Abrí los ojos y los volví a cerrar: el sol penetraba con furia por la ventana abierta. Eran diez para las seis de la mañana. Me lavé la cara, me puse mi buzo y zapatillas y partí a la playa. ¡Marina! ¡Mar! ¿Dónde estaría? ¿En Ica?, ¿en Lima?, ¿aún en Pisco?, ¿en otra parte? Agustín no estaba en el Malecón. Seguro se quedó dormido o se olvidó que hoy saldríamos a correr para estar en forma para la maratón por el aniversario del colegio. El viento sopló desde el Muelle y me trajo un fuerte olor a pescado fresco. Escuché las voces de los pescadores, de los comerciantes, las voces agudas de las mujeres.
Correría hasta el Muelle, volvería sobre mis pasos y nadaría un rato.
La marea había dejado la playa limpia de huellas, de castillos, de hoyos pero, ¿milagro?, allí estaba mi dibujo y el corazón hecho por Marina, su nombre. ¡Marina! ¿Por qué no escribió su correo? Yo escribí “Te amo” en la arena y ni las olas lo pudieron borrar. Nunca la olvidaría. Hice un corazón más grande aun para rodear su corazón. Tu corazón dentro de mi corazón. Dos corazones en la playa.
Llegué al Muelle y di la media vuelta. Le jalaría las orejas a Agustín. Le pediría a Pamela que nos acompañara. ¡Ya estábamos en quinto año! No, todavía no, faltaba más de una hora todavía.
Al agua, pato. ¡Marina! ¡Mar! Si pudiera retroceder el tiempo. ¿Pero para qué? ¿Para nadar de nuevo tras su pelotita? ¿Para quedarme y verla jugar? ¿Y si tenía enamorado? Eso era lo más seguro. Lo mejor sería olvidarla. Olvidarla, ¿podría?
Antes de volver a casa, pasé por la panadería de don Jorge por los panes y la leche.
Me di un buen baño. Me puse mi uniforme escolar.
–Qué guapo estás, hijo –mamá me piropeó.
–Salió a este pechito –dijo papá.
–A mí –dijo mamá–. Por algo no he sido Miss Universo, ¿no?
–Caramba, María, tú solo has sido Miss Pisco –dijo papá.
Reímos con ganas.
RPP informaba que más de seis millones de alumnos volvían a las aulas. ¿Entre ellos estaría Marina? ¿En qué colegio estaría? ¿Qué tal alumna sería? ¿Cuándo sería su cumpleaños? Cuánto ignoramos de las personas con las cuales nos cruzamos solo una vez en nuestras vidas.
–¿Qué quieren que les prepare de almuerzo? –preguntó mamá.
–Escoge, Harold –dijo papá–. ¡Por fin llegaste a quinto año!
–Ají de gallina.
–Trataré de que me salga igual a como lo preparaba la abuela María –dijo mamá. La abuela me preparaba un rico ají de gallina cada vez que la iba a visitar. Nadie como ella para preparar el ají de gallina–. Aunque lo dudo, tu abuela tenía una sazón única.
–Tú también cocinas rico, má.
–Doy fe de ello –dijo papá.
Mamá sonrió, complacida por nuestros halagos.
Papá partió a su colegio y yo al mío. Papá y mamá trabajaban en el Libertador San Martín, papá en la mañana y mamá en la tarde.
Yo estudiaba en el Abraham Valdelomar.
Fui por las mismas calles por donde transitaba desde primer año. Las casas de adobe, las puertas de madera, las veredas desniveladas, cuarteadas. ¿Dónde estaría Marina? ¡Mar! ¿Por qué no podía sacarla de mis pensamientos? ¿Acaso me había enamorado de ella? ¿Existía el amor a primera vista? ¿Existían los flechazos? ¿Eso no sucedía solo en las telenovelas y en las baladas?
Un mar de alumnos, vestidos de blanco y azul, se dirigían al colegio desde todas las calles. Un nuevo año escolar empezaba. Mi último año escolar.
Allí estaba el colegio, mi colegio. En lo alto del portón, el nombre del autor de Tristitia refulgía como un sol. En la entrada, su estatua, con el Caballero Carmelo a sus pies, nos daba la bienvenida. También la habían pulido.
Algunos llevaban sus mochilas, otros solo un cuaderno.
–¡Apúrense, apúrense! –nos instaban los auxiliares–. ¡Al patio principal que ya va a empezar la formación!
¡Hola, Harold! Hola, chicos. Allí estaban mis compañeros de salón. ¿Y qué tal vacaciones? ¿Viajaron? Vaya, te has estirado un montón. Oye, tú te vas a quedar chato. Hay que colgarlo del techo para que no sea la mascota del lonsa. Risas. Caramba, ya te afeitas. ¡Por fin estamos en quinto! Sí, lo que en primer año era un sueño, ahora era realidad.
–¡A formar, señores alumnos! –ordenó el auxiliar Pablo–. Los más altos atrás.
Una tarde en la playa, una pelotita que pasó a un milímetro de mi cabeza, una chica de ojos color mar y cabellos rubios como el sol, una sirena, un corazón, dos corazones, ¡Marina! ¡Mar!
–¿El 5° A?
Esa voz la había escuchado en alguna parte.
–Sí –dijo Claudia, que estaba primera en la fila de chicas.
Levanté los ojos.
¿Marina? ¿Mar? ¿Estaba viendo visiones? ¿Había perdido la razón? Quizá tanto pensar en ella me estaba haciendo alucinar.
Era ella, no estaba soñando: la rubia cabellera recogida en una redecilla, los ojos color mar, el rostro que había recordado una y otra vez. El uniforme del colegio nuevo, impecable, los zapatos brillantes.
–Bueno, entonces acá me quedo.
–Tienes que formarte de acuerdo al tamaño –le dijo Claudia.
–Ah, ya. Gracias.
Un paso, otro paso, era alta, más alta que Carla, Miriam, Gloria, Xiomy, Pamela, Niurka, Mónica, Sandra. Se puso detrás de Sandra, a un paso de mí.
Mi corazón latía a mil: toctoctoctoc.
Llegó Agustín.
–¿Saliste a correr, Harold?
–Sí. Te estuve esperando por gusto.
Vuelve el rostro, Mar, ¿o me has olvidado rapidito?
–Disculpa, amigo. El miércoles sí te acompaño.
–Ojalá.
Mar parecía sumida en sus pensamientos. ¿Qué se sentiría estar ante tantos extraños? Seguro estaba recordando a sus amigas y amigos, a su colegio.
–De verdad, Harold.
–Ver para creer.
Volvió el rostro, ¡al fin!, y me miró. Toctoctoc, latía mi corazón. Esos ojos color cielo, color mar, ya los conocía. Toctoctoc.
–Hola –me dijo, con una sonrisa que dibujó unos hoyitos en sus mejillas. ¡Me había reconocido! ¡Me estaba sonriendo! Eso significaba mucho, ¿verdad?–. ¿Te acuerdas de mí? Soy la chica de la playa, la de la pelotita fugitiva.
Cómo no me iba a acordar. Había soñado despierto con ella, había tenido ganas de ir a la playa en la madrugada para ver su corazón, para leer su nombre, para respirar la misma brisa marina que habíamos respirado en la tarde, para buscar sus huellas en la arena. ¿Tú también pensaste en mí?, ¿recordaste al chico de la playa que rescató tu pelotita de los tiburones?
–Claro. Hola.
–Vaya, el mundo es chico.
–Mmm. Del tamaño de una pelotita de tenis.
–Ajá.
Sonreímos. Los hoyitos en sus mejillas de luna.
–Qué calor, ¿no? –dijo.
–Acá el sol siempre quema fuerte.
–Wao, ojalá que me acostumbre.
–Ya verás que sí.
–Ojalá.
Sí, ojalá que te acostumbres y te quedes para siempre para contemplarte todos los días, para que mis sueños se hagan realidad.
–¿De dónde vienes?
–De Lima.
–Pensé que eras de Ica.
–Ya quisiera. Ica está cerca, ¿verdad?
–A una hora de aquí.
–Uff, súper cerca.
¡En columna, cubrirse! ¡Firmes, descanso, atención!
Sí que el mundo era pequeño. ¿Tanta coincidencia podía existir? ¿O es que escuchó mis llamados? ¿Existía telepatía entre nosotros? Te llamé y volviste. Escribí “Te amo” en la arena y regresaste para corresponderme. ¿Y si tenía enamorado? Entonces no me habría sonreído, ¿verdad? Pero su enamorado estaría en Lima… Tendría que preguntarle. ¿Y si me decía a ti qué te importa? Pero me había sonreído…
Una tarde en la playa, dos chicos que se conocen…
La profesora Lina, de religión, tomó el micrófono. Vamos a ponernos en presencia del Señor para agradecer por el inicio de este nuevo año escolar, dijo. Marina se hizo la señal de la cruz, inclinó el rostro. Padre nuestro que estás en los cielos… Recé con ganas, tenía tantas cosas que agradecerle a Dios. No era un sueño, allí estaba ella, Marina, a un paso de mí, rezando. ¿Y si no se llamaba Marina? Todavía no me había dicho su nombre. ¿Y si otra chica vio mi dibujo y puso su nombre? Pero su mamá le había llamado ¿Marina o Malvina o María? ¿Y si escuché mal? ¿Cómo te llamas, amiga? Rezamos el Salve. Amén. ¿Qué tal si ayer me había muerto mientras rescataba su pelotita y ahora estaba en el cielo? Ya, Harold, estás alucinando demasiado, en el cielo no hay clases, en el cielo no se canta el Himno Nacional. Agucé los oídos para escuchar su voz, solo su voz. Cantaba bonito, entonado, con ánimo. ¡Viva el Perú! ¡¡Viva!!
