Clases de arte en la playa. Frente a su caballete, la profesora nos explicaba los pasos para hacer un paisaje marino con carboncillo. Sombra aquí, sombra allá, repetía ahora como el vaivén de las olas. Sombra aquí, sombra allá. Marina estaba sentada a mi lado, sobre la arena. Habíamos vuelto a la playa en que nos conocimos diez días después.
–Bueno, ahora les toca dibujar a ustedes.
–Soy pésima dibujando –dijo Marina.
–Primero traza una línea horizontal con suavidad.
–Más fácil es dibujar en la arena, creo, con el dedo…
Nunca le había contado que fui yo quien hizo ese dibujo aquella tarde en que nos conocimos y a la cual ella había encerrado en un corazón y puesto su nombre.
–Mmm. Sobre todo corazones…
Se puso colorada. ¿Tanto te ruborizas?, quería preguntarle siempre y nunca lo hacía.
–Voy a mojarme los pies –dijo–. Cuida mis cosas.
Se acercó a la orilla, se sacó los zapatos y las medias y estuvo allí mojándose los pies mientras yo la dibujaba en su cuaderno de dibujo. Una chica mojándose los pies en el mar, sus zapatos de colegio, brillantes como un espejo, reflejando el sol, sus cabellos revueltos por la brisa marina. Ir, abrazarla, decirle te amo, Marina, Mar. Un chico dibujándola. El Muelle, unas palmeras, unos botes, el cielo poblado de gaviotas. Una guitarra a mi lado.
–Oh, qué bien dibujas –dijo, al regresar–. ¿Esa soy yo?
–No sé… quizá…
–Soy yo, ¿no?
–Ajá –esta vez el que se puso rojo como un tomate fui yo.
–Me tienes que enseñar a dibujar –dijo.
Se sentó a mi lado.
–Tienes que dibujar así…
Agarré su mano, lo sentí temblar.
–La una, chicos –dijo la profesora–. Nos vamos. Terminan su paisaje en sus casas y me lo presentan la siguiente clase.
–La siguiente clase me sigues enseñando –dijo Marina.
–Ya.
A las tres, tocaron la puerta de mi casa.
–Es tu amiguita –me dijo mamá haciendo una mueca con la boca.
–Celosa –le dije.
–¿Me puedes acompañar a la playa, Agustín? –me pidió Marina–. Se me ha perdido una cadenita.
Le pedí permiso a mamá. Aprovecha para declararte. Ya quieres ser suegra, ¿no? Oh, sí, hijito, mucho.
Echamos a andar en dirección a la playa. Era una cadenita que me regaló alguien muy especial por mis quince años, dijo. ¿Un enamorado tuyo? Sonrió. Fuese bueno, pero no. ¿Entonces quién fue? Mi abuelita. Por eso tiene mucho valor para mí. Ojalá que nadie se lo haya encontrado. Lo tenía en el bolsillo de mi falda, no sé cómo se me cayó. Ya verás que lo encontrarás.
Llegamos a la playa. Fuimos al lugar donde estuvimos sentados. Lo empezamos a buscar. Mira bien, por allí debe estar. Quizá se hundió en la arena. Hincamos las rodillas y empezamos a remover la arena. Nada de la cadenita.
–Quizá se te cayó cuando fuiste a mojarte los pies.
Nada de la cadenita a orillas de la playa.
–Seguro que se te cayó al agua.
–Mi mamá se va a molestar.
–Bucea y búscala, Sirenita.
–Tonto –dijo, y me echó agua.
También la mojé.
Nos pusimos a jugar echándonos agua como si fuera carnaval.
–¡¡Ay, mi pie!! –gritó de pronto.
Se apoyó en mí y fuimos a sentarnos en la arena. Una espinita había atravesado su sandalia.
–¿Me la sacas?
Tomé en mis manos su pie izquierdo. Era pequeño y suave como un durazno.
–Con cuidado.
–Miedosa.
–Tonto.
–Parece el pie de Cenicienta.
–Gracioso –dijo, y me revolvió los cabellos.
Dijo ¡ay! cuando le arranqué la espinita. Despacio, ¿acaso me quieres dejar coja?
