1
La noche es una copa de mal. Un silbo agudo / del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler. / Oye tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace aún arder?, carraspeó el viejo, bebió, le dio una calada a su cigarro. El gran Vallejo, quién más, dijo, mirándome con sus ojos acuosos. Se ha escrito casi todo de él y sobre él: Juan Larrea: César Vallejo y el surrealismo, editorial Visor, Madrid, 1976. Mariano Ibérico: En el mundo de Trilce, editorial UNMS, Lima, 1963. Alberto Escobar: Cómo leer a César Vallejo, editorial PL Villanueva, Lima, 1973. Ernesto More: César Vallejo en la encrucijada del drama peruano, editorial Bendezú, Lima, 1968. Y etcétera y etcétera; un largo e interminable etcétera. ¿Qué más se podría escribir sobre nuestro gran vate?, ¿se preguntó?, ¿me preguntó? Levanté los hombros, bebí. De la rockola brotaba un bolero de Los Panchos, Quizá, quizá, quizá. Los borrachines apretujaban a las polillas. Había una de vestido verde limón con un gran escote en la espalda. Se notaba que estaba sin sostén. Tenía la piel blanca. La mano del hombre con quien bailaba parecía una estrella de mar en esa espalda amplia como un desierto. Pensé en Edith: estaría pelándose de frío en las alturas de Ayacucho, estaría durmiendo a la intemperie, quizá ni habría cenado, quizá estaría huyendo de los sinchis y los llapan atic que la perseguían como perros de presa desde su fuga del penal. Quizá deberías de escribir tu tesis sobre Mariátegui, me dijo el viejo, después de darle una larga chupada a su cigarro, ahora que los guerrilleros lo tienen como uno de sus puntales porque, cuando termine la guerra, si es que alguna vez termina porque esto tiene para largo, todos serán mariateguistas. Adelántate a la historia, muchacho. Edith, dije. Está escribiendo la historia a sangre y fuego, dijo el viejo. Abimael es un loco de mierda, ¿verdad?, durante veinte años nos estuvo jodiendo con su cantaleta de la lucha armada y ahora tiene en zozobra al país entero. ¿Te imaginas a un puñado de locos mal armados asaltando esa fortaleza que es el CRAS de Huamanga, ah? Imaginé a Edith en medio de los dinamitazos, escapando bajo una lluvia de balas. ¿Dónde estaría? Decían que la habían visto en Ayacucho, en Huancavelica, en Andahuaylas, montada en un caballo blanco y enarbolando una bandera roja. ¿Qué escribir de Vallejo que ya no haya sido escrito? Levanté los hombros. Usted es el asesor, le dije. Volví la vista a la espalda desnuda de la polilla, bajé los ojos y los posé en su trasero, redondo, generoso. Si el Che Guevara habría tenido el apoyo del campesinado como lo tiene Abimael, otra habría sido la historia de Bolivia, dijo el viejo. Si yo tuviera veinte años, también marcharía a Ayacucho, no por Abimael, porque nuestras divergencias son insalvables, sino por el pueblo. ¿Sabías que Vallejo visitó el frente de guerra cuando estuvo en España?, preguntó el viejo, paladeando su vino, ¿que España, aparta de mí este cáliz fue publicada por el Ejército Republicano? Ignoraba, murmuré. La polilla de la espalda desnuda levantó su copa y brindó conmigo en la distancia. Hice lo mismo. Me regaló una amplia sonrisa. Quizá deberías visitar la Madre Patria, preguntar a los milicianos sobrevivientes. Claro, murmuré, sin mucho ánimo. O, por último, ir a Santiago de Chuco. Si no me equivoco, poco se ha escrito sobre la niñez y adolescencia de nuestro poeta universal, etapas que son constantes en sus textos. Presencia del hogar en la poesía de César Vallejo fue publicada el año pasado por la Universidad de Cajamarca, es un texto ilegible, pero se deja leer, por ahí lo tengo, otro día la traigo. Gracias. El viejo ya estaba borracho. Esta tarde llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. / Esta tarde es dulce. Por qué ha de ser? / Viste gracia y pena: viste de mujer. Chupó su cigarro con ganas, botó el humo por boca y nariz. Heces, dijo, 1918, hace sesenta y cuatro años ya. Yo nací un año después. Bien pudo Vallejo acunarme en sus brazos, rió. Es una puta más, dijo, cuando descubrió mis ojos