¿Qué hubiera pasado si ayer no hubiese ido a la playa? ¿Si no hubiese rescatado su pelotita?
Hoy ni me habría mirado. Me habría ignorado olímpicamente. No existes, no eres nadie, eres aire.
El director tomó la palabra para darnos la bienvenida, dio la bienvenida a los alumnos de primero y a los alumnos nuevos que se unían a la gran familia valdelomarina. ¿Marina? sonrió. Su frente brillaba, el sol reverberaba en su rubia cabellera que parecía hecha de hilos de oro.
¿Marina? volvió el rostro, me miró y me regaló una sonrisa. ¡Qué hermosos eran sus ojos! Eran dos mares, dos lagos, dos cielos. Abraham Valdelomar le habría dedicado un poema a esos ojos, a esas pestañas rizadas, a esa carita linda, a esos cabellos rubios, lacios y largos, a esos labios perfectamente dibujados, a esos hoyitos que se dibujaban en sus mejillas cada vez que sonreía.
Un chiquito de primero se desmayó. Los auxiliares y un par de profesores corrieron a auxiliarlo. Se desató el bullicio.
–Qué calor, ¿verdad? –repitió ¿Marina? Sacó su botella de agua y bebió–. ¿Quieres? Es limonada.
–Gracias.
–De nada.
Bebí un trago. Esta era otra buena señal. Otra, ni me habría dado ni una gota, ¿verdad? ¿Tienes sed? Cómprate tu gaseosa, ayer dejaste que mi pelotita escapara a otros mares.
–Está rico. Gracias.
–De nada. Lo preparé con mis manos –me mostró sus manos de porcelana de largos y frágiles dedos y uñas de nácar bien cortadas y pulidas.
–Tienes buena mano para los refrescos.
Sonrió y se le formaron hoyitos en las mejillas.
–¿Cómo te llamas?
–Harold. ¿Y tú?
Di Marina, no vayas a decir Martina o Margarina o María o Martha o Malvina que nadie se llama como una isla.
–Marina –su nombre brotó como una melodía de sus labios rosados, delgados.
¡Era ella, era ella quien había puesto un corazón alrededor de mi dibujo, era ella la que había escrito su nombre en la arena!
–Bonito tu nombre.
Sonrió. Los hoyitos en sus mejillas.
–Es que es del mar.
–Ya decía yo a esta chica nunca la he visto en tierra firme.
–Solo en la playa.
Sonreímos.
Se reanudó la formación.
–Tiene su historia –susurró–. Después te cuento, Harold.
Después me contaría, después hablaríamos, ¿después recordaríamos la tarde pasada en la playa? Un chico y una chica que se conocieron en la playa de Pisco…
El director presentó a los profesores. Él es nuestro tutor, le susurré cuando presentaron al profesor Palomino, también nos enseña comunicación. Ah, qué bien, dijo ella. ¿Y qué tal son sus clases? Bacanes, nunca aburre. Qué chévere.
Al fin terminó la formación. Los diferentes grados empezaron a pasar a sus secciones y el patio poco a poco se fue despoblando.
Nuestro salón estaba en el tercer piso del pabellón nuevo.
Cruzamos el patio, la cancha, los antiguos salones.
–¿De qué colegio vienes? –le pregunté a Marina, que caminaba a mi lado–. ¿O en el mar no se estudia?
Rió.
–Del Josefa Carrillo y Albornoz.
–¿De Chosica?
–Sí. ¿Conoces?
–Sí. Mis primas Bere y Nela estudian allí –le dije–. Mis abuelos viven en La Realidad.
–Oh, somos casi vecinos entonces.
–Mmm.
Empezamos a subir la escalera. Un peldaño, otro peldaño, llegamos al tercer piso.
–¡Mira, el mar! –exclamó Marina, como una niña.
Allí estaba el mar, el mismo mar de tiempos inmemoriales, el mar que había admirado Abraham Valdelomar, el mar por el cual había llegado don José de San Martín. Un mar en cuyo cielo volaban bandadas de gaviotas.
–Qué bonito, ¿verdad, Harold?
–Mmm. ¿Te gusta?
–Sí. Siempre quise vivir cerca del mar.
–Tu sueño se te ha hecho realidad.
–A veces los sueños se hacen realidad –dijo, con una sonrisa de hoyitos en sus mejillas.
Tenía razón.
–Hasta nombre de mar tienes.
–Ajá. Es que mi papá era marinero.
–¿Sí?
–Sí. ¿Y adivina cuál es mi apellido?
–No sé… –dije, después de pensarlo un segundo–. ¿Océano Pacífico?
–Tonto. En el salón te cuento.
Llegamos a nuestro salón. Entramos. Estaba impecable, pintada de celeste las paredes, las carpetas de color verde. Había una pizarra acrílica nueva donde habían escrito “Bienvenidos al año escolar 2007, chicos del 5° A”.
–¿Dónde nos sentamos, Harold?
¡Me estaba pidiendo que escogiera el lugar donde nos sentaríamos los siguientes diez meses! Qué suerte, ¿no? ¿Y si no hubiese rescatado su pelotita?…
–¿En la primera carpeta, te parece?
–Claro, para escuchar mejor las clases.
Por lo visto, era una chica inteligente, sino me habría dicho mejor sentémonos atrás para plajear durante los exámenes o para hacer chacota, es nuestro último año, tenemos que divertirnos al máximo.
Me senté al lado de la pared y ella al lado del pasadizo.
–Te iba a contar la historia de mi nombre –dijo–. Pero primero te voy a mostrar cómo se escribe para que no lo olvides. ¿Tienes una hoja en blanco?
–Escribe aquí –abrí la primera página de mi cuaderno.
–Van a pensar que te llamas Marina.
–No importa.
Reímos.
“Marina del Mar Flores”, escribió. Tenía una letra menuda, bonita como la de mi abuelo Juan. ¿Decirle tú escribiste tu nombre en la playa debajo de mi dibujo y pusiste un corazón alrededor?
Mejor no, se iba a paltear.
–Mis padres se conocieron en Huancacho. Fue amor a primera vista. Por eso estoy aquí –rió–. Papá era un marino español.
–¿Y por eso te pusieron Marina?
–Ajá. No me iban a poner playa, ¿verdad?
Volvió a reír.
Parece nuestra historia, le quise decir.
–Qué bonita historia de amor.
–Mmm. Pero tiene un trágico final.
–¿Sí?
–Sí… –hizo una pausa–. El barco donde trabajaba papá desapareció un día sin dejar huella alguna. Se lo tragó el mar, desapareció.
–¿En serio?
–Sí… –sus ojitos color mar se empañaron con una lágrima. ¿Y qué hago si llora?, pensé. ¿La consuelo, la abrazo, le lleno de besos, me bebo sus lágrimas?
–¿Y cómo así se han venido a Pisco? –se me ocurrió preguntar.
–Mi mamá es profesora de matemática –dijo–. Nos hemos mudado porque consiguió un contrato aquí.
–¿Acá en el cole?
–No, en el colegio Libertador San Martín. ¿Conoces?
–Sí. Mis padres también trabajan ahí.
–No te creo.
–En serio. Papá es profesor de arte y mamá de comunicación.
–Vaya, qué casualidad –dijo–. Sí que el mundo es pequeño.
–Del tamaño de una pelotita de tenis.
–Así parece.
Nos reímos.
–¿Y por qué no te matricularon allí?
–A mi mamá no le gusta que estudie en el colegio donde enseña porque después te hacen pasar por agua caliente.
–Eso también dicen mis padres.
–¿Ellos son nombrados?
–Sí.
–Qué bien –dijo–. Porque cuando eres contratado, tienes que andar de colegio en colegio como un gitano. El año pasado estuvimos en Matucana.
–Wao, allá hace bastante frío en las mañanas y en las tardes, ¿no? –le dije–. Antes íbamos a pasear allí con mi abuelita María.
–Oh, sí, un frío terrible –dijo–. En las noches tenía que cubrirme con diez frazadas.
Rió. Los hoyitos en sus mejillas. Sus dientes blancos y parejos.
–Y ahora estoy cerca del mar, sancochándome.
Volvió a reír. Tenía una risa linda.
–¿Y cuál es el curso que más te gusta, Harold?
–Comunicación. Supongo que a ti matemática, ¿verdad?
–Ajá. Por algo no soy hija de matemática.
–Entonces me darás una mano en los números, ¿no?
–Claro –dijo. Y extendiéndome la mano, añadió–: Toma, aquí tienes una mano.
Se la tomé. Era suave como el algodón. Decirle tus manos son suaves como el algodón…
Reímos.
–Gracias por haber chapado mi pelotita.
–De nada. ¿Te gusta jugar tenis?
