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miércoles, 13 de octubre de 2010

Paseo a Ayacucho: El Mirador de Acuchimay


Llegar al Mirador del cerro Acuchimay no es fácil: el camino es empinado. Un paso, un escalón, otro paso, otro escalón, hasta tocar el cielo con las manos. Imagínate subiendo Machu Picchu a pie. Y eso que no estamos yendo por el jirón Llucha Llucha.
–Un descansito, flaco –me pide tu mamá. Tiene la frente perlada por gotitas de sudor. Añade, tocándose la abultada barriga–: Ximenita no se vaya a salir.
–Quizá quiera ser acuchimayina.
Risas.
Nacho y Diego han llegado a la cima, agitan las manos, ¡tío Haroooollld, tía Valeeee, Ximeniitaaa!, se toman fotos con sus celulares, y vuelven a bajar por otra calle. ¿Verdad que los envidias?: suben, bajan, suben, bajan sin cansarse nunca. ¿Cuándo estarás así tú?
–¿Nos toman una fotito, chicos, porfis?
–Claro, tía –dice Nacho–. Póngase de perfil para que también salga Ximenita.
–¿Así?
–Ajá, pero hunda un poco más la barriga para que Xime salga completa, tía Vale.
–¿Así?
–Ajá. Perfecto, tía. Parece la Larissa Riquelme de Ayacucho.
–Tampoco exageres, Nachito –Valeria sonríe–. Me conformo con ser la novia de Harold.
Risas.
Clic.
–Ahora Ximenita con ustedes, chicos. Tómanos una foto, flaco, porfis.
Nacho y Diego se colocan a los costados de tu madre, que se levanta el polo mostrando su abultada barriga. Alrededor del ombligo tiene tatuado una rosa. Apunto: miren al pajarito. Oh, qué chiquitito. Uy, tío, no me dejo, eso es bronca. Ya, ya, Nacho, no seas candelero. Risas. Clic. Una fotito a mí solo, para colgarlo en mi Hi5, tío Harold, para que mis nuevas amigas del Estenós me crean cuando les diga que estuve en Ayacucho durante las vacaciones. Ponte en ese lado. ¿Así? Sí. A ver, sonríe. Apunto de nuevo. Entonces descubro, en la pared que Nacho tiene a su espalda, una vieja pinta senderista debajo de una ligera capa de pintura verde al agua: ¡Viva la guerra de guerrillas! Un trazo grueso en rojo. Al lado hay una hoz y un martillo. Le tomo una foto. Para mi colección sobre la guerra, digo. ¿Es verdad que aquí hubo guerra, tío Harold?, pregunta Diego. Sí. Una guerra que empezó hace treinta años, cuando ni tú ni Nacho ni Diego ni tu mamá existían. Cuando tus abuelos, Juan y María, estaban vivos. Cuando tu bisabuela, Felicitas Ceras, vivía. Cuando tu tío abuelo Anacleto Palomino Ceras vivía. Igual tu tío abuelo Lauro Gastelú Luján. Cuando yo tenía doce años.
Diego también pide una foto para mostrarla a sus amigos del 0502 y a su profesor Efraín.
–Listo, chicos.
–¿Una carrera hasta la punta, Diego? Tú eres Usain Bolt y yo David Oliver.
–¿Por qué no al revés, ah?
–Ya, no importa, igualito te voy a ganar, Dieguillo.
–Vamos a ver pues.
–Un beso de Xime para el ganador.
Tus primos empiezan a subir de dos en dos los escalones de Tres Cruces.
–¡¡Tío Haroooolld!! ¡¡Tía Valeeeee!! ¡¡Ximeeeee!! –ya están arriba.
Agitan los brazos, filman videos con sus celulares que colgarán en You Tube para que lo vean sus amigos.
–Esperen que ya les alcanzamos, chicos –dice Valeria.
–Mañana.
–Tonto.
Vemos subir a un grupo de turistas. Son jóvenes, veinte, veintiún años. Parlotean en un idioma que no logramos identificar, ¿será griego, alemán, ruso? Parece hebreo, flaco. Las pieles lozanas, las risas estentóreas. Entre ellos, ¿sirviéndoles de guía?, hay una chica de rasgos andinos que lleva pollera de colores y una blusa rosada de seda. Calza ojotas. Al pasar por nuestro lado, nos mira, observa la vieja pinta senderista, me escruta. Me turbo. Tiene los ojos medio achinados y claros. El rostro redondo, las mejillas maltratadas por el frío despiadado de las alturas. Así era Eva cuando llegó a la casa huyendo de la guerra. El cabello negro y lacio le llega hasta la cintura.