puestos en la polilla de la espalda desnuda, y las noches de Lima están pobladas de ellas. La vi venir con sus andares de felino. ¿Bailamos, guapo? Claro. Me tomó de la mano, una mano suave. El bolero era Bésame mucho. Nos abrimos paso entre las mesas, entre los borrachos. Puse mi mano en su cintura, ella juntó su cuerpo al mío, sentí sus senos, medianos, duros, fundirse en mi piel. ¿Cómo te llamas, guapo?, su aliento tibio con aroma a menta me abrasó el rostro. Tenía los labios carnosos, rojos como la sangre, o como la bandera que Edith enarbolaba montada sobre un caballo blanco simultáneamente en varios lugares según la creencia popular. Agustín, le dije, ¿y tú? Estrella, dijo, pasándose la lengua, puntiaguda, rosada, por los labios. ¿Estrella? Ajá, Estrella Gómez. ¿Sería su nombre de combate o así la habrían bautizado? Edith ya no era Edith, ahora era Lidia. Le miré el generoso escote, el nacimiento de los senos. ¿Ese viejo cara de sapo es tu padre?, preguntó. Me reí. Mi asesor. ¿Asesor? Sí. ¿De? Estoy escribiendo mi tesis. Ah, pensé que era tu asesor de la vida nocturna y puteril de Lima. Soltó una carcajada. También reí. ¿Sobre qué es tu tesis? Vallejo. ¿Vallejo?, repitió. Ajá. ¿Y qué esperas encontrar en este antro, expertos sobre Vallejo? Quizá, ¿por qué no? Reímos con ganas. Restregaba su cuerpo con el mío. Hay golpes en la vida tan fuertes, dijo, yo sí sé. Otra carcajada. Mi sexo empezó a despertar de su letargo y el bolero parecía no tener final, o lo habían repetido. ¿Tienes para pagarte un polvo? Claro, ¿dónde atiendes? En el segundo piso, ¿vamos? Miré al viejo: dormitaba. Volví media hora después. César Vallejo. Camp de L’arpa, número 71, Barcelona, 1980, murmuraba el viejo entre dientes, el rostro sobre el pecho, un hilo de baba cayendo de la comisura de sus labios.
***
Disculpa, ¿podrías prestarme un lapicero? Levanté la mirada: una chica estaba parada frente a mí. Era menuda. Tenía los cabellos lacios, negros y largos que enmarcaban un rostro redondo de ojos claros, penetrantes. Tenía un lunar cerca del ala izquierda de la nariz. El mío se ha terminado. Claro, toma. Me fijé en sus manos, en sus dedos delgados que terminaban en unas uñas maltratadas, como si lavara bastante, y sin pintar. Me dio las gracias. Miré la hora en el reloj que estaba colgado en una de las columnas: faltaba un cuarto para las doce. Hundí los ojos en Emma Zunz. ¿Se puede? Otra vez ella. Tenía una mano en el respaldo de la silla que había frente a mí. Claro, le dije. Éramos los únicos usuarios de la biblioteca a esa hora. Puso sus cosas sobre la mesa: un bolso hecho de manta, una cartulina y un libro voluminoso de pasta color rojo vino. Abrió el libro. ¿La Biblia?, pregunté. No, no, Antología de poetas líricos castellanos, dijo. ¿Estás en Literatura? En Derecho, dijo, pero me gusta leer, ¿y tú? En Literatura. ¿En qué ciclo? Octavo, ¿tú? Recién estoy empezando la carrera, en el segundo ciclo. No le pregunté su edad, pero tendría dieciocho o diecinueve años. Daré tu corazón por alimento. / Tanto dolor se agrupa en mi costado, / Que por doler me duele hasta el aliento, Miguel Hernández, dijo, ¿lo has leído? Sí, buen poeta. Es dramático, trágico, fatal. Ajá. ¿Tú qué lees? Borges, le mostré la pasta de El Aleph. Prefiero las historias concretas, las que puedes tocar con la mano, ver en tu entorno. Arguedas, Ciro Alegría, Scorza. También los he leído, dije. El mundo es ancho y ajeno, Garabombo el invisible, Los ríos profundos, Yawar fiesta. Hablamos de la trágica niñez de Arguedas, de su suicidio, de las enfermedades de Alegría. ¿Almuerzas en el comedor?, preguntó, fijándose en la hora en la pared. Sí. ¿Vamos? Devolvimos los libros y salimos al frío del exterior. Era setiembre, faltaba poco para la primavera pero en Lima seguía garuando, el cielo estaba cubierto de nubes oscuras. Íbamos por las veredas llenas de estudiantes, profesores. Las paredes de las facultades estaban llenas de inscripciones contra el gobierno de Morales Bermúdez, de pintas de los partidos políticos que habían participado en la