Reímos.
Me senté a su lado.
–Me gustaría vivir en el mar –dijo.
–¿En el fondo?
–Sí. En Atlantis.
–Mucha Sirenita estás alucinando.
–Tonto. ¿A ti no te gustaría vivir en el mar?
–Si es contigo, claro que me gustaría. Te dibujaría todos los días…
Nos miramos. El mar en sus ojos; el cielo, poblado de gaviotas, en sus ojos; las olas que iban y venían…
Acerqué mi rostro al suyo, Marina, te quiero, nuestras narices chocaron, yo también, nuestros corazones latieron como mares furiosos toctoctoctoc, nuestros labios se rozaron por una fracción de segundo.
–Tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses –dijo, seria.
–Marina, ¿quieres ser mi enamorada?
–Si me alcanzas, te doy la respuesta –se puso en pie y echó a correr cojeando.
Corrí tras ella. Corrí despacio, podía alcanzarla, pero no…
–Ahorita te alcanzo –le grité.
Corrió con más ganas. Corría como una liebre. El viento despeinaba sus cabellos. Sus cabellos parecían un cometa negro.
Las gaviotas se echaban a volar a nuestro paso.
Corrí y corrí hasta que por fin la alcancé.
La abracé. ¡Se dejó abrazar! Eso significa que me va a decir sí, pensé.
–Mira cómo late mi corazón –dijo, con la voz entrecortada–. Parece que se me quisiera salir.
–¿Late por mí? –le pregunté quedito al oído.
–¿Tú qué crees?
–Que sí.
–¡¡Respuesta correcta!!
–¿Eso significa que me aceptas?
–Me estás abrazando sin mi permiso y no te he metido tu cachetada, ¿por qué será?
–Porque también me quieres.
–Ajá.
Volvió el rostro y nuestros labios se rozaron por más de un segundo. Eran suaves como la seda. Temblé. Nos pusimos colorados como el mar en el atardecer.
–¿Me aceptas?
–Sí.
Nos abrazamos. ¡Te quiero, te quiero! ¿Cuándo te enamoraste de mí? La tarde en que nos conocimos. Mirabas el mar. ¿Y tú? Cuando te pusiste a nadar tras mi pelotita. ¿Tú me dibujaste en la arena, no? ¿Y tú hiciste un corazón alrededor de mi dibujo y pusiste tu nombre, no? ¿Cómo sabes? Esa noche volví a la playa con José. ¿A buscarme? Sí. Ni pude dormir pensando en ti, hasta creí verte en la Plaza de Armas. A mí también me pasó lo mismo. Nuestros labios se volvieron a rozar. Ahora no nos separaremos nunca más.
–¿Vamos al Muelle?
Echamos a andar rumbo al Muelle tomados de la mano. ¡Éramos enamorados! Estaba tan feliz que me puse a cantar Canción de boda de Demis Roussos: Sé que te amaré, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin. / Prometo que siempre te daré este mismo sí / y te entregaré lo mejor de mí, / lucharé sin cesar por ti…
Le enseñé el coro y lo cantamos juntos: Estaré junto a ti, / para darte ternura, refugio y valor, / para que nada te haga sufrir, / me tendrás junto a ti…
–Me gusta esta canción –dijo–. Si un día nos casamos, ¿podemos cantarla?
–Claro. Sería lindo.
–Casarnos en la playa.
–En esta playa donde nos conocimos.
La abracé. ¡Ahora podía abrazarla! José y Pamela se van a alegrar cuando se lo contemos. Mmm.
Llegamos al vetusto Muelle cuya estructura se bamboleaba con el oleaje.
–¿No se caerá?
–Me imagino que sabes nadar, ¿no?
–Tonto.
–Hola, Agustín.
Era don Miguel, el papá de Pamela, un viejo lobo de mar. Le presenté a Marina. ¿Eres la nueva del salón que viene de Chosica? Ajá.
–¿Quieren dar un paseíto en mi trasatlántico, chicos?
–Claro, don Miguel. Gracias.
El “trasatlántico” de don Miguel era una vieja lancha llamada El Titanic II. La primera se hundió, pues, dijo don Miguel. Esta es su sucesora.