Los turistas se nos adelantan. Suben a grandes trancos. Deben ser holandeses, ese se parece a Wesley Sneijder. Y ese a Joran van der Sloot, ¿ves?
–¿Vamos? –me dice tu mamá, después de beber un poco de agua Cielo.
Le tomo la mano y reanudamos la ascensión. Un paso, un escalón, otro paso, otro escalón. Querer llegar al cielo con una embarazada no es tarea fácil.
–Ximenita está pateando –Valeria se acaricia la barriga.
–Seguro quiere subir solita al Mirador.
–Cuándo será eso.
–Más pronto de lo que te imaginas.
Parece ayer cuando Nacho era chiquito y tu abuela y yo lo llevamos cargado a Chincho en una odisea que duró casi un día entero. Pero ya han pasado diez años.
–Los chicos crecen de prisa.
Te imagino subiendo los escalones de dos en dos con Bere y Nela, con tu vestido rosado, bonita, juguetona, coqueta. A tus abuelos les hubiera gustado conocerte. Te habrían adorado.
–Y nosotros nos vamos haciendo viejos, lentos.
Los turistas han llegado a la cima. Ahora están filmando y tomando fotos. Los subirán a sus Hi5, a sus Facebook. Alguno quizá cuente su travesía por tierras ayacuchanas en su blog. ¿Hablará de la guerra? ¿Sabrán que aquí hubo guerra?
Nacho baja saltando los escalones.
–Está china la entrada, tío –dice, tragando una bocanada de aire.
Saco una moneda de cinco soles y se la doy.
–El vuelto para chatear con mi jerma, ¿ya?
–Sinónimo de enamorada: jerma –dice Valeria–. Te van a jalar cuando postules a la San Cristóbal de Huamanga, Sergio Ignacio Joaquín.
–Yo voy a ser Rambo para matar terrucos en el VRAE, tía Vale –dice Nacho, sacando punche–. Y llámeme Nacho nomás, como todo el mundo.
–Sorry, Nacho.
Se va saltando los escalones de dos en dos, de tres en tres.
Reanudamos la ascensión. Un paso, un escalón, otro paso, otro escalón, un breve descanso, tomamos agua, reanudamos la marcha, y al fin estamos arriba, cerquita del cielo.
–Uff, poco más y no llegamos.
Nacho compra las entradas y subimos al Mirador desde donde se tiene un amplio panorama de la capital ayacuchana: allí está la Plaza de Armas con su monumento ecuestre a Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, conductor de la batalla que selló la independencia de América, te enseñarán cuando vayas al colegio. Cruzando la calle está la Catedral, a su costado, la antigua sede de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga a donde llegó Abimael Guzmán en 1962, el mismo año en que nació Edith Lagos, quien luego ofrendaría su vida, una vida breve pero intensa, siguiendo las prédicas del profesor arequipeño. Un año después del nacimiento de tu tío Juan Ignacio. Esto te lo cuento yo, Ximenita, porque quizá nunca lo leas en los textos escolares pues hay gente que prefiere olvidar, ignorar.
Desperdigadas a lo ancho y largo de la ciudad, están las treinta y tres iglesias que han hecho célebre a Ayacucho por su fervor religioso.
Sigo con la vista a lo largo del jirón 9 de Diciembre hasta toparme con la mole del antiguo CRAS de donde, el 3 de marzo de 1982, Edith Lagos fue rescatada a sangre y fuego por las huestes senderistas. Al otro extremo de la ciudad está el Cementerio General donde descansan sus restos.
Allí está el temible cuartel Los Cabitos, centro de detención, tortura y desaparición de los sospechosos de ser terroristas durante la guerra.
Hace treinta años no existía este Mirador. Esto era un descampado donde todos los fines de semana se llevaba a cabo la feria del Señor de Acuchimay.
Hace treinta años tus abuelos y tus tías Flora y Dora estuvieron de pasada por aquí. Ahora tus abuelos están muertos y tus tías no recuerdan ese viaje.