–Sí.
–¿Quienes son tus tenistas favoritos?
–Roger Federer y Rafael Nadal –dijo, y yo sentí un poco de celos–. También las hermanas Williams, Martina Hingis, Amelie Mauresmo, María Sharapova, etc.
–Puedes dedicarte a jugar tenis profesionalmente.
–Oh, no –exclamó–. Es solo un hobby. Voy a estudiar educación inicial y, después, cuando ya trabaje, me voy a especializar en problemas de aprendizaje. ¿Y tú?
Vaya, ya sabía lo que iba a hacer cuando terminara el colegio. ¿Yo? Yo quería aprender a tocar la guitarra como Santana, musicalizar mis poemas…
–No sé… Me gusta la música, escribo poemas, dibujo…
–Eres un artista.
Me puse colorado.
–¿Qué instrumento tocas?
–La guitarra. Con Agustín –le señalé a mi amigo –cantamos siempre en las actuaciones.
–Qué bacán. Yo siempre he querido aprender a tocar la guitarra.
–Si quieres, te puedo enseñar.
–Sería chévere. Gracias.
Hasta el momento, todo iba bien entre nosotros.
–¿Y qué tal vacaciones, Harold?
–Más o menos.
–¿Por? Si yo tuviera la playa tan cerca, me iría a nadar todos los días.
–Es que mi abuelito estuvo enfermo. Lo operaron en enero y ya te imaginarás cómo estábamos por la preocupación.
–Ah, ya –dijo–. ¿Y ya está bien?
–Sí. El jueves cumple ochenta años y nos va a visitar.
–Qué bien.
–¿Y tú qué tal? ¿Jugando tenis?
–Cocinando –dijo–. Mi mamá tenía que salir a buscar plaza y yo me quedaba a cargo de las ollas.
–¿Y cocinas bien?
–Regular –dijo–. A veces se me quemaba el agua y mi mamá se molestaba.
Rió con ganas. Yo también reí.
–En las tardes salía a practicar tenis con mis amigas.
–Qué bien.
–Estoy leyendo esta novela –sacó un libro.
–Melocotones helados, Espido Freire –leí–. ¿Es un libro de recetas de helados?
–No, tonto –dijo–. Es una novela, la historia de las Elsas: Elsa chica, Elsa grande, el fantasmita de la primera Elsa.
–Parece interesante.
–Es interesante. Cuando la termine, te la presto.
–Gracias.
–De nada. ¿Tú estás leyendo algo?
–Los cuentos de Abraham Valdelomar.
–Qué bacán –exclamó–. Yo siempre me acuerdo del Hipocampo de oro y de Los ojos de Judas. Y de su poema Tristitia, por supuesto.
–Son hermosos textos.
–Ajá.
Nos seguía yendo bien. ¿Y si le contaba que anoche volví a la playa? Mejor no, quizá más adelante, todavía teníamos tiempo hasta diciembre. ¿Después? Vendrían las vacaciones… no, ya no tendríamos vacaciones, en diciembre terminaríamos nuestros estudios. Me puse triste pensando que después de diciembre quizá nunca más la volvería a ver, su mamá terminaría su contrato y volverían a Lima. Pero para diciembre faltaba bastante todavía. Tantas cosas podían pasar hasta diciembre. Más adelante le diría que estaba enamorado de ella…
El profesor Palomino entró al salón. Hola, chicos, ¿cómo están?, bien, ¿qué tal vacaciones? Más o menos. Muy cortas. Bueno, diez meses más, y descansarán todo lo que quieran. ¡¡Uhh!
–Veo un rostro nuevo.
Marina se puso colorada.
–Buenos días, señorita, ¿cómo se llama usted y de qué colegio viene?
–Buenos días, profesor, me llamo Marina del Mar Flores y vengo del colegio Josefa Carrillo y Albornoz de Chosica.
–¡Oh! –exclamó medio salón.
–Bienvenida al 5° A y a Pisco, Marina.
–Gracias, profesor.
–¿Sigue siendo nuestro tutor, profe? –le preguntó Pamela.
–Lamentablemente, sí –dijo el profesor.
Nos reímos.
–¿Iremos al Cusco, profe?
–De todas maneras… si es que conseguimos los suficientes fondos. Mínimo tenemos que tener quinientos soles por alumno.
–Pucha, vamos a tener que trabajar en lugar de venir a estudiar.
–Entre más actividades hagamos, más fondo tendremos –dijo Marina–. Todo depende de nosotros. Por ejemplo, en mi promo estábamos vendiendo panchos y anticuchos en la Plaza de Armas de Chosica todos los fines de semana.
–Ay, qué roche –dijo Claudia–. Ni loca vendo panchos en la Plaza de Armas. Qué dirán mis amigos.
–No viajarás entonces.
–Mejor.
Claudia se daba a veces sus ínfulas de condesa. De condesa de bolsillo, porque era la más chiquita del salón.
–Podemos aprovechar el verano y vender chups en la playa –dijo Pamela–. También gelatina.
–Es una buena idea –dijo el profesor–. Organícense.
–El pan con pollo también sale –dijo Marina.
–Claro –dijo el profesor–. ¿Quieres encargarte de un grupo?
–Ya, profesor –dijo Marina.
–Por lo pronto, ya tienes a Harold en tu equipo –le dijo el profesor.
Se puso colorada otra vez.
–Bueno, ahora a trabajar –dijo el profesor.
–¿Qué hiciste durante tus vacaciones? –dijo alguien, fingiendo la voz del profesor.
Risas.
Ya sabíamos que el primer día de clase el profesor Palomino haría eso: pedirnos una composición sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones. Eso hacía después de las vacaciones de verano, de medio año, después de los feriados largos, del día de la madre, etc., para desarrollar nuestra imaginación, nuestra creatividad, de repente entre nosotros tenemos otro Abraham Valdelomar, otro Vargas Llosa, decía.
–Ahora será diferente –dijo el profesor–. Emplearemos la técnica del flash back.
–¿O sea, profe?
–Desde el último día de vacaciones, o sea ayer, se pondrán a recordar lo que hicieron durante las vacaciones.
–Difícil, profe –dijo Toño.
–Ni tanto. Por ejemplo, si ayer fueron a la playa, lo que la mayoría hizo, se ponen a recordar desde la playa, y mirando el mar, lo que hicieron los meses anteriores.
–¿Y si fueron unas pésimas vacaciones, profe?
–Ya saben que vale inventar, ficcionar, soñar, chamullar, mentir. ¡Dejen volar su imaginación, chicos!
Marina y yo nos miramos. ¿Contaríamos casi la misma historia?
–¿Y qué titulo le ponemos, profe?
–¿Sugerencias?
–¿“Así fueron mis últimas vacaciones”?
–¿“Recordando las vacaciones”?
–¿“El último verano en el cole”?
Quise levantar la mano y decir “Tú que miras el mar”.
–¿“Tú que miras el mar”? –dijo Marina.
¿Me leyó el pensamiento?
–Buen título –dijo el profesor. Marina sonrió–. Ahora a trabajar para que después lean sus textos.
–¡Ohh, noo! –exclamó más de medio salón–. ¡Qué roche!
–¿Ponemos que ayer nos conocimos en la playa? –me preguntó Marina.
–Si quieres –le dije.
–Pero se van a enterar todos –dijo–. Mejor no, que sea nuestro secreto.
Nuestro secreto. Nos miramos. Sus ojos bonitos, su carita de ángel, mi corazón que latía como un mar furioso.
–Como gustes.
Nos pusimos a escribir. Conté que el domingo fui a la playa con mis primos y, mientras nos estábamos bañando, el viento le arrebató una pelota a una chica y ella me pidió que se lo chapara. Cuando regresé con la pelota, la chica ya no estaba. Mis primos dijeron esa es la sirena que habita en la Huacachina, seguro ha venido a nadar a Pisco.
–¿Esa no soy yo? –dijo Marina, leyendo lo que había escrito.
–Parece que sí –dije.
Rió y se le formaron los hoyitos en las mejillas.
–¿Terminaron, chicos?
–Cinco minutitos más, profe, porfis,
–Bueno, bueno.
Pasaron cinco minutos, luego diez.
–Creo que tanta playa ha hecho mella en su creatividad –dijo el profesor–. El miércoles lo traen terminado y lo leemos.
–¡Yupi!
–Bueno, chicos, hasta la siguiente clase.
Nos pusimos de pie y el profesor salió del salón.
–¿Vamos a mirar un ratito el mar hasta que venga el siguiente profesor? –propuso Marina.
Salimos al balcón. Allí estaba el mar, con el cielo poblado de gaviotas. Ya había algunos veraneantes. Las embarcaciones en el Muelle se bamboleaban al ritmo de las ondas marinas.
–¡Qué hermosa vista! –exclamó Marina–. Dan ganas de quedarse a vivir para siempre aquí.
¿Conmigo? Sí, contigo, y con los peces, con las tortugas, con los lobos marinos.
Una gaviota se zambulló y salió con un pescado entre el pico.
–Me imagino que tú irás todos los días a la playa, ¿no, Harold? A caminar en la arena, a mojarte los pies en el mar, a inspirarte.
–Ni creas. A veces no hay con quién.
Silencio.