–En su época, esta lancha era la mejor de todo Pisco y sus alrededores –dijo el viejo mientras ayudaba a Marina a abordarla–. Ahora hace agua por todos lados. Un oleaje fuerte, y se va a pique.
El terror se dibujó en el rostro de Marina.
–No temas, hija, bromeaba –dijo el pescador–. Este trasto es capaz aún de soportar la arremetida de Moby Dick.
–Ojalá –dijo Marina–. Porque no sé nadar.
–No te preocupes. Hasta ahora nadie se ha ahogado mientras he estado yo presente.
El viejo tenía su chispa.
Nos sentamos juntos, tomados de la mano.
–¿Son enamorados?
–Sí –dijimos a dúo–. Desde hace cinco minutos.
Don Miguel nos felicitó, no hay nada más bello que el amor, y empezó a remar. Estar allí era como estar sobre una masa de gelatina. Dos piedritas sobre una gelatina. El mar esmeralda, las gaviotas revoloteando sobre nuestras cabezas, Marina temblando asida a mi brazo.
El viejo nos contó que una vez estuvo perdido en alta mar casi un mes. Poco más y llego a las islas Galápagos. Fui rescatado por un ballenero japonés. Sobrevivió comiendo pescado crudo y tomando agua de lluvia y sangre de tortuga.
–Si no hubiese sido por los japoneses, hoy estaría navegando en los mares del Señor –dijo, y rió con ganas.
También reímos.
Nos dijo que había conocido a Hemingway, ese escritor aventurero que escribió una novela sobre un viejo pescador. ¿En serio? Sí, en Cabo Blanco. Era un hombrón. Me dio mucha tristeza cuando se mató, quién iba a pensar que andaba un poco mal de la cabeza.
–¿Quieren remar un poco, chicos?
–¿Si nos volteamos?
–Niña, no alegues tanto y toma el timón nomás –le dijo el viejo marino–. Este buque es capaz de repeler a toda la armada chilena.
–Ojalá –dijo Marina.
Risas.
Tomamos los remos. Despacio, niña, ¿quieres ahogarnos? Abajo se abría un abismo interminable. Cuando yo muera, me gustaría que mis cenizas las arrojen al mar, dijo Marina. Dentro de un siglo, dijo el viejo. Me gusta el mar. ¡Marina! ¡Mar! Remamos de regreso al Muelle. Don Miguel nos invitó un plato de ceviche mientras nos seguía contando sus aventuras marinas.
Regresamos a la ciudad tomados de la mano, riéndonos, contentos, felices. ¡Éramos enamorados! La acompañé hasta su casa. En su puerta, nos despedimos con un ligero beso en los labios. ¿Me esperas mañana para ir al cole, amor? Claro, amor. ¡Me había dicho amor! ¡Le había dicho amor!
–¿Por qué tan contento, Agustín? –me preguntó mamá.
Me puse colorado. ¿Decirle tengo enamorada? Marina me había dicho ni bien llega mi mamá le cuento que somos enamorados.
–Se cumplió lo que dijiste.
–¿Te le declaraste a tu amiguita?
–Ajá.
–Pucha, hijo, ¿no crees que soy tan joven para estar oliendo a suegra?
–Ya es tarde.
Nos reímos. Te felicito, hijo, esa chica es linda e inteligente, yo sé que van a ser felices. Se nota que la quieres mucho, ¿verdad? Sí, má.
–¿Por qué tanto alboroto en el gallinero? –preguntó papá.
–¡Agustín tiene enamorada! –anunció mamá.
–No me digan que la afortunada es la hija de la colega Verónica Villanueva.
–Ajá.
–¿Y cuándo es la boda?
–Algún día.
Sí, algún día, para vivir cerca del mar, para corretear todos los días en la playa, para construir castillos de arena.
–Un par de consejos, Agustín –dijo papá, serio–: Nunca te burles de los sentimientos de esa chica. Quiérela con todos sus defectos y virtudes. Esa es la base de la felicidad.
Cómo me iba a burlar de Marina si la quería, la adoraba, la amaba con todo mi corazón.