El calor es fortísimo. El sol es un disco dorado que quema sin piedad este día de julio. Bajamos y entramos a uno de los restaurantes que hay allí. Después de mojarnos las caras y hacer pis pedimos agua Cielo, Inca Kola y galleta para todos.
Los turistas están a un par de mesas de nosotros, ríen a grandes carcajadas. No veo a la chica que venía con ellos. ¿Habrá ido al baño? No, está allí, en el Mirador, observando la ciudad como lo hicimos nosotros minutos antes.
–Así será Ximenita cuando tenga diecinueve, veinte años –digo, señalándola.
–¿Como quién?
–Como esa chica.
–¿Cuál chica? –pregunta tu mamá.
–Esa que está en el Mirador…
–Allí no hay nadie, flaco –dice Valeria, extrañada–. No seas chistoso.
¿Cómo que no hay nadie?, tengo ganas de decirle, pero no lo hago, no vaya a pensar que me he vuelto loco como Lauro, como mi bisabuelo Marianito.
–Llaman de la casa –dice Nacho.
Es Bere. Llama a su mamá con un chillido. Al minuto todo el mundo se pone al teléfono: tus tías, tus primos. ¿Van a ir a Huanta? Claro que sí. Saludan a la tía Susana, a Rosita, a Mayumi, a Blanca, al tío Andrés. Ya. ¿Ya fueron a la Pampa de La Quinua? Mañana vamos. Si pueden, vayan a Vilcashuamán, allá hay restos arqueológicos. Trataremos. No se olviden de ir a Chincho y a Cangari, saludan a la tía Irma, al tío Ponciano, a Vicky. Ya, ya. Diego conversa con su madre. Saludan a Néstor, a Kathy, a Karim. Traen queso y cancha. Tía Vale, tía Carolina quiere hablar con usted. Sí, sí, me estoy cuidando, no te preocupes, Caro. Gracias. Diles a los chicos que no se olviden de regar las plantas del abuelo. Chau. Bye. Después llamamos.
–¿Regresamos?
–Sí, tío, a esta hora mi jerma está en línea –dice Nacho–. Quiero chatear con ella.
Bajamos por el lado de Carmen Alto, por un caminito de tierra afirmada rodeada por gruesos muros de barro donde descubro más pintas dando vivas a la guerra popular, exigiendo la rebaja del alto costo de vida, sentenciando a muerte a los traidores y soplones. Y siempre con la hoz y el martillo. Son viejas pintas. ¿Cómo así han sobrevivido a las inclemencias del paso del tiempo, a la transformación de la ciudad?
–¿Una carrera, Diego? –propone Nacho. Ahora estamos en el jirón Huancayo.
–Ya pues, yo soy Asafa Powell.
–Y yo Dayron Robles.
–Se van a caer –les advierte tu mamá.
–Nosotros somos campeones corriendo, tía Vale, no se preocupe. ¿Una luca para el que gane?
–¿Qué dices, flaco?
–Ya pues.
Tus primos salen disparados como balas.
–Qué calor –se queja Valeria, limpiándose la frente–. Me doy un baño y me echo a dormir. Hoy me has hecho caminar como a recluta.
–Pensé que no ibas a llegar.
–Tampoco soy coja, flaco, no me subestimes.
Nos damos un beso.
A unos cien metros de nosotros, Diego tropieza y rueda al suelo.
–¡Les advertí a esos chicos!
Apuro el paso para auxiliar a tu primo.
De pronto, veo salir de un callejón a la chica que estuvo con los turistas. Ayuda a Diego a ponerse de pie y le limpia la nariz. Me apresuro. Ella me mira y se vuelve al callejón.
–¡Hey, espera!
Echo a correr tratando de darle alcance, pero no lo consigo, se ha perdido en el laberinto de callejones.
–¿Qué pasó, flaco? ¿A dónde fuiste? –me pregunta Valeria.
Hago como que no la escucho mientras trato de controlar la sangre que brota de la nariz de tu primo. Este chico, al menor golpe en las fosas nasales, sangra profusamente. Tiene un pañuelo que no es el suyo. Es un pañuelo viejo, medio amarillento. Tu mamá le moja los cabellos, le lava la cara con el agua de su botella, menos mal que solo fue un golpecito, ese Diego es macho como su tío y no llora.
Un rato después, cuando la sangre ha cesado de brotar, reanudamos la marcha en silencio.
¿Quién era esa chica?

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