–Yo iría todos los días a la playa –dijo–. Pero tampoco tengo con quién.
–Si quieres, puedo acompañarte todas las veces que quieras…
–Gracias –dijo–. Espero que seamos buenos amigos.
–Yo también.
La amistad es el camino al amor, ¿verdad?
–Además, tanta casualidad no puede ser por nada, ¿no?: la playa, el cole…
El corazón me dio un brinco. ¿Qué quería decir? ¿Que también sentía algo por mí?
–¿Y de qué tratan tus poemas, Harold?
–Del mar, de la playa…
–Qué bacán. ¿Y conoces dónde está enterrada Sara Helen?
–Sí. Está en el cementerio municipal.
–¿Un día me llevarás?
–Claro. Aunque después no vas a poder dormir, vas a tener pesadillas.
–Wao, qué miedo, mejor no me lleves, que de repente viene por mí.
Reímos con ganas.
La profesora Vega subía las escaleras.
–Sospecho que nos toca con la profesora Vega.
–¿Qué enseña?
–Sociales.
–¿Y qué tal es?
–Es inteligente, pero antipática.
–¿Sí?
–Sí. Ya la conocerás.
–Mejor me hubiese matriculado en el colegio de mi mamá –me susurró Marina.
–Hola, chicos, ¿qué tal? –dijo la profesora, y a Marina–: ¿Eres nueva o eres la enamorada de Harold que lo ha venido a acompañar este primer día de clase?
Marina y yo nos pusimos colorados. No dijimos nada.
Entramos al salón detrás de la profesora. Todos se pusieron de pie rapidito porque, si la profesora descubría a alguien que no lo hacía, de castigo le hacía escribir cien veces “Tengo que saludar a la profesora Vega cuando entra al salón”.
–Ya se habrán fijado que tienen una compañera nueva, ¿verdad?
–Sí, profesora.
–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera nueva”? –preguntó Toño.
–Todavía no –dijo la profesora–. ¿Ya la conocen?
–¡Nooo! –dijo más de medio salón.
–¿Te puedes presentar para que te conozcamos?
–Claro, profesora. Me llamo Marina.
–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera llamada Marina”, profesora? –otra vez Toño.
–Después –dijo la profesora–. Ahora haremos un repaso de lo estudiado el año pasado.
–¡¡Nooo!!
Casi todos habíamos olvidado las lecciones del año anterior. Tanto sol nos secó las neuronas, profesora. Seguro que no abrieron ni una sola vez sus cuadernos, ¿verdad? Los vendimos al peso a los recicladores, profe. No se hagan los chistosos, chicos.
Marina fue una de las pocas que respondió todas las preguntas.
–¿Tienes memoria de elefante o qué? –le dijo la profesora–. Cuéntanos tu secreto.
–Ningún secreto, profesora. Todos los días repasaba mis libros.
–¿Los libros no se devuelven en diciembre?
–Sí, profesora, pero en mi colegio nos lo prestan para que repasemos durante las vacaciones –dijo Marina–. Y recién los devolvemos al regresar a clases.
–Vaya, es algo innovador eso –dijo la profesora–. No se nos había ocurrido. Quizá lo pongamos en práctica este año.
–Profe, las vacaciones son para relajarse –dijo Toño.
–Depende de tu proyecto de vida –dijo la profesora–. ¿Cuál es tu proyecto de vida, Marina?
–Voy a estudiar educación inicial y después especializarme en problemas de aprendizaje.
–¡Ohhh! –exclamó casi todo el salón.
Marina se puso colorada.
–¿Y cuál es tu proyecto de vida, Antonio?
–Lo estoy pensando, profe.
–No lo pienses mucho porque ahoritita estamos en la fiesta de promo.
Risas.
Hasta que por fin tocó el timbre para el primer recreo del año.
–¿Vamos a tomar algo al quiosco, Marina?
–Vamos, pues. ¡Qué calor!
Pamela me pellizcó al pasar por su lado. Ya no conoces, me susurró.
Los chicos jugaban fútbol en el patio, algunos utilizaban botellas descartables como pelotas. Las chicas jugaban voley. Otros jugaban al matagente o al camotito, también a la lleva.
Nos sentamos frente a frente. ¿Qué pedimos, Harold? ¿Una gordita de Inca Kola? Claro. Y un paquete de galleta.
–En mi cole también es recreo –dijo Marina, mirando su reloj.
–Extrañarás a tus amigas, ¿verdad?
–Ajá. Ni te imaginas cómo –dijo–. Sobre todo a las de mi grupo: Mily y Fabi.
Menos mal que no dijo Ricardo, Carlos, Miguel, Juan.
–Teníamos tantos planes para este año… –suspiró–. En fin, por algo pasan las cosas, ¿verdad? Al menos siempre chateamos.
–Mmm.
–Bueno, un año pasa rapidito –dijo. Partió una galleta y lo comió–. Ya el otro año nos encontraremos en La Cantuta.
Puse mi cara triste. Dentro de un año ella estaría lejos, sería solo un recuerdo. Un año pasa rápido… Tu nombre en la arena sería un recuerdo… Tú que mirabas el mar.
–¿Te pasa algo, Harold? –me preguntó.
Nos miramos. Tus ojos bonitos…
Quizá no debí nadar tras su pelotita…
–No –mentí. ¿Y si le decía estoy enamorado de ti? ¿Crees en el amor a primera vista?–. Estaba pensando que ya estamos en quinto año. Qué rapidito ha pasado el tiempo.
–El tiempo siempre pasa rápido –dijo–. ¿Tus sueños se hacen realidad?
¿Decirle solo un sueño se me hizo realidad? ¿Preguntaría cuál?
–No, hasta ahora. ¿Y los tuyos?
–Sí –dijo, mirándome con sus ojos lindos–. Siempre.
¿Preguntarle tu sueño de ayer también se te hizo realidad como a mí?
–Espera, ahora que lo pienso, sí se me hizo realidad un sueño…
–¿Cuál?
–Es un secreto –le susurré.
–Cuéntame, pues.
Me puse colorado.
–Después.
–Porfis –insistió.
Tocó el timbre anunciando el fin del recreo.
–Cuéntame.
–Te juro que después. Además, tenemos que volver al salón.
–Que conste –dijo.
Nos dividimos los gastos mitad mitad. Me daba roche decirle yo invito hoy.
El siguiente curso fue matemática. El profesor Fernández también le pidió a Marina que se presentara. Después hicimos un repaso de lo aprendido el año anterior. Marina tuvo una buena participación, tanto así que el profesor la felicitó. Le preguntó si había llevado vacacional.
–Mi mamá también es profesora de matemática –dijo ella, con orgullo.
–Entonces tienes a quién salir –le dijo el profesor, felicitándola otra vez.
Marina sonrió.
Hasta que por fin llegó la hora de salida. El portón a duras penas soportó el embate de los alumnos que salían atropellándose rumbo a sus casas.
Salí con Marina. Ella también iba por la calle San Martín.
–Vivo en la cuadra siete.
–Yo en la diez.
Otra casualidad. Demasiadas casualidades, ¿no?
Echamos a andar rumbo a nuestras casas.
–¿Ahora sí me contarás cuál fue tu sueño que sí se te hizo realidad, Harold?
–Pensé que lo habías olvidado.
–Cómo me voy a olvidar si me dejaste intrigada.
¿Y ahora qué hago? ¿Qué le cuento? ¿Me le declaro? Soñé contigo, te llamé con el pensamiento, volví a la playa, vi tu nombre…
–Anoche soñé…
Su rostro se puso colorado como el mar en las tardes.
Silencio.
Pregúntame qué soñé.
–Seguro soñaste que te casabas con tu enamorada.
–Ya quisiera yo.
–¿No tienes enamorada?
–No.
–Mentiroso.
–En serio. ¿O me has visto con alguien en el cole? Toda la mañana la hemos pasado juntos y ninguna chica te pegó.
Rió con ganas, qué chistoso eres, Harold.
–¿No hay una chica que te guste?
Esta vez el que se puso colorado fui yo. ¿Qué decirle? Este… sí, pero…
–¿Y tú tienes enamorado, Marina?
–Yo te hice una pregunta y no me contestaste…
Otra vez estaba entre la espada y la pared. Sí, me gusta una chica. ¿Quién es? La conocí ayer en la playa…
–Bueno, tú no me contestas, y yo tampoco…
–Oh, no, así no vale.
–Claro que sí vale. Es lo justo. Pregunto, contestas. Preguntas, contesto. Pregunto, no contestas, y yo tampoco. ¿Qué te parece?
–Que estás haciendo trampa.
–La trampa lo haces tú.
Reímos con ganas.
–Empecemos de nuevo, entonces –dijo–. ¿Hay alguna chica que te gusta?
–Sí. Pero no me preguntes quién es.
–Ok –dijo. Sonrió para sí.
–Ahora te toca responder a ti.
–¿Qué cosa?
–La pregunta que te hice.
–¿Cuál era? Ya lo olvidé.
Volvimos a reír con ganas.
–Aquí vivo –dije, al llegar a la puerta de mi casa.
–Entonces hasta mañana, Harold –dijo, dándome un beso en la mejilla–. Cuídate.
Ahora nunca me lavaré la cara, pensé.
