo un ligero beso en la frente de tu mamá, que también es para ti, abre los párpados por un segundo y los vuelve a cerrar.
Tus primos también duermen en la otra habitación.
Salgo del hotel.
Es tempranito, un sol acerado brilla en el cielo de Huamanga, pero no es lo suficientemente fuerte como para no hacerme tiritar. Es que soy un hombre friolento, supongo que ya lo habrás notado.
Voy por el jirón Bellido. Busco en cada rostro, sobre todo en los de rasgos andinos, el de la chica que se me presenta como una aparición, como una figura etérea que me mira nomás sin hablarme como si careciera del don de la palabra, que no permite que me le acerque como si al tocarla fuera a desvanecerse en el aire. ¿Quién será?
Llego a la plazoleta Bellido, vacía a esta hora. Me siento en un banco y contemplo esa inmensa mole de piedra y cemento que alguna vez fue el CRAS de Ayacucho.
CENTRO DE EDUCACIÓN ARTESANAL – C. A.
GALERÍAS ARTESANALES
“Shosara Nagase”
dice sobre el portón de madera de dos hojas que parece recién barnizada. Ya he estado dentro de sus instalaciones, ah, pero no creas que preso, no, no, eso no. Tu padre ha pisado solo una vez la cárcel, para visitar a su amigo Pelusa. El 2006 estuve aquí con tu tío John. Vamos a conocer la cárcel de Ayacucho, me dijo, quizá un día te animes a escribir la historia de Edith Lagos y su espectacular fuga. Tomen el micro que pasa por la otra esquina, nos dijo el del hotel cuando le preguntamos cómo hacer para llegar a la cárcel de Ayacucho. Terminamos frente al penal de Yanamilla, en las afueras de la ciudad. Edith Lagos se fugó del antiguo CRAS de Ayacucho, nos dijo un policía a quien le preguntamos si allí había estado presa Edith Lagos. ¿Y dónde queda esa cárcel? En la ciudad, en el jirón Bellido, pero ahora no hay nada, es un centro artesanal. Volvimos a la ciudad. No sé por qué razones tu tío dejó de interesarse del tema. En la noche busqué la cárcel sin resultado alguno. Al día siguiente partimos a la Pampa de La Quinua, después a Huanta y luego a Cangari. Allí nos despedimos, él regresó a Lima y yo marché a Chincho. El domingo estuve de vuelta en Huamanga y lo primero que hice fue buscar la cárcel. La encontré, era de noche y estaba con el portón cerrado, como hoy, y lo único que hice fue contemplarla desde afuera, lo mismo que ahora. Sigo impresionado por su titánica estructura. Me puedo imaginar a las huestes guerrilleras atacándola con cargas de dinamita, a los francotiradores apostados en los techos de la iglesia del frente eliminando a los republicanos que la custodiaban, a los presos huyendo por el boquete hecho a punta de bombas.
Recién al día siguiente, lunes, crucé el portón y me di con la sorpresa que allí también funcionaba la UGEL de Huamanga. ¿Cuántas veces Janeth habrá venido a buscar una plaza, a dejar sus documentos? Recorrí sus instalaciones. De las celdas no quedaba nada, solo unas marcas en el piso donde alguna vez estuvo el sobrecimiento. Nada más.
De diciembre de 1980 hasta marzo de 1982 estuvo allí Edith Lagos. Medio año después de su rescate, murió en Andahuaylas. ¿Habrán existido en ese entonces todas las edificaciones que hay alrededor de la antigua cárcel?
–Impresionante estructura, ¿no? –me dice un viejo que acaba de sentarse a mi lado.
–Ajá –le digo–. ¿Usted vive cerca?
–A dos cuadras.
–¿Y estuvo la noche del asalto?
–Claro pues, jovencito.
–¿Cómo fue?
–Espectacular como la cárcel –dice–. Entonces pensamos que después de eso el triunfo de la revolución era posible, pero después los senderistas metieron la pata.
–¿En?
–Empezaron a matar a los campesinos como si fueran animales. ¿Se da cuenta lo que significó eso?: perdieron el apoyo de las masas, y la guerra.
–Tiene razón.
–El pueblo apoyaba la lucha armada. Si hubiera visto qué cantidad de gente hubo durante el entierro de Edith Lagos: miles.
–Así dicen.
–Y es verdad. Los tombos estaban tan asustados que se encerraron en sus cuarteles. Toda esa gente apoyaba la revolución –dice–. Lo dejo, tengo que comprar el pan.
–Hasta luego.
Lo veo alejarse con paso cansino.
¿Por acá cerca vivirá la chica que se me aparece? Casas, casas y más casas.
Vibra mi celular. Es tu madre. Buen día, corazón, ¿dónde estás? Aquí, dando unas vueltas, ya regreso. Ven para salir a desayunar.
Empiezo a hacer el camino de retorno al hotel. Vuelvo el rostro cuando siento que me observan a mis espaldas. Allí está ella, parada al lado de la estatua de María Parado de Bellido. ¿Regresar? ¿Para que escape? ¿Preguntarle quién eres sin obtener respuesta?
Le digo adiós con la mano. Ella solo me mira.
***
Tocaron el portón. Yo estaba leyendo una vieja Caretas que mi mamá había traído de la señora Olga. Ya había terminado de cocinar. Era finales de marzo, faltaban pocos días para volver al colegio.
Fui a ver. En la puerta estaba un hombre alto, fornido. Lo acompañaba una chica blancona, de cara redonda y vestida con pollera.
–¡Tío Anacleto!
–¡Arol!
Nos abrazamos. El tío Anacleto era hermano menor de mi mamá, el tercero. Hace años que no venía. La última vez, en su despedida, fui yo quien lloró más.
Mamá y papá estaban trabajando.
–Tu prima Eva.
Eva tenía mi edad. Se quedó con Dora y Flora mientras el tío y yo bajábamos a la pista con la carretilla. Allí estaba mi primo Víctor, que tenía unos veinte años. Era menudo y corpulento.
–Los he traído porque allá hay guerra –dijo el tío Anacleto–. Los cumpas están reclutando a los jóvenes para que participen en la lucha.
Víctor y Eva apenas si sabían leer y escribir. Como mi mamá, mezclaban el castellano y el quechua cuando hablaban.
–¿Acá también hay guerra?
–No. Aunque de vez en cuando vuelan una torre de energía, pero nada más.
Esa noche, en la cena, el tío nos contó que los terrucos habían llegado a Jiljarajay huyendo del acoso de los soldados. ¿Cómo está mamacha? Bien, dijo el tío. Los cumpas son buenos, son como mis hijos, me atienden bien. Casi todos son universitarios, gente de buena presencia. No te confíes, cuñado, esa gente es traicionera, le dijo papá al tío. No te preocupes, cuñado. Dile a mamacha que se vaya a Huanta. No quiere. ¿Quién le va a cuidar sus animales? Además, en Huanta está peor, allí están los marinos, esa gente no cree en nada. Todos los muertos son culpa de ellos, matan a cualquiera diciendo que son terrucos. ¿Los terrucos no matan? No, ellos solo ajustician a los abigeos, a los hacendados, a las malas autoridades.
El tío se marchó una semana después. Entre su equipaje llevó grabadoras, relojes, ropas que le habían encargado los senderistas. Víctor y Eva se quedaron en la casa. Se pusieron a trabajar porque así lo había querido su papá. Víctor en la zapatería del tío Jesús Valencia y Eva en una casa.
Un día fui con Víctor al Centro. En el Parque Universitario nos compramos casets. Él de los Shapis y Vico, yo de Michael Jackson. Estábamos dando vueltas por allí, cuando nos topamos con unos timadores. Víctor apostó y perdió hasta los casets. Fuimos a quejarnos a un policía. Aunque sea que me devuelvan mis casits, dijo Víctor ante la sonrisa irónica del uniformado.
Víctor era buena gente. Muchos años después, lo matarían de un balazo en la sien jugando a la ruleta rusa. Para entonces la guerra ya había terminado. Escapó de la guerra para morir en otro lugar.
En julio, el tío Anacleto vino por segunda vez. En esa ocasión trajo a Virgilio, el tercero de sus hijos. Tenía le edad de mi hermano John. Era un chiquillo vivaracho. Los cumpas lo quieren bastante, dijo el tío. Les he dicho que solo venía a visitar a sus hermanos.
Aquí le celebramos su último cumpleaños. Jonás, el enamorado de mi hermana Carolina, le trajo su torta, pero la fiestita casi termina mal: el tío vio besándose a los enamorados y se molestó. Amenazó marcharse llevándose a sus hijos. Mamá tuvo que rogarle que se quedara.
–¿Hay que fabricar bombas? –nos dijo un día Virgilio.
–¿Cómo se hace eso?
–Fácil: con lata de leche, pilas y clavos.
Hicimos unas bombas que no estallaron. Virgilio quiso preparar pólvora, pero fracasó en su intento. A veces, cuando nos cruzábamos con la policía, siempre se quedaba mirándoles las pistolas. Si los cumpas estuvieran por acá, ya no habría ni un perro vivo, decía.
A fines de setiembre, el tío Anacleto vino por última vez, pero claro que entonces no lo sabíamos. La situación está jodida en la sierra, dijo, los cachacos están matando a todo el mundo. Voy a vender mis animales y venirme con el resto de mi familia, dijo. Hasta buscaron una casa para comprar.
El ocho de octubre, el tío Anacleto regresó a Ayacucho. Era feriado y todos fuimos a despedirlo al paradero. Nunca más lo volveríamos a ver. Dieciséis años después estaríamos ante su tumba en un paraje olvidado de Jiljarajay.
–Papá, me traes bicicleta –le encargó Virgilio.
Días después, Víctor también se fue a Ayacucho. Empeñó su tocadiscos a la tía Plácida para su pasaje.
Pasó octubre, pasó noviembre.
El tío había dicho que a más tardar estaría de vuelta a fines de noviembre.
La primera semana de diciembre, llegó una carta de la tía Susana: Anacleto ha fallecido, decía la misiva.
***
–Cuando pasen los policías, les arrojamos las piedras –dijo el Chullañahui.
–¿Y si nos matan? –preguntó Piquicha.
–No creo que lo hagan. Nuestro ataque será sorpresivo como el de un puma –dijo el Chullañahui–. Cuando se den cuenta, ya estarán muertos.
–¿Tenemos que matarlos, profesor? –pregunté.
–Necesariamente. O son ellos, o somos nosotros. Estaremos en guerra, y ustedes saben que en una guerra se mata o te matan, no hay otra opción.
Ellos o nosotros.
–A ver, Valicha, repite los pasos de la emboscada.
–El primer grupo de combatientes empieza el ataque después de recibir el aviso del vigía, el segundo da los tiros de gracia y se apodera de las armas, el tercero sirve de contención.
–¡Perfecto! –dijo el Chullañahui–. ¿Entendieron todos?
–Arí, profesor Quispe.
–Después de la teoría, la práctica. Edith y Valicha dirigen el ataque, Piquicha se encargará de rematar a los caídos, Carlota estará en la contención.
Colocamos ramas en el camino. Unos tronquitos eran las armas.
Zenón vino corriendo desde su puesto de vigilancia.
–Vienen diez policías –dijo, agitado.
–Prepárense –dijo Edith.
El Chullañahui estaba atento como un general.
–Allí están esos perros. Dejen que entren a nuestro campo de tiro.
–¡¡Al ataque!!
Un aluvión de piedras de todos los tamaños cayó sobre los supuestos policías. Se levantó una polvareda que poco más nos asfixia.
El grupo de Piquicha salió de su escondite y se puso a rematar a los caídos y buscar las armas.
Regresaron con solo cuatro tronquitos.
–¡Mal, muy mal! –el Chullañahui movía la cabeza en señal de desaprobación–. Las armas se decomisan en su totalidad, así estén inservibles, para que los enemigos crean lo contrario. ¿Entendido?
Todos dijimos que sí.
–Si tuviéramos armas de fuego, nuestro ataque sería contundente –dijo Antonio.
–Las tendremos –le dijo el Chullañahui–. Recién estamos en la etapa de acopio de armas. Así, de paso, forjamos el temple de los futuros integrantes del Ejército Guerrillero Popular. Que la victoria nos cueste sudor y lágrimas. El Che Guevara tenía armas y no hizo nada en Bolivia, igual Luis de la Puente Uceda. A veces una piedra es más contundente que una bala. Hagámoslo de nuevo. Tú, Valicha, dirige ahora el segundo grupo.
Limpiamos el camino, pusimos otras ramas, otros tronquitos.
Vino el vigía, todos corrimos a ocupar nuestros puestos.
Una lluvia de piedras cayó sobre el camino. Antes que se disipara la polvareda, atacamos nosotros. Recuperamos ocho armas.
–No está nada mal –nos dijo el Chullañahui–. ¿Ven cómo la experiencia forja al maestro? El Puka Inti estará contento cuando le presente mi informe.
Sonreímos orgullosos de nosotros mismos.
Nos pusimos a descansar.
–¿Leíste los libros que te presté? –me preguntó Edith.
–Sí. Los perros hambrientos me hizo llorar.
–A mí también –dijo ella, mirándome con sus ojos bonitos, claros. Tenía la piel lozana, sin chapas como nosotros–. Cuando te vi la primera vez, me imaginé que eras la Antuca.
Me puse colorada.
–¿Cómo están las lindas warmachas? –se nos acercó el Chullañahui.
–Bien, profesor Quispe, bien. Estamos hablando de Los perros hambrientos.
–Excelente obra –dijo el Chullañahui–. Pero la ficción queda corta ante la cruda realidad. En la realidad hay más miseria, más explotación, más crueldad. Los representantes del viejo Estado son más abusivos en la realidad. Nosotros somos como los Celedonios, ellos son los Culebrones, pero antes que nos sorprendan, nosotros tenemos que sorprenderlos.
4
El Cementerio General de Ayacucho está lejos del centro. Como siempre, tus primos aprovechan el pánico para hacer de las suyas: se meten por una calle, salen por otra, vienen, toman un poco de agua, es domingo por la tarde pero el sol quema con fuerza, y echan a correr mientras tu mamá y yo vamos a paso de tortuga.
Por estas mismas calles, el diez de setiembre de 1982, fueron llevados los restos mortales de Edith Lagos, muerta una semana antes en Umacca, Andahuaylas, en un enfrentamiento con las fuerzas antisubversivas que la perseguían desde su fuga de la cárcel de Ayacucho. Media ciudad acompañó el cortejo fúnebre de la guerrillera muerta en la flor de la juventud. ¿Simples curiosos? ¿Simpatizantes? ¿Militantes?
Compro un ramo de rosas rojas y amarillas.
–Para alguna tumba que no tenga flores –digo.
Hay cientos de tumbas que no tienen flores. Ese es el destino de los muertos: el olvido. Durante el entierro te prometen que nunca te olvidarán, que siempre vivirás en el corazón de los que te amaron, pero finalmente llega el olvido.
–La tumba de Edith Lagos.
–Hierba silvestre, te ruego acompañarme en mi camino. / Serás mi amiga cuando crezcas sobre mi tumba. / Allí que la montaña me cobije, / el camino descanse / y en la piedra lápida eterna / todo quedará grabado –lee Diego.
–Edith Lagos Sáez, Ayacucho, 21 noviembre 1962 –lee Nacho–. Andahuaylas, 3 setiembre 1962.
–¿Quién era Edith Lagos Sáez, tío? –pregunta Diego.
–Una cantautora –dice Nacho–. Esa canción la escucha el tío.
–Era una guerrillera –dice tu mamá–. También escribía versos.
–¿Como Javier Heraud?
–Ajá. Ese poema suyo lo musicalizaron y lo canta Martina Portocarrero.
El 2001 vine al cementerio y de casualidad encontré la tumba de Edith Lagos. Está a la entrada del camposanto, al lado izquierdo. Esa vez había una planta de retama, pero lo han cortado o se ha secado. Siempre hay flores frescas en su tumba.
Edith nació un año después que tu tío Juan Ignacio. Si no hubiera muerto, hoy tendría cuarenta y siete años. Quizá estaría presa como tantos otros senderistas.
–¿Una fotito, tíos?
–Claro.
–A ver, Ximenita, sonríe.
Clic.
–A mí también tómenme una foto con la guerrillera –pide Nacho–. Para enseñarle a mis amigos.
–Te van a meter a la cárcel –le advierte Diego.
–Y a ti también –replica Nacho y le toma una foto.
Diego lo empieza a corretear.
–Ojalá que en la noche los muertos les jalen las patas –les dice tu mamá–. ¿No pueden estar quietos ni un segundo, chicos?
Ellos ni caso le hacen, se meten entre los pabellones, saltan para esquivar los nichos, tumban un par de floreros. Cuando van a visitar a tus abuelos, llevan sus skates, sus bicicletas. Ir al cementerio es ir de paseo.
Después de unas vueltas mirando los mausoleos, los nichos, los ángeles caídos, las vírgenes lloronas, nos ponemos a descansar en un banco.
Entonces la veo, casi al final de un pabellón. Lleva como siempre su pollera de colores y su blusa rosada.
–Voy a orinar –le digo a tu mamá.
Me le acerco sigilosamente, pero ella, como si tuviera ojos en la nuca, se aleja.
–Oye, espera.
Vuelve el rostro, me mira.
–¿Quién eres? ¿A qué estás jugando?
No me dice nada.
Me le acerco, se aleja.
–¿Qué es lo que buscas de mí?
No me contesta. Está callada como una tumba.
–¿Te puedo ayudar en algo?
–¿Con quién hablas, tío Agustín?
Es Diego.
No le digo nada.
–Mi tía Valeria está preocupada –me dice.
¿Y ahora qué le diré a tu mamá? Vi a la chica del Mirador y…
Le echo una última mirada a la chica y regresamos donde tu mamá.
–Estaba buscando dónde orinar –le digo cuando me pregunta dónde me metí.
–¿Y te demoraste más de media hora?
–Estaba viendo las tumbas…
–¿Te pasa algo?
–No, amor, qué me puede pasar.
Me mira como diciéndome no te creo, Agustín.
–En serio, no me pasa nada. Volvamos al hotel.
***
A fines de febrero llegó otra carta de la tía Susana: mamacha ha muerto, también Graciela. Mi mamá casi se vuelve loca de tanto dolor. Las cartas eran escuetas, apenas un par de líneas. El trayecto hacia Ayacucho era cada vez más peligroso, la carretera estaba patrullada por los soldados que se llevaban a los sospechosos de estar con los terroristas, los senderistas también paraban los buses y mataban a los sospechosos de estar contra ellos. Una carta podría ser una sentencia de muerte.
Mamá se atormentaba preguntándose cómo habrían matado a su mamá, a su hermano. Existían varias versiones: que el tío Anacleto, antes de ser ejecutado, logró escapar de sus verdugos, que corrió por toda la playa hasta Tincuy, allí lo derribaron de un tiro. Que estuvo escondido en el monte y solo se entregó cuando los senderistas amenazaron con matar a toda su familia. Que lo ahorcaron. Sobre la abuela Felicitas decían que la habían degollado y botado al río cuando fue a reclamarles a los terroristas por qué habían matado a su hijo.
Solo Víctor sabía la verdad. Volvió los primeros días de abril. A su papá lo mataron acusándolo de traidor por haber llevado a sus hijos a Lima sin el permiso del Partido. Lo buscaron cuando casi ya oscurecía. Queremos hablar con usted, compañero. Lo sacaron al patio de la casa, los demás se quedaron dentro, excepto Víctor, que miraba desde el corral sin ser visto por los terrucos. ¿No sabe que lo que ha hecho es traición? Usted dijo que iban y venían y hasta ahora no han vuelto. Estamos en guerra, necesitamos a todos para lograr la victoria. El tío no supo qué decir. Víctor vio que el hombre que estaba parado al costado de su papá levantó su fusil, intuyó el peligro, pero antes que abriera la boca para advertirle a su padre, sonó un tiro. El tío Anacleto cayó al suelo con la cara destrozada. No lloren, carajo, o a ustedes también los matamos, le advirtieron los terroristas. Entiérrenlo de una vez. Pero el tío todavía estaba vivo, convulsionaba, se retorcía de dolor en el suelo. Mátenlo para que no sufra, les pidieron a los terrucos. Mátenlo ustedes, les dijeron estos, nosotros no gastamos bala en traidores. Buscar ayuda a esa hora era imposible, Chincho estaba lejos, Huanta peor, además, esta última ciudad estaba llena de marinos que mataban a cualquier sospechoso de estar con los terrucos. Lo ahorcaron para que no sufriera más. Esa misma noche cavaron un hueco dentro de una casita abandonada, envolvieron al difunto en un par de frazadas y lo enterraron. Eso fue el veintisiete de octubre, diecinueve días después que despedimos al tío.
Unos días después, la tía Graciela, desesperada por la muerte de su marido, preparó mazamorra y se lo dio a sus hijos mezclado con veneno. Los más chiquitos, conocidos como Ingeniero y Belaunde, murieron y fueron enterrados a los costados de su padre.
Antes de Navidad, el ejército llegó a Jiljarajay persiguiendo a la columna de terroristas que había incursionado en Marcas. El hombre que acompañaba a los militares señaló a la tía Graciela como uno de los culpables. Se la llevaron detenida a ella y a sus hijas y a los hijos del tío Juan Rejano. Víctor y el tío Juan Rejano, viudo de mi tía Teodora, hermana de mi mamá fallecida meses atrás de causas naturales, fueron a solicitar la libertad de la detenida. A ellos también los detuvieron por estar sin papeles. Víctor tuvo suerte: lo dejaron ir con la condición que trajera los documentos de los detenidos. Lo que hizo fue avisarle a la tía Susana. Cuando esta llegó a Marcas, le dijeron que los detenidos habían sido llevados al cuartel de Acobamba. Fue a Acobamba. Allí le dijeron que los detenidos habían sido llevados a Lima. ¿Y los niños? Ellos se quedan a vivir en el cuartel hasta los dieciocho años, son hijos de terroristas y están adoctrinados, en el cuartel van a aprender a amar a su patria. La tía Susana suplicó, rogó, lloró, qué sabían esas criaturitas de esas cosas de los terrucos. Logró que le entregaran a Victoria, de seis años, y a Blanca de cuatro. Los hijos del tío Juan Rejano se quedaron en el cuartel. Victoria le contó que a su mamá la habían arrojado a un pozo lleno de leña con las manos atadas hacia atrás. Allí murió gritando, quemada viva. Como ellas lloraban de hambre, los soldados les dieron carne frita para que comieran. No lo hicieron, algo les decía que esa carne era el de su madre.
En la quincena de febrero, mientras el papa Juan Pablo II recorría Ayacucho, los terroristas mataron a la abuela Felicitas y a su nieto Julián, un muchacho con retardo mental que salió en defensa de su abuela. Los senderistas se iban de Jiljarajay y quisieron llevarse a la abuela como cocinera. Ella se negó a acompañarlos, les reclamó por la muerte de su hijo, los culpó de la muerte de su nuera y de su yerno. Los terrucos la empezaron a golpear. Allí intervino Julián. A él lo mataron de un tiro, a la abuela la mataron a golpes y después la degollaron. Esto lo contó la señora Inés Soto, cuyos hijos integraban esa columna de senderistas y por eso no le pasó nada. A Julián lo metieron dentro de un horno y a la abuela la enterraron en la orilla del río.
Mamá lloraba a mares.
–No llores, mamá –le dije, consolándola–. Cuando entre al ejército voy a matar a todos los terrucos, te lo juro.
***
–No vayan a cerrar los ojos –dijo el Chullañahui–, o la bala saldrá desviada. El tiro tiene que ser certero, perfecto. Así.
Disparó. La cabra se derrumbó sobre sus patas sin un solo gemido.
–¿Vieron?
Dijimos que sí.
–¿Quién quiere tener el privilegio de ser el primero?
Nadie dijo yo.
–A ver tú, Piquicha.
La cabra era gorda, parecía preñada. La atamos a la estaca.
–Ponle el cañón en la nunca y dispara sin compasión alguna. Piensa que es un perro guardián del viejo Estado semicolonial y semifeudal.
Piquicha disparó. La cabra rompió la soga y echó a correr como llevada por el diablo.
–¡Carajo! –el Chullañahui lanzó una maldición.
Corrimos tras la cabra. La alcanzamos casi al final del huayco. La bala le había entrado por un lado del cuello y salido por el otro y chorreaba sangre como chisguete.
–Mátala con el cuchillo –le ordenó el Chullañahui a Piquicha.
Piquicha apretó los dientes y hundió el cuchillo en la garganta del animal. La cabra pataleó un rato hasta que finalmente se quedó quieta.
–Si no es con un arma, es con otra –dijo el Chullañahui–. ¿Quién sigue?
–Yo –dijo Edith.
Tomó la pistola y disparó. Su tiro fue perfecto. La cabra cayó al suelo como una piedra.
El Chullañahui la felicitó.
–El siguiente.
Me dio la pistola. Era enorme, pesada. No cierres los ojos, pégala en su nuca y dispara. Piensa que es un enemigo del pueblo.
La cabra me miró con sus ojos tristes, enormes. Dudé por un segundo, solo por un segundo. Puse el cañón en su nuca, ojalá que la bala no rebote en un hueso y me mate, pensé, mientras jalaba el gatillo.
¡Pum!
La cabra cayó muerta sin un suspiro.
–¡Bravo, bravo! –exclamó el Chullañahui–. ¡Perfecto! Creo que las mujeres son mejores que los hombres.
5
La Pampa de La Quinua es un enorme descampado donde se libró la última batalla que selló la independencia de América. En medio del pasto seco, amarillento, se levanta el obelisco en memoria de los vencedores de aquella épica jornada del 9 de diciembre de 1824.
Llegamos en combi hasta el pueblo, donde almorzamos patachi y tomamos chicha de jora. Los chicos estaban con apetito y se yaparon. De allí vinimos a pie, mirando las casas sobre cuyos tejados hay figuras de cerámica. Quinua es pueblo de alfareros.
Para llegar a la Pampa hay que subir una cuesta algo empinada que nos recuerda el camino al Mirador. Menos mal que hay bancos y descansamos de tramo en tramo. El sol es fortísimo.
–Ahora sí pueden corretear a sus anchas –le dice tu mamá a los chicos–. Toda la Pampa es de ustedes.
–¿Vamos a escalar ese cerro, Diego? –Nacho señala el Condorcunca, desde donde atacaron las tropas realistas y que luego fue tomada por los patriotas decidiendo el destino de la batalla–. A ver quién llega primero a la punta.
–No se vayan a caer.
–No se preocupe, tía Valeria. Somos tromes escalando cerros. ¿Cuánto para el que gana?
–Un beso de Ximenita.
–Ya pues, tía Valeria, eso es muy poco.
–Dos besos.
–Un beso y una luca para el chat, ¿está bien?
–Bueno –dice tu mamá. Y a mí–: Nacho nunca pierde.
–Mmm.
Unos niños, con las mejillas cuarteadas por las inclemencias del tiempo, nos cantan una canción en quechua contra el gobierno acompañados por tinyas. Les damos un par de monedas.
Los chicos ya están escalando el Condorcunca.
Aparte del obelisco y de un jinete y su caballo hecho de barro cocido y de la cerámica que ofrecen los lugareños, no hay nada más que ver.
–Vamos a descansar un poco en el pasto –me dice tu mamá–. El solcito le hará bien a Ximenita.
Me siento y ella se echa teniendo como almohada mis piernas. Más allá hay un bosque de eucaliptos. ¿Allí se ocultarían los terrucos que atacaron una y otra vez el puesto policial de Quinua durante la guerra?
Tu mamá se levanta el polo dejando al descubierto su enorme barriga como una luna llena. Su ombligo parece un corcho tapando una damajuana. Se la acaricio.
–Está pateando.
–Mmm –paso mi mano por su barriga.
Le beso la frente. Dentro de un par de años, cuando regresemos, seguro también corretearás como tus primos, subirás el Condorcunca, agitarás las manos.
–¡Tío Agustíííín!
–¡Tíaaaa Valeriaaaa!
–¡Ximenitaaaa!
Gritarás.
–Han llegado empates.
–Para mí que están haciendo trampa.
–Para qué apuestas con Nacho.
–Tú das un sol y yo el otro.
–¿Y qué gano?
–Un beso.
–¿Tan poco?
–Un beso y medio.
–Que sean cinco.
Nos besamos.
–¿Mañana a Huanta?
–¿Si vamos primero a Cangari?
–Pero la tía Susana se va a resentir contigo.
–La última vez que vine con John tuvimos que dormir en el hotel. Imagínate que hubiéramos estado misios.
–Esa Mariana tiene la boca demasiada ancha.
–Mmm. Yo lloraba como un idiota por mi mamá y la tía ni se conmovía.
–También han sufrido bastante. Tienes que comprenderla, es la hermana de tu mamá, ponte en su pellejo.
–Eso trato de hacer. Primero vamos al hotel, nos instalamos, después vamos donde la tía, ¿te parece?
–Claro.
–Y pasado mañana vamos a Cangari.
–¿Es cierto lo de las pulgas?
–Sí. Yo pensé que me había intoxicado con algo pero eran pulgas. Pero cuando fui con John ya no había. Parece que aparecen por temporadas.
–Por si acaso compramos Baygon.
–Claro. Es buena idea.
Nacho y Diego descienden como flechas del Condorcunca.
–Empatamos, tía.
–Un sol y un beso para cada uno.
Le dan un beso en la barriga, toman un poco de agua y se marchan a jugar en el obelisco.
–Podemos ir tempranito a Cangari y nos volvemos en la tardecita.
–Tu tía nos va a pedir que nos quedemos.
–Mmm.
–Pobre de mí.
Risas.
Nos damos un beso, le acaricio las mejillas, le aliso los cabellos. Hace casi nueve años estuve con tu abuela por última vez en Huanta, Cangari y Chincho. Ahora volveré con mujer, a punto de ser padre. Qué rapidito pasa el tiempo, los años.
Busco a los chicos con la mirada y entonces la veo: su pollera de colores, su blusa rosada.
–Lo que deberías de hacer es invitar a tu tía Susana a almorzar…
Está parada al lado del obelisco y nos mira. A pesar de la distancia, puedo notar que tiene la mirada puesta en la barriga de tu mamá.
–Pedirle disculpas. Comprarle ese vestido de seda centro del que hablaba tu mamá…
¿Ir? ¿Para que se eche a correr?
–¿Me estás escuchando, Agustín?
–Sí, sí, amor.
Nos mira nada más.
–Quizá te guste Cangari y nos quedemos allí una semana.
–Siempre he querido vivir en el campo.
–La tía Irma es buena, igual el tío Ponciano. Ya los conocerás. ¿Nos vamos?
–Que los chicos regresen.
–Hasta que lo hagan, oscurecerá.
Nos ponemos en pie. La chica le da la vuelta al obelisco. Cuando llegamos donde tus primos, ha desaparecido.
Compramos recuerdos.
Reaparece cuando estamos descendiendo de la Pampa. Me mira. ¿Regresar? ¿Para que escape?
***
–Necesitamos voluntarios para ir a Ayacucho a matar terrucos –dijo el teniente–. Si mueren, tendrán un monumento como Grau, Bolognesi, Alfonso Ugarte. ¿Quiénes se animan?
Levanté la mano.
–Un solo valiente. ¿Otro más?
Nadie pestañeó siquiera.
–Ah, carajo, o sea que, excepto el soldado Arol, que ahorita acaba de ascender a cabo, el ejército está lleno de maricones, ¿no? –espetó el teniente–. ¡Ranas un, dos, menos el cabo Arol! Repitan ¡soy un maricón, me cago de miedo, no quiero ir a Ayacucho a matar terrucos!
Mis compañeros se pusieron a ranear en silencio.
–¡¡Repitan, carajo, o ahorita les hago comer caca!!
Repitieron la consigna.
–¡Alto, firmes! Voluntarios.
Nadie dijo yo.
–Por cobardes como ustedes, menos el cabo Arol, el Perú está cagado, maricones de mierda. ¿Qué chucha esperan, que los comunistas tomen el poder y los fusilen? ¿Ustedes creen que los rojos están jugando a la guerrita pam, pum? Pues se equivocan, huevones. El día en que los terrucos tomen a sangre y fuego Palacio, ustedes van a ser los primeros en morir por cobardes, por maricones, por no amar lo suficiente a su patria. Cuando los vea colgados de los postes como esos perros que cuelgan los rojos, me voy a cagar de la risa diciendo así mueren los perros maricones.
Un soldado se rió.
–¿De qué te ríes, conchatumadre? –le espetó el teniente–. ¿O sea que yo estoy diciendo un chiste? ¿Me has visto con cara de payaso, ah?
–No, mi teniente.
–¿Y entonces de qué te ríes, so mierda?
El soldado no supo qué decir.
–A Ayacucho, con el cabo Arol, a ver si te sigues riendo, huevón. Y tú, y tú y tú y tú y tú. ¿Alguna objeción? ¿Alguien que diga ay, no, estoy con mi regla, para abrirle consejo de guerra y mandarlo fusilar por traición a la patria?
Nadie dijo nada.
–Los elegidos, a sus casas a gozar su último fin de semana en paz. Bailen, cachen, chupen. El lunes estamos en Ayacucho matando terrucos como moscas.
Mi mamá y mis hermanas lloraron cuando les dije que me mandaban a Ayacucho.
–Te van a matar como a tu tío Anacleto y a tu abuela.
–Mamá, siempre voy a andar con un arma, y no soy manco. Además, nos van a preparar en táctica antiguerrillera. Así que no te estés preocupando por gusto.
–Jehová te protegerá –dijo mi papá–. A ver si vas a Chincho y averiguas qué ha sido de tu tío Lauro.
–Lo haré, papá, no te preocupes.
El hermano de mi papá había desaparecido sin dejar rastro alguno.
En la noche fui a bailar al Subterráneo con mis amigos, pero en vez de bailar nos pusimos a tomar. Cuando el discjockey dijo esta es la última canción, busqué una chica para bailar.
–Amiga, ¿bailamos? –le dije a una chica que estaba sola, apoyada en la pared. Llevaba una vincha de colores en el pelo y un polo ceñido. Era casi de mi altura, media agarrada. Era un poquito mayor que yo, quizá tendría diecinueve o veinte años.
Aceptó.
En la mitad de la canción, era un tema de Rod Stewart, me dijo ¿sabes, amigo?: no sabes bailar.
No supe qué decirle, yo me consideraba un bailarín.
–Enséñame entonces –le pedí.
–Mueve las manos y los pies así –me dijo.
–¿Así?
–Ajá.
Bailamos el resto de canciones que pusieron. Al final salimos solos, mis amigos se habían ido dejándome.