Asamblea Constituyente, de lemas contra las dictaduras de Chile y Argentina. Un pelucón me pasó la voz y ella me preguntó si era mi amigo. Le dije que sí. Tus amigos serán bohemios, dijo. Algunos. ¿Y tú? No salgo mucho, antes sí. ¿Tú? Tampoco, dijo, prefiero quedarme en mi cuarto leyendo, haciendo mis tareas. Tampoco tengo muchos amigos. Nos pusimos en la cola. Será que no me acostumbro a Lima, dijo. ¿De dónde eres? Ayacucho, ¿tú? Huancavelica. Somos casi vecinos, dijo con una sonrisa, es bonita la sierra, ¿no? No conozco. ¿Has nacido en Huancavelica y no conoces tu tierra? Me puse colorado. Le dije que me habían traído al año y medio de nacido y no había vuelto, quizá más adelante lo haga. Claro, yo siempre vuelvo a Ayacucho, sobre todo en los carnavales. Nos pusieron un número en el brazo: 176 ella y yo 177. La cola empezó a avanzar lentamente como una gran culebra. Llegará la hora / en que tendré que / desembocar en los / océanos, / que mezclar mis / aguas / limpias con sus aguas turbias, / que tendré que / silenciar mi canto / luminoso… Heraud. Ajá. Buen poeta. Deberías de estudiar literatura. Quizá más adelante. Recibimos nuestras charolas y nos sentamos frente a frente en la gran mesa. El menú era frijol con pescado y una sopa media aguachenta. La miraba comer, separar con cuidado las espinas. ¿Dónde vives? En Breña, ¿tú? En el Callao, en casa de una tía. Estamos cerca. Sí. ¡Compañeros, su atención! Un estudiante, flaco, de rasgos andinos, había trepado a la mesa y desde allí lanzó una arenga a la futura guerra popular mientras un compañero suyo repartía el pasquín Por el Sendero Luminoso de Mariátegui a cambio de un óbolo voluntario. Habló del Perú semi colonial y semi feudal, de terminar con los latifundios y los terratenientes. Pronto los Andes serán remecidos por el estruendo de los cañones y las balas del ejército guerrillero popular. Casi nadie le prestaba atención, los comensales lo miraban con indiferencia, sonreían con ironía. ¿Hacer una guerra popular cuando los militares estaban a punto de regresar a sus cuarteles? Sonaba a cosa de locos. Las revoluciones terminaron en Bolivia, le dije a la chica, con la muerte del Che. Quién sabe, dijo ella.
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La noche es una copa de mal. Un silbo agudo / del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler. / Oye tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace aún arder?, carraspeó el viejo, bebió, le dio una calada a su cigarro. El gran Vallejo, quién más, dijo, mirándome con sus ojos acuosos. Se ha escrito casi todo de él y sobre él: Juan Larrea: César Vallejo y el surrealismo, editorial Visor, Madrid, 1976. Mariano Ibérico: En el mundo de Trilce, editorial UNMS, Lima, 1963. Alberto Escobar: Cómo leer a César Vallejo, editorial PL Villanueva, Lima, 1973. Ernesto More: César Vallejo en la encrucijada del drama peruano, editorial Bendezú, Lima, 1968. Y etcétera y etcétera; un largo e interminable etcétera. ¿Qué más se podría escribir sobre nuestro gran vate?, ¿se preguntó?, ¿me preguntó? Levanté los hombros, bebí. De la rockola brotaba un bolero de Los Panchos, Quizá, quizá, quizá. Los borrachines apretujaban a las polillas. Había una de vestido verde limón con un gran escote en la espalda. Se notaba que estaba sin sostén. Tenía la piel blanca. La mano del hombre con quien bailaba parecía una estrella de mar en esa espalda amplia como un desierto. Pensé en Edith: estaría pelándose de frío en las alturas de Ayacucho, estaría durmiendo a la intemperie, quizá ni habría cenado, quizá estaría huyendo de los sinchis y los llapan atic que la perseguían como perros de presa desde su fuga del penal. Quizá deberías de escribir tu tesis sobre Mariátegui, me dijo el viejo, después de darle una larga chupada a su cigarro, ahora que los guerrilleros lo tienen como uno de sus puntales porque, cuando termine la guerra, si es que alguna vez termina porque esto tiene para largo, todos serán mariateguistas. Adelántate a la historia, muchacho. Edith, dije. Está escribiendo la historia