Trazó el óvalo del rostro sin levantar el lápiz del papel. Luego hizo los ojos, las cejas, la nariz, la boca, las orejas, en ese orden. Buen pulso, maestro, carraspeé. Pareció no oírme. Agrandó los ojos, alargó las pestañas, acentuó las cejas. Bebí. Un calorcito bajó por mi garganta, quemándome las tripas. Levantó la mirada: sus ojos parecían desnudar a la polilla del vestido rojo. Se puso a dibujar la cabellera con líneas ondeadas y oblicuas apenas visibles. Ni el quejido lastimero de Flor Pucarina cantando Déjame nomás, que brotaba de la rockola, ni los brindis a viva voz de los borrachitos lograban sustraerlo de su afán. Para él solo parecía existir la polilla del vestido rojo y su espalda desnuda y su muslo desnudo. Volví a beber. Tenía seca la garganta de tanto declamar en parques y plazas públicas esos versos con los cuales me ganaba el pan y el trago. El lápiz parecía un palito de fósforo en su enorme mano. Sus dedos eran como las extremidades de una criatura regordeta. Una criatura de múltiples colores como un arco iris. El aguarrás había resecado la piel de sus manos. Con el índice derecho difuminó las líneas de la cabellera para dejarla blonda como el de su Marilyn. Hizo el cuello, delgado y largo; el inicio de los senos. Volvió a mirar a la polilla. Me miró. ¿Se parecen?, preguntó. Como dos gotas de pintura, dije. Soltó una risa estentórea. Ladeó su sombrero. Y eso que está hecha a la diabla, dijo. Pero es perfecta, maestro. ¿Crees que me la cambie por un polvo?, preguntó, esperanzado. Claro, maestro, ¿qué es un polvo para ella si la estás inmortalizando? Recítate algo en honor suyo, me pidió. Abrí la boca: La noche es una copa de mal. / Un silbo agudo / del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler. / Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace aún arder? Callé, bebí, fumé: el tabaco se encendió como una brasa. ¡Bravo, bravo!, exclamó, aplaudiendo con sus manazas. ¿Es de tu inspiración? Boté el humo por boca y nariz. Ya quisiera, dije. Las volutas de humo se perdían entre los innumerables focos de la araña que pendía sobre nuestras cabezas. Es de Vallejo. ¿Sabes?: yo también estuve a punto de dejar mis pobres huesos en París como el poeta. También moría de hambre y de frío como él y no sabía ni una sola palabra en francés como para decirle a la gente le hago un retrato a cambio de un sancochado caliente. Debe haber sido terrible, maestro. Ajá. Y lo peor es que no vendí ni un puto cuadro. Será que pinto mal o los franchutes saben de arte, a pesar de haber tenido a Matisse, Ingres, Courbet, a ese monstruo de la pintura que fue mi maestro Toulouse-Lautrec, menos que esa belleza, dijo, señalando a la dueña de sus obsesiones. De puro macho lloré como cuando murió Marilyn. Faltó poco para que me arrojara al Sena. ¿Te imaginas semejante ironía?: arrojarme al Sena porque no tenía ni un hueso duro para la cena. Tarareé Hipocresía. Rió hasta las lágrimas. ¡Salud por ese gusto, maestro! Dijo salud, pero solo se limitó a acariciar su copa. Era falsa esa fama de borracho incurable que se le achacaba. Calumnias de mis enemigos los académicos que no perdonan que yo no me arrastre como ellos por una plaza en Bellas Artes para recién hacer realidad el sueño del taller propio y, si es con vista al mar, mucho mejor, decía. Pobres cojudos. Para pintar, me basta mirar a mi alrededor. ¡Me voy a arrastrar por una plaza! ¡Ni por Marilyn! Aunque por ella lo habría soportado todo, el hambre, el frío. Garabateó su firma debajo del dibujo. La voz de Flor Pucarina fue sustituida por el de Olga Guillot. Campanitas de cristal, dije. Canta bien, ¿no? Lo sé, dijo, aunque mis preferencias musicales son otras: Beethoven, Bach, Tchaikovsky. ¿Has escuchado