–Ni vayas a meter la pata porque te mato, Agustín –dijo mamá–. Todavía no estoy preparada para ser abuela.
–Para qué si ya tienes a la parejita –le dijo papá a mamá.
Risas.
–Bueno, ahora les toca dibujar a ustedes.
–Soy pésima dibujando –dijo Marina.
–Primero traza una línea horizontal con suavidad.
–Más fácil es dibujar en la arena, creo, con el dedo…
Nunca le había contado que fui yo quien hizo ese dibujo aquella tarde en que nos conocimos y a la cual ella había encerrado en un corazón y puesto su nombre.
–Mmm. Sobre todo corazones…
Se puso colorada. ¿Tanto te ruborizas?, quería preguntarle siempre y nunca lo hacía.
–Voy a mojarme los pies –dijo–. Cuida mis cosas.
Se acercó a la orilla, se sacó los zapatos y las medias y estuvo allí mojándose los pies mientras yo la dibujaba en su cuaderno de dibujo. Una chica mojándose los pies en el mar, sus zapatos de colegio, brillantes como un espejo, reflejando el sol, sus cabellos revueltos por la brisa marina. Ir, abrazarla, decirle te amo, Marina, Mar. Un chico dibujándola. El Muelle, unas palmeras, unos botes, el cielo poblado de gaviotas. Una guitarra a mi lado.
–Oh, qué bien dibujas –dijo, al regresar–. ¿Esa soy yo?
–No sé… quizá…
–Soy yo, ¿no?
–Ajá –esta vez el que se puso rojo como un tomate fui yo.
–Me tienes que enseñar a dibujar –dijo.
Se sentó a mi lado.
–Tienes que dibujar así…
Agarré su mano, lo sentí temblar.
–La una, chicos –dijo la profesora–. Nos vamos. Terminan su paisaje en sus casas y me lo presentan la siguiente clase.
–La siguiente clase me sigues enseñando –dijo Marina.
–Ya.
A las tres, tocaron la puerta de mi casa.
–Es tu amiguita –me dijo mamá haciendo una mueca con la boca.
–Celosa –le dije.
–¿Me puedes acompañar a la playa, Agustín? –me pidió Marina–. Se me ha perdido una cadenita.
Le pedí permiso a mamá. Aprovecha para declararte. Ya quieres ser suegra, ¿no? Oh, sí, hijito, mucho.
Echamos a andar en dirección a la playa. Era una cadenita que me regaló alguien muy especial por mis quince años, dijo. ¿Un enamorado tuyo? Sonrió. Fuese bueno, pero no. ¿Entonces quién fue? Mi abuelita. Por eso tiene mucho valor para mí. Ojalá que nadie se lo haya encontrado. Lo tenía en el bolsillo de mi falda, no sé cómo se me cayó. Ya verás que lo encontrarás.
Llegamos a la playa. Fuimos al lugar donde estuvimos sentados. Lo empezamos a buscar. Mira bien, por allí debe estar. Quizá se hundió en la arena. Hincamos las rodillas y empezamos a remover la arena. Nada de la cadenita.
–Quizá se te cayó cuando fuiste a mojarte los pies.
Nada de la cadenita a orillas de la playa.
–Seguro que se te cayó al agua.
–Mi mamá se va a molestar.
–Bucea y búscala, Sirenita.
–Tonto –dijo, y me echó agua.
También la mojé.
Nos pusimos a jugar echándonos agua como si fuera carnaval.
–¡¡Ay, mi pie!! –gritó de pronto.
Se apoyó en mí y fuimos a sentarnos en la arena. Una espinita había atravesado su sandalia.
–¿Me la sacas?
Tomé en mis manos su pie izquierdo. Era pequeño y suave como un durazno.
–Con cuidado.
–Miedosa.
–Tonto.
–Parece el pie de Cenicienta.
–Gracioso –dijo, y me revolvió los cabellos.
Dijo ¡ay! cuando le arranqué la espinita. Despacio, ¿acaso me quieres dejar coja?
Reímos.
Me senté a su lado.
–Me gustaría vivir en el mar –dijo.
–¿En el fondo?
–Sí. En Atlantis.
–Mucha Sirenita estás alucinando.