a sangre y fuego, dijo el viejo. Abimael es un loco de mierda, ¿verdad?, durante veinte años nos estuvo jodiendo con su cantaleta de la lucha armada y ahora tiene en zozobra al país entero. ¿Te imaginas a un puñado de locos mal armados asaltando esa fortaleza que es el CRAS de Huamanga, ah? Imaginé a Edith en medio de los dinamitazos, escapando bajo una lluvia de balas. ¿Dónde estaría? Decían que la habían visto en Ayacucho, en Huancavelica, en Andahuaylas, montada en un caballo blanco y enarbolando una bandera roja. ¿Qué escribir de Vallejo que ya no haya sido escrito? Levanté los hombros. Usted es el asesor, le dije. Volví la vista a la espalda desnuda de la polilla, bajé los ojos y los posé en su trasero, redondo, generoso. Si el Che Guevara habría tenido el apoyo del campesinado como lo tiene Abimael, otra habría sido la historia de Bolivia, dijo el viejo. Si yo tuviera veinte años, también marcharía a Ayacucho, no por Abimael, porque nuestras divergencias son insalvables, sino por el pueblo. ¿Sabías que Vallejo visitó el frente de guerra cuando estuvo en España?, preguntó el viejo, paladeando su vino, ¿que España, aparta de mí este cáliz fue publicada por el Ejército Republicano? Ignoraba, murmuré. La polilla de la espalda desnuda levantó su copa y brindó conmigo en la distancia. Hice lo mismo. Me regaló una amplia sonrisa. Quizá deberías visitar la Madre Patria, preguntar a los milicianos sobrevivientes. Claro, murmuré, sin mucho ánimo. O, por último, ir a Santiago de Chuco. Si no me equivoco, poco se ha escrito sobre la niñez y adolescencia de nuestro poeta universal, etapas que son constantes en sus textos. Presencia del hogar en la poesía de César Vallejo fue publicada el año pasado por la Universidad de Cajamarca, es un texto ilegible, pero se deja leer, por ahí lo tengo, otro día la traigo. Gracias. El viejo ya estaba borracho. Esta tarde llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. / Esta tarde es dulce. Por qué ha de ser? / Viste gracia y pena: viste de mujer. Chupó su cigarro con ganas, botó el humo por boca y nariz. Heces, dijo, 1918, hace sesenta y cuatro años ya. Yo nací un año después. Bien pudo Vallejo acunarme en sus brazos, rió. Es una puta más, dijo, cuando descubrió mis ojos puestos en la polilla de la espalda desnuda, y las noches de Lima están pobladas de ellas. La vi venir con sus andares de felino. ¿Bailamos, guapo? Claro. Me tomó de la mano, una mano suave. El bolero era Bésame mucho. Nos abrimos paso entre las mesas, entre los borrachos. Puse mi mano en su cintura, ella juntó su cuerpo al mío, sentí sus senos, medianos, duros, fundirse en mi piel. ¿Cómo te llamas, guapo?, su aliento tibio con aroma a menta me abrasó el rostro. Tenía los labios carnosos, rojos como la sangre, o como la bandera que Edith enarbolaba montada sobre un caballo blanco simultáneamente en varios lugares según la creencia popular. Agustín, le dije, ¿y tú? Estrella, dijo, pasándose la lengua, puntiaguda, rosada, por los labios. ¿Estrella? Ajá, Estrella Gómez. ¿Sería su nombre de combate o así la habrían bautizado? Edith ya no era Edith, ahora era Lidia. Le miré el generoso escote, el nacimiento de los senos. ¿Ese viejo cara de sapo es tu padre?, preguntó. Me reí. Mi asesor. ¿Asesor? Sí. ¿De? Estoy escribiendo mi tesis. Ah, pensé que era tu asesor de la vida nocturna y puteril de Lima. Soltó una carcajada. También reí. ¿Sobre qué es tu tesis? Vallejo. ¿Vallejo?, repitió. Ajá. ¿Y qué esperas encontrar en este antro, expertos sobre Vallejo? Quizá, ¿por qué no? Reímos con ganas. Restregaba su cuerpo con el mío. Hay golpes en la vida tan fuertes, dijo, yo sí sé. Otra carcajada. Mi sexo empezó a despertar de su letargo y el bolero parecía no tener final, o lo habían repetido. ¿Tienes para pagarte un polvo? Claro, ¿dónde atiendes? En el segundo piso, ¿vamos? Miré al viejo: dormitaba. Volví media hora después. César Vallejo. Camp de L’arpa, número 71, Barcelona, 1980, murmuraba el viejo entre dientes, el rostro sobre el pecho, un hilo de baba cayendo de la comisura de sus labios.