La ciudad estaba en penumbra.
–¿Estás en el ejército? –me preguntó.
–Sí. ¿Y tú qué haces?
–Estudio en La Cantuta –dijo.
Silencio.
Ya me fregué, pensé. En el ejército nos habían dicho que la mayoría de terrucos eran estudiantes universitarios, sobre todo cantuteños y san marquinos.
–Justo ahorita tenemos una reunión –dijo–. ¿Vamos? Vamos a hablar de arte, de danza.
Era casi la medianoche. Esta mierda me quiere tender una emboscada, pensé.
–No puedo –le dije–. Mañana tengo que estar tempranito en el servicio.
Me miro con furia. Ahoritita saca su pistola y me mata.
–Bueno –dijo–. ¿Vienes el domingo?
–Sí –le mentí.
Me dio un beso mientras yo le decía mentalmente el domingo estaré en Ayacucho matando a tus amigos.
–Chau.
Ni bien doblé la esquina, eché a correr al paradero.
***
–La tormenta se acerca, el viento brama en la torre, el vértice está comenzando, crecerán las llamas invencibles de la revolución, convirtiéndose en plomo, en acero y del fragor de las batallas con su fuego inextinguible saldrá la luz, de la negrura la luminosidad y habrá un nuevo mundo –el Puka Inti hizo una pausa, bebió un sorbo de chicha de molle, se limpió el sudor que perlaba su frente. Miré los hoyos, profundos, anchos, que habían hecho las cargas de dinamita, la humilde dinamita la llamada el Puka Inti, el pasto quemado alrededor, el cerro del frente en cuya cima había un vigía–. Las trompetas comienzan a sonar, el rumor de la masa crece y crecerá más, nos va a ensordecer, nos va a atraer a un poderoso vórtice, y así habrá la gran ruptura y seremos hacedores del amanecer definitivo. El fuego negro lo convertiremos en rojo y lo rojo en luz.
Era la clausura de la Primera Escuela Militar del Partido. Faltaba poco para el inicio de la lucha armada, una guerra larga, prolongada que partiría del campo hacia la ciudad, la cercaría y tomaría el poder.
Dentro de menos de un mes los militares volverían a sus cuarteles y nosotros iniciaríamos la guerra popular.
–Somos los iniciadores. Comenzamos diciendo somos los iniciadores. Terminamos diciendo somos los iniciadores. ¡Camaradas, la hora ha llegado, no hay nada que discutir, el debate se ha agotado, es tiempo de actuar, es momento de la ruptura y no la haremos en lenta y tardía meditación ni en pasillos ni en cuartos silenciosos, la haremos en el fragor de las acciones bélicas!
Aplausos, abrazos, rostros felices.
Dentro de menos de un mes dejaríamos nuestras casas, nuestras familias, nuestros pueblos y marcharíamos a combatir. La lucha sería encarnizada, cruenta, prolongada, muchos de nosotros no alcanzaríamos a ver la victoria, pero nuestros hijos, nuestros nietos sí lo harían y vivirían en una sociedad más justa sin explotados ni explotadores.
–Los comunistas de la Primera Escuela Militar del Partido, sellos de los tiempos de paz y apertura de la guerra popular, nos ponemos en pie de combate como sus iniciadores, asumiendo bajo la dirección del Partido y ligados al pueblo, la forja de las invencibles legiones de hierro del Ejército Rojo del Perú. ¡Gloria al marxismo–leninismo–pensamiento Mao Tse–tung! ¡Viva el Partido Comunista del Perú! ¡Por el camino del camarada Gonzalo, iniciemos la lucha armada!
Aplausos, abrazos, besos, ¡iniciemos la lucha armada!
–Asaltar los cielos con la fuerza del fusil. / ¡Salvo el poder, todos es ilusión! –entonamos–. Obreros, campesinos, rompan sus cadenas, / levanten las banderas de la guerra popular.
6
Huanta está a una hora de Huamanga. Bajamos en Cinco Esquinas, a un paso de la Plaza de Armas. Cinco Esquinas, la Plaza de Armas, ambas están mencionadas en Flor de retama, canción que alguna vez fue considerada como himno de los senderistas. La Plaza de Armas con sus altas y coposas palmeras bajo cuya sombra alguna vez nos cobijamos tu abuela, Nacho y yo.
Pedimos dos habitaciones, una para tus primos y otra para tu mamá y para mí. Bueno, también para ti.
–¿Vamos a tomar chicha de siete semillas?
–Deja que me dé un baño, amor.
Mientras tu mamá se mete a la ducha, yo miro el álbum de fotos que siempre llevo conmigo. Allí estamos tu abuela, Nacho y yo en la Plaza de Armas, en el parque infantil del Morro Tupín, en el mercado, con la tía Susana, en la chacra de Dacio, en Luricocha, en alguna desconocida calle de Huanta. Todas esas fotos las tomamos en nuestro primer viaje, en enero del 2000, con la cámara de Mariana. De nuestro segundo viaje no hay fotos, solo recuerdos.
Media hora después, estamos yendo Cinco Esquinas abajo.
–Qué cole más inmenso –dice Diego, señalando el colegio Gonzáles Vigil.
–Es más grande que el Estenós –dice Nacho.
Sí, es uno de los colegios más grandes de Huanta. Casi trabajo allí. Hace diez años, cuando saqué mi título y al no conseguir plaza en Lima, tu abuela le pidió a su hermana que me recomendara con su yerno, el esposo de tu prima Delia. La directora del Gonzáles Vigil es como una madre para mí, me dijo el marido de mi prima, me quiere bastante, ya tienes asegurado el cincuenta por ciento de la plaza, pero también vaya buscando otras opciones. Buscamos en Chincho, pero nada. Al final regresamos a Lima con las manos vacías.
La chicha de siete semillas es como la chicha de jora, pero más dulce, y un poco más espesa.
Nacho se toma un par de vasos y quiere más.
–No te vayas a emborrachar, Nachito.
–Esto no emborracha, tía Valeria.
–Ojalá. Después no vayas a estar cantando Flor de retama.
–A come papa le gustan las cholas, a mí no.
–Tú serás come papa –le dice Diego.
–Ya, calma, hemos venido a pasear, no a pelear.
–¿Te acuerdas, Nacho, cuando estuvimos acá con tu abuela?
–No, tío Agustín.
–Ay, amor, qué se va a acordar si tenía cuatro añitos.
–¿Cómo se acuerda del palazo que le metí camino a Chincho?
–Es que me dolió pues, tío. A ver si a ti no te meten un palazo y lo olvidas.
Risas.
–Ya está borracho este chico.
–Todavía, tía Valeria. Quizá con una botella más.
Más risas.
Ha olvidado también la tarde que pasamos en las afueras de la ciudad junto a unos niños que cuidaban un chancho que se revolcaba en un charco de aguas negras mientras ellos jugaban.
–Lleva una botella al hotel, tío Agustín, para tomar en la noche.
–¿Ustedes han venido a pasear o a emborracharse, ah?
–Le apuesto que no emborracha, tía Valeria.
–Mejor no porque siempre me ganas.
Risas.
De regreso, mientras los chicos se van a una cabina a chatear, tu mamá y yo nos sentamos en la Plaza de Armas. Los bancos son los mismos donde alguna vez nos sentamos tu abuela y yo nueve años atrás. Las palmeras están más altas. Tu tío John es huantino. Después de dejar la chacra en Cangari, nos mudamos a Huanta. Eso debe de haber sido a finales de 1969, o antes. Tu abuelo contaba que estuvo aquí cuando el pueblo se levantó en protesta del recorte de la gratuidad de la educación. Siempre recordaba el tableteo de las metralletas.
–¿Dónde está Chincho? –me pregunta tu mamá.
–Allá, al frente, cruzando esos cerros –mi índice señala el horizonte –Llegas a esa punta, bajas un poco, y allí está Chincho, esperándonos.
–¿Llegaré?
–A pie y con esta panza, no creo –le acaricio la enorme barriga–. Ximenita se te sale en el camino.
–Tampoco exageres.
–Es bien lejitos. Esa vez que fuimos con mi mamá, estuvimos caminando casi todo el día…
–Te torciste un pie y le metiste un palazo al pobre Nachito.
Risas.
–Hubieras estado en mi lugar.
–Lo sé, lo sé. Será cuando nazca Ximenita.
–Quizá consigamos una movilidad.
–Ojalá. ¿Ya vamos donde tu tía? Van a ser las cuatro.
–Que regresen los chicos.
Le tarareo Flor de retama.
–Pareces terruco, Agustín.
–Sí, soy terruco y te voy a cortar el pescuezo –hago que le corto el cuello y ella se mata de la risa.
Los chicos regresan de chatear, vamos al hotel por un par de mochilas, para que la tía Susana crea que recién estamos llegando, y vamos a su puesto de comida.
Vamos por detrás del mercado. Entramos a la callecita llena de quioscos de comida.
–¿Me sirve una patasca sin cabeza, doña Susana?
–¡Arol, papi! –tu tía abuela me abraza. Yo dije no voy a llorar, pero lloro, lloro contándole la muerte de tu abuelo.
–Mi esposa –le presento a tu mamá.
Tu tía abuela abraza a tu mamá, le acaricia la enorme barriga.
–Será mujercita –dice.
–Sí, tía.
–Diego y Nacho. ¿Se acuerda de Nachito?
–Claro. Ya estás jovencito –le dice a Nacho–. La última vez que estuviste aquí eras chiquitito.
Era chiquito. Ya no se acuerda de su prima Mayumi que ahora ya es una señorita. Los novios, les decíamos.
Me pregunta por tus tías Mariana, Carolina, por tu prima Bere, por Eva, Victoria y Virgilio, por John, por tu tío abuelo Teófilo mientras prende la cocina.
–¿Cuándo llegaron?
–Recién. Hemos estado en Huamanga, tía.
–Qué bien.
Nos sirve un tallarín con mondongo.
–Después vamos a la casa para que descansen –nos dice. Tu mamá me mira como diciéndome yo te dije, Agustín–. ¿Hasta cuándo se quedarán?
–Un par de días, tía. Valeria quiere conocer Chincho y Jiljarajay. ¿Llegará?
–Los sábados sale movilidad para Chincho –dice tu tía abuela–. Y regresa los domingos en la tarde. Si quieren le aviso al señor Valdez con tiempo.
–Claro, tía, para que conozcan nuestro pueblo.
–A Jiljarajay podemos ir el lunes.
–¿No han encontrado la tumba de su mamá?
–No. Parece que el río se lo ha llevado.
–¿El tío Anacleto sigue allí?
–Sí. A sus hijos ni les interesa. Una vez vino Eva y ni siquiera dijo para conocer la tumba de su papá.
–Esa gente es así, ni siquiera a su marido ni a su hija le lleva flores. Solo se acuerda de ellos el primero de noviembre.
Viene Delia, que tiene su puesto al frente, el tío Andrés, Pablo, su señora. ¿Y Pancho? Está manejando su mototaxi.
–¿Vamos a la casa para que descansen?
–Gracias, tía.
Pasamos por en medio del parque infantil Morro Tupín. Allí está el banco donde alguna vez tu abuela y Nachito se sentaron y yo les tomé una foto.
–Allá está Chincho.
–¿Dónde?
–¿Ven esas casitas?
–No se ve ninguna casa, tío.
–Mejor dicho, los techos de calamina.
Ninguno ve nada. Creo que hay que tener ojo de lince para ver Chincho desde Huanta.
Una bajadita, un callejón con una acequia en el medio, la casa de la tía Susana, los cuyes en la sala, un cuadro de la abuela Felicitas, más recuerdos de tu abuela María.
–Los chicos dormirán arriba, ustedes abajo, en el cuarto de Blanca.
–Gracias, tía.
Después de limpiar un poco, la tía Susana regresa a su puesto de comida, vienen a cenar, dice.
Subo al segundo piso por una escalera tambaleante de madera. Las paredes pintadas del mismo color, la misma cama, más recuerdos de tu abuela. Salgo al balcón y allí está ella, cruzando la calle, la misma pollera de colores, la misma blusa rosada, la misma mirada escrutadora.
***
–Todo tranquilito, todo en paz, todo en calma, ¿no? Pero estamos en guerra, estamos rodeados por el enemigo –dijo el teniente de la patrulla–. Un enemigo peligrosísimo que ha hecho correr a la GC, a la GR, a la PIP, a los famosos sinchis. Un enemigo que jamás muestra la cara, que solo estira el brazo para tirar la bomba y desaparecer como el aire, un enemigo que es como el aire: está en todas partes y no está.
Estábamos en el cerro Acuchimay. Había llovido durante la noche y parecía que a la ciudad le habían sacado brillo, las tejas estaban más rojas que nunca, los árboles más verdes que nunca.
–Esa es la famosa cárcel de Ayacucho –el índice del teniente señaló un punto en la distancia–. Hace un año los terrucos la tomaron a sangre y fuego y liberaron a todas sus huestes. Los granputas se dieron el lujo de ocupar la ciudad ante la impotencia de la tombería. Luego asaltaron el puesto de Vilcashuamán, San José de Secce, Quinua, Tambo. Ya la policía no puede contra ellos. Por eso estamos aquí: para combatirlos y derrotarlos.
Acaricié mi fusil. Desde donde estaba, podía pegarle un tiro al monumento de Sucre, derribarlo de su caballo. Era uno de los mejores tiradores de la patrulla.
–No esperen encontrar guerrilleros uniformados, con boinas como el Che Guevara, no, no, estos huevones son igualitos que esos cholitos con los cuales nos cruzamos en la calle, calzan ojota, llevan poncho y chullo, apestan a llama.
Risas.
–En serio. Un cholito se te acerca, papay, ¿quiris quisito?, te pregunta, y como tú estás con hambre aceptas, entonces saca el queso, que en realidad es una pistola, y pum, eres hombre muerto.
Más risas.
–Primera regla de oro: no dejar que un cholo, ni una cholita, esas son las más peligrosas, se te acerque a menos de diez metros, ¿entendido?
–Sí, mi teniente –dijimos en coro.
–Decía que las cholas también son peligrosas. Edith Lagos era una serranita de nuestra edad y, a pesar de eso, estaba encargada de conducir la guerra en todo Ayacucho. Cómo la querían estos serranos de mierda: todo Huamanga estuvo presente en su entierro. La gente lloraba, juraba venganza agitando banderas con la hoz y el martillo y los tombos calladitos nomás, mirando desde lejos. Segunda regla: no enamorarse de la primera cholita que te mueva el culo: podrías terminar muerto como un perro. Los que están aguantados, a tirarse la paja, que es más seguro y no mata, o a cacharse los chanchos y los patos del rancho.
Más risas.
–Ya los quiero ver cagarse de risa cuando los terrucos los embosquen.
Las risas cesaron.
–Regresemos al cuartel.
Las personas nos miraban con curiosidad. ¿Se preguntarían estos son los que han venido a combatir a los terrucos? Imberbes, chiquillos. Soldaditos.
–Alto, carajo, ¡documentos!
Era un hombre de unos cuarenta años, llevaba ojotas, un pantalón negro ajustado, un saco que alguna vez fue azul. Puso su manta en el suelo.
Lo apuntamos con nuestros fusiles, otros tomaron posición de combate.
–Nu tingo, papito.
–Imatan sutiqui.
–Epifanio Ayala, papito.
–De rodillas, carajo.
El hombre hincó las rodillas en el asfalto. Estábamos en la calle Tres Máscaras.
–¿De dónde vienes?
–De Huamanguilla, papito.
–¿Y a qué chucha vienes?
–A vindir mis cositas, papito.
–Tú asaltaste la cárcel para soltar a tus compañeros, ¿no?
El terror se dibujó en el rostro cetrino del hombre.
–Nu, papito.
–Cómo que no, huevón, si yo mismo te he visto. Hasta te he tomado foto.
El hombre temblaba de miedo.
–¡Cabo, métale un tiro en la cabeza a este terruco de mierda!
Puse el cañón de mi fusil en la nuca del hombre.
–Nu mi mates, papito, tingo siete hijitos –el hombre empezó a sollozar. ¿Así habrá estado el tío Anacleto? ¿Suplicó por su vida?
–Por cachero te vamos a matar, carajo –dijo el teniente–. Lárgate, y la próxima no te olvides de tus documentos.
El hombre se puso en pie, agarró su quipe y se marchó de prisa.
Reanudamos la marcha al cuartel.
–Los terrucos nunca lloran ni suplican por su vida –dijo el teniente–. Son orgullosos. Te miran con odio, con asco. Para ellos somos los perros de los ricos y antes que suplicarle a un perro, prefieren morir.
Morir. La muerte esperaba en cualquier esquina, en una calle transitada, en la Plaza de Armas. No dejes que ningún cholo se te acerque si quieres regresar con vida a Lima.
***
–Cuál será el porvenir de nuestros hijos / si de herencia les dejamos la pobreza, / la niñez, que es la esperanza del mañana, / nos sonríe y se marchita de tristeza. / Nuestra patria cada día más ajena, / empeñada a los amos extranjeros / que, a pesar de tener tantas riquezas, / nos convierten solo en cholos pordioseros. / Algo más de tres siglos de promesas / nos tocó cambiar nuestro destino, / pero el hambre, la injusticia tanto pesan / nos obligan a tomar otro camino…
Mi mamá tenía lágrimas en los ojos, mi papá me dijo suerte, hija, ojalá que la revolución triunfe para que no haya tanta miseria.
–Claro que triunfará, papá.
Todo el pueblo se había concentrado en la Plaza de Armas para despedirnos. Los de Chullayacu habían traído una banda de músicos. Los alumnos estaban formados como para el desfile de Fiestas Patrias.
El Chullañahui, montado en un brioso caballo negro y con la carabina terciada en la espalda, encabezaba la marcha de los muchachos que se iban a la guerra para que ya no haya más explotados ni más explotadores.
Yo no quiero ser el hombre que se ahoga en su llanto, / de rodillas hecho llaga / que se postra al tirano. / No quiero ser el verdugo / que de sangre mancha el mundo / ni arrancar corazones que buscaron la justicia, / ni arrancar corazones que amaron la libertad…
–Manan huajaichu, mamá. Volveré…
Por un momento quise bajarme del caballo, abrazarla, limpiarle las lágrimas, repetirle que volvería, pero no lo hice, tenía que ser fuerte.
–Miguel, cuida a la mamá, cuida al papá –le dije a mi hermanito.
–¿Cuándo vas a volver, Valicha?
–Un día, cuando todos seamos libres, cuando ya no haya tiranos.
Don Justino se me acercó y me ofreció su escopeta.
–Ojalá que te sirva, Valicha –dijo–. Todavía puede matar gamonales.
–Gracias, don Justino. Claro que me servirá.
Les eché una última mirada a mis padres y a mi hermanito y salimos del pueblo. Íbamos en silencio. Edith, que cabalgaba a mi lado en un caballo blanco, se secó los ojos.
Poco a poco Chincho fue quedando atrás hasta que desapareció al doblar un recodo.
–¿Cuándo entraremos en combate, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
–En cualquier momento –dijo el Chullañahui–. Paciencia y ojos alertas.
La guerra había empezado días atrás con la quema de ánforas electorales en Chuschi.
7
Luricocha no está muy lejos de Huanta en combi. Nos sentamos en la plazoleta frente a la iglesia a disfrutar del sol y de las chirimoyas. Los chicos están felices. Alguna vez también estuve aquí con tu abuela María y tu primo Nacho. Tu abuelo tenía un primo que vivía en este lugar, pero no recuerdo su nombre. Aunque ya murió.
Sendero también estuvo aquí: atacó a la comisaría y se llevó un par de metralletas y revólveres. Eso fue en los inicios de la guerra, en que todavía no mataban a los policías que se les rendían.
–¿Vamos a la iglesia, amor? –me dice tu mamá.
–Vamos pues.
Cruzamos la calle y entramos al templo. Entonces la veo hincada de rodillas frente al altar mayor: su pollera de colores, su blusa rosada. Somos las únicas personas que estamos allí. Ahora sí no te me escaparás.
–¡Aaayy! –se queja tu madre.
–¿Qué te pasa?
–¡Mi barriga! –tu mamá se agarra el vientre–. Creo que Ximenita se va a salir.
–Pucha. Vamos al Seguro.
La chica vuelve el rostro, me mira. Es un rostro impenetrable, indiferente, sin emoción alguna.
–No, aquí nomás. Deja que descanse un ratito y se me pasará.
–Bueno.
La chica se pone en pie, se hace la señal de la cruz, y pasa por nuestro lado.
Nos mira. Estoy tentado a detenerla, decirle por qué me persigues, pero no lo hago.
–Vamos al Seguro por si acaso, Valeria.
–Bueno, vamos, para que no te preocupes.
Entramos al Seguro por Emergencia. Después de una hora, salimos con una bolsita de pastillas y la recomendación que tomar reposo absoluto por unos cuantos días.
–Estoy bien –dice tu mamá–. No creo que Ximenita sea tan apurada, ¿no?, todavía me faltan dos meses.
Carolina llama. Los chicos le avisaron que tu mamá se había puesto mal. No es nada, Caro, solo la emoción de estar aquí. Bueno, te cuidas. A mí: cuida a tu mujer, no la vayas a estar haciendo caminar demasiado, mejor ni vayan a Chincho.
Vamos a la casa de la tía Susana. Los chicos van a almorzar y, como siempre, exageran y la tía le trae caldo de gallina y le dice que guarde reposo.
–Come, hijita, te hará bien.
–Ya, tía, muchas gracias.
Le doy de comer en la boca. Parece una niña. Termina de almorzar y se acuesta.
***
La ciudad estaba en penumbra y silencio. Era la hora del toque de queda. Hay que estar con los ojos y las orejas bien abiertos, había dicho el teniente, en cualquier momento pueden llegar los terrucos. A la cárcel la habían atacado casi a la medianoche, cuando todo el mundo dormía.
Sucre sobre su caballo, las farolas titilando, la Catedral, una sombra que cruza por el jirón 9 de Diciembre. Otra sombra más.
–¡Mierda, los terrucos! ¡Vienen los terrucos!
–¡¡Los terrucos, carajo!! ¡Vienen los terrucos a matarnos!
Los soldados que dormitaban tomaron sus fusiles mientras otras sombras cruzaban por las calles adyacentes. El operador de radio se comunicó con Los Cabitos pidiendo refuerzos, son un montón de terrucos, nos van a matar como a perros.
Tomamos posición de combate, nos parapetamos detrás de los sacos llenos de arena esperando que nos atacaran para responder pero nada, parece que los terrucos querían que salgamos por ellos.
–Ni cagando, de acá no nos movemos –dijo el teniente–. Si quieren guerra, que vengan.
Con el alba, se disiparon las sombras y los terrucos.
***
Desde la cumbre divisamos San José con sus techos de tejas. Los caballos empezaron el lento descenso. Las banderas rojas con la hoz y el martillo flameaban en nuestras manos. El Chullañahui iba delante con sus aires de orgullo y el fusil terciado en la espalda.
Entramos por la calle principal, una calle de tierra, perseguidos por los niños y los perros que les ladraban a los caballos.
–¡A la plaza de armas, todos a la plaza de armas!
La plaza de armas era un descampado con un par de guarangos medio secos.
–Pobladores de San José, el Partido Comunista del Perú se ha levantado en armas para traer justicia al Perú olvidado –el Chullañahui empezó con su discurso–. Se acabó la explotación, el hambre, la miseria. Todos aquellos que abusan del pueblo tienen las horas contadas. Los mistis, los hacendados, los representantes de este viejo Estado explotador y hambreador pronto tendrán que rendirle cuentas al tribunal del pueblo. Quinientos años de explotación se acabaron. Ahora el campesinado no se humillará más pidiendo dádivas, ahora hablarán los fusiles.
Aplausos.
–¡Viva el Partido Comunista del Perú!
–¡Viva la guerra popular!
–¡¡Viva!!
–A todos aquellos usureros, acaparadores de San José: dejen de vivir del hambre de los demás porque la próxima que regresemos impartiremos justicia con mano de hierro.
Aplausos.
Bajamos de los caballos, desatamos nuestros quipes y nos dispusimos a almorzar. La gente se aglomeró a nuestro alrededor. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Esta es la guerra de la que siempre hablaban los profesores? Sí. ¿Podemos participar? Claro. Todos tenemos que participar. Algunos nos trajeron papa sancochada, choclos, oca, coman, compañeros. Gracias, muchas gracias.
Esa noche dormimos en la escuela del pueblo.
8
–¿Dónde naciste, tío Agustín?
–Detrás de ese cerrito –mi índice apunta hacia el horizonte, más allá del río–. Debajo de esas casas que hay en Agrupación.
–El sitio de las pulgas.
–Ni lo vayan a comentar porque lo friegan todo.
–No te preocupes, amor.
–¿Una carrera hasta el río, Nacho?
–Te voy a ganar –dice tu primo Nacho.
–Vamos a ver pues.
–Un beso de Ximenita para el ganador –dice tu mamá.
–Más luca para el chat, tía.
–El sol lo pone Agustín.
Los chicos emprenden veloz carrera por el camino que lleva hacia la chacra de la tía Irma.
En nuestro primer viaje a Huanta llegué aquí por casualidad. Ya había recorrido toda la ciudad y estaba medio aburrido. Salí a caminar a las afueras, vi un caminito y me eché a andar. Más allá pregunté a dónde llevaba ese camino y me dijeron a Cangari. Yo había nacido en Cangari, aunque por esas cosas que tiene la vida tu abuelo asentó mi partida en Chincho. Caminé durante dos horas, pasé por debajo de la chacra de la tía Irma, no sabía que vivía allí, y llegué a este paradero. Volví en combi a Huanta. Un día después regresé con tu abuela y Nachito.
–Qué bonito es este lugar –dice tu mamá.
–Ahora, en que hay luz, escuela, movilidad. Antes no era así. Todo se hacía a pie, o a caballo.
–Quién como tú que naciste entre árboles, cerca del río, atendido por tu padre.
Tu abuelo la hizo de partero. Menos mal que todo salió bien.
Tus abuelos llegaron de casualidad a Cangari. El destino era Chincho, pero la crecida del río impidió el cruce del camión donde iban. Aquí arrendaron la chacra de los Rivero, parientes de tu abuelo. Todo iba bien, los abuelos sembraban alfalfa, cebada, criaban caballos, vacas, hasta que llegó la reforma agraria y lo malogró todo. Rescindieron el contrato, vendieron los animales, regresaron a Huanta, allí nació tu tío John en enero de 1970. Pocos meses después volvimos a Lima. Pero quizá fue lo mejor, imagínate que nos hubiéramos quedado aquí, el tío Ponciano dice que los enfrentamientos con los terrucos fueron feroces, quizá ahora estaríamos muertos.
–¡Gané, gané! –grita Diego, con euforia.
Nacho tiene mala cara.
–Es que es un cholo come papa –dice.
–No te enojes, Nachito, que Ximenita tiene besos para los dos y Agustín les va a dar un sol para cada uno.
Tu primo Nacho sonríe.
–Es lo justo –dice.
Cruzamos un puentecito de madera sobre un ramal del río Cachi y subimos una cuesta. El tío Ponciano y Virginia están trabajando en la chacra. Se vuelven a vernos cuando los perros nos ladran.
–¡Tío!
–Tío Agustín.
–Hola, Virginia.
Mi esposa, Diego, el hijo de Flora, ¿se acuerdan de Nachito? Claro, ya es un jovencito. Lloro en brazos de la tía Irma recordando a tu abuelo. ¿Qué le pasó a mi tío Juan? La última vez que vino estaba bien. Se puso mal. El 2007 le descubrieron un tumor, lo operaron, quedó bien pero en enero se puso mal de nuevo, lo internamos y murió en el hospital. Ahora ya está junto con la tía María.
Vamos a la casa, la tía Irma nos invita refresco, mote y puspo. Le preguntan a tu mamá cuántos meses de embarazo tiene, ¿será hombrecito o mujercita? Mujercita. ¿Cómo están Mariana, Carolina? Bien, bien, mandan saludos. Deben venir en enero, allí hay tuna en abundancia. Lo haremos, tía, a Valeria le gusta el campo.
–¿Vamos a pasear un poco? –dice tu mamá después de descansar un rato.
–Vayan con Vicky mientras termino de preparar el almuerzo.
–Vamos a conocer el lugar donde naciste, tío.
Subimos a Agrupación, de allí descendemos una cuesta. El caminito se abre en medio de las chacras.
Allí están las dos casitas de adobe que un día tu abuela María señaló y me dijo allí naciste.
–Allí nací.
Nos quedamos un rato contemplando el lugar donde nací hace cuarenta y un años. Hace cuarenta y un años tus abuelos estaban aquí, eran jóvenes, fuertes, tu abuelo se estaba recuperando de sus males, de esa enfermedad misteriosa que lo obligó a renunciar a su trabajo en la FAM, a vender la casa, agarrar sus cosas y regresar a la sierra.
–¿Allí fue donde quiso entrar un puma?
–Sí.
Tu abuelo había viajado a Lima a cobrar una letra de la casa, tu abuela y tus tías se quedaron solas en la chacra. Una noche, tu abuela escuchó unos rugidos cerca de la casa. León, pensó. Un rato después, empezaron a arañar la puerta de calamina. Tu abuela se asustó. Decían que los leones, en realidad era un puma porque aquí no hay leones, solían abrirle la barriga a las embarazadas para comerse al feto. Metió en un baúl a tus tías, aseguró puerta y ventanas y, parapetada detrás de una mesa, esperó, escopeta de tu abuelo en mano, que el león rompiera la puerta para descerrajarle un tiro. Quizá el animal presintió el peligro que le esperaba detrás de la puerta y decidió marcharse, pero tu abuela no durmió esa noche esperando el inminente ataque. Al día siguiente encontró unas enormes huellas en la tierra fresca. De la que nos salvamos.
Llegamos al río Cachi. Un veintiséis de setiembre del 2000 la cruzamos con tu abuela María camino a Chincho. Dos días después estábamos de regreso.
–¿Este río lo cruzó el abuelo con un fantasma sobre sus hombros?
–Fue el bisabuelo Ignacio. El fantasma se fue al cementerio que hay allá, en Cascabel. Allí tienen enterrada a Elizabeth, una tía abuela, hermana de la abuela María.
–¿Vamos?
–Primero mojémonos un poco los pies.
Cruzamos el puente y bajamos hacia el río. En ese mismo lugar desayunamos esa mañana con tu abuela y Nacho. Gaseosa, galleta, manzana, durazno. Este río también lo cruzó tu abuelo en sus sueños antes de la muerte de su padre. Tu bisabuelo iba de prisa, detrás lo seguían sus cuatro hijos: Juan, Griselda, Julia, Lauro. Llegó a la orilla, se desnudó y se metió al río. Antes que los chicos lo cruzaran, aumentó el caudal impidiéndoles el paso. Unos días después tu abuelo recibió un telegrama donde le comunicaban que su papá había fallecido. Esta vez sí de verdad, no era broma como aquella vez que casi muere después de beber agua donde mama Bini.
El cementerio de Cascabel está detrás de Jello Jello. Jello significa amarillo en quechua. La tierra aquí es de ese color, parece un paisaje lunar, la lluvia ha formado cráteres. Aquí hay varios nichos con nuestro apellido. También hay nichos con la hoz y el martillo que el tiempo ha borroneado. Debajo de un viejo guarango está enterrada Elizabeth, hermanita de tu abuela que murió por causas extrañas. Tu mamá hace una oración como lo hizo tu abuela ese día del 2000.
Dejamos el cementerio. Estamos bajando la cuesta de Jello Jello cuando la veo en la entrada del cementerio: su pollera de colores, su blusa rosada de siempre.
***
El portatropas se abría paso por entre la polvareda. Los fusiles estaban listos para descargar fuego sobre los terrucos, pero no se les veía por ningún lado.
Nuestra misión era capturar al menos a un sospechoso, lo haríamos hablar y el resto caería fácil, aunque ya sabíamos que los terrucos nunca delataban a sus compañeros en los interrogatorios.
–¡Dos terrucos a la vista!
Eran dos cholitos, una chica y un chico, con sus quipes en las espaldas. Jalaban una cabra. El encargado de la ametralladora los apuntó.
Cinco soldados saltaron a tierra.
–¡Alto! ¡Documentos!
Los cholitos estaban asustados. La chica era bonita, blancona, chaposa.
–¡Documentos, carajo!
–Manan rimanichu castellano.
–¿Qué dicen, cabo?
–Que no hablan castellano.
–Pregúntales si han visto a los terrucos.
No los habían visto. Hombres con armas como estas, les enseñé mi fusil. Manan, no los habían visto.
–¿Nos los llevamos como sospechosos?
–La cabra está buena para el rancho.
–Y la cholita para la tropa.
–Se ve que te gusta el queso, Martínez.
Nos reímos a pesar de la situación.
Reemprendimos la marcha. Un rato después llegamos a Santa Rosa. Buscamos al alcalde. Nos dijeron que estaba en su chacra. Cinco soldados fueron a buscarlo acompañados por una mujer. Un grupo se quedó junto al portatropas y el resto fuimos a la escuela en busca del profesor.
La escuela era un solo salón. Tocamos la puerta de calamina. Nos abrió un tipo blancón, de ojos claros y cabello medio rubio.
–¿El profesor Ayala?
–Así es, señores soldados. ¿En qué les puedo ayudar?
–Andamos buscando a los subversivos que anoche atacaron Ayacucho.
El profesor nos miró, esbozó una media sonrisa como diciéndonos huevones, ¿y creen que aquí los van a encontrar?
–Acá no hay subversivos –dijo–. Este es un pueblo de gente pacífica. A veces incursionan los terrucos, como en todos los pueblos, hacen sus mítines, sus pintas, castigan a los que merecen ser castigados y después se marchan tal como llegaron.
–¿Nadie de acá los apoya?
–Eso no sé –dijo el profesor–. No puedo estar averiguando quién es terruco o no. Esa no es mi labor, para eso está la policía, ¿no?, y ustedes.
Pendejo el hombre.
Desde la puerta se veía su escritorio en una esquina. Sobre la pizarra, en el medio, estaba el retrato del presidente Belaunde sosteniendo una lampa.
Nos dijeron que el alcalde ya estaba en el pueblo. Nos despedimos del profesor.
–Vuelvan cuando quieran –nos dijo, cachaciento.
El alcalde tampoco sabía nada, aunque estaba medio asustado.
–Aquí nadie es tirrucu, papitos –decía.
Entramos a las casas pero no encontramos nada. Regresamos a la base con las manos vacías.