–Tonto. ¿A ti no te gustaría vivir en el mar?
–Si es contigo, claro que me gustaría. Te dibujaría todos los días…
Nos miramos. El mar en sus ojos; el cielo, poblado de gaviotas, en sus ojos; las olas que iban y venían…
Acerqué mi rostro al suyo, Marina, te quiero, nuestras narices chocaron, yo también, nuestros corazones latieron como mares furiosos toctoctoctoc, nuestros labios se rozaron por una fracción de segundo.
–Tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses –dijo, seria.
–Marina, ¿quieres ser mi enamorada?
–Si me alcanzas, te doy la respuesta –se puso en pie y echó a correr cojeando.
Corrí tras ella. Corrí despacio, podía alcanzarla, pero no…
–Ahorita te alcanzo –le grité.
Corrió con más ganas. Corría como una liebre. El viento despeinaba sus cabellos. Sus cabellos parecían un cometa negro.
Las gaviotas se echaban a volar a nuestro paso.
Corrí y corrí hasta que por fin la alcancé.
La abracé. ¡Se dejó abrazar! Eso significa que me va a decir sí, pensé.
–Mira cómo late mi corazón –dijo, con la voz entrecortada–. Parece que se me quisiera salir.
–¿Late por mí? –le pregunté quedito al oído.
–¿Tú qué crees?
–Que sí.
–¡¡Respuesta correcta!!
–¿Eso significa que me aceptas?
–Me estás abrazando sin mi permiso y no te he metido tu cachetada, ¿por qué será?
–Porque también me quieres.
–Ajá.
Volvió el rostro y nuestros labios se rozaron por más de un segundo. Eran suaves como la seda. Temblé. Nos pusimos colorados como el mar en el atardecer.
–¿Me aceptas?
–Sí.
Nos abrazamos. ¡Te quiero, te quiero! ¿Cuándo te enamoraste de mí? La tarde en que nos conocimos. Mirabas el mar. ¿Y tú? Cuando te pusiste a nadar tras mi pelotita. ¿Tú me dibujaste en la arena, no? ¿Y tú hiciste un corazón alrededor de mi dibujo y pusiste tu nombre, no? ¿Cómo sabes? Esa noche volví a la playa con José. ¿A buscarme? Sí. Ni pude dormir pensando en ti, hasta creí verte en la Plaza de Armas. A mí también me pasó lo mismo. Nuestros labios se volvieron a rozar. Ahora no nos separaremos nunca más.
–¿Vamos al Muelle?
Echamos a andar rumbo al Muelle tomados de la mano. ¡Éramos enamorados! Estaba tan feliz que me puse a cantar Canción de boda de Demis Roussos: Sé que te amaré, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin. / Prometo que siempre te daré este mismo sí / y te entregaré lo mejor de mí, / lucharé sin cesar por ti…
Le enseñé el coro y lo cantamos juntos: Estaré junto a ti, / para darte ternura, refugio y valor, / para que nada te haga sufrir, / me tendrás junto a ti…
–Me gusta esta canción –dijo–. Si un día nos casamos, ¿podemos cantarla?
–Claro. Sería lindo.
–Casarnos en la playa.
–En esta playa donde nos conocimos.
La abracé. ¡Ahora podía abrazarla! José y Pamela se van a alegrar cuando se lo contemos. Mmm.
Llegamos al vetusto Muelle cuya estructura se bamboleaba con el oleaje.
–¿No se caerá?
–Me imagino que sabes nadar, ¿no?
–Tonto.
–Hola, Agustín.
Era don Miguel, el papá de Pamela, un viejo lobo de mar. Le presenté a Marina. ¿Eres la nueva del salón que viene de Chosica? Ajá.
–¿Quieren dar un paseíto en mi trasatlántico, chicos?
–Claro, don Miguel. Gracias.
El “trasatlántico” de don Miguel era una vieja lancha llamada El Titanic II. La primera se hundió, pues, dijo don Miguel. Esta es su sucesora.
–En su época, esta lancha era la mejor de todo Pisco y sus alrededores –dijo el viejo mientras ayudaba a Marina a abordarla–. Ahora hace agua por todos lados. Un oleaje fuerte, y se va a pique.