–Tú también, Marina. Mañana me respondes.
–Lo pensaré.
Rió. Puse mi cara triste.
–Bueno, no lo tengo –dijo
Me dieron ganas de dar un brinco.
–¿Contento, Harold?
No atiné a decirle nada. Me quedé allí, en la vereda, viéndola alejarse, convertida en un ángel azul y blanco.
Correría hasta el Muelle, volvería sobre mis pasos y nadaría un rato.
La marea había dejado la playa limpia de huellas, de castillos, de hoyos pero, ¿milagro?, allí estaba mi dibujo y el corazón hecho por Marina, su nombre. ¡Marina! ¿Por qué no escribió su correo? Yo escribí “Te amo” en la arena y ni las olas lo pudieron borrar. Nunca la olvidaría. Hice un corazón más grande aun para rodear su corazón. Tu corazón dentro de mi corazón. Dos corazones en la playa.
Llegué al Muelle y di la media vuelta. Le jalaría las orejas a Agustín. Le pediría a Pamela que nos acompañara. ¡Ya estábamos en quinto año! No, todavía no, faltaba más de una hora todavía.
Al agua, pato. ¡Marina! ¡Mar! Si pudiera retroceder el tiempo. ¿Pero para qué? ¿Para nadar de nuevo tras su pelotita? ¿Para quedarme y verla jugar? ¿Y si tenía enamorado? Eso era lo más seguro. Lo mejor sería olvidarla. Olvidarla, ¿podría?
Antes de volver a casa, pasé por la panadería de don Jorge por los panes y la leche.
Me di un buen baño. Me puse mi uniforme escolar.
–Qué guapo estás, hijo –mamá me piropeó.
–Salió a este pechito –dijo papá.
–A mí –dijo mamá–. Por algo no he sido Miss Universo, ¿no?
–Caramba, María, tú solo has sido Miss Pisco –dijo papá.
Reímos con ganas.
RPP informaba que más de seis millones de alumnos volvían a las aulas. ¿Entre ellos estaría Marina? ¿En qué colegio estaría? ¿Qué tal alumna sería? ¿Cuándo sería su cumpleaños? Cuánto ignoramos de las personas con las cuales nos cruzamos solo una vez en nuestras vidas.
–¿Qué quieren que les prepare de almuerzo? –preguntó mamá.
–Escoge, Harold –dijo papá–. ¡Por fin llegaste a quinto año!
–Ají de gallina.
–Trataré de que me salga igual a como lo preparaba la abuela María –dijo mamá. La abuela me preparaba un rico ají de gallina cada vez que la iba a visitar. Nadie como ella para preparar el ají de gallina–. Aunque lo dudo, tu abuela tenía una sazón única.
–Tú también cocinas rico, má.
–Doy fe de ello –dijo papá.
Mamá sonrió, complacida por nuestros halagos.
Papá partió a su colegio y yo al mío. Papá y mamá trabajaban en el Libertador San Martín, papá en la mañana y mamá en la tarde.
Yo estudiaba en el Abraham Valdelomar.
Fui por las mismas calles por donde transitaba desde primer año. Las casas de adobe, las puertas de madera, las veredas desniveladas, cuarteadas. ¿Dónde estaría Marina? ¡Mar! ¿Por qué no podía sacarla de mis pensamientos? ¿Acaso me había enamorado de ella? ¿Existía el amor a primera vista? ¿Existían los flechazos? ¿Eso no sucedía solo en las telenovelas y en las baladas?
Un mar de alumnos, vestidos de blanco y azul, se dirigían al colegio desde todas las calles. Un nuevo año escolar empezaba. Mi último año escolar.
Allí estaba el colegio, mi colegio. En lo alto del portón, el nombre del autor de Tristitia refulgía como un sol. En la entrada, su estatua, con el Caballero Carmelo a sus pies, nos daba la bienvenida. También la habían pulido.
Algunos llevaban sus mochilas, otros solo un cuaderno.
–¡Apúrense, apúrense! –nos instaban los auxiliares–. ¡Al patio principal que ya va a empezar la formación!
¡Hola, Harold! Hola, chicos. Allí estaban mis compañeros de salón. ¿Y qué tal vacaciones? ¿Viajaron? Vaya, te has estirado un montón. Oye, tú te vas a quedar chato. Hay que colgarlo del techo para que no sea la mascota del lonsa. Risas. Caramba, ya te afeitas. ¡Por fin estamos en quinto! Sí, lo que en primer año era un sueño, ahora era realidad.
–¡A formar, señores alumnos! –ordenó el auxiliar Pablo–. Los más altos atrás.
Una tarde en la playa, una pelotita que pasó a un milímetro de mi cabeza, una chica de ojos color mar y cabellos rubios como el sol, una sirena, un corazón, dos corazones, ¡Marina! ¡Mar!
–¿El 5° A?
Esa voz la había escuchado en alguna parte.
–Sí –dijo Claudia, que estaba primera en la fila de chicas.
Levanté los ojos.
¿Marina? ¿Mar? ¿Estaba viendo visiones? ¿Había perdido la razón? Quizá tanto pensar en ella me estaba haciendo alucinar.
Era ella, no estaba soñando: la rubia cabellera recogida en una redecilla, los ojos color mar, el rostro que había recordado una y otra vez. El uniforme del colegio nuevo, impecable, los zapatos brillantes.
–Bueno, entonces acá me quedo.
–Tienes que formarte de acuerdo al tamaño –le dijo Claudia.
–Ah, ya. Gracias.
Un paso, otro paso, era alta, más alta que Carla, Miriam, Gloria, Xiomy, Pamela, Niurka, Mónica, Sandra. Se puso detrás de Sandra, a un paso de mí.
Mi corazón latía a mil: toctoctoctoc.
Llegó Agustín.
–¿Saliste a correr, Harold?
–Sí. Te estuve esperando por gusto.
Vuelve el rostro, Mar, ¿o me has olvidado rapidito?
–Disculpa, amigo. El miércoles sí te acompaño.
–Ojalá.
Mar parecía sumida en sus pensamientos. ¿Qué se sentiría estar ante tantos extraños? Seguro estaba recordando a sus amigas y amigos, a su colegio.
–De verdad, Harold.
–Ver para creer.
Volvió el rostro, ¡al fin!, y me miró. Toctoctoc, latía mi corazón. Esos ojos color cielo, color mar, ya los conocía. Toctoctoc.
–Hola –me dijo, con una sonrisa que dibujó unos hoyitos en sus mejillas. ¡Me había reconocido! ¡Me estaba sonriendo! Eso significaba mucho, ¿verdad?–. ¿Te acuerdas de mí? Soy la chica de la playa, la de la pelotita fugitiva.
Cómo no me iba a acordar. Había soñado despierto con ella, había tenido ganas de ir a la playa en la madrugada para ver su corazón, para leer su nombre, para respirar la misma brisa marina que habíamos respirado en la tarde, para buscar sus huellas en la arena. ¿Tú también pensaste en mí?, ¿recordaste al chico de la playa que rescató tu pelotita de los tiburones?
–Claro. Hola.
–Vaya, el mundo es chico.
–Mmm. Del tamaño de una pelotita de tenis.
–Ajá.
Sonreímos. Los hoyitos en sus mejillas de luna.
–Qué calor, ¿no? –dijo.
–Acá el sol siempre quema fuerte.
–Wao, ojalá que me acostumbre.
–Ya verás que sí.
–Ojalá.
Sí, ojalá que te acostumbres y te quedes para siempre para contemplarte todos los días, para que mis sueños se hagan realidad.
–¿De dónde vienes?
–De Lima.
–Pensé que eras de Ica.
–Ya quisiera. Ica está cerca, ¿verdad?
–A una hora de aquí.
–Uff, súper cerca.
¡En columna, cubrirse! ¡Firmes, descanso, atención!
Sí que el mundo era pequeño. ¿Tanta coincidencia podía existir? ¿O es que escuchó mis llamados? ¿Existía telepatía entre nosotros? Te llamé y volviste. Escribí “Te amo” en la arena y regresaste para corresponderme. ¿Y si tenía enamorado? Entonces no me habría sonreído, ¿verdad? Pero su enamorado estaría en Lima… Tendría que preguntarle. ¿Y si me decía a ti qué te importa? Pero me había sonreído…
Una tarde en la playa, dos chicos que se conocen…
La profesora Lina, de religión, tomó el micrófono. Vamos a ponernos en presencia del Señor para agradecer por el inicio de este nuevo año escolar, dijo. Marina se hizo la señal de la cruz, inclinó el rostro. Padre nuestro que estás en los cielos… Recé con ganas, tenía tantas cosas que agradecerle a Dios. No era un sueño, allí estaba ella, Marina, a un paso de mí, rezando. ¿Y si no se llamaba Marina? Todavía no me había dicho su nombre. ¿Y si otra chica vio mi dibujo y puso su nombre? Pero su mamá le había llamado ¿Marina o Malvina o María? ¿Y si escuché mal? ¿Cómo te llamas, amiga? Rezamos el Salve. Amén. ¿Qué tal si ayer me había muerto mientras rescataba su pelotita y ahora estaba en el cielo? Ya, Harold, estás alucinando demasiado, en el cielo no hay clases, en el cielo no se canta el Himno Nacional. Agucé los oídos para escuchar su voz, solo su voz. Cantaba bonito, entonado, con ánimo. ¡Viva el Perú! ¡¡Viva!!