Capricho italiano, La pasión según san Mateo, Claro de luna? No, maestro. Escúchalos y verás que el resto es mierda. ¿Qué decirle? Bebí, fumé. Las polillas se llevaban a los borrachitos para bailar con ellos, les ofrecían sus caricias. Los ojos de la del vestido rojo se paseaban entre los parroquianos como mariposas. Víctor se acomodó el sombrero, ajustó su corbata, esbozó una sonrisa. La polilla lo miró con desdén. Quizá ignoraba quién era el maestro, o su belleza, de entre todas era la más hermosa, le permitía darse ese lujo. Incluso se atrevió a pasar tan cerca de nosotros que las copas y la botella tintinearon y la fragancia a rosas que emanaba de su cuerpo se metió por nuestras narices, embriagándonos. Se llevó a un borrachito de la mesa del costado delgado como un alfiler y con cara de tuberculoso. No sabe lo que es el arte, dije. De mi mano aprenderá, así como Ivette, Nancy y Elizabeth, dijo. Así será, maestro. ¿No tienes otro poemita? Bebí para aclararme la garganta. Abrí la boca: Esta tarde llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. / Esta tarde es dulce. Por qué ha de ser? / Viste gracia y pena; viste de mujer. Vallejo, dije. Suena a bolero cantinero. Ajá. Con esa labia, tendría a esa mujercita sometida a mi voluntad. ¿Con tan poco te conformas, maestro, después de Marilyn? A veces me pasa eso: me obsesiono de quien no debo, dijo, mientras volvía a hacer garabatos en su libretita. Tú que has estado por otros lares, habrás tenido la oportunidad de cabalgar potrancas de pura sangre, ¿verdad? Rió. Eso es lo que cree todo el mundo, dijo, sin dejar de garabatear. ¿Me creerías si te dijera que durante ese mal viaje por el viejo mundo no me tiré ni un miserable polvo? ¿Tan feas son las españolas y las francesas o le eres fiel a manuela? No, no, al contrario, pero, si no tenía ni para el té, menos iba a tener para un polvo. Cuando el hambre aprieta, ni la vaina funciona. Soltó una carcajada. Donde sí la pasé bastante bien fue en Argentina pero, ¿sabes?: las gauchas son más insípidas que un pan con palta sin sal. Para polvos, las del Cinco y Medio, las de la Nené, las de Huatica. ¡Salud por nuestras mujeres! ¡Salud! Se llevó la copa a los labios, le dio un beso y continuó garabateando líneas en todas direcciones. ¿Cuántos años le echas? Le di una ojeada a la polilla que lo tenía loco: veintidós, veintitrés añitos, calculé. Tan tierna y ya en el infierno. Como nosotros. Ajá. ¿Qué te parece?, preguntó, empujando su libretita hacia mi lado. De las líneas confusas había brotado un arlequín bailando con la polilla del vestido rojo. Una de las manos enguantadas del arlequín estaba puesta en la espalda desnuda de la mujer y la otra en sus nalgas. Reí. Si lo ve, va a pensar que estás loco. Loco de amor por ella. ¿Crees que sea imposible?, preguntó, con el rostro sombrío. No creo. Escucha: Íbamos a vivir toda la vida juntos. / Íbamos a morir toda la muerte juntos. / Adiós. / Adiós quiere decir ya no mirarse nunca, / reírse de otras cosas, vivir entre otras gentes. Mujeres imposibles, solo en los poemas y en los boleros, maestro. Carajo, no me hagas llorar que ya no tengo lágrimas desde la muerte de mi amada Marilyn, dijo. ¿Es de tu inspiración? Le iba a decir que eran versos de Manuel Scorza pero preferí mentirle. Para mí que ella termina en tus brazos y no en los míos, dijo. Le puso un par de cuernos al arlequín. Rió con estruendo. Un grupo de hinchas del Alianza Lima ingresó ruidosamente agitando sus camisetas blanquiazules, celebrando el reciente triunfo del equipo grone sobre su eterno rival por la mínima diferencia. Clásicos, los de mis tiempos, dijo Víctor. Nadie como Manguera Villanueva o el gran Lolo Fernández, para no menospreciar al