***
–Belaunde dice que somos abigeos. Miren –el Chullañahui extendió el periódico. Allí estaba la fotografía del ganador de las elecciones presidenciales. Abigeos sustrajeron los padrones electorales en Chuschi, decía la noticia, nada más. De la guerra, nada.
¿Y si estábamos luchando por gusto? ¿Tanto andar para nada?
–Algún día se tragará sus palabras –dijo el Chullañahui–. Ya lo verán. Un poco de paciencia y lo verán, yo sé lo que les digo. Cuando se escriba la historia de esta guerra campesina, se escribirá lo de Chuschi en letras de molde. Preferible es avanzar pasito a pasito a que nos barran si lo hacemos con bombos y platillos, ¿no?
Asentimos.
En el último mes habíamos recorrido extensos territorios llevando la noticia que la guerra que acabaría con los explotados y explotadores había comenzado. En todos los pueblos nos apoyaban, muchos jóvenes se enrolaban en nuestras filas. El Partido había trabajado intensamente en todo Ayacucho, Huancavelica, Apurímac. Estos tres departamentos constituían el Comité Regional Principal.
–Si el entusiasmo continúa así, la victoria es inminente –decía el Chullañahui.
Eso era casi seguro. No casi, era seguro.
De entre todos, la que destacaba era Edith. Era a la que siempre el Chullañahui encargaba las arengas sobre la guerra, la invitación a unirse a nuestra causa. Y ella tenía llegada en el pueblo.
9
Otra vez he cruzado el puente sobre el río Cachi. En esta oportunidad, solo. Tu madre se ha quedado ayudando a la tía Irma, mientras los chicos se han ido con Vicky a pastear las cabras.
Miro la orilla donde desayunamos una mañana de nuestras vidas, mañana que solo yo recuerdo, mañana que se ha borrado de la memoria de tu primo Nacho, mañana que se perdió en el olvido cuando le llegó la muerte a tu abuela María.
Allá, a la derecha, está la casita donde vivía mama Bini. Los que iban y venían de Chincho a Huanta y viceversa se detenían a refrescarse un poco, a llevarse un bocado al estómago. Eso hizo tu abuelo cuando recibió un telegrama donde le comunicaban que su padre había fallecido y lo esperaban para el entierro. Tenía tanta prisa que solo tomó un poco de agua. Más allá, ya en el Pauca, se sintió desfallecer. Hasta aquí llegué, pensó, pero menos mal que dos paisanos suyos le dieron alcance y lo ayudaron a llegar al pueblo. Lo del telegrama era mentira. Se lo habían mandado para que se acuerde de su padre. Tu abuelo era como tu tío John: solo se acordaba que tenía padre y madre de vez en cuando.
Sigo por el huayco que tiene un parecido a esos paisajes de las películas del Viejo Oeste: cactus y árboles secos, restos de animales, sobre todo de burros. Por aquí pasamos con tu abuela y con tu primo rumbo a Chincho. Respiramos este mismo aire, vimos estos mismos cerros. Todo esto también lo vio tu abuelo. Y ahora ya no están con nosotros. Un día yo tampoco estaré y todo seguirá igual. Dentro de unos años, te traeré para que conozcas este lugar.
Ahora estoy ante el Pauca, una imponente montaña que desde Huanta parece uno de esos cerritos que circundan La Realidad y que a cada instante escalaba con mis amigos en los lejanos días de mi infancia. ¿Por dónde vamos, mamá? Tu abuela no recordaba el camino. Hace más de treinta años había estado por última vez en este lugar. Había un camino hecho con tractor, pero se interrumpía un poco más arriba. Vimos unas huellas en la tierra y decidimos seguirlas. El caminito, si es que se le podía llamar camino, era escarpado. ¿Y si nos perdíamos? Nadie nos había querido acompañar. Tuve ganas de decirle a tu abuela mejor regresamos a Huanta, pero no lo hice. Subimos y subimos. Menos mal que un rato después vimos venir a una señora detrás de nosotros. La esperamos. Ahora sí íbamos a llegar a Chincho. Después vimos venir a otra señora, una viejita. Y, por último, a un joven, que resultó siendo pariente nuestro.
Pero siempre se presentan inconvenientes: me empezó a doler la rodilla derecha de la nada. ¿Sería porque llevaba a tu primo Nacho sobre los hombros y en la espalda cargaba una mochila con unos diez kilos de peso? El dolor se hizo cada vez más intenso. Le pedí a tu primo que caminara un poquito, pero no quiso. Mi primo se ofreció cargarlo, pero tampoco quiso. Me ayudó con mi mochila.
Tu abuela estaba en mejores condiciones que yo. Me hubiera ayudado con tu primo, pero llevaba un quipe en la espalda.
Hasta ahora tiemblo recordando ese interminable abismo en medio del cerro que saltamos. Una caída significaba con certeza la muerte.
En Qqasi, bajo la sombra de unos enormes árboles de ese nombre que tu abuela recordaba, hicimos un alto para almorzar. Tu abuela me masajeó el pie lastimado y la viejita me leyó la suerte en un puñado de coca: me había dado veta. No llegarás a Chincho, pronosticó. Tengo que llegar como sea, me prometí. ¿Dejar mis huesos en esa inhóspita montaña? Nunca.
Reemprendimos la marcha. Menos mal que tu primo accedió a que lo cargara su tío. Claro que antes le había metido el famoso palazo que es el único recuerdo que conserva de esa odisea.
A las 3:18 coronamos la cima del Pauca. Allá, al frente, cruzando un desfiladero, estaba Chincho, tierra de nuestros antepasados. Lloramos. Esa sería la única vez que llegaríamos juntos a Chincho en nuestras vidas.
Vuelvo sobre mis pasos. Ya es casi el mediodía. Estoy llegando al final de Pauca, frente a mama Bini, cuando se me ocurre volver el rostro para echarle una última mirada a la montaña, y la veo: su pollera de colores, su blusa rosada. Vuelvo sobre mis pasos. Empieza a ascender por ese camino por el que nunca volvería a subir por nada del mundo.
–¿Quién eres? –le grito.
No dice nada.
–¿Qué quieres de mí?
Permanece en silencio.
–Me voy. Adiós.
***
–¿Y qué chucha creían, huevones, que esos cholos de mierda les iban a decir sí, papay, somos terrucos? –bramó el comandante–. Ustedes tienen que descubrir quiénes están metidos en esa vaina, detener sospechosos. ¿O creen que han venido acá a rascarse los huevos, ah? Pues no, señores, acá han venido a combatir a la subversión, a derrotarla. Así que ahoritita mismo se me regresan a ese pueblo de mierda y me traen a todos los sospechosos que puedan.
Partimos de regreso a Santa Rosa. Los ojos atentos para no ser sorprendidos por los terrucos, los dedos en los gatillos listos para vomitar fuego.
–Nos traemos al profesor y a cinco cholos.
Entramos al pueblo armas en ristre. Un grupo se dedicó a revisar las viviendas y otra fue a buscar al profesor. Vivía en las afueras del pueblo, cerca del río, en medio de un terreno lleno de árboles frutales.
Tocamos.
Nos abrió una joven mujer que parecía ser de la ciudad.
–¿El profesor?
–Descansando –dijo, mirando los fusiles.
–Llámelo.
Dudó. Pero allí estaba el profesor.
–¿Qué se les ofrece, caballeros?
–Necesitamos que nos acompañe.
–¿A dónde?
–A la base.
–¿Estoy detenido?
–Queremos hacerle unas preguntas.
–¿La orden judicial?
–Estamos en zona de emergencia, no lo olvide.
–De mi casa no me muevo sin orden judicial, señores. Yo sé cuáles son mis derechos.
Una criatura empezó a llorar adentro y la joven mujer se metió a atenderlo.
–Profesor, estamos en guerra –le dijo el teniente–. No complique su situación por gusto, piense en su familia, en su mujer, en su bebe. Solo queremos hacerle algunas preguntas.
–Bueno.
–Cabo, registre la vivienda.
Entré seguido por tres soldados. La casa no era como la de los demás indios, un cuarto que servía de dormitorio, cocina y corral, no, había una sala con una mesa grande en medio y varias sillas y un par de bancas. Acá hacen sus reuniones los terrucos, pensé, ¿para qué tantas sillas?
En el dormitorio la mujer estaba dando de amamantar a su hijito. Se cubrió los senos cuando nos vio entrar.
Dormían en cama, como gente, no como los cholos que se tiran en cualquier rincón sobre los pellejos como los animalitos.
–Tu esposo nos va a acompañar a la base –le dije, sintiendo que mi verga se ponía dura–. Mañana lo soltamos. No te preocupes.
No dijo nada, solo me miró.
En un cuarto pequeño, cuya ventana daba al río, había una mesa pequeña, tres sillas y un estante lleno de libros: Mao, Marx, Lenin, Mariátegui. Este profesorcito se jodió, pensé.
En el pueblo nos esperaban los otros con cinco detenidos.
–¿Por quí si los llivan? –preguntó el alcalde.
–Para interrogarlos, alcalde.
–Ellos no son tirrucus. Profisur is bueno.
–Eso lo dirán las investigaciones, alcalde. Mañana se los traemos de vuelta, si son inocentes.
***
La guerra continúa, silenciosa, implacable. Los diarios de la capital apenas si mencionan nuestras acciones: asalto a las minas para aprovisionarnos de dinamita, voladura de algunas torres eléctricas, ataque a los latifundios, ataque a puestos policiales. Todo esto no solo en Ayacucho, sino también en Andahuaylas, Cusco, Huancavelica, Cerro de Pasco. En Lima hemos quemado el local municipal de San Martín de Porres.
–Hasta que no corran ríos de sangre, no nos darán importancia –dijo el Chullañahui.
–¿Y correrá, profesor Quispe?
–Claro que correrá, y en cantidades inusitadas.
10
–Una noche, el viejo persiguió a tiros a unos jarjachos.
–No me cuentes que luego no voy a poder dormir –dice tu mamá–. Ximenita va a tener pesadillas.
–Ximenita es valiente como su abuelo –le digo, acariciándole la abultada barriga.
–Que nazca traumada, será tu culpa.
–Tontita. ¿Crees que Ximenita va a nacer opita como su tío abuelo Lauro o como su primo Julián?
–Quizá, ¿no?
–No creo. Así que no te estés preocupando por gusto.
Le doy un beso. Estamos acostados. Deben ser las diez de la noche, pero en el campo la gente se acuesta temprano y se levanta tempranito. Tus primos también duermen. Esta es nuestra última noche en Cangari, mañana regresamos a Huanta. Hasta nosotros llegan los chirridos de los grillos. ¿Cómo habrán estado acá tus abuelos y tus tías? Ellas no se acostumbraban al campo. Cada vez que venía alguien a visitar a tus abuelos, les pedían que las lleven Lima. Es que de día los mosquitos son insoportables y en las noches los zancudos atacan sin piedad.
–Cuéntame lo de los jarjachos.
–No vas a poder dormir…
Tu mamá se acurruca en mi regazo.
–Cuéntame, papi –dice, con voz de niña.
–Vas a nacer loquita.
–Como tu.
Risas apagadas.
–El viejo estaba solo en la chacra, la vieja y mis hermanas estaban en Huanta. Era una noche oscura. El viejo escuchó unos gruñidos por el lado del río, jarr, jarr. Jarjachos, pensó. Como era valiente, agarró su escopeta y su linterna y bajó al río. Agazapado detrás de unos chilcos, vio revolcándose en la orilla a un par de chanchos. Apuntó, y ¡pum! –mi índice se hunde en la barriga de tu mamá.
–Idiota, ¿quieres matar a Ximenita?
–Perdón.
–Bueno. ¿Los mató?
–Nada. Los chanchos escaparon como si tuvieran alas. El viejo corrió detrás de ellos soltando bala como loco.
–Por gusto, seguro.
–Ajá. Se regresó con el rabo entre las piernas. Él era buen tirador. Una vez se mató a un gavilán en pleno vuelo que mi mamá frió y se lo comieron.
–¿Al gavilán?
–Sí. Mi papá dice que la carne se parecía a la del pollo, aunque un poco más duro.
–Papi, quiero comer gavilán.
–Ya comerás, hijita.
–Gavilán a la brasa.
Risas. Nos damos otro beso.
–El viejo se había acostado, cuando escuchó de nuevo a los jarjachos. Le dio miedo y para espantarlos prendió un guarango. Se quedó dormido. Esa noche, en sus sueños, un macho cabrío le agarraba del pie derecho y lo arrojaba por los aires. Al día siguiente despertó con el pie derecho torcido e hinchado como una pelota.
–¿Pisó mal quizá mientras perseguía a los jarjachos?
–Podría ser. Montó en su caballo a duras penas y fue en busca de su tía Saturnina para que le compusiera el pie. Le contó la historia de los jarjachos y su tía le dijo que esos eran un hacendado y su hija que convivían. Dios los castigaba así.
–Qué feo.
–Mmm.
–¿Me acompañas a hacer pis?
–Vaya sola.
–¿Quieres que nos coma el jarjacho?
Salimos. La noche está oscura como una boca de lobo. Recuerdo a tus abuelos, todo lo que tuvieron que pasar por nosotros. Tu abuelo tenía mi edad cuando estuvo aquí, tu abuela nueve años menos.
No sé por qué siento que alguien nos observa agazapado en la oscuridad. Me lleno de miedo. Tranco bien la puerta.
Tu mamá se queda dormida mientras yo no puedo conciliar el sueño. Permanezco en vela con los oídos atentos al menor ruido. Solo el cansancio me hace dormir un buen rato después.
***
–Ya les dije que los terrucos entran al pueblo, dicen sus arengas y con la misma se marchan –dijo el profesor–. Igual que en cualquier pueblo de las alturas.
–¿Quién los alimenta, quién los viste?
–Ese no es mi problema.
–Claro que lo es, profesor. Usted también es peruano, usted también debería de estar preocupado por esta situación que estamos viviendo.
–Que se preocupen los de Lima.
–O sea que ese no es su problema.
–No. Si los guerrilleros triunfan, seguiré enseñando, si es que me necesitan, sino, trabajaré en mi terrenito.
–Seguirá lavando cerebros, mandando al matadero a esos pobres cholitos ignorantes que no saben qué mierda es el marxismo–leninismo–maoísmo, ¿no?
Silencio.
–¿No le da pena que se inmolen como perros?
–¿Desde cuándo sienten pena ustedes por ellos? ¿Acaso les importa que vivan como animales? Claro, ahora que la tranquilidad en la que vivían se tambalea, recién sienten pena por esa pobre gente, ¿no? ¿Y antes?
El hombre era terruco, a todas luces.
–¿Quiénes son los terrucos en Santa Rosa?
–No lo sé.
–Claro que lo sabe. Lo que pasa es que usted no quiere hablar, que es otra cosa. Pero hablará, si no es a las buenas, será a las malas.
El profesor nos miró, desafiándonos.
–Piense en su mujercita, en su hijito. ¿Quién velará por ellos si le pasa algo a usted? ¿El Partido?
Silencio.
–Solo un par de nombres y lo dejamos ir.
El profesor tragó saliva.
–Ya les dije lo que sé. No sé más…
–¡Cómo que no sabes, conchadetumadre! –el teniente le metió un par de cachetadas. Los golpes le rompieron los labios. También sangraba por la nariz –. Solito te estás jodiendo por terco, maestrito.
El rostro del profesor estaba lleno de odio.
–Traigan a los cholos.
Los trajimos. Se asustaron al ver al profesor con el rostro sanguinolento.
–Mire, maestrito.
El teniente desenfundó su pistola y disparó: dos de los hombres cayeron fulminados.
–Usted es un criminal.
–Quien a hierro mata, a hierro muere.
Silencio.
–¿Quiénes son terrucos en el pueblo, alcalde?
–Nadie, papito.
–¿También quiere morir, alcalde? –el teniente lo apuntó–. O habla, o se muere.
El alcalde temblaba, igual los otros dos hombres.
–Estos mierdas no hablarán. Cabo, encárguese de ellos.
–Derramen toda la sangre del pueblo que quieran –dijo el profesor–. ¿Ustedes creen que así aplacarán la furia de tantos siglos? Pues se equivocan. Tendrán que matarnos a todos porque…
Le descerrajé un tiro en la nuca. Igual suerte corrieron los otros.
***
–Bonita es Huamanga de noche, ¿no?
–Sí. Me gusta caminar en una ciudad que tenga luces, parques, iglesias.
Edith, el opa Inquicha y yo estábamos paseando en Huamanga. Era la víspera de la navidad. A pesar de la guerra, la gente vivía con normalidad. La Plaza de Armas y sus alrededores parecía un día de feria.
–Vamos a comprar guaguas para comer.
–Guagua, guagua –repetía el opa con la baba cayéndole por la comisura de los labios.
–Ustedes andan con los guerrilleros, ¿no? –nos dijo el hombre que vendía panes.
–¿Guerrilleros? ¿Qué guerrilleros?
–Los que andan en las alturas llevando justicia.
Los demás vendedores nos empezaron a mirar con curiosidad.
–Sí, son ustedes –dijo alguien más–. Yo los vi en San José de Secce. Andaban con un tuerto.
–Están equivocados.
El murmullo se hizo creciente: aquí están los guerrilleros, los jóvenes que están en guerra.
Dos guardias civiles, que estaban en la esquina, se empezaron a acercar.
–¡Vámonos, Valicha!
–Llévense guagua.
Empezamos a caminar con paso apurado.
–¡Alto, documentos! –nos gritaron los guardias civiles.
–¡Corre, Valicha!
Empezamos a correr.
–¡Alto, carajo!
Los guardias civiles corrían detrás de nosotros.
¡Pum!, un tiro al aire. Pensé no debimos de haber bajado a la ciudad. Ya lo decía el Chullañahui: la ciudad es peligrosa.
Una calle, otra calle y otra calle y los guardias civiles seguían detrás de nosotros.
–Separémonos mejor. Nos reunimos con los demás por nuestra cuenta.
–Ya.
Corrí y corrí seguida por el opa Inquicha como si me siguiera el mismo diablo. Salimos de la ciudad y nos perdimos entre las chacras. Temblábamos de miedo. Caminamos toda la noche para reunirme con los compañeros.
Edith no llegó. Nos enteramos que la habían detenido, que se la habían llevado a Lima.
Su foto salió en los diarios. Allí estaba ella, con la mirada altiva, desafiando a las autoridades.
11
A ambos lados de la carretera que conduce a Iribamba se levantan torreones de adobe. Son vestigios que quedan de los tiempos de la guerra. La camioneta levanta polvo a su paso. Tu mamá y la tía Susana van al lado del chofer. Tus primos, el tío Andrés y yo vamos en la tolva. Nacho y Diego agitan felices los brazos.
–¿Falta mucho, tío Agustín?
–Sí.
De Huanta hacia Jiljarajay es lejísimos. ¿A qué hora saldría tu abuela con su papá para llegar tempranito a Huanta y vender sus cargas de leña? ¿Dos, tres de la mañana? Tu abuela contaba que ella iba delante jalando los burros y le tenía miedo a la oscuridad. ¿Cuántos años habría tenido? ¿Doce, trece?
Pasamos frente a Iribamba. En los tiempos de la guerra, incursionaron los terrucos y arrasaron con todo: maquinaría, ganado.
Iribamba es el lugar donde está enterrado el tesoro del Rey Chiquito de las historias de tu abuelo. Era un rey poderoso, rico. Un día fue convocado por el rey de España. Algo le dijo que no volvería. Mandó enterrar toda su riqueza. Para que ninguno de sus cuatrocientos esclavos revelara el lugar, los envenenó. La historia se la contó a tu abuelo un tío suyo. Juan, si puedes, sácala algún día. La tierra donde está enterrado el tesoro es más clara que el resto. Tu abuelo decía un día iremos a Iribamba, pero nunca pudimos venir.
Bajamos en Tincuy. Vamos por entre las chacras. Cruzamos el río Urubamba que menos mal no está tan helada como esa vez que vinimos con tu abuela.
Después de escalar un desnivel casi parado, llegamos a lo que fue la hacienda Santa Rosa, cuyos dueños fueron los suegros de Abimael Guzmán. Ahora está abandonada. Aquí trabajaron tus bisabuelos, hasta tu abuelo cuando era niño.
Nos internamos en el monte. Nacho y Diego van delante abriéndonos el paso con unos palos con los cuales espantan a esas iguanas grises que tienen en el lomo una especie de navaja con el cual suficiente te rebanan el pie.
Llevo a tu mamá de la mano mientras le cuento que esa vez que vinimos con tu abuela ella tropezó y se raspó una rodilla.
Después de un buen rato de caminar bajo la maleza, salimos, por fin, a la orilla del río Cachi. Pero también hay que caminar con cuidado de no pisar las quishcash, unas bolas de espinas que andan regadas como minas y que son tan peligrosas como las iguanas.
A nuestra izquierda, la tierra es roja. Allí, contaba tu abuela, su papá sembraba camote. Los frutos eran enormes, sabrosos.
Cruzamos otra vez el río. Subimos una cuesta. Todo está lleno de guarangos.
Allí está la tumba de tu tío abuelo Anacleto. Hace veinticinco años lo mataron los terrucos. A sus costados, están sus hijos Belaunde e Ingeniero, envenenados por su madre, quien luego sería quemada viva en Acobamba.
Aquí estuvieron los terrucos, en este lugar inhóspito cercado por cerros y cruzado por dos ríos, huyendo de la represión desatada por las fuerzas armadas.
Tu mamá hace una oración, nos despedimos de los difuntos hasta otra oportunidad, y vamos a la orilla del río a calentar la comida que hemos traído para almorzar mientras tus primos chapotean en el hilo de agua en que está convertido el río en esta época.
***
–¿Quí a pasau con il prufisur y con il alcaldi? –preguntó el teniente gobernador.
–Han confesado que eran terrucos.
–Isu is mintira.
–¿Quiénes más apoyan a los terrucos, gobernador?
–Nadie, papito.
–Cómo que nadie. O sea el profesor y el alcalde son mentirosos, ¿no?
–Verdaceto, papito, nadie is terrucu.
–Detengan a todos los cholos que puedan –ordenó el teniente–. Cabo, haga una requisa en la casa del maestro.
La casita en medio de la chacra, los choclos gordos y barbados, un cerco de pencas, las gallinas picoteando la tierra.
Toc, toc. La mujer asustada, los fusiles apuntándola.
–Buenos días, señora.
¿Tendría veintidós, veintitrés años?
–¿Y mi esposo?
–¿Quiénes lo venían a visitar, señora?
Un vestido azul, la tira de su sostén negro en su hombro blanco, sandalias celestes, los pies cuidados, limpios, no como la de las demás cholitas. Y no olía a animal.
–Diga lo que sabe.
–Gente extraña…
–¿Desde cuándo?
–Desde hace años.
–¿Venía ese que se hace llamar el camarada Gonzalo?
–Una vez vino… yo estaba embarazada. Será hace dos años.
–¿De qué hablaron?
–De la guerra… Fue antes de las elecciones…
Sus senos que suben y bajan al compás de su respiración.
–¿Sabe si su marido guarda documentos de los terrucos?
–No, no guarda nada. ¿Qué pasará con él?
–Supongo que lo mandarán a Lima uno de estos días.
–¿Lo puedo ir a visitar?
–Mejor no lo haga. Se va a meter en problemas también. ¿Quiénes del pueblo apoyan a los terrucos?
–Todos. Es obligatorio.
Todos.
–Bueno, nos vamos.
–¿Y mi esposo?
–No se preocupe. Volveré trayéndole noticias de él. Hasta luego.
***
Ahora sí la guerra es guerra. En el asalto al puesto policial de Quinua, un guardia civil cayó abatido por el fuego de nuestros fusiles. Una guerra sin bajas no es guerra. No estamos jugando a la guerrita, esta es una revolución hecha a sangre y fuego. Para alcanzar la victoria, tenemos que cruzar un río caudaloso de sangre que muchas veces será alimentada por nuestra valiosa sangre. Esa es nuestra cuota a la revolución.
Edith está encerrada en la cárcel de Ayacucho. Ella y una buena cantidad de compañeros que ahora, en que la guerra toma otras proporciones, nos hacen falta. ¿Con qué derribar esa mole que es la cárcel de Ayacucho? Lo estamos pensando.
12
Chincho es la tierra de nuestros antepasados. Aquí nacieron y murieron los nuestros, algunos violentamente. De aquí partieron a Lima tus abuelos. Tu abuelo marchó primero. Estaba en la escuela, un día le sacó la mugre al hijo de los maestros, un grandulón abusivo que le pegaba a todo el mundo. De un solo puñete tu abuelo lo derribó y lo hizo orinar. Vino la profesora y agarró a varillazos a tu abuelo. Al día siguiente se lo llevaron a Huanta. Allí acabó la primaria y marchó a Pisco. Pocas veces volvería a su pueblo. En su vejez, antes de morir, deseaba volver. La última vez que lo hizo fue el 2002, con tu abuela y Diego. Fue para la fiesta de la Virgen del Carmen, en julio. Ella moriría tres años después, él, siete.
Hemos venido en camioneta por Huanchuy. Si hubiéramos sabido que existía carretera, esa vez que vine con tu abuela y Nacho nos habríamos ahorrado el miedo, el susto, la pesadilla de los abismos.
–Qué bonito –dice tu mamá–. Me quedaría a vivir aquí toda la vida.
Llegamos a casa de tu tío abuelo Porfirio, esposo de tu tía abuela Griselda, hermana de tu abuelo.
Allí están Kathy y sus tres hijos: Karím, Antony y Vanessa.
–Milagro que están por aquí. ¿No se salió el bebe con los baches?
–Menos mal que no.
El tío Porfirio está mejor que nunca. Hace años estuvo a punto de quedarse ciego. Ha sobrevivido a una caída camino a Huanta. Poco más y se mata en un abismo. Le debe la vida a su mochila. Se atracó entre las rocas e impidió que siguiera cayendo.
Almorzamos recordando a tu abuelo Juan. Después, vamos a visitar a tu tía abuela Julia, la otra hermana de tu abuelo. Lleva luto. Llora recordando a su hermano. Hicimos todo lo que pudimos por él, tía Julia. Estaba bien enfermo. Nos invita sopa.
La dejamos para ir a visitar la casa que fue de tu bisabuelo paterno. Son dos habitaciones hechas de adobe que aún están en pie a pesar que deben de tener mínimo un siglo de antigüedad. Ha perdido puertas y ventanas, pero lo demás está intacto, lo cual no pasa con muchas casas que con el tiempo y el abandono se han venido abajo, como verás en lo que fue la casa de tu abuela. ¿Cuántas veces habrá venido tu abuelo en sus recuerdos a la casa que compartió con sus padres y hermanos? Un día moriremos todos y nada nos llevaremos.
La casa pertenece ahora, en teoría, a Lauro, tu tío abuelo desaparecido durante la guerra. No se sabe si lo mataron los terrucos o los militares o está vivo. Algunos dicen que lo han visto en la selva ayacuchana, que está casado, con hijos, ¿pero será posible eso?
A unos pasos está el pozo de agua de donde bebe todo Chincho desde tiempos inmemoriales.
–Una vez se cayó allí Antony –nos dice Karím.
Menos mal que no estaba tan lleno como en los tiempos de tus abuelos en que el agua se desbordaba y Chincho estaba lleno de habitantes, ahora, un poco más, y es un pueblo fantasma. Casi todos emigraron durante la guerra o fueron muertos.
Siguiendo con nuestro recorrido, vamos a la Plaza de Armas construida durante la gestión de tu tío Néstor, hijo de tu tía abuela Julia. Antes era un descampado, ahora está bonito. Si hubiera suficiente agua, se sembrarían flores, árboles.
El local municipal, que está al frente, es una construcción nueva, el antiguo fue quemado por los terroristas.
–Allá vivía la abuela María –mi índice señala un punto en el cerro–. Mañana iremos a ver.
Se ha hecho tarde y volvemos a casa del tío Porfirio.
Voy por agua para bañarnos y entonces la veo acarreando un balde de agua. La misma pollera de siempre, la misma blusa.
–Hey, espera.
No me hace caso, se pierde entre las casas abandonadas.
***
El teniente gobernador se balanceaba como un péndulo del guarango. Era un cholo inmenso, robusto. ¿Entre cuántos habrán tirado de la soga para elevarlo por los aires? La lengua le brotaba de la boca como un gusano inmenso, morado. Una nube de moscas le cubría el rostro como una máscara. Se había cagado y orinado. Así muirin lus suplunis, decía el cartón que le colgaba del cuello como un collar. PCP, habían firmado los asesinos con plumón rojo. ¡Viva la guerra popular!
–Lo mataron como a un perro.
–Cualquiera le mete bala, ¿no?
El profesor, que estaba parado al lado nuestro, no dijo nada. Era un cholo blanquiñoso, vestido pulcramente, llevaba ojotas, pero tenía los pies limpios.
–¿No reconoció a ninguno de los terrucos?
–La mayoría llevaba pasamontañas. Los otros eran chutos.
–Bajen al muerto.
Nadie quería hacerlo.
–Cumpas curtan cuillo –decían, excusándose.
–O lo bajan, o nosotros les cortamos los cuellos de verdad.
Dos hombres se atrevieron a hacerlo.
–Ahora sí pueden enterrarlo –le dijimos a la atribulada viuda.
Una recua de llorosos niños la rodeaban.
Nos marchamos. Al día siguiente nos avisaron que los dos hombres que habían bajado al difunto habían sido degollados durante la noche.
***
El ataque se inició simultáneamente en varios puntos de la ciudad minutos antes de la medianoche. Los francotiradores derribaron a los republicanos de los torreones de vigilancia. El intercambio de fuego era intenso.
–¡Abajo con el muro!
Los cartuchos de dinamita se concentraron en el portón del CRAS.
–¡¡Ríndanse, carajo!!
Los republicanos seguían repeliendo nuestro ataque. Querrán morir, seguro.
Hasta que al fin el portón saltó hecho trizas. Entramos a la cárcel sin encontrar resistencia. Rompimos los candados de las celdas.
–¡Edith!
–¡Valicha!
Nos abrazamos.
Subimos al camión y partimos escuchando el fuego graneado en los otros puntos de la ciudad.
Ayacucho estaba en nuestras manos y nadie oponía resistencia. La cárcel había caído en nuestro poder. Algún día caería así Palacio de Gobierno.
13
De la casa donde vivía tu abuela no queda nada, ni los cimientos. Después de la muerte de tu bisabuela, su casa fue saqueada. El tiempo y el abandono hicieron el resto. Por el medio cruza el camino que lleva a Villoc.
–Aquí vivía la abuela cuando era niña.
Tus primos miran en silencio.
–Desde aquí bajaba a traer agua.
–La abuela trabajaba bastante.
–Sí. Ella era la hermana mayor. Si no se hubiera ido a Lima, quizá hasta ahora estaría trabajando en la chacra.
–Y no habríamos nacido nosotros –dice Diego.
–Mmm.
Lloro. Lloro como lo hizo tu abuela ese miércoles 27 de setiembre del 2000 cuando estuvimos aquí con Nacho. Lloro por el paso del tiempo, por todos los seres que he querido y he perdido.
–Todos cumplimos nuestro ciclo, amor.
Pero a veces ese ciclo concluye de una manera dolorosa.
–Un día hay que construir una casita acá.
–Sí.
Otro día volvemos, vieja, digo con el pensamiento antes de partir rumbo al cementerio. Cruzamos chacras, esquivamos pircas, nos detenemos a descansar, continuamos.
El cementerio está en las afueras del pueblo.
–¿Se acuerdan del cuento de Blas Alva que contaba su abuelo?
–¿El que se condenó?
–Ajá.
Blas Alva era representante de la comunidad de Chincho en Lima. Un día murió. Lo enterraron y a los tres días corrió la noticia que había salido de su tumba. Tu abuelo y sus amigos, ni bien terminaron las clases, corrieron al cementerio a verificar si era cierto ese rumor. Era cierto: allí, donde había estado la cabecera del nicho, había un hoyo invadido ahora por las moscas. En la tierra fresca estaban grabadas las huellas de unas manos que parecían garras.
–Ximenita no va a poder dormir en la noche, amor.
–Dile a Ximenita que tiene que conocer la historia completa de los suyos.
–Dile tú.
–Ella nos está escuchando.
Al poco tiempo vino un arriero de la montaña. Dicen que allí hay un lugar donde están los condenados atados a los árboles echando fuego por los ojos y la boca. Hasta allí llegó el arriero de casualidad. Uno de los condenados se presentó como Blas Alva, de la comunidad de Chincho. Le dijo que se había condenado porque le había robado al pueblo, que fuera a Chincho, que allí, debajo de su cama, estaba enterrado el producto de sus robos, que lo repartieran entre todos para ver si así se salvaba su alma. Cuando fueron a la casa del difunto, se dieron con la sorpresa que alguien se les había adelantado.
–O sea que Blas Alva debe estar todavía en ese lugar de los condenados.
–Ajá.
Esquivamos nichos, muchos de los cuales son solo montoncitos de tierra.
–Esa es la tumba del papá de su abuela.
Allí está enterrado el Uchu mayor, muerto en abril de 1973 cuando yo tenía casi cinco años. Recuerdo a tus abuelos llorando cuando recibieron la noticia. Creo que ese es el recuerdo más antiguo que tengo de tus abuelos. Recién veintisiete años después tu abuela pudo visitar la tumba de su padre. Veintinueve años después lo haría con tu abuelo. Fue la despedida de ambos.
Aquí también están enterrados los padres de tu abuelo, pero sus tumbas se han perdido. Tu bisabuela, Isidora, murió en 1954, y tu bisabuelo, Ignacio, en 1960. Tu abuelo no estuvo presente en el entierro de ninguno de ellos.
Tu mamá hace una oración y nos despedimos. Otro día volvemos, abuelo.
–Chau, bisabuelo Julián.
–¿Una carrera hasta la plaza de armas, Diego?
–Te voy a ganar de nuevo.
–No creo.
–Después no te piconees.
–Cuenta hasta tres, tía Valeria.
–En sus marcas, listos, ¡ya!
Los chicos emprenden veloz carrera.
Esta vez no le pidieron un sol a tu tía. Aquí no hay dónde chatear.
***
El pueblo había sido arrasado en su totalidad: de las casas solo quedaban cenizas, troncos aún humeantes. Un perro chamuscado, un hombre sin cabeza, una embarazada con el vientre abierto.
La casa del maestro era la única que estaba en pie, pero ni sombras de su mujer.
–La puta esa era terruca –dijo el teniente–. Debimos de haberla detenido también.
Recordé sus senos y sentí que la verga se me ponía dura.
Los soldados encontraron a dos chiquillos, un niño y una niña.