***
Disculpa, ¿podrías prestarme un lapicero? Levanté la mirada: una chica estaba parada frente a mí. Era menuda. Tenía los cabellos lacios, negros y largos que enmarcaban un rostro redondo de ojos claros, penetrantes. Tenía un lunar cerca del ala izquierda de la nariz. El mío se ha terminado. Claro, toma. Me fijé en sus manos, en sus dedos delgados que terminaban en unas uñas maltratadas, como si lavara bastante, y sin pintar. Me dio las gracias. Miré la hora en el reloj que estaba colgado en una de las columnas: faltaba un cuarto para las doce. Hundí los ojos en Emma Zunz. ¿Se puede? Otra vez ella. Tenía una mano en el respaldo de la silla que había frente a mí. Claro, le dije. Éramos los únicos usuarios de la biblioteca a esa hora. Puso sus cosas sobre la mesa: un bolso hecho de manta, una cartulina y un libro voluminoso de pasta color rojo vino. Abrió el libro. ¿La Biblia?, pregunté. No, no, Antología de poetas líricos castellanos, dijo. ¿Estás en Literatura? En Derecho, dijo, pero me gusta leer, ¿y tú? En Literatura. ¿En qué ciclo? Octavo, ¿tú? Recién estoy empezando la carrera, en el segundo ciclo. No le pregunté su edad, pero tendría dieciocho o diecinueve años. Daré tu corazón por alimento. / Tanto dolor se agrupa en mi costado, / Que por doler me duele hasta el aliento, Miguel Hernández, dijo, ¿lo has leído? Sí, buen poeta. Es dramático, trágico, fatal. Ajá. ¿Tú qué lees? Borges, le mostré la pasta de El Aleph. Prefiero las historias concretas, las que puedes tocar con la mano, ver en tu entorno. Arguedas, Ciro Alegría, Scorza. También los he leído, dije. El mundo es ancho y ajeno, Garabombo el invisible, Los ríos profundos, Yawar fiesta. Hablamos de la trágica niñez de Arguedas, de su suicidio, de las enfermedades de Alegría. ¿Almuerzas en el comedor?, preguntó, fijándose en la hora en la pared. Sí. ¿Vamos? Devolvimos los libros y salimos al frío del exterior. Era setiembre, faltaba poco para la primavera pero en Lima seguía garuando, el cielo estaba cubierto de nubes oscuras. Íbamos por las veredas llenas de estudiantes, profesores. Las paredes de las facultades estaban llenas de inscripciones contra el gobierno de Morales Bermúdez, de pintas de los partidos políticos que habían participado en la Asamblea Constituyente, de lemas contra las dictaduras de Chile y Argentina. Un pelucón me pasó la voz y ella me preguntó si era mi amigo. Le dije que sí. Tus amigos serán bohemios, dijo. Algunos. ¿Y tú? No salgo mucho, antes sí. ¿Tú? Tampoco, dijo, prefiero quedarme en mi cuarto leyendo, haciendo mis tareas. Tampoco tengo muchos amigos. Nos pusimos en la cola. Será que no me acostumbro a Lima, dijo. ¿De dónde eres? Ayacucho, ¿tú? Huancavelica. Somos casi vecinos, dijo con una sonrisa, es bonita la sierra, ¿no? No conozco. ¿Has nacido en Huancavelica y no conoces tu tierra? Me puse colorado. Le dije que me habían traído al año y medio de nacido y no había vuelto, quizá más adelante lo haga. Claro, yo siempre vuelvo a Ayacucho, sobre todo en los carnavales. Nos pusieron un número en el brazo: 176 ella y yo 177. La cola empezó a avanzar lentamente como una gran culebra. Llegará la hora / en que tendré que / desembocar en los / océanos, / que mezclar mis / aguas / limpias con sus aguas turbias, / que tendré que / silenciar mi canto / luminoso… Heraud. Ajá. Buen poeta. Deberías de estudiar literatura. Quizá más adelante. Recibimos nuestras charolas y nos sentamos frente a frente en la gran mesa. El menú era frijol con pescado y una sopa media aguachenta. La miraba comer, separar con cuidado las espinas. ¿Dónde vives? En Breña, ¿tú? En el Callao, en casa de una tía. Estamos cerca. Sí. ¡Compañeros, su atención! Un estudiante, flaco, de rasgos andinos, había trepado a la mesa y desde allí lanzó una arenga a la futura guerra popular mientras un compañero suyo repartía el pasquín Por el Sendero Luminoso de Mariátegui a cambio de un óbolo voluntario. Habló del Perú semi colonial y semi feudal, de terminar con los latifundios y los terratenientes. Pronto los Andes serán remecidos por el estruendo de los cañones y las balas del ejército guerrillero popular. Casi nadie le prestaba atención, los comensales lo miraban con indiferencia, sonreían con ironía. ¿Hacer una guerra popular cuando los militares estaban a punto de regresar a sus cuarteles? Sonaba a cosa de locos. Las revoluciones terminaron en Bolivia, le dije a la chica, con la muerte del Che. Quién sabe, dijo ella.