¿Qué hubiera pasado si ayer no hubiese ido a la playa? ¿Si no hubiese rescatado su pelotita?
Hoy ni me habría mirado. Me habría ignorado olímpicamente. No existes, no eres nadie, eres aire.
El director tomó la palabra para darnos la bienvenida, dio la bienvenida a los alumnos de primero y a los alumnos nuevos que se unían a la gran familia valdelomarina. ¿Marina? sonrió. Su frente brillaba, el sol reverberaba en su rubia cabellera que parecía hecha de hilos de oro.
¿Marina? volvió el rostro, me miró y me regaló una sonrisa. ¡Qué hermosos eran sus ojos! Eran dos mares, dos lagos, dos cielos. Abraham Valdelomar le habría dedicado un poema a esos ojos, a esas pestañas rizadas, a esa carita linda, a esos cabellos rubios, lacios y largos, a esos labios perfectamente dibujados, a esos hoyitos que se dibujaban en sus mejillas cada vez que sonreía.
Un chiquito de primero se desmayó. Los auxiliares y un par de profesores corrieron a auxiliarlo. Se desató el bullicio.
–Qué calor, ¿verdad? –repitió ¿Marina? Sacó su botella de agua y bebió–. ¿Quieres? Es limonada.
–Gracias.
–De nada.
Bebí un trago. Esta era otra buena señal. Otra, ni me habría dado ni una gota, ¿verdad? ¿Tienes sed? Cómprate tu gaseosa, ayer dejaste que mi pelotita escapara a otros mares.
–Está rico. Gracias.
–De nada. Lo preparé con mis manos –me mostró sus manos de porcelana de largos y frágiles dedos y uñas de nácar bien cortadas y pulidas.
–Tienes buena mano para los refrescos.
Sonrió y se le formaron hoyitos en las mejillas.
–¿Cómo te llamas?
–Harold. ¿Y tú?
Di Marina, no vayas a decir Martina o Margarina o María o Martha o Malvina que nadie se llama como una isla.
–Marina –su nombre brotó como una melodía de sus labios rosados, delgados.
¡Era ella, era ella quien había puesto un corazón alrededor de mi dibujo, era ella la que había escrito su nombre en la arena!
–Bonito tu nombre.
Sonrió. Los hoyitos en sus mejillas.
–Es que es del mar.
–Ya decía yo a esta chica nunca la he visto en tierra firme.
–Solo en la playa.
Sonreímos.
Se reanudó la formación.
–Tiene su historia –susurró–. Después te cuento, Harold.
Después me contaría, después hablaríamos, ¿después recordaríamos la tarde pasada en la playa? Un chico y una chica que se conocieron en la playa de Pisco…
El director presentó a los profesores. Él es nuestro tutor, le susurré cuando presentaron al profesor Palomino, también nos enseña comunicación. Ah, qué bien, dijo ella. ¿Y qué tal son sus clases? Bacanes, nunca aburre. Qué chévere.
Al fin terminó la formación. Los diferentes grados empezaron a pasar a sus secciones y el patio poco a poco se fue despoblando.
Nuestro salón estaba en el tercer piso del pabellón nuevo.
Cruzamos el patio, la cancha, los antiguos salones.
–¿De qué colegio vienes? –le pregunté a Marina, que caminaba a mi lado–. ¿O en el mar no se estudia?
Rió.
–Del Josefa Carrillo y Albornoz.
–¿De Chosica?
–Sí. ¿Conoces?
–Sí. Mis primas Bere y Nela estudian allí –le dije–. Mis abuelos viven en La Realidad.
–Oh, somos casi vecinos entonces.
–Mmm.
Empezamos a subir la escalera. Un peldaño, otro peldaño, llegamos al tercer piso.
–¡Mira, el mar! –exclamó Marina, como una niña.
Allí estaba el mar, el mismo mar de tiempos inmemoriales, el mar que había admirado Abraham Valdelomar, el mar por el cual había llegado don José de San Martín. Un mar en cuyo cielo volaban bandadas de gaviotas.
–Qué bonito, ¿verdad, Harold?
–Mmm. ¿Te gusta?
–Sí. Siempre quise vivir cerca del mar.
–Tu sueño se te ha hecho realidad.
–A veces los sueños se hacen realidad –dijo, con una sonrisa de hoyitos en sus mejillas.
Tenía razón.
–Hasta nombre de mar tienes.
–Ajá. Es que mi papá era marinero.
–¿Sí?
–Sí. ¿Y adivina cuál es mi apellido?
–No sé… –dije, después de pensarlo un segundo–. ¿Océano Pacífico?
–Tonto. En el salón te cuento.
Llegamos a nuestro salón. Entramos. Estaba impecable, pintada de celeste las paredes, las carpetas de color verde. Había una pizarra acrílica nueva donde habían escrito “Bienvenidos al año escolar 2007, chicos del 5° A”.
–¿Dónde nos sentamos, Harold?
¡Me estaba pidiendo que escogiera el lugar donde nos sentaríamos los siguientes diez meses! Qué suerte, ¿no? ¿Y si no hubiese rescatado su pelotita?…
–¿En la primera carpeta, te parece?
–Claro, para escuchar mejor las clases.
Por lo visto, era una chica inteligente, sino me habría dicho mejor sentémonos atrás para plajear durante los exámenes o para hacer chacota, es nuestro último año, tenemos que divertirnos al máximo.
Me senté al lado de la pared y ella al lado del pasadizo.
–Te iba a contar la historia de mi nombre –dijo–. Pero primero te voy a mostrar cómo se escribe para que no lo olvides. ¿Tienes una hoja en blanco?
–Escribe aquí –abrí la primera página de mi cuaderno.
–Van a pensar que te llamas Marina.
–No importa.
Reímos.
“Marina del Mar Flores”, escribió. Tenía una letra menuda, bonita como la de mi abuelo Juan. ¿Decirle tú escribiste tu nombre en la playa debajo de mi dibujo y pusiste un corazón alrededor?
Mejor no, se iba a paltear.
–Mis padres se conocieron en Huancacho. Fue amor a primera vista. Por eso estoy aquí –rió–. Papá era un marino español.
–¿Y por eso te pusieron Marina?
–Ajá. No me iban a poner playa, ¿verdad?
Volvió a reír.
Parece nuestra historia, le quise decir.
–Qué bonita historia de amor.
–Mmm. Pero tiene un trágico final.
–¿Sí?
–Sí… –hizo una pausa–. El barco donde trabajaba papá desapareció un día sin dejar huella alguna. Se lo tragó el mar, desapareció.
–¿En serio?
–Sí… –sus ojitos color mar se empañaron con una lágrima. ¿Y qué hago si llora?, pensé. ¿La consuelo, la abrazo, le lleno de besos, me bebo sus lágrimas?
–¿Y cómo así se han venido a Pisco? –se me ocurrió preguntar.
–Mi mamá es profesora de matemática –dijo–. Nos hemos mudado porque consiguió un contrato aquí.
–¿Acá en el cole?
–No, en el colegio Libertador San Martín. ¿Conoces?
–Sí. Mis padres también trabajan ahí.
–No te creo.
–En serio. Papá es profesor de arte y mamá de comunicación.
–Vaya, qué casualidad –dijo–. Sí que el mundo es pequeño.
–Del tamaño de una pelotita de tenis.
–Así parece.
Nos reímos.
–¿Y por qué no te matricularon allí?
–A mi mamá no le gusta que estudie en el colegio donde enseña porque después te hacen pasar por agua caliente.
–Eso también dicen mis padres.
–¿Ellos son nombrados?
–Sí.
–Qué bien –dijo–. Porque cuando eres contratado, tienes que andar de colegio en colegio como un gitano. El año pasado estuvimos en Matucana.
–Wao, allá hace bastante frío en las mañanas y en las tardes, ¿no? –le dije–. Antes íbamos a pasear allí con mi abuelita María.
–Oh, sí, un frío terrible –dijo–. En las noches tenía que cubrirme con diez frazadas.
Rió. Los hoyitos en sus mejillas. Sus dientes blancos y parejos.
–Y ahora estoy cerca del mar, sancochándome.
Volvió a reír. Tenía una risa linda.
–¿Y cuál es el curso que más te gusta, Harold?
–Comunicación. Supongo que a ti matemática, ¿verdad?
–Ajá. Por algo no soy hija de matemática.
–Entonces me darás una mano en los números, ¿no?
–Claro –dijo. Y extendiéndome la mano, añadió–: Toma, aquí tienes una mano.
Se la tomé. Era suave como el algodón. Decirle tus manos son suaves como el algodón…
Reímos.
–Gracias por haber chapado mi pelotita.
–De nada. ¿Te gusta jugar tenis?
–Sí.
–¿Quienes son tus tenistas favoritos?
–Roger Federer y Rafael Nadal –dijo, y yo sentí un poco de celos–. También las hermanas Williams, Martina Hingis, Amelie Mauresmo, María Sharapova, etc.
–Puedes dedicarte a jugar tenis profesionalmente.