–¿Quiénes fueron?
–Los cumpas –dijeron–. Si fuiron por allé.
–Vamos tras esos mierdas.
Los cholitos iban delante. La chiquilla, doce o trece años, llevaba una pollera de colores, el chiquillo, su menor, un pantalón lleno de remiendos.
Más allá del río se extendía el monte.
–¿Cuántos eran?
–Poquetos –dijo la chiquilla.
–Suficiente para matarlos a todos.
En el suelo todavía estaban frescas las huellas de las patas de los animales que se habían llevado.
Antes de cruzar el río empezó el tiroteo. Los cholitos se aventaron al agua. Casi por instinto les disparé. La cholita desapareció entre las aguas turbias. La primera ráfaga derribó al teniente y a un par de soldados. El resto nos parapetamos detrás de las rocas. Empezaron a tirarnos cargas de dinamita. Les respondimos con granadas. Pedimos ayuda a Los Cabitos. Manden al helicóptero. Imposible, el aparato estaba en una misión en La Mar.
–Hay que ahorrar municiones.
Allí estuvimos hasta que cayó la oscuridad. Amparados por la noche, pudimos escapar.
***
–He ahí a la orgullosa Vilcashuamán –dijo el Chullañahui, señalando el pueblo asentado en la hondonada–. Hace poco la visitó Belaunde para infundir valor a sus perros guardianes y meternos miedo, pero se equivocó de cabo a rabo. Hoy el Partido la golpeará sin piedad alguna. Mañana, cuando llegue el nuevo día, no quedará piedra sobre piedra del cubil de esos perros que defienden a sus amos burgueses. ¡Viva la guerra popular!
–¡¡Viva!!
–¡Viva el camarada Gonzalo!
–¡¡Viva!!
Desde el asalto al CRAS de Ayacucho, las acciones guerrilleras se habían intensificado: ataques a los puestos policiales de Quinua, minas Canarias, Tambo; arrasamiento de los fundos Allpachaka, Colpa, Ayzarca, Ayrabamba; toma de pueblos en todo Ayacucho donde las autoridades empezaban a renunciar masivamente para dar paso a los comités populares.
Pero el Partido no solo estaba en Ayacucho, sino en todo el Perú, hasta en Lima. El puesto policial de Ñaña había sido atacado hace poco.
Nos acostamos después de dejar todo listo para el día siguiente.
A las tres de la mañana empezamos a bajar al pueblo. Nos apostamos frente al local municipal donde estaba acantonada la guardia civil. Dos centinelas estaban de guardia. Los abatimos.
Empezó el tiroteo.
–¡¡Ríndanse, carajo!!
Respondieron con bala. Eran valientitos los desgraciados esos. Seguro pensaban contar con el apoyo de los policías de Vischongo, pero a esos también los estábamos esperando.
–¡¡Ríndanse, alljos!!
–¡¡Vengan por nosotros!!
–¡Allá vamos!
–¡Métanles bomba!
Los petardos empezaron a surcar el cielo. El techo de tejas saltaba en pedazos pero los guardias no se rendían.
–¡Helicóptero, viene helicóptero!
Seguro habían conseguido comunicarse con Huamanga.
–Preparar la retirada antes que nos ametrallen.
Pero el helicóptero pasó de frente perdiéndose en la distancia.
Reanudamos el ataque con mayor ímpetu, quizá el helicóptero volviera con ayuda.
Una gran explosión sacudió los cimientos de la comisaría.
–¡Nos rendimos, no disparen, nos rendimos!
Algún día se rendirían así los defensores de la capital.
En la Plaza de Armas hicimos un mitin. Edith fue la que habló. La gente le aplaudió con ganas.
–¡Viva la lucha armada!
–¡¡Viva!!
–¡Viva la guerra de guerrillas!
–¡¡Viva!!
Nos retiramos en un par de camiones con dirección al río Pampas. Después de esta acción, seguro nos perseguirían con ferocidad.
14
–Vamos por Qqasi. Quiero conocer.
–¿Llegarás?
–Coja no soy, y ya dijiste que bajando no es muy lejos.
–Pienso en Ximenita –le acaricio la barriga–. No se le vaya ocurrir venir al mundo en mitad del camino.
–No creo, me siento mejor que nunca.
Nos damos un beso, la abrazo. El cuarto está a oscuras, todos duermen, hablamos bajito, en susurros.
–Y además, se supone que para dar a luz tengo que tener primero las contracciones, ¿no?
–¿Y si no pasa eso?
–No te estés preocupando por gusto, amor.
–Bueno, bueno, iremos por donde quieras.
Tu mamá me da otro beso.
–Aunque por mí me quedaría a vivir aquí.
–El lunes tengo que volver al trabajo, y los chicos ya andan aburridos.
–Extrañan su internet.
–Mmm. A sus amigos.
–Tontos. No hay nada como vivir en contacto con la naturaleza. A mí sí me gustaría vivir siempre aquí. No hay carros, no hay contaminación, no hay fábricas.
–Sería bonito.
–¿Por qué no pides tu cambio más adelante?
–Podría ser. Para que Ximenita aprenda quechua y estudie en la San Cristóbal de Huamanga.
–Y se case con un huamanguino.
–Sería lindo. Yo sé que a ella le gustará.
Le acaricio la barriga.
–Tu mamá estaría contenta.
–Mmm.
–Lo único que me da miedo son esas historias de fantasmas, jarjachos, brujas, condenados que contaba tu papá.
–Eso era antes. Ahora ya no hay nada. Con los terrucos desaparecieron todas esas historias.
–Pero igual me da miedo.
La abrazo fuerte hasta que se duerme.
***
–La única manera de acabar con los terrucos es exterminando a todos los serranos –dijo el comandante–. Hay que cortar de raíz la subversión, esa es la única solución. Ya han visto que hasta los uchuichas son terrucos, y de los buenos.
La tropa estaba con rabia por los últimos acontecimientos.
–Desde ahora no tengan piedad de nadie. Ya lo dijo el general Cisneros: si para matar tres terrucos en necesario matar sesenta serranos, que se haga. ¿Entendido?
–¡Sí, mi comandante!
–Que los cholos sepan que, si no apoyan a su glorioso ejército, serán hombres muertos. ¡O están con nosotros, o están con el enemigo!
–¡Viva el ejército peruano!
–¡¡Viva!!
–¡¡Viva el Perú, carajo!!
–¡¡¡Viva!!!
–¡¡¡Que mueran los terrucos!!!
–¡¡¡¡Que mueran!!!!
***
Amaneció. Soplamos los rescoldos para encender el fogón y preparar el desayuno.
–Soñé con mis padres –dijo Edith, mientras desgranaba un choclo–. Estábamos en la Plaza de Armas. Todo estaba lleno de flores. ¿Qué significará?
–No sé –le dije–. Nunca he creído en los sueños. ¿Tú?
–Tampoco, pero hace tiempo que no soñaba con ellos.
–Quizá estén preocupados por ti.
–Seguramente.
Pusimos la olla sobre el fogón.
–Hace medio año fue el asalto a la cárcel de Ayacucho –dijo Edith–. Medio año ya de libertad.
Medio año ya que toda la policía estaba detrás de nosotros, y más todavía desde el ataque al puesto policial de Vilcashuamán. Esas dos acciones eran las más notorias de los dos años y cuatro meses que estábamos en guerra.
Cuando el agua hirvió, echamos las papas y el pedazo de charqui que teníamos para ese día.
–¿Cuánto más durará la guerra?
–Uff, quizá envejezcamos luchando –dijo Edith–. Solo cuando alcancemos la victoria, concluirá.
–Cuándo será eso.
–Algún día. Paciencia.
Cuando la sopa estuvo lista, llamamos a los demás.
El Chullañahui prendió la radio para escuchar las noticias. Según estas, patrullas combinadas de la guardia civil y la guardia republicana peinaban la zona en busca de los delincuentes terroristas que habían atacado la comisaría de Vilcashuamán.
–Ese fue un duro golpe para Belaunde –dijo el Chullañahui–. No se asombren si un día de esos manda al ejército a combatirnos ante la ineficiencia de la policía.
–Ahí sí será una guerra de verdad.
–Eso es lo que estamos buscando, ¿no? La policía es poca cosa para nosotros. Tenemos armas para defendernos del ejército. Ellos están pensando que en un dos por tres acabarán con nosotros, pero qué equivocados están. Eso pasa porque no miran más allá de sus narices.
–¿Más caldo, profesor?
–Claro. Está rico. Algún día Edith cantará nuestras gloriosas hazañas.
Edith se puso colorada.
–Hablando de cantar, necesito un par de cuerdas para mi guitarra. A ver si después bajamos a Umacca, Valicha.
–Aprovechen para adquirir víveres –dijo el Chullañahui–. Ya casi no tenemos atún, fideos, sal, azúcar.
–Compraremos.
–Pero anden con cuidado, no vayan a estar cerca los perros.
–No hay nada en el pueblo –dijo Justino–. El otro día que bajamos todo estaba tranquilo.
–Por si acaso lleven sus revólveres.
–Eso haremos. Aunque bajaremos en la tardecita.
–Mejor. A esa hora los perros se refugian en sus corrales.
–Y el zorro ataca.
–Exacto.
15
–Vienen en las vacaciones para comer tuna.
–Ya, tío Porfirio. Gracias.
–Saludan a Carolina y a Mariana.
–Gracias, tío, le haremos presente.
–Ya no estén llorando.
–Ya, tío.
–Los acompaño hasta la punta –dice tu tía Kathy.
El último abrazo con los que se quedan y emprendemos la marcha. Le echo una última ojeada al lugar donde debe estar el terreno de tu abuela. Miramos la casa de tu abuelo, cruzamos el huayco y Chincho va quedando atrás. Pasamos frente a Chullayacu. Allí está la casa donde nos convidaron sopa caliente esa primera vez que llegamos a Chincho con tu abuela, Nacho y yo. Cuando vinieron tus abuelos con Diego, aquí tu abuela les pidió un poco de agua caliente para ellos porque estaban con hambre y frío. Habían caminado todo el día bajo la lluvia sin nada que llevarse a la boca porque Flora se había llevado todas las cosas en el burro del tío Porfirio.
El camino estrecho se abre al filo del abismo. Siempre le he tenido terror a este lugar. Kathy va delante, la siguen tus primos, después yo que llevo de la mano a tu mamá.
–Aquí se cayó mi papá –dice Kathy.
Estamos en una curva sobre un abismo. Hay un puentecito de troncos. El tío piso mal y rodó. Menos mal que metros abajo la mochila que llevaba en la espalda se atracó entre las rocas salvándole la vida. Mercedes fue por ayuda y al instante un grupo de chinchinos lo rescató con sogas. En el rostro conserva las marcas de ese accidente.
Llegamos a la punta. Hemos demorado una hora en hacerlo.
–Adiós, Chincho, hasta enero.
–Siempre vayan a visitar al tío Juan y a la tía María.
–Todos los domingos lo hacemos.
–Cuida esa barriga, Valeria.
–Gracias, Kathy. Cuida a tus niños.
–Chau, tía Kathy.
–Chau. Vayan con cuidado.
Un último abrazo, un último beso y empezamos a bajar.
–No nos vayas a llevar por Runañam.
–Ni loco. Vamos a ir por el camino de los animales.
Runañam es el camino de las personas. Por allí nos trajeron esa vez que vinimos con tu abuela y Nacho y yo me lastimé la rodilla. El camino de los animales es ancho, limpio, menos peligroso.
Hay chozas desperdigadas por aquí y por allá, también hay vacas y cabras pastando. Poco a poco la gente se va animando a ocupar los lugares que durante la guerra abandonó.
–Muero por una parrillada –dice tu mamá–. Con sus papás fritas y su vinito.
–Cuando lleguemos a Lima vamos al Norky’s, tío Agustín –dice Nacho.
–Ya.
–Yo quiero ir al chifa –dice Diego.
–Ya.
–Yo quiero helados D’onofrio –dice tu mamá imitando una voz de niña.
Le voy a decir ya pero algo me hace volver la vista atrás y entonces la veo en la cima del Qqasi: su pollera de colores, su blusa rosada de siempre. Nos está mirando.
–¡¡Cuidado, Agustín!!
Casi pierdo el equilibrio.
–¿Qué pasó?
–No sé…
–Mójate un poco la cara. Debe ser la insolación.
El sol brilla con fuerza en lo alto.
Después de un breve descanso, continuamos nuestro descenso.
–¡Mira el río, tío Agustín!
Sí, allá está el río, convertida en una serpiente dorada. Más allá está Huanta. En la tarde estaremos allá. Ojalá.
¿Quién será? ¿Por qué me perseguirá? A veces su rostro me es familiar, pero otras veces se me pierde entre tantos otros rostros, la mayoría anónimos.
–¿Todo bien?
–Sí, amor. ¿Y tú?
–Bien también.
–¿Están bien, chicos?
–Sí, tía Valeria –dicen tus primos.
–Avisan cuando se cansen para descansar un poco.
–Ya, tía.
Cerros, abismos, más cerros, más abismos. Este es el mismo camino por el cual bajé con tu abuela y Nacho aquel jueves 28 de setiembre del 2000, treinta y nueve años después de la muerte de Juan Ignacio, tu tío mayor que solo vivió ocho meses, y menos. Tu abuela y yo nos turnábamos para cargar a Nacho que entonces tenía cuatro añitos.
–Un descanso –pide Diego.
Bebemos el refresco que nos ha preparado Kathy, nos mojamos los rostros y el pelo con el agua del pozo de Chincho que hemos traído en una botella, comemos un poco de mote, orinamos.
–Continuemos, ya falta poco.
–Bien, señor Indiana Jones.
Risas.
Los abismos quedan atrás y al fin salimos en el huayco. Un rato después pasamos frente a lo que fue la casa de mama Bini y llegamos al puente. Son las diez de la mañana. Hace tres horas que salimos de Chincho.
–Vamos a refrescarnos un poco.
Bajamos a la orilla. Es el mismo lugar donde un día desayunamos con tu abuela y Nacho camino a Chincho.
–Continuemos, muchachos.
Ahora vamos por el camino que se abre entre las chacras. Pasamos frente a la casita donde nací hace cuarenta y un años, donde se quiso meter un puma una noche en que tu abuela y tus tías se quedaron solas.
Subimos una cuesta y llegamos a Agrupación. ¡Al fin!
–Pensé que no íbamos a llegar.
–Ni yo.
***
La gente empezó a bajar poco a poco. Hombres, mujeres, niños, viejos. ¿Cuántos de ellos serían terrucos? Nos miraban con temor, algunos con indiferencia,
–Vamos a sembrar de nuevo, a criar de nuevo vacas, ovejas.
–Ya, papito.
–No hay por qué tenerle miedo a los terrucos. Para eso está el glorioso ejército peruano: para protegerlos de esa gente.
–¡¡Viva el ejército peruano!! –exclamó un soldado.
Apenas si se escuchó el viva de los campesinos. Estos son terrucos, pensé.
–Lo primero que haremos será nombrar a las nuevas autoridades. Un voluntario que quiera ocupar el cargo de teniente gobernador.
Nadie.
–Ya les dije que no tengan temor. Juntos venceremos a los terrucos.
Silencio.
–Tú serás el nuevo teniente gobernador –señalé a un cholo alto, corpulento–. ¿Imatan sutiqui?
–Demecio Huamán, papito.
–Felicitaciones, Demecio Huamán. Juntos trabajaremos para derrotar a los terrucos.
–Nu acipto cargo, papito.
–¿Cómo que no aceptas, cholo de mierda? –levanté mi fusil y le disparé.
La gente empezó a correr en estampida.
–¡Mátenlos a todos esos perros terrucos!
***
Estábamos regresando de Umacca, cuando nos dimos cuenta que una patrulla de policías nos venían siguiendo.
–Son los sinchis y los llapan atic –dijo Edith–. Apúrate.
Apuramos nuestra marcha y la patrulla hizo lo mismo.
–¡Alta, carajo! –gritaron.
No les hicimos caso y echamos a correr. El campamento estaba lejos todavía.
Dispararon. Las balas pasaron por nuestras cabezas. Nos parapetamos detrás de unas rocas.
–Hay que avisarles a los demás para que no los sorprendan.
–¿Pero cómo?
–Vaya tú mientras protejo tu retirada. Saltas al barranco y te das la vuelta.
–Te van a matar.
–Igual nos matarán si nos quedamos aquí. Déjame tu revólver.
Le entregué mi arma y las diez balas que tenía de reserva.
–Corres mientras yo disparo.
–Ya.
–¡Viva la guerra popular!
–¡Viva!
–¡Ahora!
Eché a correr hacia el barranco mientras a mis espaldas se desataba una feroz balacera.
La Realidad, junio – octubre 2009
El camino que conduce al Mirador del cerro Acuchimay es empinado.
–Un descansito, amor –me pide tu mamá. Añade, con una sonrisa–: Ximenita no se vaya a salir.
–Quizá quiera ser acuchimayina.
Risas.
Tus primos, Nacho y Diego, han llegado arriba, se toman fotos con sus celulares y vuelven a bajar. Suben, bajan, bajan, suben sin cansarse. Quién como ellos.
–¿Nos toman una fotito, chicos?
–Claro, tía Valeria –dice tu primo Nacho–. Póngase de perfil para que salga Ximenita.
–Voy a descuadrar la foto.
–Sí alcanza, tía, no te preocupes, hunde un poco la barriga nomás.
Reímos.
Clic.
–Ahora Ximenita con ustedes.
Nacho y Diego se ponen a los costados de tu madre. Miren al pajarito. Oh, qué chiquito. Risas. Apunto. Clic. Una fotito más. Entonces descubro, en la pared que tienen a sus espaldas, una vieja pinta senderista debajo de una ligera capa de pintura verde al agua: ¡Viva la guerra de guerrillas! Un trazo grueso en rojo. Al lado hay una hoz y un martillo.
Para mi museo particular, pienso, mientras le tomo una foto.
–¡¡Tío Agustííínnn!!
–¡¡Tía Valeriiiaaa!!
–¡¡Ximenitaaa!!
Tus primos están de nuevo en la cima. Agitan los brazos, se toman fotos.
–Esperen que ya les alcanzamos.
Vemos subir a un grupo de turistas. Son jóvenes, veinte, veintidós años. Entre ellos, ¿sirviéndoles de guía?, hay una chica de rasgos andinos que lleva pollera de colores y una blusa rosada de seda. Al pasar junto a nosotros, nos mira, mira la vieja pinta senderista, me escruta. Los ojos medio achinados, claros. El rostro redondo, las mejillas maltratadas por el frío de las alturas. Así era Eva cuando llegó a la casa huyendo de la guerra. El cabello negro y lacio hasta mitad de la espalda.
Los turistas hablan italiano. Se nos adelantan.
–¿Vamos? –me dice tu mamá.
Le tomo de la mano y reanudamos la ascensión.
–Ximenita está pateando –tu madre se acaricia la abultada barriga.
–Seguro quiere subir solita al Mirador.
–Cuándo será eso.
–Más pronto de lo que piensas.
Parece ayer cuando Nacho era chiquito y tu abuela y yo lo llevamos cargado a Chincho.
Te imagino subiendo los escalones de dos en dos con Bere y Nela, con tu vestido rosado, bonita, juguetona, coqueta. A tus abuelos les hubiera gustado conocerte. Te habrían adorado.
Los turistas ya han llegado a la cima. Ahora están filmando el lugar, tomando fotos.
Nacho baja a la carrera.
–Está luca la entrada –dice.
Saco una moneda de cinco soles y se la doy.
–El vuelto para chatear con mi jerma –dice.
–Se dice enamorada y no jerma, Nachito.
–Es igual, tía Viviana.
–Ayúdanos a subir –le pide tu mamá–. Ya que tu tío no nos quiere cargar.
–Es que pesan una tonelada.
Risas.
Nacho le toma la otra mano a tu mamá. Un paso, otro paso, un breve descanso, y al fin estamos arriba, en la cima del cielo.
–Uff, poco más y no llegamos.
–¿Tanto se han demorado? –reclama Diego.
–Es que Ximenita pesa pues, Dieguito.
Diego ni sonríe. Es demasiado serio.
Nacho compra las entradas y subimos al Mirador desde donde se tiene un amplio panorama de la capital ayacuchana: allí está la Plaza de Armas con su monumento ecuestre a Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho. Cruzando la calle, está la Catedral, a su costado, la antigua sede de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga a donde llegó Abimael Guzmán en 1962, el mismo año en que nació Edith Lagos.
Desperdigadas en la ciudad, están las treinta y tres iglesias que han hecho célebre a Ayacucho por su fervor religioso.
Sigo con la vista a lo largo del jirón Bellido hasta toparme con la mole de la antigua cárcel pública de Ayacucho de donde, en marzo de 1982, Edith Lagos fue rescatada a sangre y fuego por las huestes senderistas. Al otro extremo de la ciudad está el Cementerio General donde descansan sus restos.
Allá está el temible cuartel Los Cabitos, centro de detención y desaparición de los sospechosos de ser terroristas.
Hace veintinueve años, cuando empezó la guerra, no existía este Mirador. Esto era un descampado donde todos los fines de semana se llevaba a cabo la feria del cerro Acuchimay.
–¿Bajamos? –dice tu mamá.
–Vamos a tomar gaseosa –pide Diego.
El sol brilla con intensidad en este día de julio. Un disco dorado que quema sin piedad.
Entramos al restaurante que hay allí.
Nacho pide una Pepsi y unas papitas, Diego Inca Kola y galletas, tu mamá un San Luis, por los gases, y yo una Inca Kola.
Los turistas están un par de mesas más allá. No veo a la chica que venía con ellos. ¿Habrá ido al baño? No, está allí, en el Mirador, observando la ciudad como lo hicimos nosotros minutos antes.
–Así debe haber sido Edith Lagos –digo, señalando el Mirador.
–¿Como quién?
–Como esa chica que está en el Mirador.
–¿Cuál chica? –pregunta tu mamá.
–Esa que está en el Mirador.
–En el Mirador no hay nadie –dice tu mamá, extrañada.
¿Cómo que no hay nadie?, tengo ganas de decirle, pero no lo hago, no vaya a pensar que me he vuelto loco de un momento a otro.
–¿Llamamos a la casa? –dice Nacho.
–Claro.
Contesta Bere. Al minuto todo el mundo se pone al teléfono: tu tía Carolina, tus primos Smeagol, Chancho y Nela. ¿Van a ir a Huanta? ¿Ya fueron a la Pampa de La Quinua? Vayan a Vilcashuamán, allá hay ruinas. No se olviden de ir a Chincho. ¿Mi mamá dónde está?, pregunta Diego. Cocinando, le dicen. Traen queso y cancha. Tía Valeria, mi tía Carolina quiere hablar contigo. Sí, sí, me estoy cuidando, no te preocupes. Gracias. Diles que no se olviden de regar las plantas del abuelo. Chau, chau. Después llamamos.
–¿Volvemos al hotel?
Bajamos por la parte de atrás, por un caminito de tierra afirmada rodeada por gruesos muros de barro donde descubro más pintas dando vivas a la guerra popular, exigiendo la rebaja del alto costo de vida, sentenciando a muerte a los traidores y soplones. Y siempre con la hoz y el martillo. ¿Cómo así han sobrevivido a las inclemencias del paso del tiempo, a la transformación de la ciudad?
–¿Una carrera, Diego?
–Se van a caer –les dice tu mamá.
–Nosotros somos campeones corriendo, tía Viviana.
–En sus marcas, listos, ¡ya!
Salen disparados como balas.
–Me doy un baño y me voy a dormir.
–Floja.
–Me has hecho caminar como nunca.
–Pensé que no ibas a llegar al Mirador.
–Tampoco soy coja, no me subestimes.
Nos damos un beso.
A unos cien metros de nosotros, Diego tropieza y rueda al suelo. Nacho está más allá.
–Les advertí a esos chicos.
Apuro el paso para auxiliar a Dieguito.
De pronto, veo salir de un callejón a la chica que estuvo con los turistas. Ayuda a Diego a ponerse en pie y le limpia la nariz. Me apresuro. Ella me mira y se vuelve al callejón.
–¡Hey, espera!
Echo a correr tratando de darle alcance, pero no lo consigo, se ha hecho humo.
–¿Qué pasó? ¿A dónde fuiste? –me pregunta tu mamá.
Hago como que no la escucho mientras trato de controlar la sangre que brota de la nariz de tu primo. Este chico, al menor golpe en la nariz, sangra profusamente.
Tiene un pañuelo que no es el suyo. Es un pañuelo viejo, medio amarillento. Tu mamá le moja los cabellos, le lava la cara. Un rato después, cuando la sangre le ha parado, reanudamos la marcha.
***
La oscuridad se tragó el bello rostro de Emperatriz, su boca roja, justo cuando me iba a regalar un beso.
Las explosiones empezaron a sucederse uno tras otro.
–¡Arolchaaa! –gritó mi mamá.
–Me voy.
–¿Vuelves? –preguntó Viejo.
–No sé… –los labios de Emperatriz, con un fuerte sabor a lápiz labial, sellaron los míos.
–¡Arooochaaaaa!
Salté la pared de la casa abandonada de don Navarro, crucé la calle de tierra y piedras y entré a mi casa. Juancho y Bibi, mis hermanos menores, lloraban, asustados. Mariana y Flora también estaban con miedo, abrazadas a papá.
Las explosiones habían sido en el cerro del frente.
–Ojalá que Carolina esté bien –dijo mamá.
Carolina, mi hermana mayor, trabajaba en la hidroeléctrica donde sus padrinos.
–No creo que los terrucos se atrevan a atacar la hidroeléctrica –dijo papá–. La planta está llena de repuchos.
–Fíate dos velas y un fósforo –me dijo mamá.
En la puerta me encontré con Pelusa. Nos apuramos en ir a la tienda. En el camino, nos cruzamos con personas que iban de prisa, parecía que llevaban escaleras, sacos.
–¿Te besó Emperatriz?
–Casi. ¿Ya se fueron?
–Sí. Tenían miedo.
El Zambito nos atendió por su ventana nomás. Aparte de las velas y el fósforo, nos fiamos un sol de galletas de agua para nosotros.
–Vayan con cuidado, vecinitos.
–Ya, don Ceferino. Gracias.
Otra sarta de dinamitazos hizo que nos apuráramos. Ojalá que no se cayeran las torres sobre La Realidad y nos achicharraran.
–¿Cachorro no los ha seguido? –preguntó mi hermana Mariana.
–No.
–De miedo se habrá escondido por ahí –dijo papá.
Cachorro era miedoso. Era un pastor alemán que don Caldas le había regalado a mamá cuando se llenó de garrapatas. A pesar que papá siempre lo bañaba con petróleo, los bichos no lo dejaban.
–¿Quieres que lo vayamos a buscar, Mariana? –se ofreció Viejo, que acababa de llegar junto con Lube.
–Primero tomen un poco de sopa caliente –dijo mamá.
Entramos a la cocina iluminada por una vela. Mamá nos sirvió un plato de sopa a cada uno. Papá hizo una oración. Él era Testigo de Jehová.
–Está rica la sopa, señora María –dijo Viejo.
–¿Te yapo?
–Claro, señora María.
Sonaron más dinamitazos, pero esta vez lejos, por Chacrasana o Yanacoto.
–¿Es cierto que en la sierra hay guerra, don Juan? –preguntó Lube.
–Sí –dijo papá–. Los comunistas quieren tomar el poder para esclavizarnos.
–Cómo estarán mi mamá, Anacleto, Susana –dijo mamá, preocupada.
Yo solo conocía a mi tío Anacleto. Antes venía siempre y traía queso salado y duro y cancha blanquita que me gustaba bastante.
Todos ellos vivían en Ayacucho.
–Ojalá que Anacleto esté cuidando mi escopeta –dijo papá.
La última vez que el tío Anacleto vino a visitarnos, se llevó la escopeta de mi papá para matar a un puma que estaba atacando a sus animales en Jiljarajay. A veces, cuando papá no estaba, nosotros jugábamos a la guerrita con esa escopeta, que era grande y pesada.
En Chaclacayo, al otro lado del río, empezó un tiroteo.
–Los terrucos están atacando la comisaría, seguro –dijo papá.
–¡Miren, el cerro! –exclamó Mariana.
En el cerro del frente, donde minutos antes habían volado las torres, empezó a arder una antorcha en forma de la hoz y el martillo.
Nos quedamos allí, contemplando cómo la antorcha se hacía cada vez más y más gigante.
***
–La única manera de acabar con la miseria en la que vivimos es levantándonos en armas –dijo el Chullañahui, con el mismo tono grave que utilizaba para decirnos que estudiáramos para no quedarnos burros como nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos.
Al profesor Quispe le falta un tornillo, decía mi papá, hace años, desde que llegó a Chincho, está con el cuento de la guerra popular. Se cree el Che Guevara. Mi papá era licenciado del ejército, había luchado contra la guerrilla de Luis de la Puente Uceda.
–¿Y qué es levantarse en armas, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
El Chullañahui lo miró con su único ojo, azul, rodeado por una tupida ceja oscura que le hacía parecer un manantial en medio del ichu quemado, parecía que le iba a llamar la atención por faltar demasiado a las reuniones, pero no lo hizo.
–Valicha, explícale al compañero Piquicha lo que significa levantarse en armas.
–Levantarse en armas significa acabar con la clase dominante que tiene sumido al campesinado en la más completa miseria desde los tiempos de la Conquista –empecé, tratando de repetir de memoria las palabras del Chullañahui–. La clase dominante es la que ostenta el poder. Sus representantes más visibles son los hacendados, las autoridades políticas, las fuerzas del orden, la iglesia. A todos estos hay que arrancarlos de raíz y prenderles fuego como a la malahierba para que no sigan creciendo pues, mientras lo hagan, en el Perú habrán explotadores y explotados.
El Chullañahui esbozó una sonrisa de complacencia, él que nunca sonreía así nomás.
–¿Algún otro compañero que quiera añadir algo más?
–Yo, profesor Quispe –Zenón levantó la mano. Tenía las uñas crecidas y sucias–. Levantarse en armas significa exterminar a todos los lacayos del gobierno.
–Y a sus perros guardianes –dijo Dionisio Ninanya.
–También significa –intervino Fidelia Carhuallanqui– distribuir las tierras de producción en forma equitativa entre todos para que unos no tengan más y otros menos, o nada.
El Chullañahui sonreía, complacido. Hasta su único ojo parecía mirarnos con menos fiereza.
–¿Está clara la explicación de los compañeros, compañero Piquicha?
–Sí, profesor Quispe, pero tengo una duda todavía…
–¿Cuál es? Formúlala.
–¿Con qué nos vamos a levantar en armas si no tenemos armas?
El Chullañahui se puso serio otra vez. Este Piquicha es muy preguntón, pensaría.
Estábamos en Qqasi. Desde allí se veía Huanta, con sus techos de tejas y calaminas que reverberaban con el sol de la tarde, bajo el imponente Razuwillca, cuyo blanco penacho parecía la barba de Dios.
Debajo de nosotros, al final de Pauca, discurría el río Cachi que, desde donde estábamos, parecía el lomo dorado de una gran serpiente. Ese río lo había cruzado mi abuelo Ignacio llevando un fantasma en sus hombros. Sucedió muchos años antes de que yo naciera. Era una madrugada y mi abuelo se dirigía a Huanta. Pasando por mama Bini, los burros se negaron a dar un paso más. El abuelo vio en la orilla a un hombre que iba y venía como tanteando el agua para ver si lo cruzaba o no. ¿Quién sería, algún borrachito? Allinllachu, taita, lo saludó. Allinlla, le contestó el otro con una voz que no era de este mundo. Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Fantasma, pensó. Los fantasmas le tienen terror al agua. ¿Me puede ayudar a cruzar al otro lado?, le pidió el fantasma. El abuelo aceptó. El fantasma, de un brinco, se le subió a los hombros. Parecía hecho de aire pues no pesaba nada. Cómo le castañeaban los dientes cada vez que el abuelo Ignacio trastabillaba en una piedra resbalosa. Pobre fantasma. Era un fantasma bueno, sino, hace rato que hubiera crecido y se lo habría tragado. Hasta que por fin llegaron a la otra orilla. El fantasma saltó a tierra, le dio las gracias y marchó apuradito hacia el cementerio de Cascabel.
–Armas hay en todas partes –la voz del Chullañahui me trajo de vuelta a Qqasi. Había fuego en su mirada–. Arma es un palo, una piedra, una soga. Nuestras manos son armas muy poderosas.
Me miré las manos: eran tan grandes como las de mi padre de tanto trabajar la tierra, cortar la leña, pero tenía suerte: mi primo Antonio tenía seis dedos, igualito que el abuelo Ignacio, a quien llamaban el Soqta, o sea, seis dedos.
–Armas somos nosotros –continuó el Chullañahui. Su voz era una hoguera que crecía y crecía hasta alcanzar las alturas del Razuwillca–. Y nosotros somos cientos, miles, millones. Somos incontables como las estrellas que pueblan el universo.
Las lenguas de fuego cruzaban el río Cachi, arrasaban Huanta, continuaban hacia Huamanga, hacia Cangallo, hacia La Mar.
–Arma es nuestro odio milenario a los mistis, a los hacendados, a los gamonales, al señor gobierno –el fuego cruzó montañas, abismos, lagunas, desiertos y llegó a Lima.
Miré los rostros de mis compañeros: todos miraban arrobados al Chullañahui.
–Nosotros tenemos un arma valiosa, un arma que no lo tienen esos miserables que abusan de nosotros…
El Chullañahui hizo una pausa. Parecíamos figuras pétreas sembradas en medio de la puna.
Continuó:
–Nuestra sangre, nuestra vida. Y nuestra sangre y nuestras vidas son mucho más valiosas que la de esos miserables.
Silencio.
Hasta el opa Inquicha, que nunca estaba quieto, miraba fascinado al Chullañahui.
–¿Y cuándo nos levantaremos en armas, profesor Quispe?
–En Huamanga hay un profesor que nos dirá cuándo –la voz del Chullañahui se tornó casi imperceptible, parecía que nos iba a decir un secreto–. Se llama Abimael Guzmán o Puka Inti. Solo él sabe el día y la hora en que comenzará todo. Pronto lo conocerán. Ahora es hora de volver.
Ya casi oscurecía.
–A ver, Valicha, cántate algo para alegrar el camino.
Respiré hondo y solté mi voz para que volara más allá del Razuwillca: No canta en vano el zorzal / ni el más humilde gorrión. / No canta en vano el que espera ver flores y da la tierra, / ver flores y da la arena. / Que todo canto tiene sentido y sentimiento / para anunciar la mañana / o para perfumar el viento…
2
–¿Vamos a dar unas vueltas por ahí? –le digo a tu mamá.