***
Me presentaron como el nuevo profesor de Lenguaje. Tartamudeé al dirigirme por primera vez a los alumnos. Un profesor debe mirar a todos y a nadie al dirigirse al público, había escuchado decir a mis maestros, pero yo veía a todos los ojos, a todos los rostros, y todos los ojos y rostros me miraban, me observaban con hostilidad, esperaba que en cualquier instante iba a estallar una estruendosa carcajada riéndose de mí: no pronuncio bien la erre, pero no lo hicieron, al final, todos aplaudieron, los profesores me dieron la mano dándome la bienvenida, las profesoras me besaron las mejillas. Pasamos a los salones. Era la quincena de abril y hacía un calor de los mil demonios, fui al baño a mojarme un poco pero no había agua en el cilindro. El baño era un silo poblado por un ejército de moscas. El colegio estaba en la punta de un arenal al sur de Lima. Había llegado ahí gracias a la recomendación de don Virgilio que tenía un conocido en el ministerio de Educación. El colegio era de esteras y calamina. La arena se metía por todos lados. ¿Y si renunciaba en qué me iba a ganar la vida con mi título de licenciado en Literatura? Quizá debía buscar una beca y marcharme al extranjero y tratar de quedarme allá: el Perú se estaba desangrando desde hace cuatro años y la sangría era, a la vista, incontenible. La primera hora me tocó en el único quinto que había en el colegio Morro Solar. La veintena de alumnos se puso de pie cuando hice mi ingreso al aula. Rostros con rasgos andinos, cabellos hirsutos, ojos achinados, algunos tendrían casi veinte años. Me presenté de nuevo e hice que se presentaran para ganar tiempo, para romper la distensión. Muchos tenían un dejo andino al hablar. Me preguntaron dónde había estudiado, si era fácil el examen de admisión, dónde vivía. Al decirles que venía de Chosica y tenía que salir antes de las seis de la mañana se sorprendieron. Agárrese un lote aquí, profe, me dijeron, los terrenos abundan y sobran, pone sus esteras y ya tiene su casa. Quizá más adelante, les dije, cuando me paguen. ¿Fueron a la playa? Claro, profe, a pie nomás, la playa está bajando ese cerrito, dijeron señalando el lomo de arena que se veía desde la ventana. Después de conversar, leímos Los gallinazos sin pluma. Un buen número de alumnos tenía dificultades al leer: apenas abrían la boca como si tuvieran vergüenza. Después hicimos una composición titulada Así fueron mis vacaciones de verano. A la salida, el director me preguntó si vendría al día siguiente. Le dije que sí. Es que han venido varios profesores, han estado un día y no se han vuelto a aparecer. No se preocupe, mañana estaré aquí. Me dio la mano. Bajé a la pista pensando mañana vendré con jean y polo como los demás, es ridículo venir con terno a este arenal.
