Era un 19 de marzo,
eran las ocho y diez de la noche,
dijiste mi nombre,
tomaste mi mano entre tus débiles manos,
y volaste hacia las estrellas.
Crucé sobre tu pecho yerto
tus brazos que alguna vez fueron de acero,
besé tu venerada frente convertida ya en un témpano de hielo.
Un estertor de animal herido brotó de mi garganta,
mis ojos se desbordaron en llanto
aquejados por este cruel quebranto.
Loco, desesperado,
solo, abandonado,
anduve por las calles solitarias
recordando aquella playa de mi infancia
en que tú eras alto como un árbol
y me llevabas sobre tus hombros
contándome historias de vikingos y piratas,
de barcos fantasmas,
de sirenas, de princesas marinas y de hadas
y a mí me brotaban alas
y volaba con las gaviotas hacia el sol.
Quise arrancarme el corazón
para devolverte la vida
que un día me diste con amor,
¡oh, vano intento!,
eso era imposible.
Imprequé a tu Dios.
Dos días después,
tus restos llevé sobre mis hombros al camposanto,
con mis manos cavé la tierra dura
para darte sepultura.
Lágrimas tiene el camino, padre,
por donde cada domingo te voy a visitar,
estás dormido bajo los geranios y lirios
y nunca más despertarás
tú que anhelabas vivir más.
Por eso estoy triste,
por eso en los jardines
las flores se han vestido de colores grises
y los niños ya no ríen felices.
Lágrimas tiene el camino, padre,
desde que te has ido.
solo me queda la esperanza
que en una noche no muy lejana vuelvas,
tomes mi mano entre tus manos,
digas mi nombre
y volemos juntos hacia el sol
como las gaviotas de aquella playa de mi infancia.
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