–Ay, amor, estoy súper cansada –se excusa–. Mejor veamos una peli.
–Caracho, ¿has venido a ver película o a pasear, ah?
–Ay, Agustín, mira mis pies –tiene los pies hinchados.
–Bueno, bueno, regreso entonces –le doy un beso–. Te cuidas.
–Tú también.
Agarro mi cámara.
–Ximenita dice que le traigas queso y chapla –dice tu mamá, tocándose la abultada barriga.
–Dile a Ximenita que no coma mucho porque va a salir como su primo Chancho –le digo mientras le doy otro beso.
–¿Tú quieres que sea como Smeagol, no, papito? –dice tu mamá hablando como bebe.
–Ajá, sino no te voy a poder cargar cuando vayamos a Chincho.
–Voy a ir volando con mis alitas de angelito.
–Ojalá.
Nos damos otro beso.
–Ya vuelvo.
–Te cuidas.
Es de noche, casi las nueve, y las calles están llenas de gente, niños, jóvenes, viejos, parejas, que caminan despreocupados. La guerra es algo remoto, los más jóvenes no lo han vivido, lo que actualmente pasa en el VRAE les tiene sin importancia. Hace años que no hay atentados, apagones, perros colgados en los postes, muertos en las calles. Tampoco hay soldados, tanquetas, portatropas. Las noches de toque de queda han quedado en el recuerdo, ahora uno puedo salir de su casa a la hora que le dé la gana.
Ahora Huamanga no tiene nada que envidiarle a ciudades como Trujillo o Arequipa, o a algún distrito limeño. En cada esquina hay cabinas de internet, los celulares abundan. Hay discotecas por todas partes.
El tráfico, como en cualquier ciudad del Perú, es un caos.
Llego a la Plaza de Armas que rebosa de personas, ambulantes, turistas. Al frente, la Catedral también está llena. Doy vueltas hasta que una pareja deja un banco y me siento comiendo la chapla que le he comprado a un chiquillo.
Ya he estado aquí en un par de oportunidades. La primera vez fue en el 2001. Fui a Huanta con tu tía Flora y un domingo vine a buscar a mi amiga Janeth. No vayas a hacer pataletas porque era solo una compañera de mis años en La Cantuta, además, ya tiene un hijito. Quizá después vayamos a buscarla para que conozca a tu mamá, para que te conozca a ti. La segunda vez fue el 2006, un año después de la muerte de tu abuela María, vine con tu tío John. Antes, en el primer viaje con tu abuela, estuvimos un ratito aquí mientras esperábamos que le cambiaran la llanta al bus de Expreso Huamanga que se había pinchado. Nacho estuvo con nosotros.
–Compre chaplita, papito –me ofrece una señora que lleva un bebe en una manta colgada en la espalda–. A sol la bolsita nomás.
Le compro dos bolsas para tu mamá.
De pronto la descubro, está sentada en el banco del frente. Lleva la misma pollera de colores de la mañana, la blusa rosada.
Me mira, la miro.
Hago el intento de acercármele. Ella se pone en pie y echa a caminar.
La sigo.
–Oye, espera, ¿quién eres?
No contesta, sigue caminando.
Dejamos la Plaza de Armas.
¿Por qué se me aparece y no quiere hablar conmigo?
Mi celular vibra. Es un mensaje de texto de tu mamá: No te olvides de la chapla y el queso para Ximenita.
No le contesto, concentrado en no perder de vista a la chica. Cuando acelero mis pasos, ella hace lo mismo.
–¡Oye, espera, solo quiero hablar contigo!
Nada, no me hace caso, solo camina, volviendo de vez en cuando el rostro para asegurarse que la estoy siguiendo.
Ahora vamos por el jirón Bellido. Una cuadra, otra cuadra. Nos alejamos del centro.
–¡Espera, por favor!
Llegamos al antiguo CRAS de Ayacucho. Ella se ha detenido en la plazoleta Bellido. ¿Hasta allí quería que lleguemos?
Me le acerco y ella da un paso alejándose.
–¿Quién eres? –le pregunto–. ¿Qué quieres de mí?
No me contesta, solo me mira.
Doy otro paso y ella hace lo mismo. ¿Y si corro y la atrapo?
Vibra mi celular. Es otro mensaje de texto de tu mamá: Son las diez, Ximenita está que se muere por su queso y su chapla.
–Oye, me tengo que ir. ¿Podemos conversar un ratito?
No dice nada. ¿Será muda?
–Chau. Me voy.
Silencio.
Doy la media vuelta y regreso sobre mis pasos. De vez en cuando vuelvo el rostro y ella sigue allí. Debí haber traído el pañuelo que le dio a Diego, decirle ¿esto es tuyo?
***
–Tu novia dice que le regales agua –dijo mi mamá.
Me reí. Agarré la llave del pozo.
Era tempranito. El sol salía por entre los cerros del frente. Allí estaban las torres derribadas la noche anterior. Menos mal que no cayeron sobre nosotros, que los cables no se desprendieron y nos achicharraron.
–¿No has visto a mi Bobby? –fue lo primero que me preguntó Emperatriz. Estaba en pijama, uno de franela color celeste con florcitas rojas. Se notaba que no llevaba sostén: allí estaban sus pezones queriendo atravesar la tela.
–No. Cachorro también ha desaparecido. Mariana está que llora.
–Yo también me he pasado la noche llorando –dijo–. Mira mis ojos.
Tenía los ojos claros, bonitos, como los de una gata. Sus pestañas eran largas. Llevaba las cejas depiladas.
–Ya aparecerán.
–Ojalá que no les hayan dado bocado.
–Pucha, ojalá que no, ahí sí que Mariana se muere.
–Y yo también.
–Si tú te mueres, yo también me muero.
Soltó una carcajada.
–Chistoso.
Tenía ganas de decirle anoche no pude dormir bien, me la pasé recordando el beso que me diste, recordando el sabor de tus labios, soñando que me besabas de nuevo. Emperatriz era mi mayor por un par de años. Ella y Viejo eran los mayores del grupo. En nuestros juegos, ellos eran el papá y la mamá y los demás sus hijos.
–¿Van a bañarse en la sequia? –nos preguntó Pelusa cuando pasamos frente a su casa.
–No. Es muy temprano. Más tarde.
–Ah, ya –dijo Pelusa, y siguió jugando con el camión que se había hecho con latas de leche.
El profesor Ricra estaba regando la calle frente a su casa. Ni nos miró ni nosotros lo saludamos. Era un hombre enigmático. Hijo de satanás, le decía mi papá desde que un domingo tocó su puerta Biblia en mano para hablarle de Dios y el profesor le dijo ¿usted ha visto a Dios?, ¿me puede decir cómo es?
–¿Cuándo vamos a jugar a los Girasoles, Arol? –preguntó Emperatriz.
No alcancé a responderle. Cachorro estaba colgado en el poste de luz frente a la señora Arcaria. Más allá, estaba Bobby.
Emperatriz casi se desmaya de la impresión.
No eran los únicos perros. En todos los postes de la avenida Túpac Amaru había uno. Todos tenían un cartel en el pescuezo. El de Cachorro decía “¡Así morirán los perros traidores!”, el de Bobby “¡Deng Xiaoping, hijo de perra!”
Emperatriz se echó a llorar.
–Le voy a decir a mi papá que los baje para enterrarlos –le dije.
–Ni lo hagan –nos dijo el profesor Ricra, detrás de nosotros, balde en mano–. ¿Acaso no saben leer?
***
Relámpago bajaba raudo hacia Huanchuy. Íbamos contentos, felices. Al opa Inquicha se le escapaba la alegría a borbotones. Manga, manga, repetía. Parecía un niño que recién estaba empezando a hablar. Huamanga, opita, se dice Huamanga. Pero él seguía con su manga, manga. Era nieto de mama Felicitas y primo del Piquicha. Dicen que cuando era chiquito se cayó de cabeza de su cama y por eso se volvió opita. El Chullañahui lo quería, por eso le dejaba participar en nuestras reuniones. Inquicha va a ser un gran guerrero, decía, ya lo verán.
Una curva, otra curva y llegamos al río. El camión se atracó en mitad del cauce. Bajamos para empujarlo.
–Ya que estamos abajo, aprovechemos para asearnos un poco –nos dijo el Chullañahui–. Hay que ir limpiecitos a nuestra histórica reunión.
Nos dio un jabón para que nos laváramos la cara y los pies. Puma, puma, repetía el opa Inquicha viendo nuestras caras llenas de espuma. Lávate bien los mocos, opita.
Reemprendimos la marcha. El camión iba levantando polvareda por el camino de tierra. Todo era chacra, tunales, chocitas de barro con techos de paja, niños pastando cabras, ovejas, jalando burros cargados de leña, hombres con las espaldas dobladas trabajando la tierra. Igualito que en Chincho. Así es en todo Ayacucho, Huancavelica, Andahuaylas, nos decía el Chullañahui. Así ha sido siempre y así será. De nosotros depende que todo eso cambie.
A partir de Repartición la carretera era asfaltada y Relámpago, a pesar que era ya carcochita, iba a toda velocidad. Lo conducía el viejo Crispín, quien siempre participaba en nuestras reuniones. El viento jugaba con nuestros cabellos. ¡Viento, viento, vientooo!
–Esa es Huamanga –gritó el Chullañahui desde la cabina.
Era más grande que Huanta, sus casas eran de adobe y ladrillo, con sus paredes pintadas de muchos colores y balcones de madera. Las calles eran asfaltadas. Había iglesias por todas partes. La gente estaba bien vestida, con ropa limpia y zapatos. Los estudiantes llevaban uniforme color plomo.
Cruzamos por un arco y salimos en la Plaza de Armas donde estaba la estatua de un hombre montado en su caballo. Ese era el Libertador Sucre, lo había visto en mi libro de historia. Ballo, ballo, repetía el opa Inquicha. Se dice caballo, opita, caballo.
Descendimos del camión.
–Aquí estudié para profesor –nos dijo el Chullañahui, mientras entrábamos a una casona en cuyo patio de la entrada había una higuera, que, según él, tenía como doscientos años de antigüedad.
Allí nos quedamos a esperarlo mientras él iba a buscar al Puka Inti. Volvió al poco rato con un hombre que vestía como los mistis.
–El compañero Puka Inti –nos lo presentó–. Estos son los iniciadores de Chullayacu, Chincho y Jiljarajay.
–Bienvenidos, compañeros. ¿Allinllachu, warmas?
–Allinlla, compañero Puka Inti.
–Ella es Valicha, la chica de la que le hablé.
–Ya quiero escuchar esa voz de torcaza –me dijo el Puka Inti, pasándome una mano por las mejillas. La tenía suave como el vestido de seda de la Virgen del Carmen.
Me puse colorada.
–Doctor Guzmán, muy buen día –el viejo Crispín le hizo una reverencia al Puka Inti, le besó las manos–. ¿Cómo ha estado usted, doctorcito?
–Acá, como siempre.
Apareció otro grupo de personas. Los mayores nos presentaron mutuamente. Ella es Valicha, ella es Carlota Tello Cuti, ella es Edith Lagos, también canta como los ángeles. Después las oiremos. Ahora vamos a desayunar.
Lo seguimos por los pasillos, cruzamos patios hasta llegar al comedor. Las mesas y los bancos eran grandes. Hicimos cola. Nos dieron una taza de leche, tres panes y un poco de mermelada y dos bolitas de mantequilla. Me senté al lado de Edith. El pan que tiene raya se llama pan francés, dijo, el que no tiene raya es pan tolete. Nosotros no conocíamos esos panes, apenas comíamos chapla que traía mi papá las veces que iba a Huanta.
–Edith conoce Lima –dijo Carlota.
–¿Cómo es Lima?
–Una ciudad inmensa. Las casas son grandes, hay muchos carros. Los que van de aquí se pierden en Lima.
–¿Es cierto que hay un lago inmenso de agua salada?
–No es un lago, es un mar. Es interminable. Los barcos navegan meses para llegar a otros países.
El opa Inquicha estaba feliz con la mermelada. Tenía la cara embadurnada. Más, pedía. Edith le invitó su porción.
Como faltaba todavía para que empiece la reunión, dimos vueltas por la casona.
–Vamos a hacer pis, Valicha.
Pensé, avergonzada, que íbamos a orinar en el jardín, pero no, entramos a un cuarto enchapado con mayólica blanca.
–Allí se orina –me dijo, señalando un water donde había agua limpia que, pensé, era para tomar. Edith se rió cuando le dije eso. Parecía un puquial pues.
Fuimos al auditorio. Estaba llena de personas, estudiantes, campesinos, profesores, mistis.
En una mesa, al frente, estaba el Puka Inti flanqueado por los integrantes de su Comité Central.
Partido Comunista del Perú – Por el Sendero Luminoso de José Carlos Mariátegui decía en un paño rojo colgado detrás de ellos. Al costado de la inscripción había una hoz y un martillo.
–Ya sabes que es el símbolo de la guerra, ¿no? –me susurró Edith.
Asentí con un movimiento de cabeza.
También estaban las fotografías de cuatro hombres: uno viejo y barbado, otro calvo, otro un gordito con los ojos rasgados y otro un indio.
–Ese es José Carlos Mariátegui, nuestro guía –dijo Edith–. Era un hombre sumamente inteligente, y eso que nunca fue a la universidad.
El Chullañahui nos dio la bienvenida.
–Estamos aquí reunidos para escuchar las sabias palabras del compañero Gonzalo, secretario general del Partido Comunista del Perú, a quien tenemos el honor de recibir con un fuerte voto de aplausos.
El Puka Inti se puso en pie.
Más aplausos.
Recorrió el auditorio con su mirada penetrante.
Silencio.
–El Perú es un país dependiente, semicolonial y semifeudal –empezó el Puka Inti con su discurso–. Como tal, el campesinado constituye el sector más atrasado, oprimido y explotado, y en el campo se encuentra el nudo principal de las contradicciones de toda la sociedad. Por eso la revolución peruana deberá ser democrática y nacional, antiimperialista y antifeudal –hizo una pausa para beber un poco de agua–. Su base social será la alianza obrera y campesina, pero de ellos el campesinado es la fuerza motriz principal mientras el proletariado insurge y se desarrolla como clase dirigente –hizo otra pausa para beber–. La principal y única forma de lucha revolucionaria, para tomar el poder y construir el Estado de Nueva Democracia, es la lucha armada, la guerra popular, pues las clases dominantes no soltarán fácilmente el poder y cuentan con una fuerza armada que se ha convertido en el Perú en un ejército de ocupación –hizo otra pausa–. La guerra popular tiene como escenario el campo y avanza hacia las ciudades. ¡La guerra popular es una guerra campesina o no es nada! –dijo con énfasis. Aplaudimos por un par de minutos–. El Partido se forja y se desarrolla en el curso de la lucha armada y, como organización política, busca, en esta lucha, convertirse en un verdadero ejército popular.
Un hombre, que estaba sentado al lado nuestro, se puso en pie.
–Hace veinte años que están con el mismo cuento de la guerra popular –dijo, casi gritó. Me acordé de mi papá–. Si tanto hablan de la guerra popular, háganlo de una vez sin tanto cacareo.
Salió.
Silencio.
–Algunos qué poca fe tienen, qué poca claridad, qué poca esperanza –se dejó oír de nuevo la voz del Puka Inti–. Desarraiguemos las hierbas venenosas, eso es veneno puro, cáncer a los huesos, nos corroería, no lo podemos permitir, es putrición y siniestra pus, no lo podemos permitir, menos ahora. Desterremos esas siniestras víboras, no podemos permitir ni cobardía ni traición, son áspides. Comencemos a quemar, a desarraigar esa pus, ese veneno, quemarlo es urgente –aplaudimos–. Existe y eso no es bueno, es dañino, es una muerte lenta que nos podrá consumir. Los que están en esa situación son los primeros que tienen que marcar a fuego, desarraigar, reventar los chupos. De otra manera la ponzoña será general. Venenos, purulencias, hay que destruirlas.
Aplauso prolongado.
–¡Viva el Partido Comunista del Perú, compañeros!
–¡¡Viva!!
–¡¡Viva la guerra popular, compañeros!!
–¡¡¡Viva!!!
–Para terminar, pido a toda la militancia la entrega total de su vida al Partido.
Otra tanda de aplausos. Besos y abrazos entre el Puka Inti y los miembros del Comité Central.
–Ahora, compañeros, las compañeras Edith Lagos y Valicha nos van a deleitar con ese don maravilloso que les ha dado la naturaleza: su voz –anunció el Chullañahui.
Edith fue la primera en cantar: Hierba silvestre, / aroma puro, / te ruego acompañarme por mi camino, / serás mi bálsamo y mi tragedia, / serás mi aroma, / serás mi gloria…
Cómo la aplaudieron. Se ve que la querían.
Ahora me tocaba a mí: He recorrido mi patria entera / de pueblo en pueblo, / de barrio en barrio, / y en cada pueblo palomas cantaban / llorando tristes sus sueños truncados, / quejándose de tanta miseria…
También me aplaudieron.
Llegó la hora del almuerzo.
En la tarde, hubo reunión de los dirigentes principales del Partido. Con Edith, Carlota y el resto recorrimos la ciudad.
–Dentro de poco, todo esto arderá –dijo Edith–. Si en la Pampa de La Quinua se selló el destino de América, en las pampas de Ayacucho se escribirá la nueva historia del Perú.
–Y nosotros lo escribiremos –dijo Carlota–. ¿No ese un gran privilegio?
–Lo es.
Casi anocheciendo emprendimos el regreso. Edith me regaló Los ríos profundos y Yawar fiesta.
–Allí está escrita nuestra historia –me dijo–. Léelas.
3
Tu mamá duerme. Bajo de la cama tratando de no despertarla. Me cambio con el mismo sigilo. Antes de salir, la contemplo: tiene el rostro apacible, lleno de pecas, el cabello revuelto, respira con armonía. Me pregunto si tú también estarás durmiendo, si tendrás los ojitos cerrados, si ya tienes pestañas, cabellos. Estampo un ligero beso en la frente de tu mamá, que también es para ti, abre los párpados por un segundo y los vuelve a cerrar.
Tus primos también duermen en la otra habitación.
Salgo del hotel.
Es tempranito, un sol acerado brilla en el cielo de Huamanga, pero no es lo suficientemente fuerte como para no hacerme tiritar. Es que soy un hombre friolento, supongo que ya lo habrás notado.
Voy por el jirón Bellido. Busco en cada rostro, sobre todo en los de rasgos andinos, el de la chica que se me presenta como una aparición, como una figura etérea que me mira nomás sin hablarme como si careciera del don de la palabra, que no permite que me le acerque como si al tocarla fuera a desvanecerse en el aire. ¿Quién será?
Llego a la plazoleta Bellido, vacía a esta hora. Me siento en un banco y contemplo esa inmensa mole de piedra y cemento que alguna vez fue el CRAS de Ayacucho.
CENTRO DE EDUCACIÓN ARTESANAL – C. A.
GALERÍAS ARTESANALES
“Shosara Nagase”
dice sobre el portón de madera de dos hojas que parece recién barnizada. Ya he estado dentro de sus instalaciones, ah, pero no creas que preso, no, no, eso no. Tu padre ha pisado solo una vez la cárcel, para visitar a su amigo Pelusa. El 2006 estuve aquí con tu tío John. Vamos a conocer la cárcel de Ayacucho, me dijo, quizá un día te animes a escribir la historia de Edith Lagos y su espectacular fuga. Tomen el micro que pasa por la otra esquina, nos dijo el del hotel cuando le preguntamos cómo hacer para llegar a la cárcel de Ayacucho. Terminamos frente al penal de Yanamilla, en las afueras de la ciudad. Edith Lagos se fugó del antiguo CRAS de Ayacucho, nos dijo un policía a quien le preguntamos si allí había estado presa Edith Lagos. ¿Y dónde queda esa cárcel? En la ciudad, en el jirón Bellido, pero ahora no hay nada, es un centro artesanal. Volvimos a la ciudad. No sé por qué razones tu tío dejó de interesarse del tema. En la noche busqué la cárcel sin resultado alguno. Al día siguiente partimos a la Pampa de La Quinua, después a Huanta y luego a Cangari. Allí nos despedimos, él regresó a Lima y yo marché a Chincho. El domingo estuve de vuelta en Huamanga y lo primero que hice fue buscar la cárcel. La encontré, era de noche y estaba con el portón cerrado, como hoy, y lo único que hice fue contemplarla desde afuera, lo mismo que ahora. Sigo impresionado por su titánica estructura. Me puedo imaginar a las huestes guerrilleras atacándola con cargas de dinamita, a los francotiradores apostados en los techos de la iglesia del frente eliminando a los republicanos que la custodiaban, a los presos huyendo por el boquete hecho a punta de bombas.
Recién al día siguiente, lunes, crucé el portón y me di con la sorpresa que allí también funcionaba la UGEL de Huamanga. ¿Cuántas veces Janeth habrá venido a buscar una plaza, a dejar sus documentos? Recorrí sus instalaciones. De las celdas no quedaba nada, solo unas marcas en el piso donde alguna vez estuvo el sobrecimiento. Nada más.
De diciembre de 1980 hasta marzo de 1982 estuvo allí Edith Lagos. Medio año después de su rescate, murió en Andahuaylas. ¿Habrán existido en ese entonces todas las edificaciones que hay alrededor de la antigua cárcel?
–Impresionante estructura, ¿no? –me dice un viejo que acaba de sentarse a mi lado.
–Ajá –le digo–. ¿Usted vive cerca?
–A dos cuadras.
–¿Y estuvo la noche del asalto?
–Claro pues, jovencito.
–¿Cómo fue?
–Espectacular como la cárcel –dice–. Entonces pensamos que después de eso el triunfo de la revolución era posible, pero después los senderistas metieron la pata.
–¿En?
–Empezaron a matar a los campesinos como si fueran animales. ¿Se da cuenta lo que significó eso?: perdieron el apoyo de las masas, y la guerra.
–Tiene razón.
–El pueblo apoyaba la lucha armada. Si hubiera visto qué cantidad de gente hubo durante el entierro de Edith Lagos: miles.
–Así dicen.
–Y es verdad. Los tombos estaban tan asustados que se encerraron en sus cuarteles. Toda esa gente apoyaba la revolución –dice–. Lo dejo, tengo que comprar el pan.
–Hasta luego.
Lo veo alejarse con paso cansino.
¿Por acá cerca vivirá la chica que se me aparece? Casas, casas y más casas.
Vibra mi celular. Es tu madre. Buen día, corazón, ¿dónde estás? Aquí, dando unas vueltas, ya regreso. Ven para salir a desayunar.
Empiezo a hacer el camino de retorno al hotel. Vuelvo el rostro cuando siento que me observan a mis espaldas. Allí está ella, parada al lado de la estatua de María Parado de Bellido. ¿Regresar? ¿Para que escape? ¿Preguntarle quién eres sin obtener respuesta?
Le digo adiós con la mano. Ella solo me mira.
***
Tocaron el portón. Yo estaba leyendo una vieja Caretas que mi mamá había traído de la señora Olga. Ya había terminado de cocinar. Era finales de marzo, faltaban pocos días para volver al colegio.
Fui a ver. En la puerta estaba un hombre alto, fornido. Lo acompañaba una chica blancona, de cara redonda y vestida con pollera.
–¡Tío Anacleto!
–¡Arol!
Nos abrazamos. El tío Anacleto era hermano menor de mi mamá, el tercero. Hace años que no venía. La última vez, en su despedida, fui yo quien lloró más.
Mamá y papá estaban trabajando.
–Tu prima Eva.
Eva tenía mi edad. Se quedó con Dora y Flora mientras el tío y yo bajábamos a la pista con la carretilla. Allí estaba mi primo Víctor, que tenía unos veinte años. Era menudo y corpulento.
–Los he traído porque allá hay guerra –dijo el tío Anacleto–. Los cumpas están reclutando a los jóvenes para que participen en la lucha.
Víctor y Eva apenas si sabían leer y escribir. Como mi mamá, mezclaban el castellano y el quechua cuando hablaban.
–¿Acá también hay guerra?
–No. Aunque de vez en cuando vuelan una torre de energía, pero nada más.
Esa noche, en la cena, el tío nos contó que los terrucos habían llegado a Jiljarajay huyendo del acoso de los soldados. ¿Cómo está mamacha? Bien, dijo el tío. Los cumpas son buenos, son como mis hijos, me atienden bien. Casi todos son universitarios, gente de buena presencia. No te confíes, cuñado, esa gente es traicionera, le dijo papá al tío. No te preocupes, cuñado. Dile a mamacha que se vaya a Huanta. No quiere. ¿Quién le va a cuidar sus animales? Además, en Huanta está peor, allí están los marinos, esa gente no cree en nada. Todos los muertos son culpa de ellos, matan a cualquiera diciendo que son terrucos. ¿Los terrucos no matan? No, ellos solo ajustician a los abigeos, a los hacendados, a las malas autoridades.
El tío se marchó una semana después. Entre su equipaje llevó grabadoras, relojes, ropas que le habían encargado los senderistas. Víctor y Eva se quedaron en la casa. Se pusieron a trabajar porque así lo había querido su papá. Víctor en la zapatería del tío Jesús Valencia y Eva en una casa.
Un día fui con Víctor al Centro. En el Parque Universitario nos compramos casets. Él de los Shapis y Vico, yo de Michael Jackson. Estábamos dando vueltas por allí, cuando nos topamos con unos timadores. Víctor apostó y perdió hasta los casets. Fuimos a quejarnos a un policía. Aunque sea que me devuelvan mis casits, dijo Víctor ante la sonrisa irónica del uniformado.
Víctor era buena gente. Muchos años después, lo matarían de un balazo en la sien jugando a la ruleta rusa. Para entonces la guerra ya había terminado. Escapó de la guerra para morir en otro lugar.
En julio, el tío Anacleto vino por segunda vez. En esa ocasión trajo a Virgilio, el tercero de sus hijos. Tenía le edad de mi hermano John. Era un chiquillo vivaracho. Los cumpas lo quieren bastante, dijo el tío. Les he dicho que solo venía a visitar a sus hermanos.
Aquí le celebramos su último cumpleaños. Jonás, el enamorado de mi hermana Carolina, le trajo su torta, pero la fiestita casi termina mal: el tío vio besándose a los enamorados y se molestó. Amenazó marcharse llevándose a sus hijos. Mamá tuvo que rogarle que se quedara.
–¿Hay que fabricar bombas? –nos dijo un día Virgilio.
–¿Cómo se hace eso?
–Fácil: con lata de leche, pilas y clavos.
Hicimos unas bombas que no estallaron. Virgilio quiso preparar pólvora, pero fracasó en su intento. A veces, cuando nos cruzábamos con la policía, siempre se quedaba mirándoles las pistolas. Si los cumpas estuvieran por acá, ya no habría ni un perro vivo, decía.
A fines de setiembre, el tío Anacleto vino por última vez, pero claro que entonces no lo sabíamos. La situación está jodida en la sierra, dijo, los cachacos están matando a todo el mundo. Voy a vender mis animales y venirme con el resto de mi familia, dijo. Hasta buscaron una casa para comprar.
El ocho de octubre, el tío Anacleto regresó a Ayacucho. Era feriado y todos fuimos a despedirlo al paradero. Nunca más lo volveríamos a ver. Dieciséis años después estaríamos ante su tumba en un paraje olvidado de Jiljarajay.
–Papá, me traes bicicleta –le encargó Virgilio.
Días después, Víctor también se fue a Ayacucho. Empeñó su tocadiscos a la tía Plácida para su pasaje.
Pasó octubre, pasó noviembre.
El tío había dicho que a más tardar estaría de vuelta a fines de noviembre.
La primera semana de diciembre, llegó una carta de la tía Susana: Anacleto ha fallecido, decía la misiva.
***
–Cuando pasen los policías, les arrojamos las piedras –dijo el Chullañahui.
–¿Y si nos matan? –preguntó Piquicha.
–No creo que lo hagan. Nuestro ataque será sorpresivo como el de un puma –dijo el Chullañahui–. Cuando se den cuenta, ya estarán muertos.
–¿Tenemos que matarlos, profesor? –pregunté.
–Necesariamente. O son ellos, o somos nosotros. Estaremos en guerra, y ustedes saben que en una guerra se mata o te matan, no hay otra opción.
Ellos o nosotros.
–A ver, Valicha, repite los pasos de la emboscada.
–El primer grupo de combatientes empieza el ataque después de recibir el aviso del vigía, el segundo da los tiros de gracia y se apodera de las armas, el tercero sirve de contención.
–¡Perfecto! –dijo el Chullañahui–. ¿Entendieron todos?
–Arí, profesor Quispe.
–Después de la teoría, la práctica. Edith y Valicha dirigen el ataque, Piquicha se encargará de rematar a los caídos, Carlota estará en la contención.
Colocamos ramas en el camino. Unos tronquitos eran las armas.
Zenón vino corriendo desde su puesto de vigilancia.
–Vienen diez policías –dijo, agitado.
–Prepárense –dijo Edith.
El Chullañahui estaba atento como un general.
–Allí están esos perros. Dejen que entren a nuestro campo de tiro.
–¡¡Al ataque!!
Un aluvión de piedras de todos los tamaños cayó sobre los supuestos policías. Se levantó una polvareda que poco más nos asfixia.
El grupo de Piquicha salió de su escondite y se puso a rematar a los caídos y buscar las armas.
Regresaron con solo cuatro tronquitos.
–¡Mal, muy mal! –el Chullañahui movía la cabeza en señal de desaprobación–. Las armas se decomisan en su totalidad, así estén inservibles, para que los enemigos crean lo contrario. ¿Entendido?
Todos dijimos que sí.
–Si tuviéramos armas de fuego, nuestro ataque sería contundente –dijo Antonio.
–Las tendremos –le dijo el Chullañahui–. Recién estamos en la etapa de acopio de armas. Así, de paso, forjamos el temple de los futuros integrantes del Ejército Guerrillero Popular. Que la victoria nos cueste sudor y lágrimas. El Che Guevara tenía armas y no hizo nada en Bolivia, igual Luis de la Puente Uceda. A veces una piedra es más contundente que una bala. Hagámoslo de nuevo. Tú, Valicha, dirige ahora el segundo grupo.
Limpiamos el camino, pusimos otras ramas, otros tronquitos.
Vino el vigía, todos corrimos a ocupar nuestros puestos.
Una lluvia de piedras cayó sobre el camino. Antes que se disipara la polvareda, atacamos nosotros. Recuperamos ocho armas.
–No está nada mal –nos dijo el Chullañahui–. ¿Ven cómo la experiencia forja al maestro? El Puka Inti estará contento cuando le presente mi informe.
Sonreímos orgullosos de nosotros mismos.
Nos pusimos a descansar.
–¿Leíste los libros que te presté? –me preguntó Edith.
–Sí. Los perros hambrientos me hizo llorar.
–A mí también –dijo ella, mirándome con sus ojos bonitos, claros. Tenía la piel lozana, sin chapas como nosotros–. Cuando te vi la primera vez, me imaginé que eras la Antuca.
Me puse colorada.
–¿Cómo están las lindas warmachas? –se nos acercó el Chullañahui.
–Bien, profesor Quispe, bien. Estamos hablando de Los perros hambrientos.
–Excelente obra –dijo el Chullañahui–. Pero la ficción queda corta ante la cruda realidad. En la realidad hay más miseria, más explotación, más crueldad. Los representantes del viejo Estado son más abusivos en la realidad. Nosotros somos como los Celedonios, ellos son los Culebrones, pero antes que nos sorprendan, nosotros tenemos que sorprenderlos.
4
El Cementerio General de Ayacucho está lejos del centro. Como siempre, tus primos aprovechan el pánico para hacer de las suyas: se meten por una calle, salen por otra, vienen, toman un poco de agua, es domingo por la tarde pero el sol quema con fuerza, y echan a correr mientras tu mamá y yo vamos a paso de tortuga.
Por estas mismas calles, el diez de setiembre de 1982, fueron llevados los restos mortales de Edith Lagos, muerta una semana antes en Umacca, Andahuaylas, en un enfrentamiento con las fuerzas antisubversivas que la perseguían desde su fuga de la cárcel de Ayacucho. Media ciudad acompañó el cortejo fúnebre de la guerrillera muerta en la flor de la juventud. ¿Simples curiosos? ¿Simpatizantes? ¿Militantes?
Compro un ramo de rosas rojas y amarillas.
–Para alguna tumba que no tenga flores –digo.
Hay cientos de tumbas que no tienen flores. Ese es el destino de los muertos: el olvido. Durante el entierro te prometen que nunca te olvidarán, que siempre vivirás en el corazón de los que te amaron, pero finalmente llega el olvido.
–La tumba de Edith Lagos.
–Hierba silvestre, te ruego acompañarme en mi camino. / Serás mi amiga cuando crezcas sobre mi tumba. / Allí que la montaña me cobije, / el camino descanse / y en la piedra lápida eterna / todo quedará grabado –lee Diego.
–Edith Lagos Sáez, Ayacucho, 21 noviembre 1962 –lee Nacho–. Andahuaylas, 3 setiembre 1962.
–¿Quién era Edith Lagos Sáez, tío? –pregunta Diego.
–Una cantautora –dice Nacho–. Esa canción la escucha el tío.
–Era una guerrillera –dice tu mamá–. También escribía versos.
–¿Como Javier Heraud?
–Ajá. Ese poema suyo lo musicalizaron y lo canta Martina Portocarrero.
El 2001 vine al cementerio y de casualidad encontré la tumba de Edith Lagos. Está a la entrada del camposanto, al lado izquierdo. Esa vez había una planta de retama, pero lo han cortado o se ha secado. Siempre hay flores frescas en su tumba.
Edith nació un año después que tu tío Juan Ignacio. Si no hubiera muerto, hoy tendría cuarenta y siete años. Quizá estaría presa como tantos otros senderistas.
–¿Una fotito, tíos?
–Claro.
–A ver, Ximenita, sonríe.
Clic.
–A mí también tómenme una foto con la guerrillera –pide Nacho–. Para enseñarle a mis amigos.
–Te van a meter a la cárcel –le advierte Diego.
–Y a ti también –replica Nacho y le toma una foto.
Diego lo empieza a corretear.
–Ojalá que en la noche los muertos les jalen las patas –les dice tu mamá–. ¿No pueden estar quietos ni un segundo, chicos?
Ellos ni caso le hacen, se meten entre los pabellones, saltan para esquivar los nichos, tumban un par de floreros. Cuando van a visitar a tus abuelos, llevan sus skates, sus bicicletas. Ir al cementerio es ir de paseo.