2
¿Vives por aquí?, me preguntó Estrella. Estábamos en una habitación, a oscuras. Yo le había dicho creo que mejor me voy y ella me dijo quédate nomás hasta que vuelva la luz. En Breña, le dije, a un paso de aquí, ¿y tú? En Comas. ¿En Comas o en camas? Tonto, dijo, apretándome el miembro. Reímos. Había llegado al antro un rato antes en busca de don Virgilio. No lo encontré y pedí un vino y me puse a esperarlo. Entonces Estrella se sentó frente a mí. ¿Por qué tan solo y pensativo? Estaba con un vestido rojo escotado, me sonreía. ¿Te acuerdas de mí? Claro que me acordaba. ¿Y tu asesor? Pensé que lo iba a encontrar aquí. No lo había visto durante toda la semana. Pedí un vino para ella. ¿Y cómo va tu tesis? Iba en nada. El viejo me había dicho mejor escribe sobre Miguel Hernández, su poesía es pura como la naturaleza donde vivió, tengo entendido que algún miembro del jurado calificador es un vallejiano convicto y confeso y se regodeará si te revuelca como a su entenado. En cambio a Hernández aquí se le lee poco, y mal. Hernández, el poeta nacido en Orihuela, cabrero en su juventud, partícipe de la Guerra Civil Española, muerto tuberculoso en prisión. Imaginé al poeta conduciendo un hato de cabras, pergeñando sus versos a orillas de algún río, quizá en las noches calentándose y leyendo junto al fogón donde momentos antes su madre le había calentado el puchero para la cena. Te empapas bien del tema y estoy seguro que consigues una contundente victoria ante esos dinosaurios. Eso había sido hace un par de semanas, desde entonces no había visto al viejo ni en pintura, tal vez se había muerto. Bailé con Estrella hasta que me dijo ¿subimos? Estábamos en mitad de la escalera cuando la luz se fue después de un parpadeo. Nos encerramos en la habitación. Escuché que se lavaba el sexo. No me pidió que lo hiciera, se lo engulló así nomás hasta ponerla dura. Yo me tragué el suyo. Era la primera vez que lo hacía. Tenía un olor y un sabor agradable pese a que mis amigos se hacían ascos cuando hablaban del sexo oral. Ahora estábamos abrazados, esperando el retorno de la luz, escuchando la bulla de los carros que pasaban por Emancipación, Tacna, La Colmena. ¿Vives solo? Sí. O sea que se te puede visitar. Claro, cuando quieras. ¿Y tú con quién vives? Con mis padres, mi hermana y mi hijita… Tenía una hijita. Ese vientre que ahora acariciaba alguna vez había estado abultado como un globo, como una naranja. ¿Cómo se llama? Marisol. ¿Cuántos años tiene? Cuatro. O sea que había dado a luz a los dieciocho, salido embarazada a los diecisiete. ¿Y el papá? Murió en la guerra… Silencio con fondo de bocinas de vehículos. ¿Era policía o terruco? Rió con ganas. ¿También te lo creíste? Sí, ¿por? Bromeaba, dónde estará ese imbécil. Por su culpa me metí en esta vida, ¿o tú crees que lo hice porque la pinga es rica, ah? ¿No es rica? La tuya, sí. Me dio un beso mientras yo pensaba a cuántos se los habrá chupado. Me reí. ¿De qué te ríes? De un chiste privado. A ver, cuéntame. Le inventé un chiste de Jaimito. Parece que la luz se había ido definitivamente. Los terrucos eran cada vez más efectivos. Pensé en Edith por primera vez en la noche. Desde la sierra llegaban noticias de ataques a los puestos policiales, asaltos a las minas para robar dinamita, de incursiones a pueblitos cuyos nombres eran difíciles de pronunciar y menos de retener en la memoria. ¿Edith estaría con los que perpetraban esos hechos? Estrella montó sobre mí, agarró mi sexo y lo guió al suyo y empezó a moverse con cadencia como una barca en un mar sereno. Ahora no me decía apúrate, ¿ya?, ¿terminaste?, vacíate de una vez, no eres el único, tengo que seguir trabajando. Subía y bajaba. Veía su silueta oscura, sus senos que subían y bajaban. Afuera el estrépito de los vehículos había disminuido. La gente se va acostumbrando al caos, pensé, al orden que le impone el caos, los apagones empiezan a ser parte de nuestras vidas. El ser humano es dúctil, se amolda a las circunstancias. Yo me había acostumbrado a la ausencia de Edith, a no escuchar su voz, a no mirar sus ojos, a no escuchar en susurros los versos que solía declamar. Aquella noche corrí / El mejor de los caminos, / Montado en potra de nácar / Sin bridas y sin estribos. ¿Hace cuánto ya que había recitado esos versos de Lorca? Casi un año. Y el tiempo seguía estirándose cada día más. Una explosión de luciérnagas ocupó el lugar de mis pensamientos y me sentí desfallecer. Volvimos a abrazarnos. Este polvo no te cobro, dijo Estrella, la casa paga. Rió. Me voy, le dije un rato después, no creo que la luz regrese. Le di un beso y salí a la oscuridad de la calle.