–Oh, no –exclamó–. Es solo un hobby. Voy a estudiar educación inicial y, después, cuando ya trabaje, me voy a especializar en problemas de aprendizaje. ¿Y tú?
Vaya, ya sabía lo que iba a hacer cuando terminara el colegio. ¿Yo? Yo quería aprender a tocar la guitarra como Santana, musicalizar mis poemas…
–No sé… Me gusta la música, escribo poemas, dibujo…
–Eres un artista.
Me puse colorado.
–¿Qué instrumento tocas?
–La guitarra. Con Agustín –le señalé a mi amigo –cantamos siempre en las actuaciones.
–Qué bacán. Yo siempre he querido aprender a tocar la guitarra.
–Si quieres, te puedo enseñar.
–Sería chévere. Gracias.
Hasta el momento, todo iba bien entre nosotros.
–¿Y qué tal vacaciones, Harold?
–Más o menos.
–¿Por? Si yo tuviera la playa tan cerca, me iría a nadar todos los días.
–Es que mi abuelito estuvo enfermo. Lo operaron en enero y ya te imaginarás cómo estábamos por la preocupación.
–Ah, ya –dijo–. ¿Y ya está bien?
–Sí. El jueves cumple ochenta años y nos va a visitar.
–Qué bien.
–¿Y tú qué tal? ¿Jugando tenis?
–Cocinando –dijo–. Mi mamá tenía que salir a buscar plaza y yo me quedaba a cargo de las ollas.
–¿Y cocinas bien?
–Regular –dijo–. A veces se me quemaba el agua y mi mamá se molestaba.
Rió con ganas. Yo también reí.
–En las tardes salía a practicar tenis con mis amigas.
–Qué bien.
–Estoy leyendo esta novela –sacó un libro.
–Melocotones helados, Espido Freire –leí–. ¿Es un libro de recetas de helados?
–No, tonto –dijo–. Es una novela, la historia de las Elsas: Elsa chica, Elsa grande, el fantasmita de la primera Elsa.
–Parece interesante.
–Es interesante. Cuando la termine, te la presto.
–Gracias.
–De nada. ¿Tú estás leyendo algo?
–Los cuentos de Abraham Valdelomar.
–Qué bacán –exclamó–. Yo siempre me acuerdo del Hipocampo de oro y de Los ojos de Judas. Y de su poema Tristitia, por supuesto.
–Son hermosos textos.
–Ajá.
Nos seguía yendo bien. ¿Y si le contaba que anoche volví a la playa? Mejor no, quizá más adelante, todavía teníamos tiempo hasta diciembre. ¿Después? Vendrían las vacaciones… no, ya no tendríamos vacaciones, en diciembre terminaríamos nuestros estudios. Me puse triste pensando que después de diciembre quizá nunca más la volvería a ver, su mamá terminaría su contrato y volverían a Lima. Pero para diciembre faltaba bastante todavía. Tantas cosas podían pasar hasta diciembre. Más adelante le diría que estaba enamorado de ella…
El profesor Palomino entró al salón. Hola, chicos, ¿cómo están?, bien, ¿qué tal vacaciones? Más o menos. Muy cortas. Bueno, diez meses más, y descansarán todo lo que quieran. ¡¡Uhh!
–Veo un rostro nuevo.
Marina se puso colorada.
–Buenos días, señorita, ¿cómo se llama usted y de qué colegio viene?
–Buenos días, profesor, me llamo Marina del Mar Flores y vengo del colegio Josefa Carrillo y Albornoz de Chosica.
–¡Oh! –exclamó medio salón.
–Bienvenida al 5° A y a Pisco, Marina.
–Gracias, profesor.
–¿Sigue siendo nuestro tutor, profe? –le preguntó Pamela.
–Lamentablemente, sí –dijo el profesor.
Nos reímos.
–¿Iremos al Cusco, profe?
–De todas maneras… si es que conseguimos los suficientes fondos. Mínimo tenemos que tener quinientos soles por alumno.
–Pucha, vamos a tener que trabajar en lugar de venir a estudiar.
–Entre más actividades hagamos, más fondo tendremos –dijo Marina–. Todo depende de nosotros. Por ejemplo, en mi promo estábamos vendiendo panchos y anticuchos en la Plaza de Armas de Chosica todos los fines de semana.
–Ay, qué roche –dijo Claudia–. Ni loca vendo panchos en la Plaza de Armas. Qué dirán mis amigos.
–No viajarás entonces.
–Mejor.
Claudia se daba a veces sus ínfulas de condesa. De condesa de bolsillo, porque era la más chiquita del salón.
–Podemos aprovechar el verano y vender chups en la playa –dijo Pamela–. También gelatina.
–Es una buena idea –dijo el profesor–. Organícense.
–El pan con pollo también sale –dijo Marina.
–Claro –dijo el profesor–. ¿Quieres encargarte de un grupo?
–Ya, profesor –dijo Marina.
–Por lo pronto, ya tienes a Harold en tu equipo –le dijo el profesor.
Se puso colorada otra vez.
–Bueno, ahora a trabajar –dijo el profesor.
–¿Qué hiciste durante tus vacaciones? –dijo alguien, fingiendo la voz del profesor.
Risas.
Ya sabíamos que el primer día de clase el profesor Palomino haría eso: pedirnos una composición sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones. Eso hacía después de las vacaciones de verano, de medio año, después de los feriados largos, del día de la madre, etc., para desarrollar nuestra imaginación, nuestra creatividad, de repente entre nosotros tenemos otro Abraham Valdelomar, otro Vargas Llosa, decía.
–Ahora será diferente –dijo el profesor–. Emplearemos la técnica del flash back.
–¿O sea, profe?
–Desde el último día de vacaciones, o sea ayer, se pondrán a recordar lo que hicieron durante las vacaciones.
–Difícil, profe –dijo Toño.
–Ni tanto. Por ejemplo, si ayer fueron a la playa, lo que la mayoría hizo, se ponen a recordar desde la playa, y mirando el mar, lo que hicieron los meses anteriores.
–¿Y si fueron unas pésimas vacaciones, profe?
–Ya saben que vale inventar, ficcionar, soñar, chamullar, mentir. ¡Dejen volar su imaginación, chicos!
Marina y yo nos miramos. ¿Contaríamos casi la misma historia?
–¿Y qué titulo le ponemos, profe?
–¿Sugerencias?
–¿“Así fueron mis últimas vacaciones”?
–¿“Recordando las vacaciones”?
–¿“El último verano en el cole”?
Quise levantar la mano y decir “Tú que miras el mar”.
–¿“Tú que miras el mar”? –dijo Marina.
¿Me leyó el pensamiento?
–Buen título –dijo el profesor. Marina sonrió–. Ahora a trabajar para que después lean sus textos.
–¡Ohh, noo! –exclamó más de medio salón–. ¡Qué roche!
–¿Ponemos que ayer nos conocimos en la playa? –me preguntó Marina.
–Si quieres –le dije.
–Pero se van a enterar todos –dijo–. Mejor no, que sea nuestro secreto.
Nuestro secreto. Nos miramos. Sus ojos bonitos, su carita de ángel, mi corazón que latía como un mar furioso.
–Como gustes.
Nos pusimos a escribir. Conté que el domingo fui a la playa con mis primos y, mientras nos estábamos bañando, el viento le arrebató una pelota a una chica y ella me pidió que se lo chapara. Cuando regresé con la pelota, la chica ya no estaba. Mis primos dijeron esa es la sirena que habita en la Huacachina, seguro ha venido a nadar a Pisco.
–¿Esa no soy yo? –dijo Marina, leyendo lo que había escrito.
–Parece que sí –dije.
Rió y se le formaron los hoyitos en las mejillas.
–¿Terminaron, chicos?
–Cinco minutitos más, profe, porfis,
–Bueno, bueno.
Pasaron cinco minutos, luego diez.
–Creo que tanta playa ha hecho mella en su creatividad –dijo el profesor–. El miércoles lo traen terminado y lo leemos.
–¡Yupi!
–Bueno, chicos, hasta la siguiente clase.
Nos pusimos de pie y el profesor salió del salón.
–¿Vamos a mirar un ratito el mar hasta que venga el siguiente profesor? –propuso Marina.
Salimos al balcón. Allí estaba el mar, con el cielo poblado de gaviotas. Ya había algunos veraneantes. Las embarcaciones en el Muelle se bamboleaban al ritmo de las ondas marinas.
–¡Qué hermosa vista! –exclamó Marina–. Dan ganas de quedarse a vivir para siempre aquí.
¿Conmigo? Sí, contigo, y con los peces, con las tortugas, con los lobos marinos.
Una gaviota se zambulló y salió con un pescado entre el pico.
–Me imagino que tú irás todos los días a la playa, ¿no, Harold? A caminar en la arena, a mojarte los pies en el mar, a inspirarte.
–Ni creas. A veces no hay con quién.
Silencio.
–Yo iría todos los días a la playa –dijo–. Pero tampoco tengo con quién.
–Si quieres, puedo acompañarte todas las veces que quieras…
–Gracias –dijo–. Espero que seamos buenos amigos.
–Yo también.
La amistad es el camino al amor, ¿verdad?