Después de unas vueltas mirando los mausoleos, los nichos, los ángeles caídos, las vírgenes lloronas, nos ponemos a descansar en un banco.
Entonces la veo, casi al final de un pabellón. Lleva como siempre su pollera de colores y su blusa rosada.
–Voy a orinar –le digo a tu mamá.
Me le acerco sigilosamente, pero ella, como si tuviera ojos en la nuca, se aleja.
–Oye, espera.
Vuelve el rostro, me mira.
–¿Quién eres? ¿A qué estás jugando?
No me dice nada.
Me le acerco, se aleja.
–¿Qué es lo que buscas de mí?
No me contesta. Está callada como una tumba.
–¿Te puedo ayudar en algo?
–¿Con quién hablas, tío Agustín?
Es Diego.
No le digo nada.
–Mi tía Valeria está preocupada –me dice.
¿Y ahora qué le diré a tu mamá? Vi a la chica del Mirador y…
Le echo una última mirada a la chica y regresamos donde tu mamá.
–Estaba buscando dónde orinar –le digo cuando me pregunta dónde me metí.
–¿Y te demoraste más de media hora?
–Estaba viendo las tumbas…
–¿Te pasa algo?
–No, amor, qué me puede pasar.
Me mira como diciéndome no te creo, Agustín.
–En serio, no me pasa nada. Volvamos al hotel.
***
A fines de febrero llegó otra carta de la tía Susana: mamacha ha muerto, también Graciela. Mi mamá casi se vuelve loca de tanto dolor. Las cartas eran escuetas, apenas un par de líneas. El trayecto hacia Ayacucho era cada vez más peligroso, la carretera estaba patrullada por los soldados que se llevaban a los sospechosos de estar con los terroristas, los senderistas también paraban los buses y mataban a los sospechosos de estar contra ellos. Una carta podría ser una sentencia de muerte.
Mamá se atormentaba preguntándose cómo habrían matado a su mamá, a su hermano. Existían varias versiones: que el tío Anacleto, antes de ser ejecutado, logró escapar de sus verdugos, que corrió por toda la playa hasta Tincuy, allí lo derribaron de un tiro. Que estuvo escondido en el monte y solo se entregó cuando los senderistas amenazaron con matar a toda su familia. Que lo ahorcaron. Sobre la abuela Felicitas decían que la habían degollado y botado al río cuando fue a reclamarles a los terroristas por qué habían matado a su hijo.
Solo Víctor sabía la verdad. Volvió los primeros días de abril. A su papá lo mataron acusándolo de traidor por haber llevado a sus hijos a Lima sin el permiso del Partido. Lo buscaron cuando casi ya oscurecía. Queremos hablar con usted, compañero. Lo sacaron al patio de la casa, los demás se quedaron dentro, excepto Víctor, que miraba desde el corral sin ser visto por los terrucos. ¿No sabe que lo que ha hecho es traición? Usted dijo que iban y venían y hasta ahora no han vuelto. Estamos en guerra, necesitamos a todos para lograr la victoria. El tío no supo qué decir. Víctor vio que el hombre que estaba parado al costado de su papá levantó su fusil, intuyó el peligro, pero antes que abriera la boca para advertirle a su padre, sonó un tiro. El tío Anacleto cayó al suelo con la cara destrozada. No lloren, carajo, o a ustedes también los matamos, le advirtieron los terroristas. Entiérrenlo de una vez. Pero el tío todavía estaba vivo, convulsionaba, se retorcía de dolor en el suelo. Mátenlo para que no sufra, les pidieron a los terrucos. Mátenlo ustedes, les dijeron estos, nosotros no gastamos bala en traidores. Buscar ayuda a esa hora era imposible, Chincho estaba lejos, Huanta peor, además, esta última ciudad estaba llena de marinos que mataban a cualquier sospechoso de estar con los terrucos. Lo ahorcaron para que no sufriera más. Esa misma noche cavaron un hueco dentro de una casita abandonada, envolvieron al difunto en un par de frazadas y lo enterraron. Eso fue el veintisiete de octubre, diecinueve días después que despedimos al tío.
Unos días después, la tía Graciela, desesperada por la muerte de su marido, preparó mazamorra y se lo dio a sus hijos mezclado con veneno. Los más chiquitos, conocidos como Ingeniero y Belaunde, murieron y fueron enterrados a los costados de su padre.
Antes de Navidad, el ejército llegó a Jiljarajay persiguiendo a la columna de terroristas que había incursionado en Marcas. El hombre que acompañaba a los militares señaló a la tía Graciela como uno de los culpables. Se la llevaron detenida a ella y a sus hijas y a los hijos del tío Juan Rejano. Víctor y el tío Juan Rejano, viudo de mi tía Teodora, hermana de mi mamá fallecida meses atrás de causas naturales, fueron a solicitar la libertad de la detenida. A ellos también los detuvieron por estar sin papeles. Víctor tuvo suerte: lo dejaron ir con la condición que trajera los documentos de los detenidos. Lo que hizo fue avisarle a la tía Susana. Cuando esta llegó a Marcas, le dijeron que los detenidos habían sido llevados al cuartel de Acobamba. Fue a Acobamba. Allí le dijeron que los detenidos habían sido llevados a Lima. ¿Y los niños? Ellos se quedan a vivir en el cuartel hasta los dieciocho años, son hijos de terroristas y están adoctrinados, en el cuartel van a aprender a amar a su patria. La tía Susana suplicó, rogó, lloró, qué sabían esas criaturitas de esas cosas de los terrucos. Logró que le entregaran a Victoria, de seis años, y a Blanca de cuatro. Los hijos del tío Juan Rejano se quedaron en el cuartel. Victoria le contó que a su mamá la habían arrojado a un pozo lleno de leña con las manos atadas hacia atrás. Allí murió gritando, quemada viva. Como ellas lloraban de hambre, los soldados les dieron carne frita para que comieran. No lo hicieron, algo les decía que esa carne era el de su madre.
En la quincena de febrero, mientras el papa Juan Pablo II recorría Ayacucho, los terroristas mataron a la abuela Felicitas y a su nieto Julián, un muchacho con retardo mental que salió en defensa de su abuela. Los senderistas se iban de Jiljarajay y quisieron llevarse a la abuela como cocinera. Ella se negó a acompañarlos, les reclamó por la muerte de su hijo, los culpó de la muerte de su nuera y de su yerno. Los terrucos la empezaron a golpear. Allí intervino Julián. A él lo mataron de un tiro, a la abuela la mataron a golpes y después la degollaron. Esto lo contó la señora Inés Soto, cuyos hijos integraban esa columna de senderistas y por eso no le pasó nada. A Julián lo metieron dentro de un horno y a la abuela la enterraron en la orilla del río.
Mamá lloraba a mares.
–No llores, mamá –le dije, consolándola–. Cuando entre al ejército voy a matar a todos los terrucos, te lo juro.
***
–No vayan a cerrar los ojos –dijo el Chullañahui–, o la bala saldrá desviada. El tiro tiene que ser certero, perfecto. Así.
Disparó. La cabra se derrumbó sobre sus patas sin un solo gemido.
–¿Vieron?
Dijimos que sí.
–¿Quién quiere tener el privilegio de ser el primero?
Nadie dijo yo.
–A ver tú, Piquicha.
La cabra era gorda, parecía preñada. La atamos a la estaca.
–Ponle el cañón en la nunca y dispara sin compasión alguna. Piensa que es un perro guardián del viejo Estado semicolonial y semifeudal.
Piquicha disparó. La cabra rompió la soga y echó a correr como llevada por el diablo.
–¡Carajo! –el Chullañahui lanzó una maldición.
Corrimos tras la cabra. La alcanzamos casi al final del huayco. La bala le había entrado por un lado del cuello y salido por el otro y chorreaba sangre como chisguete.
–Mátala con el cuchillo –le ordenó el Chullañahui a Piquicha.
Piquicha apretó los dientes y hundió el cuchillo en la garganta del animal. La cabra pataleó un rato hasta que finalmente se quedó quieta.
–Si no es con un arma, es con otra –dijo el Chullañahui–. ¿Quién sigue?
–Yo –dijo Edith.
Tomó la pistola y disparó. Su tiro fue perfecto. La cabra cayó al suelo como una piedra.
El Chullañahui la felicitó.
–El siguiente.
Me dio la pistola. Era enorme, pesada. No cierres los ojos, pégala en su nuca y dispara. Piensa que es un enemigo del pueblo.
La cabra me miró con sus ojos tristes, enormes. Dudé por un segundo, solo por un segundo. Puse el cañón en su nuca, ojalá que la bala no rebote en un hueso y me mate, pensé, mientras jalaba el gatillo.
¡Pum!
La cabra cayó muerta sin un suspiro.
–¡Bravo, bravo! –exclamó el Chullañahui–. ¡Perfecto! Creo que las mujeres son mejores que los hombres.
5
La Pampa de La Quinua es un enorme descampado donde se libró la última batalla que selló la independencia de América. En medio del pasto seco, amarillento, se levanta el obelisco en memoria de los vencedores de aquella épica jornada del 9 de diciembre de 1824.
Llegamos en combi hasta el pueblo, donde almorzamos patachi y tomamos chicha de jora. Los chicos estaban con apetito y se yaparon. De allí vinimos a pie, mirando las casas sobre cuyos tejados hay figuras de cerámica. Quinua es pueblo de alfareros.
Para llegar a la Pampa hay que subir una cuesta algo empinada que nos recuerda el camino al Mirador. Menos mal que hay bancos y descansamos de tramo en tramo. El sol es fortísimo.
–Ahora sí pueden corretear a sus anchas –le dice tu mamá a los chicos–. Toda la Pampa es de ustedes.
–¿Vamos a escalar ese cerro, Diego? –Nacho señala el Condorcunca, desde donde atacaron las tropas realistas y que luego fue tomada por los patriotas decidiendo el destino de la batalla–. A ver quién llega primero a la punta.
–No se vayan a caer.
–No se preocupe, tía Valeria. Somos tromes escalando cerros. ¿Cuánto para el que gana?
–Un beso de Ximenita.
–Ya pues, tía Valeria, eso es muy poco.
–Dos besos.
–Un beso y una luca para el chat, ¿está bien?
–Bueno –dice tu mamá. Y a mí–: Nacho nunca pierde.
–Mmm.
Unos niños, con las mejillas cuarteadas por las inclemencias del tiempo, nos cantan una canción en quechua contra el gobierno acompañados por tinyas. Les damos un par de monedas.
Los chicos ya están escalando el Condorcunca.
Aparte del obelisco y de un jinete y su caballo hecho de barro cocido y de la cerámica que ofrecen los lugareños, no hay nada más que ver.
–Vamos a descansar un poco en el pasto –me dice tu mamá–. El solcito le hará bien a Ximenita.
Me siento y ella se echa teniendo como almohada mis piernas. Más allá hay un bosque de eucaliptos. ¿Allí se ocultarían los terrucos que atacaron una y otra vez el puesto policial de Quinua durante la guerra?
Tu mamá se levanta el polo dejando al descubierto su enorme barriga como una luna llena. Su ombligo parece un corcho tapando una damajuana. Se la acaricio.
–Está pateando.
–Mmm –paso mi mano por su barriga.
Le beso la frente. Dentro de un par de años, cuando regresemos, seguro también corretearás como tus primos, subirás el Condorcunca, agitarás las manos.
–¡Tío Agustíííín!
–¡Tíaaaa Valeriaaaa!
–¡Ximenitaaaa!
Gritarás.
–Han llegado empates.
–Para mí que están haciendo trampa.
–Para qué apuestas con Nacho.
–Tú das un sol y yo el otro.
–¿Y qué gano?
–Un beso.
–¿Tan poco?
–Un beso y medio.
–Que sean cinco.
Nos besamos.
–¿Mañana a Huanta?
–¿Si vamos primero a Cangari?
–Pero la tía Susana se va a resentir contigo.
–La última vez que vine con John tuvimos que dormir en el hotel. Imagínate que hubiéramos estado misios.
–Esa Mariana tiene la boca demasiada ancha.
–Mmm. Yo lloraba como un idiota por mi mamá y la tía ni se conmovía.
–También han sufrido bastante. Tienes que comprenderla, es la hermana de tu mamá, ponte en su pellejo.
–Eso trato de hacer. Primero vamos al hotel, nos instalamos, después vamos donde la tía, ¿te parece?
–Claro.
–Y pasado mañana vamos a Cangari.
–¿Es cierto lo de las pulgas?
–Sí. Yo pensé que me había intoxicado con algo pero eran pulgas. Pero cuando fui con John ya no había. Parece que aparecen por temporadas.
–Por si acaso compramos Baygon.
–Claro. Es buena idea.
Nacho y Diego descienden como flechas del Condorcunca.
–Empatamos, tía.
–Un sol y un beso para cada uno.
Le dan un beso en la barriga, toman un poco de agua y se marchan a jugar en el obelisco.
–Podemos ir tempranito a Cangari y nos volvemos en la tardecita.
–Tu tía nos va a pedir que nos quedemos.
–Mmm.
–Pobre de mí.
Risas.
Nos damos un beso, le acaricio las mejillas, le aliso los cabellos. Hace casi nueve años estuve con tu abuela por última vez en Huanta, Cangari y Chincho. Ahora volveré con mujer, a punto de ser padre. Qué rapidito pasa el tiempo, los años.
Busco a los chicos con la mirada y entonces la veo: su pollera de colores, su blusa rosada.
–Lo que deberías de hacer es invitar a tu tía Susana a almorzar…
Está parada al lado del obelisco y nos mira. A pesar de la distancia, puedo notar que tiene la mirada puesta en la barriga de tu mamá.
–Pedirle disculpas. Comprarle ese vestido de seda centro del que hablaba tu mamá…
¿Ir? ¿Para que se eche a correr?
–¿Me estás escuchando, Agustín?
–Sí, sí, amor.
Nos mira nada más.
–Quizá te guste Cangari y nos quedemos allí una semana.
–Siempre he querido vivir en el campo.
–La tía Irma es buena, igual el tío Ponciano. Ya los conocerás. ¿Nos vamos?
–Que los chicos regresen.
–Hasta que lo hagan, oscurecerá.
Nos ponemos en pie. La chica le da la vuelta al obelisco. Cuando llegamos donde tus primos, ha desaparecido.
Compramos recuerdos.
Reaparece cuando estamos descendiendo de la Pampa. Me mira. ¿Regresar? ¿Para que escape?
***
–Necesitamos voluntarios para ir a Ayacucho a matar terrucos –dijo el teniente–. Si mueren, tendrán un monumento como Grau, Bolognesi, Alfonso Ugarte. ¿Quiénes se animan?
Levanté la mano.
–Un solo valiente. ¿Otro más?
Nadie pestañeó siquiera.
–Ah, carajo, o sea que, excepto el soldado Arol, que ahorita acaba de ascender a cabo, el ejército está lleno de maricones, ¿no? –espetó el teniente–. ¡Ranas un, dos, menos el cabo Arol! Repitan ¡soy un maricón, me cago de miedo, no quiero ir a Ayacucho a matar terrucos!
Mis compañeros se pusieron a ranear en silencio.
–¡¡Repitan, carajo, o ahorita les hago comer caca!!
Repitieron la consigna.
–¡Alto, firmes! Voluntarios.
Nadie dijo yo.
–Por cobardes como ustedes, menos el cabo Arol, el Perú está cagado, maricones de mierda. ¿Qué chucha esperan, que los comunistas tomen el poder y los fusilen? ¿Ustedes creen que los rojos están jugando a la guerrita pam, pum? Pues se equivocan, huevones. El día en que los terrucos tomen a sangre y fuego Palacio, ustedes van a ser los primeros en morir por cobardes, por maricones, por no amar lo suficiente a su patria. Cuando los vea colgados de los postes como esos perros que cuelgan los rojos, me voy a cagar de la risa diciendo así mueren los perros maricones.
Un soldado se rió.
–¿De qué te ríes, conchatumadre? –le espetó el teniente–. ¿O sea que yo estoy diciendo un chiste? ¿Me has visto con cara de payaso, ah?
–No, mi teniente.
–¿Y entonces de qué te ríes, so mierda?
El soldado no supo qué decir.
–A Ayacucho, con el cabo Arol, a ver si te sigues riendo, huevón. Y tú, y tú y tú y tú y tú. ¿Alguna objeción? ¿Alguien que diga ay, no, estoy con mi regla, para abrirle consejo de guerra y mandarlo fusilar por traición a la patria?
Nadie dijo nada.
–Los elegidos, a sus casas a gozar su último fin de semana en paz. Bailen, cachen, chupen. El lunes estamos en Ayacucho matando terrucos como moscas.
Mi mamá y mis hermanas lloraron cuando les dije que me mandaban a Ayacucho.
–Te van a matar como a tu tío Anacleto y a tu abuela.
–Mamá, siempre voy a andar con un arma, y no soy manco. Además, nos van a preparar en táctica antiguerrillera. Así que no te estés preocupando por gusto.
–Jehová te protegerá –dijo mi papá–. A ver si vas a Chincho y averiguas qué ha sido de tu tío Lauro.
–Lo haré, papá, no te preocupes.
El hermano de mi papá había desaparecido sin dejar rastro alguno.
En la noche fui a bailar al Subterráneo con mis amigos, pero en vez de bailar nos pusimos a tomar. Cuando el discjockey dijo esta es la última canción, busqué una chica para bailar.
–Amiga, ¿bailamos? –le dije a una chica que estaba sola, apoyada en la pared. Llevaba una vincha de colores en el pelo y un polo ceñido. Era casi de mi altura, media agarrada. Era un poquito mayor que yo, quizá tendría diecinueve o veinte años.
Aceptó.
En la mitad de la canción, era un tema de Rod Stewart, me dijo ¿sabes, amigo?: no sabes bailar.
No supe qué decirle, yo me consideraba un bailarín.
–Enséñame entonces –le pedí.
–Mueve las manos y los pies así –me dijo.
–¿Así?
–Ajá.
Bailamos el resto de canciones que pusieron. Al final salimos solos, mis amigos se habían ido dejándome.
La ciudad estaba en penumbra.
–¿Estás en el ejército? –me preguntó.
–Sí. ¿Y tú qué haces?
–Estudio en La Cantuta –dijo.
Silencio.
Ya me fregué, pensé. En el ejército nos habían dicho que la mayoría de terrucos eran estudiantes universitarios, sobre todo cantuteños y san marquinos.
–Justo ahorita tenemos una reunión –dijo–. ¿Vamos? Vamos a hablar de arte, de danza.
Era casi la medianoche. Esta mierda me quiere tender una emboscada, pensé.
–No puedo –le dije–. Mañana tengo que estar tempranito en el servicio.
Me miro con furia. Ahoritita saca su pistola y me mata.
–Bueno –dijo–. ¿Vienes el domingo?
–Sí –le mentí.
Me dio un beso mientras yo le decía mentalmente el domingo estaré en Ayacucho matando a tus amigos.
–Chau.
Ni bien doblé la esquina, eché a correr al paradero.
***
–La tormenta se acerca, el viento brama en la torre, el vértice está comenzando, crecerán las llamas invencibles de la revolución, convirtiéndose en plomo, en acero y del fragor de las batallas con su fuego inextinguible saldrá la luz, de la negrura la luminosidad y habrá un nuevo mundo –el Puka Inti hizo una pausa, bebió un sorbo de chicha de molle, se limpió el sudor que perlaba su frente. Miré los hoyos, profundos, anchos, que habían hecho las cargas de dinamita, la humilde dinamita la llamada el Puka Inti, el pasto quemado alrededor, el cerro del frente en cuya cima había un vigía–. Las trompetas comienzan a sonar, el rumor de la masa crece y crecerá más, nos va a ensordecer, nos va a atraer a un poderoso vórtice, y así habrá la gran ruptura y seremos hacedores del amanecer definitivo. El fuego negro lo convertiremos en rojo y lo rojo en luz.
Era la clausura de la Primera Escuela Militar del Partido. Faltaba poco para el inicio de la lucha armada, una guerra larga, prolongada que partiría del campo hacia la ciudad, la cercaría y tomaría el poder.
Dentro de menos de un mes los militares volverían a sus cuarteles y nosotros iniciaríamos la guerra popular.
–Somos los iniciadores. Comenzamos diciendo somos los iniciadores. Terminamos diciendo somos los iniciadores. ¡Camaradas, la hora ha llegado, no hay nada que discutir, el debate se ha agotado, es tiempo de actuar, es momento de la ruptura y no la haremos en lenta y tardía meditación ni en pasillos ni en cuartos silenciosos, la haremos en el fragor de las acciones bélicas!
Aplausos, abrazos, rostros felices.
Dentro de menos de un mes dejaríamos nuestras casas, nuestras familias, nuestros pueblos y marcharíamos a combatir. La lucha sería encarnizada, cruenta, prolongada, muchos de nosotros no alcanzaríamos a ver la victoria, pero nuestros hijos, nuestros nietos sí lo harían y vivirían en una sociedad más justa sin explotados ni explotadores.
–Los comunistas de la Primera Escuela Militar del Partido, sellos de los tiempos de paz y apertura de la guerra popular, nos ponemos en pie de combate como sus iniciadores, asumiendo bajo la dirección del Partido y ligados al pueblo, la forja de las invencibles legiones de hierro del Ejército Rojo del Perú. ¡Gloria al marxismo–leninismo–pensamiento Mao Tse–tung! ¡Viva el Partido Comunista del Perú! ¡Por el camino del camarada Gonzalo, iniciemos la lucha armada!
Aplausos, abrazos, besos, ¡iniciemos la lucha armada!
–Asaltar los cielos con la fuerza del fusil. / ¡Salvo el poder, todos es ilusión! –entonamos–. Obreros, campesinos, rompan sus cadenas, / levanten las banderas de la guerra popular.
6
Huanta está a una hora de Huamanga. Bajamos en Cinco Esquinas, a un paso de la Plaza de Armas. Cinco Esquinas, la Plaza de Armas, ambas están mencionadas en Flor de retama, canción que alguna vez fue considerada como himno de los senderistas. La Plaza de Armas con sus altas y coposas palmeras bajo cuya sombra alguna vez nos cobijamos tu abuela, Nacho y yo.
Pedimos dos habitaciones, una para tus primos y otra para tu mamá y para mí. Bueno, también para ti.
–¿Vamos a tomar chicha de siete semillas?
–Deja que me dé un baño, amor.
Mientras tu mamá se mete a la ducha, yo miro el álbum de fotos que siempre llevo conmigo. Allí estamos tu abuela, Nacho y yo en la Plaza de Armas, en el parque infantil del Morro Tupín, en el mercado, con la tía Susana, en la chacra de Dacio, en Luricocha, en alguna desconocida calle de Huanta. Todas esas fotos las tomamos en nuestro primer viaje, en enero del 2000, con la cámara de Mariana. De nuestro segundo viaje no hay fotos, solo recuerdos.
Media hora después, estamos yendo Cinco Esquinas abajo.
–Qué cole más inmenso –dice Diego, señalando el colegio Gonzáles Vigil.
–Es más grande que el Estenós –dice Nacho.
Sí, es uno de los colegios más grandes de Huanta. Casi trabajo allí. Hace diez años, cuando saqué mi título y al no conseguir plaza en Lima, tu abuela le pidió a su hermana que me recomendara con su yerno, el esposo de tu prima Delia. La directora del Gonzáles Vigil es como una madre para mí, me dijo el marido de mi prima, me quiere bastante, ya tienes asegurado el cincuenta por ciento de la plaza, pero también vaya buscando otras opciones. Buscamos en Chincho, pero nada. Al final regresamos a Lima con las manos vacías.
La chicha de siete semillas es como la chicha de jora, pero más dulce, y un poco más espesa.
Nacho se toma un par de vasos y quiere más.
–No te vayas a emborrachar, Nachito.
–Esto no emborracha, tía Valeria.
–Ojalá. Después no vayas a estar cantando Flor de retama.
–A come papa le gustan las cholas, a mí no.
–Tú serás come papa –le dice Diego.
–Ya, calma, hemos venido a pasear, no a pelear.
–¿Te acuerdas, Nacho, cuando estuvimos acá con tu abuela?
–No, tío Agustín.
–Ay, amor, qué se va a acordar si tenía cuatro añitos.
–¿Cómo se acuerda del palazo que le metí camino a Chincho?
–Es que me dolió pues, tío. A ver si a ti no te meten un palazo y lo olvidas.
Risas.
–Ya está borracho este chico.
–Todavía, tía Valeria. Quizá con una botella más.
Más risas.
Ha olvidado también la tarde que pasamos en las afueras de la ciudad junto a unos niños que cuidaban un chancho que se revolcaba en un charco de aguas negras mientras ellos jugaban.
–Lleva una botella al hotel, tío Agustín, para tomar en la noche.
–¿Ustedes han venido a pasear o a emborracharse, ah?
–Le apuesto que no emborracha, tía Valeria.
–Mejor no porque siempre me ganas.
Risas.
De regreso, mientras los chicos se van a una cabina a chatear, tu mamá y yo nos sentamos en la Plaza de Armas. Los bancos son los mismos donde alguna vez nos sentamos tu abuela y yo nueve años atrás. Las palmeras están más altas. Tu tío John es huantino. Después de dejar la chacra en Cangari, nos mudamos a Huanta. Eso debe de haber sido a finales de 1969, o antes. Tu abuelo contaba que estuvo aquí cuando el pueblo se levantó en protesta del recorte de la gratuidad de la educación. Siempre recordaba el tableteo de las metralletas.
–¿Dónde está Chincho? –me pregunta tu mamá.
–Allá, al frente, cruzando esos cerros –mi índice señala el horizonte –Llegas a esa punta, bajas un poco, y allí está Chincho, esperándonos.
–¿Llegaré?
–A pie y con esta panza, no creo –le acaricio la enorme barriga–. Ximenita se te sale en el camino.
–Tampoco exageres.
–Es bien lejitos. Esa vez que fuimos con mi mamá, estuvimos caminando casi todo el día…
–Te torciste un pie y le metiste un palazo al pobre Nachito.
Risas.
–Hubieras estado en mi lugar.
–Lo sé, lo sé. Será cuando nazca Ximenita.
–Quizá consigamos una movilidad.
–Ojalá. ¿Ya vamos donde tu tía? Van a ser las cuatro.
–Que regresen los chicos.
Le tarareo Flor de retama.
–Pareces terruco, Agustín.
–Sí, soy terruco y te voy a cortar el pescuezo –hago que le corto el cuello y ella se mata de la risa.
Los chicos regresan de chatear, vamos al hotel por un par de mochilas, para que la tía Susana crea que recién estamos llegando, y vamos a su puesto de comida.
Vamos por detrás del mercado. Entramos a la callecita llena de quioscos de comida.
–¿Me sirve una patasca sin cabeza, doña Susana?
–¡Arol, papi! –tu tía abuela me abraza. Yo dije no voy a llorar, pero lloro, lloro contándole la muerte de tu abuelo.
–Mi esposa –le presento a tu mamá.
Tu tía abuela abraza a tu mamá, le acaricia la enorme barriga.
–Será mujercita –dice.
–Sí, tía.
–Diego y Nacho. ¿Se acuerda de Nachito?
–Claro. Ya estás jovencito –le dice a Nacho–. La última vez que estuviste aquí eras chiquitito.
Era chiquito. Ya no se acuerda de su prima Mayumi que ahora ya es una señorita. Los novios, les decíamos.
Me pregunta por tus tías Mariana, Carolina, por tu prima Bere, por Eva, Victoria y Virgilio, por John, por tu tío abuelo Teófilo mientras prende la cocina.
–¿Cuándo llegaron?
–Recién. Hemos estado en Huamanga, tía.
–Qué bien.
Nos sirve un tallarín con mondongo.
–Después vamos a la casa para que descansen –nos dice. Tu mamá me mira como diciéndome yo te dije, Agustín–. ¿Hasta cuándo se quedarán?
–Un par de días, tía. Valeria quiere conocer Chincho y Jiljarajay. ¿Llegará?
–Los sábados sale movilidad para Chincho –dice tu tía abuela–. Y regresa los domingos en la tarde. Si quieren le aviso al señor Valdez con tiempo.
–Claro, tía, para que conozcan nuestro pueblo.
–A Jiljarajay podemos ir el lunes.
–¿No han encontrado la tumba de su mamá?
–No. Parece que el río se lo ha llevado.
–¿El tío Anacleto sigue allí?
–Sí. A sus hijos ni les interesa. Una vez vino Eva y ni siquiera dijo para conocer la tumba de su papá.
–Esa gente es así, ni siquiera a su marido ni a su hija le lleva flores. Solo se acuerda de ellos el primero de noviembre.
Viene Delia, que tiene su puesto al frente, el tío Andrés, Pablo, su señora. ¿Y Pancho? Está manejando su mototaxi.
–¿Vamos a la casa para que descansen?
–Gracias, tía.
Pasamos por en medio del parque infantil Morro Tupín. Allí está el banco donde alguna vez tu abuela y Nachito se sentaron y yo les tomé una foto.
–Allá está Chincho.
–¿Dónde?
–¿Ven esas casitas?
–No se ve ninguna casa, tío.
–Mejor dicho, los techos de calamina.
Ninguno ve nada. Creo que hay que tener ojo de lince para ver Chincho desde Huanta.
Una bajadita, un callejón con una acequia en el medio, la casa de la tía Susana, los cuyes en la sala, un cuadro de la abuela Felicitas, más recuerdos de tu abuela María.
–Los chicos dormirán arriba, ustedes abajo, en el cuarto de Blanca.
–Gracias, tía.
Después de limpiar un poco, la tía Susana regresa a su puesto de comida, vienen a cenar, dice.
Subo al segundo piso por una escalera tambaleante de madera. Las paredes pintadas del mismo color, la misma cama, más recuerdos de tu abuela. Salgo al balcón y allí está ella, cruzando la calle, la misma pollera de colores, la misma blusa rosada, la misma mirada escrutadora.
***
–Todo tranquilito, todo en paz, todo en calma, ¿no? Pero estamos en guerra, estamos rodeados por el enemigo –dijo el teniente de la patrulla–. Un enemigo peligrosísimo que ha hecho correr a la GC, a la GR, a la PIP, a los famosos sinchis. Un enemigo que jamás muestra la cara, que solo estira el brazo para tirar la bomba y desaparecer como el aire, un enemigo que es como el aire: está en todas partes y no está.
Estábamos en el cerro Acuchimay. Había llovido durante la noche y parecía que a la ciudad le habían sacado brillo, las tejas estaban más rojas que nunca, los árboles más verdes que nunca.
–Esa es la famosa cárcel de Ayacucho –el índice del teniente señaló un punto en la distancia–. Hace un año los terrucos la tomaron a sangre y fuego y liberaron a todas sus huestes. Los granputas se dieron el lujo de ocupar la ciudad ante la impotencia de la tombería. Luego asaltaron el puesto de Vilcashuamán, San José de Secce, Quinua, Tambo. Ya la policía no puede contra ellos. Por eso estamos aquí: para combatirlos y derrotarlos.
Acaricié mi fusil. Desde donde estaba, podía pegarle un tiro al monumento de Sucre, derribarlo de su caballo. Era uno de los mejores tiradores de la patrulla.
–No esperen encontrar guerrilleros uniformados, con boinas como el Che Guevara, no, no, estos huevones son igualitos que esos cholitos con los cuales nos cruzamos en la calle, calzan ojota, llevan poncho y chullo, apestan a llama.
Risas.
–En serio. Un cholito se te acerca, papay, ¿quiris quisito?, te pregunta, y como tú estás con hambre aceptas, entonces saca el queso, que en realidad es una pistola, y pum, eres hombre muerto.
Más risas.
–Primera regla de oro: no dejar que un cholo, ni una cholita, esas son las más peligrosas, se te acerque a menos de diez metros, ¿entendido?
–Sí, mi teniente –dijimos en coro.
–Decía que las cholas también son peligrosas. Edith Lagos era una serranita de nuestra edad y, a pesar de eso, estaba encargada de conducir la guerra en todo Ayacucho. Cómo la querían estos serranos de mierda: todo Huamanga estuvo presente en su entierro. La gente lloraba, juraba venganza agitando banderas con la hoz y el martillo y los tombos calladitos nomás, mirando desde lejos. Segunda regla: no enamorarse de la primera cholita que te mueva el culo: podrías terminar muerto como un perro. Los que están aguantados, a tirarse la paja, que es más seguro y no mata, o a cacharse los chanchos y los patos del rancho.
Más risas.
–Ya los quiero ver cagarse de risa cuando los terrucos los embosquen.
Las risas cesaron.
–Regresemos al cuartel.
Las personas nos miraban con curiosidad. ¿Se preguntarían estos son los que han venido a combatir a los terrucos? Imberbes, chiquillos. Soldaditos.
–Alto, carajo, ¡documentos!
Era un hombre de unos cuarenta años, llevaba ojotas, un pantalón negro ajustado, un saco que alguna vez fue azul. Puso su manta en el suelo.
Lo apuntamos con nuestros fusiles, otros tomaron posición de combate.
–Nu tingo, papito.
–Imatan sutiqui.
–Epifanio Ayala, papito.
–De rodillas, carajo.
El hombre hincó las rodillas en el asfalto. Estábamos en la calle Tres Máscaras.
–¿De dónde vienes?
–De Huamanguilla, papito.
–¿Y a qué chucha vienes?
–A vindir mis cositas, papito.
–Tú asaltaste la cárcel para soltar a tus compañeros, ¿no?
El terror se dibujó en el rostro cetrino del hombre.
–Nu, papito.
–Cómo que no, huevón, si yo mismo te he visto. Hasta te he tomado foto.
El hombre temblaba de miedo.
–¡Cabo, métale un tiro en la cabeza a este terruco de mierda!
Puse el cañón de mi fusil en la nuca del hombre.
–Nu mi mates, papito, tingo siete hijitos –el hombre empezó a sollozar. ¿Así habrá estado el tío Anacleto? ¿Suplicó por su vida?
–Por cachero te vamos a matar, carajo –dijo el teniente–. Lárgate, y la próxima no te olvides de tus documentos.
El hombre se puso en pie, agarró su quipe y se marchó de prisa.
Reanudamos la marcha al cuartel.
–Los terrucos nunca lloran ni suplican por su vida –dijo el teniente–. Son orgullosos. Te miran con odio, con asco. Para ellos somos los perros de los ricos y antes que suplicarle a un perro, prefieren morir.
Morir. La muerte esperaba en cualquier esquina, en una calle transitada, en la Plaza de Armas. No dejes que ningún cholo se te acerque si quieres regresar con vida a Lima.