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¿Vives por aquí?, me preguntó Estrella. Estábamos en una habitación, a oscuras. Yo le había dicho creo que mejor me voy y ella me dijo quédate nomás hasta que vuelva la luz. En Breña, le dije, a un paso de aquí, ¿y tú? En Comas. ¿En Comas o en camas? Tonto, dijo, apretándome el miembro. Reímos. Había llegado al antro un rato antes en busca de don Virgilio. No lo encontré y pedí un vino y me puse a esperarlo. Entonces Estrella se sentó frente a mí. ¿Por qué tan solo y pensativo? Estaba con un vestido rojo escotado, me sonreía. ¿Te acuerdas de mí? Claro que me acordaba. ¿Y tu asesor? Pensé que lo iba a encontrar aquí. No lo había visto durante toda la semana. Pedí un vino para ella. ¿Y cómo va tu tesis? Iba en nada. El viejo me había dicho mejor escribe sobre Miguel Hernández, su poesía es pura como la naturaleza donde vivió, tengo entendido que algún miembro del jurado calificador es un vallejiano convicto y confeso y se regodeará si te revuelca como a su entenado. En cambio a Hernández aquí se le lee poco, y mal. Hernández, el poeta nacido en Orihuela, cabrero en su juventud, partícipe de la Guerra Civil Española, muerto tuberculoso en prisión. Imaginé al poeta conduciendo un hato de cabras, pergeñando sus versos a orillas de algún río, quizá en las noches calentándose y leyendo junto al fogón donde momentos antes su madre le había calentado el puchero para la cena. Te empapas bien del tema y estoy seguro que consigues una contundente victoria ante esos dinosaurios. Eso había sido hace un par de semanas, desde entonces no había visto al viejo ni en pintura, tal vez se había muerto. Bailé con Estrella hasta que me dijo ¿subimos? Estábamos en mitad de la escalera cuando la luz se fue después de un parpadeo. Nos encerramos en la habitación. Escuché que se lavaba el sexo. No me pidió que lo hiciera, se lo engulló así nomás hasta ponerla dura. Yo me tragué el suyo. Era la primera vez que lo hacía. Tenía un olor y un sabor agradable pese a que mis amigos se hacían ascos cuando hablaban del sexo oral. Ahora estábamos abrazados, esperando el retorno de la luz, escuchando la bulla de los carros que pasaban por Emancipación, Tacna, La Colmena. ¿Vives solo? Sí. O sea que se te puede visitar. Claro, cuando quieras. ¿Y tú con quién vives? Con mis padres, mi hermana y mi hijita… Tenía una hijita. Ese vientre que ahora acariciaba alguna vez había estado abultado como un globo, como una naranja. ¿Cómo se llama? Marisol. ¿Cuántos años tiene? Cuatro. O sea que había dado a luz a los dieciocho, salido embarazada a los diecisiete. ¿Y el papá? Murió en la guerra… Silencio con fondo de bocinas de vehículos. ¿Era policía o terruco? Rió con ganas. ¿También te lo creíste? Sí, ¿por? Bromeaba, dónde estará ese imbécil. Por su culpa me metí en esta vida, ¿o tú crees que lo hice porque la pinga es rica, ah? ¿No es rica? La tuya, sí. Me dio un beso mientras yo pensaba a cuántos se los habrá chupado. Me reí. ¿De qué te ríes? De un chiste privado. A ver, cuéntame. Le inventé un chiste de Jaimito. Parece que la luz se había ido definitivamente. Los terrucos eran cada vez más efectivos. Pensé en Edith por primera vez en la noche. Desde la sierra llegaban noticias de ataques a los puestos policiales, asaltos a las minas para robar dinamita, de incursiones a pueblitos cuyos nombres eran difíciles de pronunciar y menos de retener en la memoria. ¿Edith estaría con los que perpetraban esos hechos? Estrella montó sobre mí, agarró mi sexo y lo guió al suyo y empezó a moverse con cadencia como una barca en un mar sereno. Ahora no me decía apúrate, ¿ya?, ¿terminaste?, vacíate de una vez, no eres el único, tengo que seguir trabajando. Subía y bajaba. Veía su silueta oscura, sus senos que subían y bajaban. Afuera el estrépito de los vehículos había disminuido. La gente se va acostumbrando al caos, pensé, al orden que le impone el caos, los apagones empiezan a ser parte de nuestras vidas. El ser humano es dúctil, se amolda a las circunstancias. Yo me había acostumbrado a la ausencia de Edith, a no escuchar su voz, a no mirar sus ojos, a no escuchar en susurros los versos que solía declamar. Aquella noche corrí / El mejor de los caminos, / Montado en potra de nácar / Sin bridas y sin estribos. ¿Hace cuánto ya que había recitado esos versos de Lorca? Casi un año. Y el tiempo seguía estirándose cada día más. Una explosión de luciérnagas ocupó el lugar de mis pensamientos y me sentí desfallecer. Volvimos a abrazarnos. Este polvo no te cobro, dijo Estrella, la casa paga. Rió. Me voy, le dije un rato después, no creo que la luz regrese. Le di un beso y salí a la oscuridad de la calle.
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