rival. ¿Sabías que en una oportunidad Lolo metió semejante cañonazo que por poco se tumba a Manco Cápac? No, maestro. Pues ahora lo sabes. Debe haber sido algo espectacular. Lo fue. Imagínate un pelotazo desde Matute hasta aquí. ¡Salud por ese gusto, maestro! Levanté mi copa, levantó la suya, las chocamos. Solo yo bebí. Víctor devolvió la copa a su lugar. ¿Siempre has sido abstemio? No, dijo. Antes chupaba hasta aguarrás. Ahora solo me conformo con el néctar que mana de las féminas. Bendito licor. ¡Salud por ese gusto, maestro! Brindamos de nuevo. Hablando de mujeres, ella te está mirando, susurró. Sospecho que serás su próxima víctima. Volví el rostro para mirar a la polilla de rojo: me sonrió a la distancia. Hice lo mismo. Palabréale bonito por mí, me pidió. Lo haré, maestro, le dije, no te preocupes. No te olvides de darle la dirección del taller: hotel Lima 283, a unas cuantas cuadras de aquí nomás. No lo olvidaré. El aroma a rosas de nuevo, embriagándonos. Una mano de porcelana, unos dedos delgados, finos, un anillo de oro, las uñas largas, puntiagudas, pintadas de rojo intenso. El muslo en todo su esplendor a través del corte del vestido. Volteó la copa de Víctor como por casualidad. Ay, perdón, dijo, con la voz meliflua. El líquido ámbar manchó la libretita, empezó a diluir el dibujo que la mujer ni miró. ¿Bailamos, guapo? Miré a Víctor: me hizo un movimiento de asentimiento casi imperceptible. Tomé la mano que se me ofrecía. Estaba tibia y húmeda. Nos abrimos paso entre las mesas llenas de borrachos que miraban con ojos lascivos a la chica, que le decían frases obscenas. La espalda desnuda como un vasto desierto, la hendidura de la columna vertebral, el trasero abundante, redondo. El cabello derramándose como una lluvia dorada. Las voces de Los Panchos interpretando Solamente una vez. Puse una mano sobre su hombro y la otra en su cintura. Sentí arder su piel bajo mis manos. Los cuerpos moviéndose al vaivén de la música como una barca sobre las olas. La cara bonita, los ojos verdes e inmensos, la boca de fresa. Medio loco tu compañero de juerga, ¿no? Su aliento tibio abrasándome el rostro. ¿Quién, el pintor? ¿Es pintor? Ajá. ¿No lo conoces? No, ¿quién será? ¿Qué pinta, casas? Cuadros. La risita aguda, chillona, los senos agitándose, saltando. Pintor como Picasso, Dalí, Leonardo da Vinci. ¡Pintor! No me hagas reír así que me hago pis. Qué va a ser pintor el cara de sapo ese. Lo es. Y tú eres su musa. Te quiere pintar. ¿Estás loco o qué, ah? Es que le recuerdas a Marilyn, su ex. ¿Qué Marilyn? Monroe. ¿Marilyn Monroe, la actriz? Ajá. Se dobló de la risa. Oye, tú estás más chiflado que el cara de sapo ese. ¿Sabes?: no quiero perder mi tiempo ni que lo pierdas tú. ¿Tienes para pagarte un polvo? Metí la mano a uno de mis bolsillos, saqué el puñado de monedas y billetes que había juntado durante todo el día y los puse en su escote. Ahí tienes para más de un polvo, le dije. Víctor no pide mucho… Soltó una carcajada que atrajo todas las miradas. La música había cesado. Arrojó el dinero que había puesto en su escote. Dile a tu amigo que vaya a buscar a su Marilyn, chilló. A mí que no me joda, ¿ya? Mujerzuela, le espeté, dándome la media vuelta. Víctor me esperaba de pie. Salimos a la noche victoriana. Era una noche cálida, de luna llena. Allí estaba el inca, apuntándonos con su dedo acusador. Echamos a andar en dirección a La Parada. Me cansééé de rogarleee, / me cansééé de decirleee / que yo sin ella de pena muerooo, empecé a cantar. Víctor continuó la siguiente estrofa: Ya no quiso escucharme, / si sus labios se abrieron / fue pa’ decirme ya no te quierooo. El ladrido de un perro cortó la noche como un cuchillo.
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