***
–Cuál será el porvenir de nuestros hijos / si de herencia les dejamos la pobreza, / la niñez, que es la esperanza del mañana, / nos sonríe y se marchita de tristeza. / Nuestra patria cada día más ajena, / empeñada a los amos extranjeros / que, a pesar de tener tantas riquezas, / nos convierten solo en cholos pordioseros. / Algo más de tres siglos de promesas / nos tocó cambiar nuestro destino, / pero el hambre, la injusticia tanto pesan / nos obligan a tomar otro camino…
Mi mamá tenía lágrimas en los ojos, mi papá me dijo suerte, hija, ojalá que la revolución triunfe para que no haya tanta miseria.
–Claro que triunfará, papá.
Todo el pueblo se había concentrado en la Plaza de Armas para despedirnos. Los de Chullayacu habían traído una banda de músicos. Los alumnos estaban formados como para el desfile de Fiestas Patrias.
El Chullañahui, montado en un brioso caballo negro y con la carabina terciada en la espalda, encabezaba la marcha de los muchachos que se iban a la guerra para que ya no haya más explotados ni más explotadores.
Yo no quiero ser el hombre que se ahoga en su llanto, / de rodillas hecho llaga / que se postra al tirano. / No quiero ser el verdugo / que de sangre mancha el mundo / ni arrancar corazones que buscaron la justicia, / ni arrancar corazones que amaron la libertad…
–Manan huajaichu, mamá. Volveré…
Por un momento quise bajarme del caballo, abrazarla, limpiarle las lágrimas, repetirle que volvería, pero no lo hice, tenía que ser fuerte.
–Miguel, cuida a la mamá, cuida al papá –le dije a mi hermanito.
–¿Cuándo vas a volver, Valicha?
–Un día, cuando todos seamos libres, cuando ya no haya tiranos.
Don Justino se me acercó y me ofreció su escopeta.
–Ojalá que te sirva, Valicha –dijo–. Todavía puede matar gamonales.
–Gracias, don Justino. Claro que me servirá.
Les eché una última mirada a mis padres y a mi hermanito y salimos del pueblo. Íbamos en silencio. Edith, que cabalgaba a mi lado en un caballo blanco, se secó los ojos.
Poco a poco Chincho fue quedando atrás hasta que desapareció al doblar un recodo.
–¿Cuándo entraremos en combate, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
–En cualquier momento –dijo el Chullañahui–. Paciencia y ojos alertas.
La guerra había empezado días atrás con la quema de ánforas electorales en Chuschi.
7
Luricocha no está muy lejos de Huanta en combi. Nos sentamos en la plazoleta frente a la iglesia a disfrutar del sol y de las chirimoyas. Los chicos están felices. Alguna vez también estuve aquí con tu abuela María y tu primo Nacho. Tu abuelo tenía un primo que vivía en este lugar, pero no recuerdo su nombre. Aunque ya murió.
Sendero también estuvo aquí: atacó a la comisaría y se llevó un par de metralletas y revólveres. Eso fue en los inicios de la guerra, en que todavía no mataban a los policías que se les rendían.
–¿Vamos a la iglesia, amor? –me dice tu mamá.
–Vamos pues.
Cruzamos la calle y entramos al templo. Entonces la veo hincada de rodillas frente al altar mayor: su pollera de colores, su blusa rosada. Somos las únicas personas que estamos allí. Ahora sí no te me escaparás.
–¡Aaayy! –se queja tu madre.
–¿Qué te pasa?
–¡Mi barriga! –tu mamá se agarra el vientre–. Creo que Ximenita se va a salir.
–Pucha. Vamos al Seguro.
La chica vuelve el rostro, me mira. Es un rostro impenetrable, indiferente, sin emoción alguna.
–No, aquí nomás. Deja que descanse un ratito y se me pasará.
–Bueno.
La chica se pone en pie, se hace la señal de la cruz, y pasa por nuestro lado.
Nos mira. Estoy tentado a detenerla, decirle por qué me persigues, pero no lo hago.
–Vamos al Seguro por si acaso, Valeria.
–Bueno, vamos, para que no te preocupes.
Entramos al Seguro por Emergencia. Después de una hora, salimos con una bolsita de pastillas y la recomendación que tomar reposo absoluto por unos cuantos días.
–Estoy bien –dice tu mamá–. No creo que Ximenita sea tan apurada, ¿no?, todavía me faltan dos meses.
Carolina llama. Los chicos le avisaron que tu mamá se había puesto mal. No es nada, Caro, solo la emoción de estar aquí. Bueno, te cuidas. A mí: cuida a tu mujer, no la vayas a estar haciendo caminar demasiado, mejor ni vayan a Chincho.
Vamos a la casa de la tía Susana. Los chicos van a almorzar y, como siempre, exageran y la tía le trae caldo de gallina y le dice que guarde reposo.
–Come, hijita, te hará bien.
–Ya, tía, muchas gracias.
Le doy de comer en la boca. Parece una niña. Termina de almorzar y se acuesta.
***
La ciudad estaba en penumbra y silencio. Era la hora del toque de queda. Hay que estar con los ojos y las orejas bien abiertos, había dicho el teniente, en cualquier momento pueden llegar los terrucos. A la cárcel la habían atacado casi a la medianoche, cuando todo el mundo dormía.
Sucre sobre su caballo, las farolas titilando, la Catedral, una sombra que cruza por el jirón 9 de Diciembre. Otra sombra más.
–¡Mierda, los terrucos! ¡Vienen los terrucos!
–¡¡Los terrucos, carajo!! ¡Vienen los terrucos a matarnos!
Los soldados que dormitaban tomaron sus fusiles mientras otras sombras cruzaban por las calles adyacentes. El operador de radio se comunicó con Los Cabitos pidiendo refuerzos, son un montón de terrucos, nos van a matar como a perros.
Tomamos posición de combate, nos parapetamos detrás de los sacos llenos de arena esperando que nos atacaran para responder pero nada, parece que los terrucos querían que salgamos por ellos.
–Ni cagando, de acá no nos movemos –dijo el teniente–. Si quieren guerra, que vengan.
Con el alba, se disiparon las sombras y los terrucos.
***
Desde la cumbre divisamos San José con sus techos de tejas. Los caballos empezaron el lento descenso. Las banderas rojas con la hoz y el martillo flameaban en nuestras manos. El Chullañahui iba delante con sus aires de orgullo y el fusil terciado en la espalda.
Entramos por la calle principal, una calle de tierra, perseguidos por los niños y los perros que les ladraban a los caballos.
–¡A la plaza de armas, todos a la plaza de armas!
La plaza de armas era un descampado con un par de guarangos medio secos.
–Pobladores de San José, el Partido Comunista del Perú se ha levantado en armas para traer justicia al Perú olvidado –el Chullañahui empezó con su discurso–. Se acabó la explotación, el hambre, la miseria. Todos aquellos que abusan del pueblo tienen las horas contadas. Los mistis, los hacendados, los representantes de este viejo Estado explotador y hambreador pronto tendrán que rendirle cuentas al tribunal del pueblo. Quinientos años de explotación se acabaron. Ahora el campesinado no se humillará más pidiendo dádivas, ahora hablarán los fusiles.
Aplausos.
–¡Viva el Partido Comunista del Perú!
–¡Viva la guerra popular!
–¡¡Viva!!
–A todos aquellos usureros, acaparadores de San José: dejen de vivir del hambre de los demás porque la próxima que regresemos impartiremos justicia con mano de hierro.
Aplausos.
Bajamos de los caballos, desatamos nuestros quipes y nos dispusimos a almorzar. La gente se aglomeró a nuestro alrededor. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Esta es la guerra de la que siempre hablaban los profesores? Sí. ¿Podemos participar? Claro. Todos tenemos que participar. Algunos nos trajeron papa sancochada, choclos, oca, coman, compañeros. Gracias, muchas gracias.
Esa noche dormimos en la escuela del pueblo.
8
–¿Dónde naciste, tío Agustín?
–Detrás de ese cerrito –mi índice apunta hacia el horizonte, más allá del río–. Debajo de esas casas que hay en Agrupación.
–El sitio de las pulgas.
–Ni lo vayan a comentar porque lo friegan todo.
–No te preocupes, amor.
–¿Una carrera hasta el río, Nacho?
–Te voy a ganar –dice tu primo Nacho.
–Vamos a ver pues.
–Un beso de Ximenita para el ganador –dice tu mamá.
–Más luca para el chat, tía.
–El sol lo pone Agustín.
Los chicos emprenden veloz carrera por el camino que lleva hacia la chacra de la tía Irma.
En nuestro primer viaje a Huanta llegué aquí por casualidad. Ya había recorrido toda la ciudad y estaba medio aburrido. Salí a caminar a las afueras, vi un caminito y me eché a andar. Más allá pregunté a dónde llevaba ese camino y me dijeron a Cangari. Yo había nacido en Cangari, aunque por esas cosas que tiene la vida tu abuelo asentó mi partida en Chincho. Caminé durante dos horas, pasé por debajo de la chacra de la tía Irma, no sabía que vivía allí, y llegué a este paradero. Volví en combi a Huanta. Un día después regresé con tu abuela y Nachito.
–Qué bonito es este lugar –dice tu mamá.
–Ahora, en que hay luz, escuela, movilidad. Antes no era así. Todo se hacía a pie, o a caballo.
–Quién como tú que naciste entre árboles, cerca del río, atendido por tu padre.
Tu abuelo la hizo de partero. Menos mal que todo salió bien.
Tus abuelos llegaron de casualidad a Cangari. El destino era Chincho, pero la crecida del río impidió el cruce del camión donde iban. Aquí arrendaron la chacra de los Rivero, parientes de tu abuelo. Todo iba bien, los abuelos sembraban alfalfa, cebada, criaban caballos, vacas, hasta que llegó la reforma agraria y lo malogró todo. Rescindieron el contrato, vendieron los animales, regresaron a Huanta, allí nació tu tío John en enero de 1970. Pocos meses después volvimos a Lima. Pero quizá fue lo mejor, imagínate que nos hubiéramos quedado aquí, el tío Ponciano dice que los enfrentamientos con los terrucos fueron feroces, quizá ahora estaríamos muertos.
–¡Gané, gané! –grita Diego, con euforia.
Nacho tiene mala cara.
–Es que es un cholo come papa –dice.
–No te enojes, Nachito, que Ximenita tiene besos para los dos y Agustín les va a dar un sol para cada uno.
Tu primo Nacho sonríe.
–Es lo justo –dice.
Cruzamos un puentecito de madera sobre un ramal del río Cachi y subimos una cuesta. El tío Ponciano y Virginia están trabajando en la chacra. Se vuelven a vernos cuando los perros nos ladran.
–¡Tío!
–Tío Agustín.
–Hola, Virginia.
Mi esposa, Diego, el hijo de Flora, ¿se acuerdan de Nachito? Claro, ya es un jovencito. Lloro en brazos de la tía Irma recordando a tu abuelo. ¿Qué le pasó a mi tío Juan? La última vez que vino estaba bien. Se puso mal. El 2007 le descubrieron un tumor, lo operaron, quedó bien pero en enero se puso mal de nuevo, lo internamos y murió en el hospital. Ahora ya está junto con la tía María.
Vamos a la casa, la tía Irma nos invita refresco, mote y puspo. Le preguntan a tu mamá cuántos meses de embarazo tiene, ¿será hombrecito o mujercita? Mujercita. ¿Cómo están Mariana, Carolina? Bien, bien, mandan saludos. Deben venir en enero, allí hay tuna en abundancia. Lo haremos, tía, a Valeria le gusta el campo.
–¿Vamos a pasear un poco? –dice tu mamá después de descansar un rato.
–Vayan con Vicky mientras termino de preparar el almuerzo.
–Vamos a conocer el lugar donde naciste, tío.
Subimos a Agrupación, de allí descendemos una cuesta. El caminito se abre en medio de las chacras.
Allí están las dos casitas de adobe que un día tu abuela María señaló y me dijo allí naciste.
–Allí nací.
Nos quedamos un rato contemplando el lugar donde nací hace cuarenta y un años. Hace cuarenta y un años tus abuelos estaban aquí, eran jóvenes, fuertes, tu abuelo se estaba recuperando de sus males, de esa enfermedad misteriosa que lo obligó a renunciar a su trabajo en la FAM, a vender la casa, agarrar sus cosas y regresar a la sierra.
–¿Allí fue donde quiso entrar un puma?
–Sí.
Tu abuelo había viajado a Lima a cobrar una letra de la casa, tu abuela y tus tías se quedaron solas en la chacra. Una noche, tu abuela escuchó unos rugidos cerca de la casa. León, pensó. Un rato después, empezaron a arañar la puerta de calamina. Tu abuela se asustó. Decían que los leones, en realidad era un puma porque aquí no hay leones, solían abrirle la barriga a las embarazadas para comerse al feto. Metió en un baúl a tus tías, aseguró puerta y ventanas y, parapetada detrás de una mesa, esperó, escopeta de tu abuelo en mano, que el león rompiera la puerta para descerrajarle un tiro. Quizá el animal presintió el peligro que le esperaba detrás de la puerta y decidió marcharse, pero tu abuela no durmió esa noche esperando el inminente ataque. Al día siguiente encontró unas enormes huellas en la tierra fresca. De la que nos salvamos.
Llegamos al río Cachi. Un veintiséis de setiembre del 2000 la cruzamos con tu abuela María camino a Chincho. Dos días después estábamos de regreso.
–¿Este río lo cruzó el abuelo con un fantasma sobre sus hombros?
–Fue el bisabuelo Ignacio. El fantasma se fue al cementerio que hay allá, en Cascabel. Allí tienen enterrada a Elizabeth, una tía abuela, hermana de la abuela María.
–¿Vamos?
–Primero mojémonos un poco los pies.
Cruzamos el puente y bajamos hacia el río. En ese mismo lugar desayunamos esa mañana con tu abuela y Nacho. Gaseosa, galleta, manzana, durazno. Este río también lo cruzó tu abuelo en sus sueños antes de la muerte de su padre. Tu bisabuelo iba de prisa, detrás lo seguían sus cuatro hijos: Juan, Griselda, Julia, Lauro. Llegó a la orilla, se desnudó y se metió al río. Antes que los chicos lo cruzaran, aumentó el caudal impidiéndoles el paso. Unos días después tu abuelo recibió un telegrama donde le comunicaban que su papá había fallecido. Esta vez sí de verdad, no era broma como aquella vez que casi muere después de beber agua donde mama Bini.
El cementerio de Cascabel está detrás de Jello Jello. Jello significa amarillo en quechua. La tierra aquí es de ese color, parece un paisaje lunar, la lluvia ha formado cráteres. Aquí hay varios nichos con nuestro apellido. También hay nichos con la hoz y el martillo que el tiempo ha borroneado. Debajo de un viejo guarango está enterrada Elizabeth, hermanita de tu abuela que murió por causas extrañas. Tu mamá hace una oración como lo hizo tu abuela ese día del 2000.
Dejamos el cementerio. Estamos bajando la cuesta de Jello Jello cuando la veo en la entrada del cementerio: su pollera de colores, su blusa rosada de siempre.
***
El portatropas se abría paso por entre la polvareda. Los fusiles estaban listos para descargar fuego sobre los terrucos, pero no se les veía por ningún lado.
Nuestra misión era capturar al menos a un sospechoso, lo haríamos hablar y el resto caería fácil, aunque ya sabíamos que los terrucos nunca delataban a sus compañeros en los interrogatorios.
–¡Dos terrucos a la vista!
Eran dos cholitos, una chica y un chico, con sus quipes en las espaldas. Jalaban una cabra. El encargado de la ametralladora los apuntó.
Cinco soldados saltaron a tierra.
–¡Alto! ¡Documentos!
Los cholitos estaban asustados. La chica era bonita, blancona, chaposa.
–¡Documentos, carajo!
–Manan rimanichu castellano.
–¿Qué dicen, cabo?
–Que no hablan castellano.
–Pregúntales si han visto a los terrucos.
No los habían visto. Hombres con armas como estas, les enseñé mi fusil. Manan, no los habían visto.
–¿Nos los llevamos como sospechosos?
–La cabra está buena para el rancho.
–Y la cholita para la tropa.
–Se ve que te gusta el queso, Martínez.
Nos reímos a pesar de la situación.
Reemprendimos la marcha. Un rato después llegamos a Santa Rosa. Buscamos al alcalde. Nos dijeron que estaba en su chacra. Cinco soldados fueron a buscarlo acompañados por una mujer. Un grupo se quedó junto al portatropas y el resto fuimos a la escuela en busca del profesor.
La escuela era un solo salón. Tocamos la puerta de calamina. Nos abrió un tipo blancón, de ojos claros y cabello medio rubio.
–¿El profesor Ayala?
–Así es, señores soldados. ¿En qué les puedo ayudar?
–Andamos buscando a los subversivos que anoche atacaron Ayacucho.
El profesor nos miró, esbozó una media sonrisa como diciéndonos huevones, ¿y creen que aquí los van a encontrar?
–Acá no hay subversivos –dijo–. Este es un pueblo de gente pacífica. A veces incursionan los terrucos, como en todos los pueblos, hacen sus mítines, sus pintas, castigan a los que merecen ser castigados y después se marchan tal como llegaron.
–¿Nadie de acá los apoya?
–Eso no sé –dijo el profesor–. No puedo estar averiguando quién es terruco o no. Esa no es mi labor, para eso está la policía, ¿no?, y ustedes.
Pendejo el hombre.
Desde la puerta se veía su escritorio en una esquina. Sobre la pizarra, en el medio, estaba el retrato del presidente Belaunde sosteniendo una lampa.
Nos dijeron que el alcalde ya estaba en el pueblo. Nos despedimos del profesor.
–Vuelvan cuando quieran –nos dijo, cachaciento.
El alcalde tampoco sabía nada, aunque estaba medio asustado.
–Aquí nadie es tirrucu, papitos –decía.
Entramos a las casas pero no encontramos nada. Regresamos a la base con las manos vacías.
***
–Belaunde dice que somos abigeos. Miren –el Chullañahui extendió el periódico. Allí estaba la fotografía del ganador de las elecciones presidenciales. Abigeos sustrajeron los padrones electorales en Chuschi, decía la noticia, nada más. De la guerra, nada.
¿Y si estábamos luchando por gusto? ¿Tanto andar para nada?
–Algún día se tragará sus palabras –dijo el Chullañahui–. Ya lo verán. Un poco de paciencia y lo verán, yo sé lo que les digo. Cuando se escriba la historia de esta guerra campesina, se escribirá lo de Chuschi en letras de molde. Preferible es avanzar pasito a pasito a que nos barran si lo hacemos con bombos y platillos, ¿no?
Asentimos.
En el último mes habíamos recorrido extensos territorios llevando la noticia que la guerra que acabaría con los explotados y explotadores había comenzado. En todos los pueblos nos apoyaban, muchos jóvenes se enrolaban en nuestras filas. El Partido había trabajado intensamente en todo Ayacucho, Huancavelica, Apurímac. Estos tres departamentos constituían el Comité Regional Principal.
–Si el entusiasmo continúa así, la victoria es inminente –decía el Chullañahui.
Eso era casi seguro. No casi, era seguro.
De entre todos, la que destacaba era Edith. Era a la que siempre el Chullañahui encargaba las arengas sobre la guerra, la invitación a unirse a nuestra causa. Y ella tenía llegada en el pueblo.
9
Otra vez he cruzado el puente sobre el río Cachi. En esta oportunidad, solo. Tu madre se ha quedado ayudando a la tía Irma, mientras los chicos se han ido con Vicky a pastear las cabras.
Miro la orilla donde desayunamos una mañana de nuestras vidas, mañana que solo yo recuerdo, mañana que se ha borrado de la memoria de tu primo Nacho, mañana que se perdió en el olvido cuando le llegó la muerte a tu abuela María.
Allá, a la derecha, está la casita donde vivía mama Bini. Los que iban y venían de Chincho a Huanta y viceversa se detenían a refrescarse un poco, a llevarse un bocado al estómago. Eso hizo tu abuelo cuando recibió un telegrama donde le comunicaban que su padre había fallecido y lo esperaban para el entierro. Tenía tanta prisa que solo tomó un poco de agua. Más allá, ya en el Pauca, se sintió desfallecer. Hasta aquí llegué, pensó, pero menos mal que dos paisanos suyos le dieron alcance y lo ayudaron a llegar al pueblo. Lo del telegrama era mentira. Se lo habían mandado para que se acuerde de su padre. Tu abuelo era como tu tío John: solo se acordaba que tenía padre y madre de vez en cuando.
Sigo por el huayco que tiene un parecido a esos paisajes de las películas del Viejo Oeste: cactus y árboles secos, restos de animales, sobre todo de burros. Por aquí pasamos con tu abuela y con tu primo rumbo a Chincho. Respiramos este mismo aire, vimos estos mismos cerros. Todo esto también lo vio tu abuelo. Y ahora ya no están con nosotros. Un día yo tampoco estaré y todo seguirá igual. Dentro de unos años, te traeré para que conozcas este lugar.
Ahora estoy ante el Pauca, una imponente montaña que desde Huanta parece uno de esos cerritos que circundan La Realidad y que a cada instante escalaba con mis amigos en los lejanos días de mi infancia. ¿Por dónde vamos, mamá? Tu abuela no recordaba el camino. Hace más de treinta años había estado por última vez en este lugar. Había un camino hecho con tractor, pero se interrumpía un poco más arriba. Vimos unas huellas en la tierra y decidimos seguirlas. El caminito, si es que se le podía llamar camino, era escarpado. ¿Y si nos perdíamos? Nadie nos había querido acompañar. Tuve ganas de decirle a tu abuela mejor regresamos a Huanta, pero no lo hice. Subimos y subimos. Menos mal que un rato después vimos venir a una señora detrás de nosotros. La esperamos. Ahora sí íbamos a llegar a Chincho. Después vimos venir a otra señora, una viejita. Y, por último, a un joven, que resultó siendo pariente nuestro.
Pero siempre se presentan inconvenientes: me empezó a doler la rodilla derecha de la nada. ¿Sería porque llevaba a tu primo Nacho sobre los hombros y en la espalda cargaba una mochila con unos diez kilos de peso? El dolor se hizo cada vez más intenso. Le pedí a tu primo que caminara un poquito, pero no quiso. Mi primo se ofreció cargarlo, pero tampoco quiso. Me ayudó con mi mochila.
Tu abuela estaba en mejores condiciones que yo. Me hubiera ayudado con tu primo, pero llevaba un quipe en la espalda.
Hasta ahora tiemblo recordando ese interminable abismo en medio del cerro que saltamos. Una caída significaba con certeza la muerte.
En Qqasi, bajo la sombra de unos enormes árboles de ese nombre que tu abuela recordaba, hicimos un alto para almorzar. Tu abuela me masajeó el pie lastimado y la viejita me leyó la suerte en un puñado de coca: me había dado veta. No llegarás a Chincho, pronosticó. Tengo que llegar como sea, me prometí. ¿Dejar mis huesos en esa inhóspita montaña? Nunca.
Reemprendimos la marcha. Menos mal que tu primo accedió a que lo cargara su tío. Claro que antes le había metido el famoso palazo que es el único recuerdo que conserva de esa odisea.
A las 3:18 coronamos la cima del Pauca. Allá, al frente, cruzando un desfiladero, estaba Chincho, tierra de nuestros antepasados. Lloramos. Esa sería la única vez que llegaríamos juntos a Chincho en nuestras vidas.
Vuelvo sobre mis pasos. Ya es casi el mediodía. Estoy llegando al final de Pauca, frente a mama Bini, cuando se me ocurre volver el rostro para echarle una última mirada a la montaña, y la veo: su pollera de colores, su blusa rosada. Vuelvo sobre mis pasos. Empieza a ascender por ese camino por el que nunca volvería a subir por nada del mundo.
–¿Quién eres? –le grito.
No dice nada.
–¿Qué quieres de mí?
Permanece en silencio.
–Me voy. Adiós.
***
–¿Y qué chucha creían, huevones, que esos cholos de mierda les iban a decir sí, papay, somos terrucos? –bramó el comandante–. Ustedes tienen que descubrir quiénes están metidos en esa vaina, detener sospechosos. ¿O creen que han venido acá a rascarse los huevos, ah? Pues no, señores, acá han venido a combatir a la subversión, a derrotarla. Así que ahoritita mismo se me regresan a ese pueblo de mierda y me traen a todos los sospechosos que puedan.
Partimos de regreso a Santa Rosa. Los ojos atentos para no ser sorprendidos por los terrucos, los dedos en los gatillos listos para vomitar fuego.
–Nos traemos al profesor y a cinco cholos.
Entramos al pueblo armas en ristre. Un grupo se dedicó a revisar las viviendas y otra fue a buscar al profesor. Vivía en las afueras del pueblo, cerca del río, en medio de un terreno lleno de árboles frutales.
Tocamos.
Nos abrió una joven mujer que parecía ser de la ciudad.
–¿El profesor?
–Descansando –dijo, mirando los fusiles.
–Llámelo.
Dudó. Pero allí estaba el profesor.
–¿Qué se les ofrece, caballeros?
–Necesitamos que nos acompañe.
–¿A dónde?
–A la base.
–¿Estoy detenido?
–Queremos hacerle unas preguntas.
–¿La orden judicial?
–Estamos en zona de emergencia, no lo olvide.
–De mi casa no me muevo sin orden judicial, señores. Yo sé cuáles son mis derechos.
Una criatura empezó a llorar adentro y la joven mujer se metió a atenderlo.
–Profesor, estamos en guerra –le dijo el teniente–. No complique su situación por gusto, piense en su familia, en su mujer, en su bebe. Solo queremos hacerle algunas preguntas.
–Bueno.
–Cabo, registre la vivienda.
Entré seguido por tres soldados. La casa no era como la de los demás indios, un cuarto que servía de dormitorio, cocina y corral, no, había una sala con una mesa grande en medio y varias sillas y un par de bancas. Acá hacen sus reuniones los terrucos, pensé, ¿para qué tantas sillas?
En el dormitorio la mujer estaba dando de amamantar a su hijito. Se cubrió los senos cuando nos vio entrar.
Dormían en cama, como gente, no como los cholos que se tiran en cualquier rincón sobre los pellejos como los animalitos.
–Tu esposo nos va a acompañar a la base –le dije, sintiendo que mi verga se ponía dura–. Mañana lo soltamos. No te preocupes.
No dijo nada, solo me miró.
En un cuarto pequeño, cuya ventana daba al río, había una mesa pequeña, tres sillas y un estante lleno de libros: Mao, Marx, Lenin, Mariátegui. Este profesorcito se jodió, pensé.
En el pueblo nos esperaban los otros con cinco detenidos.
–¿Por quí si los llivan? –preguntó el alcalde.
–Para interrogarlos, alcalde.
–Ellos no son tirrucus. Profisur is bueno.
–Eso lo dirán las investigaciones, alcalde. Mañana se los traemos de vuelta, si son inocentes.
***
La guerra continúa, silenciosa, implacable. Los diarios de la capital apenas si mencionan nuestras acciones: asalto a las minas para aprovisionarnos de dinamita, voladura de algunas torres eléctricas, ataque a los latifundios, ataque a puestos policiales. Todo esto no solo en Ayacucho, sino también en Andahuaylas, Cusco, Huancavelica, Cerro de Pasco. En Lima hemos quemado el local municipal de San Martín de Porres.
–Hasta que no corran ríos de sangre, no nos darán importancia –dijo el Chullañahui.
–¿Y correrá, profesor Quispe?
–Claro que correrá, y en cantidades inusitadas.
10
–Una noche, el viejo persiguió a tiros a unos jarjachos.
–No me cuentes que luego no voy a poder dormir –dice tu mamá–. Ximenita va a tener pesadillas.
–Ximenita es valiente como su abuelo –le digo, acariciándole la abultada barriga.
–Que nazca traumada, será tu culpa.
–Tontita. ¿Crees que Ximenita va a nacer opita como su tío abuelo Lauro o como su primo Julián?
–Quizá, ¿no?
–No creo. Así que no te estés preocupando por gusto.
Le doy un beso. Estamos acostados. Deben ser las diez de la noche, pero en el campo la gente se acuesta temprano y se levanta tempranito. Tus primos también duermen. Esta es nuestra última noche en Cangari, mañana regresamos a Huanta. Hasta nosotros llegan los chirridos de los grillos. ¿Cómo habrán estado acá tus abuelos y tus tías? Ellas no se acostumbraban al campo. Cada vez que venía alguien a visitar a tus abuelos, les pedían que las lleven Lima. Es que de día los mosquitos son insoportables y en las noches los zancudos atacan sin piedad.
–Cuéntame lo de los jarjachos.
–No vas a poder dormir…
Tu mamá se acurruca en mi regazo.
–Cuéntame, papi –dice, con voz de niña.
–Vas a nacer loquita.
–Como tu.
Risas apagadas.
–El viejo estaba solo en la chacra, la vieja y mis hermanas estaban en Huanta. Era una noche oscura. El viejo escuchó unos gruñidos por el lado del río, jarr, jarr. Jarjachos, pensó. Como era valiente, agarró su escopeta y su linterna y bajó al río. Agazapado detrás de unos chilcos, vio revolcándose en la orilla a un par de chanchos. Apuntó, y ¡pum! –mi índice se hunde en la barriga de tu mamá.
–Idiota, ¿quieres matar a Ximenita?
–Perdón.
–Bueno. ¿Los mató?
–Nada. Los chanchos escaparon como si tuvieran alas. El viejo corrió detrás de ellos soltando bala como loco.
–Por gusto, seguro.
–Ajá. Se regresó con el rabo entre las piernas. Él era buen tirador. Una vez se mató a un gavilán en pleno vuelo que mi mamá frió y se lo comieron.
–¿Al gavilán?
–Sí. Mi papá dice que la carne se parecía a la del pollo, aunque un poco más duro.
–Papi, quiero comer gavilán.
–Ya comerás, hijita.
–Gavilán a la brasa.
Risas. Nos damos otro beso.
–El viejo se había acostado, cuando escuchó de nuevo a los jarjachos. Le dio miedo y para espantarlos prendió un guarango. Se quedó dormido. Esa noche, en sus sueños, un macho cabrío le agarraba del pie derecho y lo arrojaba por los aires. Al día siguiente despertó con el pie derecho torcido e hinchado como una pelota.
–¿Pisó mal quizá mientras perseguía a los jarjachos?
–Podría ser. Montó en su caballo a duras penas y fue en busca de su tía Saturnina para que le compusiera el pie. Le contó la historia de los jarjachos y su tía le dijo que esos eran un hacendado y su hija que convivían. Dios los castigaba así.
–Qué feo.
–Mmm.
–¿Me acompañas a hacer pis?
–Vaya sola.
–¿Quieres que nos coma el jarjacho?
Salimos. La noche está oscura como una boca de lobo. Recuerdo a tus abuelos, todo lo que tuvieron que pasar por nosotros. Tu abuelo tenía mi edad cuando estuvo aquí, tu abuela nueve años menos.
No sé por qué siento que alguien nos observa agazapado en la oscuridad. Me lleno de miedo. Tranco bien la puerta.
Tu mamá se queda dormida mientras yo no puedo conciliar el sueño. Permanezco en vela con los oídos atentos al menor ruido. Solo el cansancio me hace dormir un buen rato después.
***
–Ya les dije que los terrucos entran al pueblo, dicen sus arengas y con la misma se marchan –dijo el profesor–. Igual que en cualquier pueblo de las alturas.
–¿Quién los alimenta, quién los viste?
–Ese no es mi problema.
–Claro que lo es, profesor. Usted también es peruano, usted también debería de estar preocupado por esta situación que estamos viviendo.
–Que se preocupen los de Lima.
–O sea que ese no es su problema.
–No. Si los guerrilleros triunfan, seguiré enseñando, si es que me necesitan, sino, trabajaré en mi terrenito.
–Seguirá lavando cerebros, mandando al matadero a esos pobres cholitos ignorantes que no saben qué mierda es el marxismo–leninismo–maoísmo, ¿no?
Silencio.
–¿No le da pena que se inmolen como perros?
–¿Desde cuándo sienten pena ustedes por ellos? ¿Acaso les importa que vivan como animales? Claro, ahora que la tranquilidad en la que vivían se tambalea, recién sienten pena por esa pobre gente, ¿no? ¿Y antes?
El hombre era terruco, a todas luces.
–¿Quiénes son los terrucos en Santa Rosa?
–No lo sé.
–Claro que lo sabe. Lo que pasa es que usted no quiere hablar, que es otra cosa. Pero hablará, si no es a las buenas, será a las malas.
El profesor nos miró, desafiándonos.
–Piense en su mujercita, en su hijito. ¿Quién velará por ellos si le pasa algo a usted? ¿El Partido?
Silencio.
–Solo un par de nombres y lo dejamos ir.
El profesor tragó saliva.
–Ya les dije lo que sé. No sé más…
–¡Cómo que no sabes, conchadetumadre! –el teniente le metió un par de cachetadas. Los golpes le rompieron los labios. También sangraba por la nariz –. Solito te estás jodiendo por terco, maestrito.
El rostro del profesor estaba lleno de odio.
–Traigan a los cholos.
Los trajimos. Se asustaron al ver al profesor con el rostro sanguinolento.
–Mire, maestrito.
El teniente desenfundó su pistola y disparó: dos de los hombres cayeron fulminados.
–Usted es un criminal.
–Quien a hierro mata, a hierro muere.
Silencio.
–¿Quiénes son terrucos en el pueblo, alcalde?
–Nadie, papito.
–¿También quiere morir, alcalde? –el teniente lo apuntó–. O habla, o se muere.
El alcalde temblaba, igual los otros dos hombres.
–Estos mierdas no hablarán. Cabo, encárguese de ellos.
–Derramen toda la sangre del pueblo que quieran –dijo el profesor–. ¿Ustedes creen que así aplacarán la furia de tantos siglos? Pues se equivocan. Tendrán que matarnos a todos porque…
Le descerrajé un tiro en la nuca. Igual suerte corrieron los otros.
***
–Bonita es Huamanga de noche, ¿no?
–Sí. Me gusta caminar en una ciudad que tenga luces, parques, iglesias.
Edith, el opa Inquicha y yo estábamos paseando en Huamanga. Era la víspera de la navidad. A pesar de la guerra, la gente vivía con normalidad. La Plaza de Armas y sus alrededores parecía un día de feria.
–Vamos a comprar guaguas para comer.
–Guagua, guagua –repetía el opa con la baba cayéndole por la comisura de los labios.