–Además, tanta casualidad no puede ser por nada, ¿no?: la playa, el cole…
El corazón me dio un brinco. ¿Qué quería decir? ¿Que también sentía algo por mí?
–¿Y de qué tratan tus poemas, Harold?
–Del mar, de la playa…
–Qué bacán. ¿Y conoces dónde está enterrada Sara Helen?
–Sí. Está en el cementerio municipal.
–¿Un día me llevarás?
–Claro. Aunque después no vas a poder dormir, vas a tener pesadillas.
–Wao, qué miedo, mejor no me lleves, que de repente viene por mí.
Reímos con ganas.
La profesora Vega subía las escaleras.
–Sospecho que nos toca con la profesora Vega.
–¿Qué enseña?
–Sociales.
–¿Y qué tal es?
–Es inteligente, pero antipática.
–¿Sí?
–Sí. Ya la conocerás.
–Mejor me hubiese matriculado en el colegio de mi mamá –me susurró Marina.
–Hola, chicos, ¿qué tal? –dijo la profesora, y a Marina–: ¿Eres nueva o eres la enamorada de Harold que lo ha venido a acompañar este primer día de clase?
Marina y yo nos pusimos colorados. No dijimos nada.
Entramos al salón detrás de la profesora. Todos se pusieron de pie rapidito porque, si la profesora descubría a alguien que no lo hacía, de castigo le hacía escribir cien veces “Tengo que saludar a la profesora Vega cuando entra al salón”.
–Ya se habrán fijado que tienen una compañera nueva, ¿verdad?
–Sí, profesora.
–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera nueva”? –preguntó Toño.
–Todavía no –dijo la profesora–. ¿Ya la conocen?
–¡Nooo! –dijo más de medio salón.
–¿Te puedes presentar para que te conozcamos?
–Claro, profesora. Me llamo Marina.
–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera llamada Marina”, profesora? –otra vez Toño.
–Después –dijo la profesora–. Ahora haremos un repaso de lo estudiado el año pasado.
–¡¡Nooo!!
Casi todos habíamos olvidado las lecciones del año anterior. Tanto sol nos secó las neuronas, profesora. Seguro que no abrieron ni una sola vez sus cuadernos, ¿verdad? Los vendimos al peso a los recicladores, profe. No se hagan los chistosos, chicos.
Marina fue una de las pocas que respondió todas las preguntas.
–¿Tienes memoria de elefante o qué? –le dijo la profesora–. Cuéntanos tu secreto.
–Ningún secreto, profesora. Todos los días repasaba mis libros.
–¿Los libros no se devuelven en diciembre?
–Sí, profesora, pero en mi colegio nos lo prestan para que repasemos durante las vacaciones –dijo Marina–. Y recién los devolvemos al regresar a clases.
–Vaya, es algo innovador eso –dijo la profesora–. No se nos había ocurrido. Quizá lo pongamos en práctica este año.
–Profe, las vacaciones son para relajarse –dijo Toño.
–Depende de tu proyecto de vida –dijo la profesora–. ¿Cuál es tu proyecto de vida, Marina?
–Voy a estudiar educación inicial y después especializarme en problemas de aprendizaje.
–¡Ohhh! –exclamó casi todo el salón.
Marina se puso colorada.
–¿Y cuál es tu proyecto de vida, Antonio?
–Lo estoy pensando, profe.
–No lo pienses mucho porque ahoritita estamos en la fiesta de promo.
Risas.
Hasta que por fin tocó el timbre para el primer recreo del año.
–¿Vamos a tomar algo al quiosco, Marina?
–Vamos, pues. ¡Qué calor!
Pamela me pellizcó al pasar por su lado. Ya no conoces, me susurró.
Los chicos jugaban fútbol en el patio, algunos utilizaban botellas descartables como pelotas. Las chicas jugaban voley. Otros jugaban al matagente o al camotito, también a la lleva.
Nos sentamos frente a frente. ¿Qué pedimos, Harold? ¿Una gordita de Inca Kola? Claro. Y un paquete de galleta.
–En mi cole también es recreo –dijo Marina, mirando su reloj.
–Extrañarás a tus amigas, ¿verdad?
–Ajá. Ni te imaginas cómo –dijo–. Sobre todo a las de mi grupo: Mily y Fabi.
Menos mal que no dijo Ricardo, Carlos, Miguel, Juan.
–Teníamos tantos planes para este año… –suspiró–. En fin, por algo pasan las cosas, ¿verdad? Al menos siempre chateamos.
–Mmm.
–Bueno, un año pasa rapidito –dijo. Partió una galleta y lo comió–. Ya el otro año nos encontraremos en La Cantuta.
Puse mi cara triste. Dentro de un año ella estaría lejos, sería solo un recuerdo. Un año pasa rápido… Tu nombre en la arena sería un recuerdo… Tú que mirabas el mar.
–¿Te pasa algo, Harold? –me preguntó.
Nos miramos. Tus ojos bonitos…
Quizá no debí nadar tras su pelotita…
–No –mentí. ¿Y si le decía estoy enamorado de ti? ¿Crees en el amor a primera vista?–. Estaba pensando que ya estamos en quinto año. Qué rapidito ha pasado el tiempo.
–El tiempo siempre pasa rápido –dijo–. ¿Tus sueños se hacen realidad?
¿Decirle solo un sueño se me hizo realidad? ¿Preguntaría cuál?
–No, hasta ahora. ¿Y los tuyos?
–Sí –dijo, mirándome con sus ojos lindos–. Siempre.
¿Preguntarle tu sueño de ayer también se te hizo realidad como a mí?
–Espera, ahora que lo pienso, sí se me hizo realidad un sueño…
–¿Cuál?
–Es un secreto –le susurré.
–Cuéntame, pues.
Me puse colorado.
–Después.
–Porfis –insistió.
Tocó el timbre anunciando el fin del recreo.
–Cuéntame.
–Te juro que después. Además, tenemos que volver al salón.
–Que conste –dijo.
Nos dividimos los gastos mitad mitad. Me daba roche decirle yo invito hoy.
El siguiente curso fue matemática. El profesor Fernández también le pidió a Marina que se presentara. Después hicimos un repaso de lo aprendido el año anterior. Marina tuvo una buena participación, tanto así que el profesor la felicitó. Le preguntó si había llevado vacacional.
–Mi mamá también es profesora de matemática –dijo ella, con orgullo.
–Entonces tienes a quién salir –le dijo el profesor, felicitándola otra vez.
Marina sonrió.
Hasta que por fin llegó la hora de salida. El portón a duras penas soportó el embate de los alumnos que salían atropellándose rumbo a sus casas.
Salí con Marina. Ella también iba por la calle San Martín.
–Vivo en la cuadra siete.
–Yo en la diez.
Otra casualidad. Demasiadas casualidades, ¿no?
Echamos a andar rumbo a nuestras casas.
–¿Ahora sí me contarás cuál fue tu sueño que sí se te hizo realidad, Harold?
–Pensé que lo habías olvidado.
–Cómo me voy a olvidar si me dejaste intrigada.
¿Y ahora qué hago? ¿Qué le cuento? ¿Me le declaro? Soñé contigo, te llamé con el pensamiento, volví a la playa, vi tu nombre…
–Anoche soñé…
Su rostro se puso colorado como el mar en las tardes.
Silencio.
Pregúntame qué soñé.
–Seguro soñaste que te casabas con tu enamorada.
–Ya quisiera yo.
–¿No tienes enamorada?
–No.
–Mentiroso.
–En serio. ¿O me has visto con alguien en el cole? Toda la mañana la hemos pasado juntos y ninguna chica te pegó.
Rió con ganas, qué chistoso eres, Harold.
–¿No hay una chica que te guste?
Esta vez el que se puso colorado fui yo. ¿Qué decirle? Este… sí, pero…
–¿Y tú tienes enamorado, Marina?
–Yo te hice una pregunta y no me contestaste…
Otra vez estaba entre la espada y la pared. Sí, me gusta una chica. ¿Quién es? La conocí ayer en la playa…
–Bueno, tú no me contestas, y yo tampoco…
–Oh, no, así no vale.
–Claro que sí vale. Es lo justo. Pregunto, contestas. Preguntas, contesto. Pregunto, no contestas, y yo tampoco. ¿Qué te parece?
–Que estás haciendo trampa.
–La trampa lo haces tú.
Reímos con ganas.
–Empecemos de nuevo, entonces –dijo–. ¿Hay alguna chica que te gusta?
–Sí. Pero no me preguntes quién es.
–Ok –dijo. Sonrió para sí.
–Ahora te toca responder a ti.
–¿Qué cosa?
–La pregunta que te hice.
–¿Cuál era? Ya lo olvidé.
Volvimos a reír con ganas.
–Aquí vivo –dije, al llegar a la puerta de mi casa.
–Entonces hasta mañana, Harold –dijo, dándome un beso en la mejilla–. Cuídate.
Ahora nunca me lavaré la cara, pensé.
–Tú también, Marina. Mañana me respondes.
–Lo pensaré.
Rió. Puse mi cara triste.
–Bueno, no lo tengo –dijo
Me dieron ganas de dar un brinco.
–¿Contento, Harold?
No atiné a decirle nada. Me quedé allí, en la vereda, viéndola alejarse, convertida en un ángel azul y blanco.
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