El terror se dibujó en el rostro de Marina.
–No temas, hija, bromeaba –dijo el pescador–. Este trasto es capaz aún de soportar la arremetida de Moby Dick.
–Ojalá –dijo Marina–. Porque no sé nadar.
–No te preocupes. Hasta ahora nadie se ha ahogado mientras he estado yo presente.
El viejo tenía su chispa.
Nos sentamos juntos, tomados de la mano.
–¿Son enamorados?
–Sí –dijimos a dúo–. Desde hace cinco minutos.
Don Miguel nos felicitó, no hay nada más bello que el amor, y empezó a remar. Estar allí era como estar sobre una masa de gelatina. Dos piedritas sobre una gelatina. El mar esmeralda, las gaviotas revoloteando sobre nuestras cabezas, Marina temblando asida a mi brazo.
El viejo nos contó que una vez estuvo perdido en alta mar casi un mes. Poco más y llego a las islas Galápagos. Fui rescatado por un ballenero japonés. Sobrevivió comiendo pescado crudo y tomando agua de lluvia y sangre de tortuga.
–Si no hubiese sido por los japoneses, hoy estaría navegando en los mares del Señor –dijo, y rió con ganas.
También reímos.
Nos dijo que había conocido a Hemingway, ese escritor aventurero que escribió una novela sobre un viejo pescador. ¿En serio? Sí, en Cabo Blanco. Era un hombrón. Me dio mucha tristeza cuando se mató, quién iba a pensar que andaba un poco mal de la cabeza.
–¿Quieren remar un poco, chicos?
–¿Si nos volteamos?
–Niña, no alegues tanto y toma el timón nomás –le dijo el viejo marino–. Este buque es capaz de repeler a toda la armada chilena.
–Ojalá –dijo Marina.
Risas.
Tomamos los remos. Despacio, niña, ¿quieres ahogarnos? Abajo se abría un abismo interminable. Cuando yo muera, me gustaría que mis cenizas las arrojen al mar, dijo Marina. Dentro de un siglo, dijo el viejo. Me gusta el mar. ¡Marina! ¡Mar! Remamos de regreso al Muelle. Don Miguel nos invitó un plato de ceviche mientras nos seguía contando sus aventuras marinas.
Regresamos a la ciudad tomados de la mano, riéndonos, contentos, felices. ¡Éramos enamorados! La acompañé hasta su casa. En su puerta, nos despedimos con un ligero beso en los labios. ¿Me esperas mañana para ir al cole, amor? Claro, amor. ¡Me había dicho amor! ¡Le había dicho amor!
–¿Por qué tan contento, Agustín? –me preguntó mamá.
Me puse colorado. ¿Decirle tengo enamorada? Marina me había dicho ni bien llega mi mamá le cuento que somos enamorados.
–Se cumplió lo que dijiste.
–¿Te le declaraste a tu amiguita?
–Ajá.
–Pucha, hijo, ¿no crees que soy tan joven para estar oliendo a suegra?
–Ya es tarde.
Nos reímos. Te felicito, hijo, esa chica es linda e inteligente, yo sé que van a ser felices. Se nota que la quieres mucho, ¿verdad? Sí, má.
–¿Por qué tanto alboroto en el gallinero? –preguntó papá.
–¡Agustín tiene enamorada! –anunció mamá.
–No me digan que la afortunada es la hija de la colega Verónica Villanueva.
–Ajá.
–¿Y cuándo es la boda?
–Algún día.
Sí, algún día, para vivir cerca del mar, para corretear todos los días en la playa, para construir castillos de arena.
–Un par de consejos, Agustín –dijo papá, serio–: Nunca te burles de los sentimientos de esa chica. Quiérela con todos sus defectos y virtudes. Esa es la base de la felicidad.
Cómo me iba a burlar de Marina si la quería, la adoraba, la amaba con todo mi corazón.
–Ni vayas a meter la pata porque te mato, Agustín –dijo mamá–. Todavía no estoy preparada para ser abuela.
–Para qué si ya tienes a la parejita –le dijo papá a mamá.
Risas.
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