–Ustedes andan con los guerrilleros, ¿no? –nos dijo el hombre que vendía panes.
–¿Guerrilleros? ¿Qué guerrilleros?
–Los que andan en las alturas llevando justicia.
Los demás vendedores nos empezaron a mirar con curiosidad.
–Sí, son ustedes –dijo alguien más–. Yo los vi en San José de Secce. Andaban con un tuerto.
–Están equivocados.
El murmullo se hizo creciente: aquí están los guerrilleros, los jóvenes que están en guerra.
Dos guardias civiles, que estaban en la esquina, se empezaron a acercar.
–¡Vámonos, Valicha!
–Llévense guagua.
Empezamos a caminar con paso apurado.
–¡Alto, documentos! –nos gritaron los guardias civiles.
–¡Corre, Valicha!
Empezamos a correr.
–¡Alto, carajo!
Los guardias civiles corrían detrás de nosotros.
¡Pum!, un tiro al aire. Pensé no debimos de haber bajado a la ciudad. Ya lo decía el Chullañahui: la ciudad es peligrosa.
Una calle, otra calle y otra calle y los guardias civiles seguían detrás de nosotros.
–Separémonos mejor. Nos reunimos con los demás por nuestra cuenta.
–Ya.
Corrí y corrí seguida por el opa Inquicha como si me siguiera el mismo diablo. Salimos de la ciudad y nos perdimos entre las chacras. Temblábamos de miedo. Caminamos toda la noche para reunirme con los compañeros.
Edith no llegó. Nos enteramos que la habían detenido, que se la habían llevado a Lima.
Su foto salió en los diarios. Allí estaba ella, con la mirada altiva, desafiando a las autoridades.
11
A ambos lados de la carretera que conduce a Iribamba se levantan torreones de adobe. Son vestigios que quedan de los tiempos de la guerra. La camioneta levanta polvo a su paso. Tu mamá y la tía Susana van al lado del chofer. Tus primos, el tío Andrés y yo vamos en la tolva. Nacho y Diego agitan felices los brazos.
–¿Falta mucho, tío Agustín?
–Sí.
De Huanta hacia Jiljarajay es lejísimos. ¿A qué hora saldría tu abuela con su papá para llegar tempranito a Huanta y vender sus cargas de leña? ¿Dos, tres de la mañana? Tu abuela contaba que ella iba delante jalando los burros y le tenía miedo a la oscuridad. ¿Cuántos años habría tenido? ¿Doce, trece?
Pasamos frente a Iribamba. En los tiempos de la guerra, incursionaron los terrucos y arrasaron con todo: maquinaría, ganado.
Iribamba es el lugar donde está enterrado el tesoro del Rey Chiquito de las historias de tu abuelo. Era un rey poderoso, rico. Un día fue convocado por el rey de España. Algo le dijo que no volvería. Mandó enterrar toda su riqueza. Para que ninguno de sus cuatrocientos esclavos revelara el lugar, los envenenó. La historia se la contó a tu abuelo un tío suyo. Juan, si puedes, sácala algún día. La tierra donde está enterrado el tesoro es más clara que el resto. Tu abuelo decía un día iremos a Iribamba, pero nunca pudimos venir.
Bajamos en Tincuy. Vamos por entre las chacras. Cruzamos el río Urubamba que menos mal no está tan helada como esa vez que vinimos con tu abuela.
Después de escalar un desnivel casi parado, llegamos a lo que fue la hacienda Santa Rosa, cuyos dueños fueron los suegros de Abimael Guzmán. Ahora está abandonada. Aquí trabajaron tus bisabuelos, hasta tu abuelo cuando era niño.
Nos internamos en el monte. Nacho y Diego van delante abriéndonos el paso con unos palos con los cuales espantan a esas iguanas grises que tienen en el lomo una especie de navaja con el cual suficiente te rebanan el pie.
Llevo a tu mamá de la mano mientras le cuento que esa vez que vinimos con tu abuela ella tropezó y se raspó una rodilla.
Después de un buen rato de caminar bajo la maleza, salimos, por fin, a la orilla del río Cachi. Pero también hay que caminar con cuidado de no pisar las quishcash, unas bolas de espinas que andan regadas como minas y que son tan peligrosas como las iguanas.
A nuestra izquierda, la tierra es roja. Allí, contaba tu abuela, su papá sembraba camote. Los frutos eran enormes, sabrosos.
Cruzamos otra vez el río. Subimos una cuesta. Todo está lleno de guarangos.
Allí está la tumba de tu tío abuelo Anacleto. Hace veinticinco años lo mataron los terrucos. A sus costados, están sus hijos Belaunde e Ingeniero, envenenados por su madre, quien luego sería quemada viva en Acobamba.
Aquí estuvieron los terrucos, en este lugar inhóspito cercado por cerros y cruzado por dos ríos, huyendo de la represión desatada por las fuerzas armadas.
Tu mamá hace una oración, nos despedimos de los difuntos hasta otra oportunidad, y vamos a la orilla del río a calentar la comida que hemos traído para almorzar mientras tus primos chapotean en el hilo de agua en que está convertido el río en esta época.
***
–¿Quí a pasau con il prufisur y con il alcaldi? –preguntó el teniente gobernador.
–Han confesado que eran terrucos.
–Isu is mintira.
–¿Quiénes más apoyan a los terrucos, gobernador?
–Nadie, papito.
–Cómo que nadie. O sea el profesor y el alcalde son mentirosos, ¿no?
–Verdaceto, papito, nadie is terrucu.
–Detengan a todos los cholos que puedan –ordenó el teniente–. Cabo, haga una requisa en la casa del maestro.
La casita en medio de la chacra, los choclos gordos y barbados, un cerco de pencas, las gallinas picoteando la tierra.
Toc, toc. La mujer asustada, los fusiles apuntándola.
–Buenos días, señora.
¿Tendría veintidós, veintitrés años?
–¿Y mi esposo?
–¿Quiénes lo venían a visitar, señora?
Un vestido azul, la tira de su sostén negro en su hombro blanco, sandalias celestes, los pies cuidados, limpios, no como la de las demás cholitas. Y no olía a animal.
–Diga lo que sabe.
–Gente extraña…
–¿Desde cuándo?
–Desde hace años.
–¿Venía ese que se hace llamar el camarada Gonzalo?
–Una vez vino… yo estaba embarazada. Será hace dos años.
–¿De qué hablaron?
–De la guerra… Fue antes de las elecciones…
Sus senos que suben y bajan al compás de su respiración.
–¿Sabe si su marido guarda documentos de los terrucos?
–No, no guarda nada. ¿Qué pasará con él?
–Supongo que lo mandarán a Lima uno de estos días.
–¿Lo puedo ir a visitar?
–Mejor no lo haga. Se va a meter en problemas también. ¿Quiénes del pueblo apoyan a los terrucos?
–Todos. Es obligatorio.
Todos.
–Bueno, nos vamos.
–¿Y mi esposo?
–No se preocupe. Volveré trayéndole noticias de él. Hasta luego.
***
Ahora sí la guerra es guerra. En el asalto al puesto policial de Quinua, un guardia civil cayó abatido por el fuego de nuestros fusiles. Una guerra sin bajas no es guerra. No estamos jugando a la guerrita, esta es una revolución hecha a sangre y fuego. Para alcanzar la victoria, tenemos que cruzar un río caudaloso de sangre que muchas veces será alimentada por nuestra valiosa sangre. Esa es nuestra cuota a la revolución.
Edith está encerrada en la cárcel de Ayacucho. Ella y una buena cantidad de compañeros que ahora, en que la guerra toma otras proporciones, nos hacen falta. ¿Con qué derribar esa mole que es la cárcel de Ayacucho? Lo estamos pensando.
12
Chincho es la tierra de nuestros antepasados. Aquí nacieron y murieron los nuestros, algunos violentamente. De aquí partieron a Lima tus abuelos. Tu abuelo marchó primero. Estaba en la escuela, un día le sacó la mugre al hijo de los maestros, un grandulón abusivo que le pegaba a todo el mundo. De un solo puñete tu abuelo lo derribó y lo hizo orinar. Vino la profesora y agarró a varillazos a tu abuelo. Al día siguiente se lo llevaron a Huanta. Allí acabó la primaria y marchó a Pisco. Pocas veces volvería a su pueblo. En su vejez, antes de morir, deseaba volver. La última vez que lo hizo fue el 2002, con tu abuela y Diego. Fue para la fiesta de la Virgen del Carmen, en julio. Ella moriría tres años después, él, siete.
Hemos venido en camioneta por Huanchuy. Si hubiéramos sabido que existía carretera, esa vez que vine con tu abuela y Nacho nos habríamos ahorrado el miedo, el susto, la pesadilla de los abismos.
–Qué bonito –dice tu mamá–. Me quedaría a vivir aquí toda la vida.
Llegamos a casa de tu tío abuelo Porfirio, esposo de tu tía abuela Griselda, hermana de tu abuelo.
Allí están Kathy y sus tres hijos: Karím, Antony y Vanessa.
–Milagro que están por aquí. ¿No se salió el bebe con los baches?
–Menos mal que no.
El tío Porfirio está mejor que nunca. Hace años estuvo a punto de quedarse ciego. Ha sobrevivido a una caída camino a Huanta. Poco más y se mata en un abismo. Le debe la vida a su mochila. Se atracó entre las rocas e impidió que siguiera cayendo.
Almorzamos recordando a tu abuelo Juan. Después, vamos a visitar a tu tía abuela Julia, la otra hermana de tu abuelo. Lleva luto. Llora recordando a su hermano. Hicimos todo lo que pudimos por él, tía Julia. Estaba bien enfermo. Nos invita sopa.
La dejamos para ir a visitar la casa que fue de tu bisabuelo paterno. Son dos habitaciones hechas de adobe que aún están en pie a pesar que deben de tener mínimo un siglo de antigüedad. Ha perdido puertas y ventanas, pero lo demás está intacto, lo cual no pasa con muchas casas que con el tiempo y el abandono se han venido abajo, como verás en lo que fue la casa de tu abuela. ¿Cuántas veces habrá venido tu abuelo en sus recuerdos a la casa que compartió con sus padres y hermanos? Un día moriremos todos y nada nos llevaremos.
La casa pertenece ahora, en teoría, a Lauro, tu tío abuelo desaparecido durante la guerra. No se sabe si lo mataron los terrucos o los militares o está vivo. Algunos dicen que lo han visto en la selva ayacuchana, que está casado, con hijos, ¿pero será posible eso?
A unos pasos está el pozo de agua de donde bebe todo Chincho desde tiempos inmemoriales.
–Una vez se cayó allí Antony –nos dice Karím.
Menos mal que no estaba tan lleno como en los tiempos de tus abuelos en que el agua se desbordaba y Chincho estaba lleno de habitantes, ahora, un poco más, y es un pueblo fantasma. Casi todos emigraron durante la guerra o fueron muertos.
Siguiendo con nuestro recorrido, vamos a la Plaza de Armas construida durante la gestión de tu tío Néstor, hijo de tu tía abuela Julia. Antes era un descampado, ahora está bonito. Si hubiera suficiente agua, se sembrarían flores, árboles.
El local municipal, que está al frente, es una construcción nueva, el antiguo fue quemado por los terroristas.
–Allá vivía la abuela María –mi índice señala un punto en el cerro–. Mañana iremos a ver.
Se ha hecho tarde y volvemos a casa del tío Porfirio.
Voy por agua para bañarnos y entonces la veo acarreando un balde de agua. La misma pollera de siempre, la misma blusa.
–Hey, espera.
No me hace caso, se pierde entre las casas abandonadas.
***
El teniente gobernador se balanceaba como un péndulo del guarango. Era un cholo inmenso, robusto. ¿Entre cuántos habrán tirado de la soga para elevarlo por los aires? La lengua le brotaba de la boca como un gusano inmenso, morado. Una nube de moscas le cubría el rostro como una máscara. Se había cagado y orinado. Así muirin lus suplunis, decía el cartón que le colgaba del cuello como un collar. PCP, habían firmado los asesinos con plumón rojo. ¡Viva la guerra popular!
–Lo mataron como a un perro.
–Cualquiera le mete bala, ¿no?
El profesor, que estaba parado al lado nuestro, no dijo nada. Era un cholo blanquiñoso, vestido pulcramente, llevaba ojotas, pero tenía los pies limpios.
–¿No reconoció a ninguno de los terrucos?
–La mayoría llevaba pasamontañas. Los otros eran chutos.
–Bajen al muerto.
Nadie quería hacerlo.
–Cumpas curtan cuillo –decían, excusándose.
–O lo bajan, o nosotros les cortamos los cuellos de verdad.
Dos hombres se atrevieron a hacerlo.
–Ahora sí pueden enterrarlo –le dijimos a la atribulada viuda.
Una recua de llorosos niños la rodeaban.
Nos marchamos. Al día siguiente nos avisaron que los dos hombres que habían bajado al difunto habían sido degollados durante la noche.
***
El ataque se inició simultáneamente en varios puntos de la ciudad minutos antes de la medianoche. Los francotiradores derribaron a los republicanos de los torreones de vigilancia. El intercambio de fuego era intenso.
–¡Abajo con el muro!
Los cartuchos de dinamita se concentraron en el portón del CRAS.
–¡¡Ríndanse, carajo!!
Los republicanos seguían repeliendo nuestro ataque. Querrán morir, seguro.
Hasta que al fin el portón saltó hecho trizas. Entramos a la cárcel sin encontrar resistencia. Rompimos los candados de las celdas.
–¡Edith!
–¡Valicha!
Nos abrazamos.
Subimos al camión y partimos escuchando el fuego graneado en los otros puntos de la ciudad.
Ayacucho estaba en nuestras manos y nadie oponía resistencia. La cárcel había caído en nuestro poder. Algún día caería así Palacio de Gobierno.
13
De la casa donde vivía tu abuela no queda nada, ni los cimientos. Después de la muerte de tu bisabuela, su casa fue saqueada. El tiempo y el abandono hicieron el resto. Por el medio cruza el camino que lleva a Villoc.
–Aquí vivía la abuela cuando era niña.
Tus primos miran en silencio.
–Desde aquí bajaba a traer agua.
–La abuela trabajaba bastante.
–Sí. Ella era la hermana mayor. Si no se hubiera ido a Lima, quizá hasta ahora estaría trabajando en la chacra.
–Y no habríamos nacido nosotros –dice Diego.
–Mmm.
Lloro. Lloro como lo hizo tu abuela ese miércoles 27 de setiembre del 2000 cuando estuvimos aquí con Nacho. Lloro por el paso del tiempo, por todos los seres que he querido y he perdido.
–Todos cumplimos nuestro ciclo, amor.
Pero a veces ese ciclo concluye de una manera dolorosa.
–Un día hay que construir una casita acá.
–Sí.
Otro día volvemos, vieja, digo con el pensamiento antes de partir rumbo al cementerio. Cruzamos chacras, esquivamos pircas, nos detenemos a descansar, continuamos.
El cementerio está en las afueras del pueblo.
–¿Se acuerdan del cuento de Blas Alva que contaba su abuelo?
–¿El que se condenó?
–Ajá.
Blas Alva era representante de la comunidad de Chincho en Lima. Un día murió. Lo enterraron y a los tres días corrió la noticia que había salido de su tumba. Tu abuelo y sus amigos, ni bien terminaron las clases, corrieron al cementerio a verificar si era cierto ese rumor. Era cierto: allí, donde había estado la cabecera del nicho, había un hoyo invadido ahora por las moscas. En la tierra fresca estaban grabadas las huellas de unas manos que parecían garras.
–Ximenita no va a poder dormir en la noche, amor.
–Dile a Ximenita que tiene que conocer la historia completa de los suyos.
–Dile tú.
–Ella nos está escuchando.
Al poco tiempo vino un arriero de la montaña. Dicen que allí hay un lugar donde están los condenados atados a los árboles echando fuego por los ojos y la boca. Hasta allí llegó el arriero de casualidad. Uno de los condenados se presentó como Blas Alva, de la comunidad de Chincho. Le dijo que se había condenado porque le había robado al pueblo, que fuera a Chincho, que allí, debajo de su cama, estaba enterrado el producto de sus robos, que lo repartieran entre todos para ver si así se salvaba su alma. Cuando fueron a la casa del difunto, se dieron con la sorpresa que alguien se les había adelantado.
–O sea que Blas Alva debe estar todavía en ese lugar de los condenados.
–Ajá.
Esquivamos nichos, muchos de los cuales son solo montoncitos de tierra.
–Esa es la tumba del papá de su abuela.
Allí está enterrado el Uchu mayor, muerto en abril de 1973 cuando yo tenía casi cinco años. Recuerdo a tus abuelos llorando cuando recibieron la noticia. Creo que ese es el recuerdo más antiguo que tengo de tus abuelos. Recién veintisiete años después tu abuela pudo visitar la tumba de su padre. Veintinueve años después lo haría con tu abuelo. Fue la despedida de ambos.
Aquí también están enterrados los padres de tu abuelo, pero sus tumbas se han perdido. Tu bisabuela, Isidora, murió en 1954, y tu bisabuelo, Ignacio, en 1960. Tu abuelo no estuvo presente en el entierro de ninguno de ellos.
Tu mamá hace una oración y nos despedimos. Otro día volvemos, abuelo.
–Chau, bisabuelo Julián.
–¿Una carrera hasta la plaza de armas, Diego?
–Te voy a ganar de nuevo.
–No creo.
–Después no te piconees.
–Cuenta hasta tres, tía Valeria.
–En sus marcas, listos, ¡ya!
Los chicos emprenden veloz carrera.
Esta vez no le pidieron un sol a tu tía. Aquí no hay dónde chatear.
***
El pueblo había sido arrasado en su totalidad: de las casas solo quedaban cenizas, troncos aún humeantes. Un perro chamuscado, un hombre sin cabeza, una embarazada con el vientre abierto.
La casa del maestro era la única que estaba en pie, pero ni sombras de su mujer.
–La puta esa era terruca –dijo el teniente–. Debimos de haberla detenido también.
Recordé sus senos y sentí que la verga se me ponía dura.
Los soldados encontraron a dos chiquillos, un niño y una niña.
–¿Quiénes fueron?
–Los cumpas –dijeron–. Si fuiron por allé.
–Vamos tras esos mierdas.
Los cholitos iban delante. La chiquilla, doce o trece años, llevaba una pollera de colores, el chiquillo, su menor, un pantalón lleno de remiendos.
Más allá del río se extendía el monte.
–¿Cuántos eran?
–Poquetos –dijo la chiquilla.
–Suficiente para matarlos a todos.
En el suelo todavía estaban frescas las huellas de las patas de los animales que se habían llevado.
Antes de cruzar el río empezó el tiroteo. Los cholitos se aventaron al agua. Casi por instinto les disparé. La cholita desapareció entre las aguas turbias. La primera ráfaga derribó al teniente y a un par de soldados. El resto nos parapetamos detrás de las rocas. Empezaron a tirarnos cargas de dinamita. Les respondimos con granadas. Pedimos ayuda a Los Cabitos. Manden al helicóptero. Imposible, el aparato estaba en una misión en La Mar.
–Hay que ahorrar municiones.
Allí estuvimos hasta que cayó la oscuridad. Amparados por la noche, pudimos escapar.
***
–He ahí a la orgullosa Vilcashuamán –dijo el Chullañahui, señalando el pueblo asentado en la hondonada–. Hace poco la visitó Belaunde para infundir valor a sus perros guardianes y meternos miedo, pero se equivocó de cabo a rabo. Hoy el Partido la golpeará sin piedad alguna. Mañana, cuando llegue el nuevo día, no quedará piedra sobre piedra del cubil de esos perros que defienden a sus amos burgueses. ¡Viva la guerra popular!
–¡¡Viva!!
–¡Viva el camarada Gonzalo!
–¡¡Viva!!
Desde el asalto al CRAS de Ayacucho, las acciones guerrilleras se habían intensificado: ataques a los puestos policiales de Quinua, minas Canarias, Tambo; arrasamiento de los fundos Allpachaka, Colpa, Ayzarca, Ayrabamba; toma de pueblos en todo Ayacucho donde las autoridades empezaban a renunciar masivamente para dar paso a los comités populares.
Pero el Partido no solo estaba en Ayacucho, sino en todo el Perú, hasta en Lima. El puesto policial de Ñaña había sido atacado hace poco.
Nos acostamos después de dejar todo listo para el día siguiente.
A las tres de la mañana empezamos a bajar al pueblo. Nos apostamos frente al local municipal donde estaba acantonada la guardia civil. Dos centinelas estaban de guardia. Los abatimos.
Empezó el tiroteo.
–¡¡Ríndanse, carajo!!
Respondieron con bala. Eran valientitos los desgraciados esos. Seguro pensaban contar con el apoyo de los policías de Vischongo, pero a esos también los estábamos esperando.
–¡¡Ríndanse, alljos!!
–¡¡Vengan por nosotros!!
–¡Allá vamos!
–¡Métanles bomba!
Los petardos empezaron a surcar el cielo. El techo de tejas saltaba en pedazos pero los guardias no se rendían.
–¡Helicóptero, viene helicóptero!
Seguro habían conseguido comunicarse con Huamanga.
–Preparar la retirada antes que nos ametrallen.
Pero el helicóptero pasó de frente perdiéndose en la distancia.
Reanudamos el ataque con mayor ímpetu, quizá el helicóptero volviera con ayuda.
Una gran explosión sacudió los cimientos de la comisaría.
–¡Nos rendimos, no disparen, nos rendimos!
Algún día se rendirían así los defensores de la capital.
En la Plaza de Armas hicimos un mitin. Edith fue la que habló. La gente le aplaudió con ganas.
–¡Viva la lucha armada!
–¡¡Viva!!
–¡Viva la guerra de guerrillas!
–¡¡Viva!!
Nos retiramos en un par de camiones con dirección al río Pampas. Después de esta acción, seguro nos perseguirían con ferocidad.
14
–Vamos por Qqasi. Quiero conocer.
–¿Llegarás?
–Coja no soy, y ya dijiste que bajando no es muy lejos.
–Pienso en Ximenita –le acaricio la barriga–. No se le vaya ocurrir venir al mundo en mitad del camino.
–No creo, me siento mejor que nunca.
Nos damos un beso, la abrazo. El cuarto está a oscuras, todos duermen, hablamos bajito, en susurros.
–Y además, se supone que para dar a luz tengo que tener primero las contracciones, ¿no?
–¿Y si no pasa eso?
–No te estés preocupando por gusto, amor.
–Bueno, bueno, iremos por donde quieras.
Tu mamá me da otro beso.
–Aunque por mí me quedaría a vivir aquí.
–El lunes tengo que volver al trabajo, y los chicos ya andan aburridos.
–Extrañan su internet.
–Mmm. A sus amigos.
–Tontos. No hay nada como vivir en contacto con la naturaleza. A mí sí me gustaría vivir siempre aquí. No hay carros, no hay contaminación, no hay fábricas.
–Sería bonito.
–¿Por qué no pides tu cambio más adelante?
–Podría ser. Para que Ximenita aprenda quechua y estudie en la San Cristóbal de Huamanga.
–Y se case con un huamanguino.
–Sería lindo. Yo sé que a ella le gustará.
Le acaricio la barriga.
–Tu mamá estaría contenta.
–Mmm.
–Lo único que me da miedo son esas historias de fantasmas, jarjachos, brujas, condenados que contaba tu papá.
–Eso era antes. Ahora ya no hay nada. Con los terrucos desaparecieron todas esas historias.
–Pero igual me da miedo.
La abrazo fuerte hasta que se duerme.
***
–La única manera de acabar con los terrucos es exterminando a todos los serranos –dijo el comandante–. Hay que cortar de raíz la subversión, esa es la única solución. Ya han visto que hasta los uchuichas son terrucos, y de los buenos.
La tropa estaba con rabia por los últimos acontecimientos.
–Desde ahora no tengan piedad de nadie. Ya lo dijo el general Cisneros: si para matar tres terrucos en necesario matar sesenta serranos, que se haga. ¿Entendido?
–¡Sí, mi comandante!
–Que los cholos sepan que, si no apoyan a su glorioso ejército, serán hombres muertos. ¡O están con nosotros, o están con el enemigo!
–¡Viva el ejército peruano!
–¡¡Viva!!
–¡¡Viva el Perú, carajo!!
–¡¡¡Viva!!!
–¡¡¡Que mueran los terrucos!!!
–¡¡¡¡Que mueran!!!!
***
Amaneció. Soplamos los rescoldos para encender el fogón y preparar el desayuno.
–Soñé con mis padres –dijo Edith, mientras desgranaba un choclo–. Estábamos en la Plaza de Armas. Todo estaba lleno de flores. ¿Qué significará?
–No sé –le dije–. Nunca he creído en los sueños. ¿Tú?
–Tampoco, pero hace tiempo que no soñaba con ellos.
–Quizá estén preocupados por ti.
–Seguramente.
Pusimos la olla sobre el fogón.
–Hace medio año fue el asalto a la cárcel de Ayacucho –dijo Edith–. Medio año ya de libertad.
Medio año ya que toda la policía estaba detrás de nosotros, y más todavía desde el ataque al puesto policial de Vilcashuamán. Esas dos acciones eran las más notorias de los dos años y cuatro meses que estábamos en guerra.
Cuando el agua hirvió, echamos las papas y el pedazo de charqui que teníamos para ese día.
–¿Cuánto más durará la guerra?
–Uff, quizá envejezcamos luchando –dijo Edith–. Solo cuando alcancemos la victoria, concluirá.
–Cuándo será eso.
–Algún día. Paciencia.
Cuando la sopa estuvo lista, llamamos a los demás.
El Chullañahui prendió la radio para escuchar las noticias. Según estas, patrullas combinadas de la guardia civil y la guardia republicana peinaban la zona en busca de los delincuentes terroristas que habían atacado la comisaría de Vilcashuamán.
–Ese fue un duro golpe para Belaunde –dijo el Chullañahui–. No se asombren si un día de esos manda al ejército a combatirnos ante la ineficiencia de la policía.
–Ahí sí será una guerra de verdad.
–Eso es lo que estamos buscando, ¿no? La policía es poca cosa para nosotros. Tenemos armas para defendernos del ejército. Ellos están pensando que en un dos por tres acabarán con nosotros, pero qué equivocados están. Eso pasa porque no miran más allá de sus narices.
–¿Más caldo, profesor?
–Claro. Está rico. Algún día Edith cantará nuestras gloriosas hazañas.
Edith se puso colorada.
–Hablando de cantar, necesito un par de cuerdas para mi guitarra. A ver si después bajamos a Umacca, Valicha.
–Aprovechen para adquirir víveres –dijo el Chullañahui–. Ya casi no tenemos atún, fideos, sal, azúcar.
–Compraremos.
–Pero anden con cuidado, no vayan a estar cerca los perros.
–No hay nada en el pueblo –dijo Justino–. El otro día que bajamos todo estaba tranquilo.
–Por si acaso lleven sus revólveres.
–Eso haremos. Aunque bajaremos en la tardecita.
–Mejor. A esa hora los perros se refugian en sus corrales.
–Y el zorro ataca.
–Exacto.
15
–Vienen en las vacaciones para comer tuna.
–Ya, tío Porfirio. Gracias.
–Saludan a Carolina y a Mariana.
–Gracias, tío, le haremos presente.
–Ya no estén llorando.
–Ya, tío.
–Los acompaño hasta la punta –dice tu tía Kathy.
El último abrazo con los que se quedan y emprendemos la marcha. Le echo una última ojeada al lugar donde debe estar el terreno de tu abuela. Miramos la casa de tu abuelo, cruzamos el huayco y Chincho va quedando atrás. Pasamos frente a Chullayacu. Allí está la casa donde nos convidaron sopa caliente esa primera vez que llegamos a Chincho con tu abuela, Nacho y yo. Cuando vinieron tus abuelos con Diego, aquí tu abuela les pidió un poco de agua caliente para ellos porque estaban con hambre y frío. Habían caminado todo el día bajo la lluvia sin nada que llevarse a la boca porque Flora se había llevado todas las cosas en el burro del tío Porfirio.
El camino estrecho se abre al filo del abismo. Siempre le he tenido terror a este lugar. Kathy va delante, la siguen tus primos, después yo que llevo de la mano a tu mamá.
–Aquí se cayó mi papá –dice Kathy.
Estamos en una curva sobre un abismo. Hay un puentecito de troncos. El tío piso mal y rodó. Menos mal que metros abajo la mochila que llevaba en la espalda se atracó entre las rocas salvándole la vida. Mercedes fue por ayuda y al instante un grupo de chinchinos lo rescató con sogas. En el rostro conserva las marcas de ese accidente.
Llegamos a la punta. Hemos demorado una hora en hacerlo.
–Adiós, Chincho, hasta enero.
–Siempre vayan a visitar al tío Juan y a la tía María.
–Todos los domingos lo hacemos.
–Cuida esa barriga, Valeria.
–Gracias, Kathy. Cuida a tus niños.
–Chau, tía Kathy.
–Chau. Vayan con cuidado.
Un último abrazo, un último beso y empezamos a bajar.
–No nos vayas a llevar por Runañam.
–Ni loco. Vamos a ir por el camino de los animales.
Runañam es el camino de las personas. Por allí nos trajeron esa vez que vinimos con tu abuela y Nacho y yo me lastimé la rodilla. El camino de los animales es ancho, limpio, menos peligroso.
Hay chozas desperdigadas por aquí y por allá, también hay vacas y cabras pastando. Poco a poco la gente se va animando a ocupar los lugares que durante la guerra abandonó.
–Muero por una parrillada –dice tu mamá–. Con sus papás fritas y su vinito.
–Cuando lleguemos a Lima vamos al Norky’s, tío Agustín –dice Nacho.
–Ya.
–Yo quiero ir al chifa –dice Diego.
–Ya.
–Yo quiero helados D’onofrio –dice tu mamá imitando una voz de niña.
Le voy a decir ya pero algo me hace volver la vista atrás y entonces la veo en la cima del Qqasi: su pollera de colores, su blusa rosada de siempre. Nos está mirando.
–¡¡Cuidado, Agustín!!
Casi pierdo el equilibrio.
–¿Qué pasó?
–No sé…
–Mójate un poco la cara. Debe ser la insolación.
El sol brilla con fuerza en lo alto.
Después de un breve descanso, continuamos nuestro descenso.
–¡Mira el río, tío Agustín!
Sí, allá está el río, convertida en una serpiente dorada. Más allá está Huanta. En la tarde estaremos allá. Ojalá.
¿Quién será? ¿Por qué me perseguirá? A veces su rostro me es familiar, pero otras veces se me pierde entre tantos otros rostros, la mayoría anónimos.
–¿Todo bien?
–Sí, amor. ¿Y tú?
–Bien también.
–¿Están bien, chicos?
–Sí, tía Valeria –dicen tus primos.
–Avisan cuando se cansen para descansar un poco.
–Ya, tía.
Cerros, abismos, más cerros, más abismos. Este es el mismo camino por el cual bajé con tu abuela y Nacho aquel jueves 28 de setiembre del 2000, treinta y nueve años después de la muerte de Juan Ignacio, tu tío mayor que solo vivió ocho meses, y menos. Tu abuela y yo nos turnábamos para cargar a Nacho que entonces tenía cuatro añitos.
–Un descanso –pide Diego.
Bebemos el refresco que nos ha preparado Kathy, nos mojamos los rostros y el pelo con el agua del pozo de Chincho que hemos traído en una botella, comemos un poco de mote, orinamos.
–Continuemos, ya falta poco.
–Bien, señor Indiana Jones.
Risas.
Los abismos quedan atrás y al fin salimos en el huayco. Un rato después pasamos frente a lo que fue la casa de mama Bini y llegamos al puente. Son las diez de la mañana. Hace tres horas que salimos de Chincho.
–Vamos a refrescarnos un poco.
Bajamos a la orilla. Es el mismo lugar donde un día desayunamos con tu abuela y Nacho camino a Chincho.
–Continuemos, muchachos.
Ahora vamos por el camino que se abre entre las chacras. Pasamos frente a la casita donde nací hace cuarenta y un años, donde se quiso meter un puma una noche en que tu abuela y tus tías se quedaron solas.
Subimos una cuesta y llegamos a Agrupación. ¡Al fin!
–Pensé que no íbamos a llegar.
–Ni yo.
***
La gente empezó a bajar poco a poco. Hombres, mujeres, niños, viejos. ¿Cuántos de ellos serían terrucos? Nos miraban con temor, algunos con indiferencia,
–Vamos a sembrar de nuevo, a criar de nuevo vacas, ovejas.
–Ya, papito.
–No hay por qué tenerle miedo a los terrucos. Para eso está el glorioso ejército peruano: para protegerlos de esa gente.
–¡¡Viva el ejército peruano!! –exclamó un soldado.
Apenas si se escuchó el viva de los campesinos. Estos son terrucos, pensé.
–Lo primero que haremos será nombrar a las nuevas autoridades. Un voluntario que quiera ocupar el cargo de teniente gobernador.
Nadie.
–Ya les dije que no tengan temor. Juntos venceremos a los terrucos.
Silencio.
–Tú serás el nuevo teniente gobernador –señalé a un cholo alto, corpulento–. ¿Imatan sutiqui?
–Demecio Huamán, papito.
–Felicitaciones, Demecio Huamán. Juntos trabajaremos para derrotar a los terrucos.
–Nu acipto cargo, papito.
–¿Cómo que no aceptas, cholo de mierda? –levanté mi fusil y le disparé.
La gente empezó a correr en estampida.
–¡Mátenlos a todos esos perros terrucos!
***
Estábamos regresando de Umacca, cuando nos dimos cuenta que una patrulla de policías nos venían siguiendo.
–Son los sinchis y los llapan atic –dijo Edith–. Apúrate.
Apuramos nuestra marcha y la patrulla hizo lo mismo.
–¡Alta, carajo! –gritaron.
No les hicimos caso y echamos a correr. El campamento estaba lejos todavía.
Dispararon. Las balas pasaron por nuestras cabezas. Nos parapetamos detrás de unas rocas.
–Hay que avisarles a los demás para que no los sorprendan.
–¿Pero cómo?
–Vaya tú mientras protejo tu retirada. Saltas al barranco y te das la vuelta.
–Te van a matar.
–Igual nos matarán si nos quedamos aquí. Déjame tu revólver.
Le entregué mi arma y las diez balas que tenía de reserva.
–Corres mientras yo disparo.
–Ya.
–¡Viva la guerra popular!
–¡Viva!
–¡Ahora!
Eché a correr hacia el barranco mientras a mis espaldas se desataba una feroz balacera.
La Realidad, junio – octubre 2009
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