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Parece un patito, don Juan de Dios.
La enfermera le pone el termómetro en la axila izquierda.
Los ojos amarillos, la piel amarilla. Una picazón insoportable.
¿Qué tendrá, señorita?
Cirrosis, quizá, por lo amarillo.
¿Cirrosis? El hombre no toma ni agua. Es Testigo de Jehová.
La enfermera sonríe. Le mide la presión. Los análisis nos dirán con certeza qué tiene, me dice. Quizá comió algo que le hizo daño. ¿Sufre del hígado?
Eso es lo más probable. Desde que mamá murió, el viejo come lo que puede, lo que le prepara Mariana, lo que le alcanza Carolina, lo que a veces le da Flora de mala gana. Muchas veces come la comida fría, no sabe prender la cocina a gas, a deshora: Carolina le manda un plato de comida a las cuatro, a esa hora almuerzan los Apestegui, que el viejo se guarda para su cena. ¿Qué le costará calentarle su comida y mandárselo a las seis? Ellos tienen microondas. Cuánta falta le hace la vieja. Cuánta falta nos hace.
No, que yo sepa.
¿Qué será entonces?
El viejo lloriquea. Todo saldrá bien, papá, no te preocupes, le digo, acariciándole la cabeza calva, confía en la ciencia. Confía en tu Dios, sobre todo.
Qué fregada es la edad, qué frágil se vuelve uno con los años. Del hombre fuerte que era, solo queda la sombra, un ser asustado, ¿ante la inminencia de la muerte?, el llanto por cualquier motivo.
Y se aburre. Se acaba enero y el calor es insoportable pese a que su cama está a un paso de la ventana que da a la calle. Extrañará sus películas del Viejo Oeste, seguro, sus películas mexicanas que veíamos los jueves y sábados en las tardes. Extrañará La movida de los sábados. Extrañará a la Jeanette Barboza, su amor platónico. En esta sala no hay ni un televisor viejo. Las horas se le harán interminables.
Está harto de estar conectado al suero sin obtener ningún alivio. Milagro que no se lo ha arrancado.
¿Por qué no me llevan al otro hospital?, me dice.
Se refiere al San Isidro Labrador de Lince, donde estuvo en noviembre cuando tuvo un ligero derrame cerebral. Está harto de compartir su habitación con cinco personas, hombres y mujeres. En el San Isidro Labrador tenía un solo compañero, tenía la ducha a un paso, podía bañarse a cualquier hora.
Te tienen que hacer más análisis, le digo, pegando mi boca a su oído izquierdo porque está sin su audífono. Quizá después te lleven al otro hospital.
Don Juan de Dios es especial, me dice la enfermera, nunca está contento con nada.
Él es así, señorita, le digo. Dice que no lo dejan bañarse.
Quiere ducharse a las cuatro de la mañana, ¿y si se enferma más de lo que está?
Se nos va antes de tiempo. ¿No cree que sería lo mejor?
La enfermera sonríe. Qué malo, no hable así, me dice.
Es broma, le digo. ¿Lo puedo ayudar a bañarse antes de irme?
Sí. Le voy a quitar el suero un rato. Su presión está normal, igual su temperatura.
Gracias, señorita.
La enfermera le saca la manguerita del suero, le cubre la vía con espadrapo. Ahora sí puede bañarse todo lo que quiera, don Juan de Dios, le dice, levantando la voz. Ya sabe que papá no escucha muy bien.
Ayudo al viejo a bajar de su cama y vamos a la ducha.
Se quita la bata. Toda su piel está amarilla. Está lleno de marquitas que se ha hecho de tanto rascarse. En el pecho y en los brazos tiene las cicatrices que le dejó la explosión del horno cuando trabajaba en una panadería en Pisco. Su espalda se ha curvado tanto que parece una joroba. Sus nalgas parecen dos pelotas pequeñas. Apenas se le nota el pipilí, oscuro, arrugado, cubierto de vellos grises.
De la pinta y el porte de Pedro Infante que tenía, según viejas fotografías que conserva Mariana, no queda nada. La piel amarilla, la cabeza calva, la boca desdentada, la espalda encorvada. Un poco más y se parece a Gollum/Smeagol.
Algún día estaré así, pienso. Dentro de cuarenta años. Si llego a vivir los casi ochenta y dos años que ha vivido el viejo.
Abre el grifo y el chorro de agua fría cae sobre su cuerpo. Me pide que le jabone la espalda. Se queda un buen rato bajo el chorro de agua. Parece un niño disfrutando de un buen baño en este verano insoportable.
Lo ayudo a secarse, a cambiarse.
Báñate también, Arolín, me dice.
En la casa, le digo, aunque ganas no me faltan.
Se afeita, se lava los dientes, los pocos dientes que aún le quedan.
Ahora sí te pareces a Pedro Infante.
Sonríe.
Volvemos a la sala. Se para al lado de la ventana, yo me siento en la silla que hay para las visitas. Me saco los zapatos aprovechando que no hay ninguna enfermera a la vista. Los pies me arden, tengo ampollas. ¿Serán mis riñones? También estoy jodido.
¿Cuándo iremos a Chincho?, me pregunta.
En julio, le digo, pensando ¿de dónde sacaré plata?
¿Ya te pagó Vinces?, me pregunta, como leyéndome el pensamiento.
Todavía, le digo. No le he dicho que hace unos meses Vinces me dijo ¿qué tal ese dinero lo invertimos en un negocio en lugar que te lo gastes en cualquier cosa?
Deberías denunciarlo a ese tipo para que no siga estafando a la gente. Parece John.
Eso es lo que voy a hacer, le digo. Si quieres, podemos ir a Pisco cuando te den de alta.
Sonríe. Seguro está recordando lo que nos pasó hace dos años en Palpa cuando fuimos tras las huellas del mítico Prudencio Luján, su bisabuelo o tatarabuelo que llegó de España y se casó con una chinchana.
Mejor vamos a Chincho, me dice. Allá me puedo sanar, el clima es limpio. Y, con la plata que te den, podemos mejorar la casa de mi papá para no estar molestando a la familia, comprar un terrenito en Huanchuy para criar chanchos. Nacho y Diego ya están grandes.
Es buena idea, le digo. Podría reasignarme a Julcamarca. O estudiar primaria para enseñar en Chincho.
Allá seguro consigues esposa.
Claro, le digo, pensando en los escasos habitantes que tiene nuestro pueblo. Para terminar como John.
Reímos.
Podríamos ir a Iribamba a buscar el tesoro del Rey Chiquito. Reclamar el terreno de mi suegra.
Recuerdo el camino sembrado de torreones antiterroristas. Mamá, Nachito y la tía Susana al lado del chofer; el tío Adrián y yo en la tolva. Los ríos de aguas gélidas, las iguanas de filudos lomos. La tumba del tío Anacleto flanqueado por la de sus hijos.
Claro. Hay que ir de todas maneras.
Vibra mi celular. Es Mariana. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Bien, le digo. Mañana tengo que ir al Almenara a sacarle cita en oncología.
Le pasó el teléfono al viejo. Lloriquea. Pregunta por los chicos, por Nela, por Bere. Manda saludos para todos.
Lo ayudo a subir a su cama.
Abre su vieja Biblia de pasta verde que le hemos traído y me habla de Dios. Existe la vida eterna para todos los justos, me dice. Deberías de estudiar la Palabra de Jehová aunque sea cinco minutitos al día, Arolín.
¿Para terminar como John?, me dan ganas de decirle, pero no lo hago recordando nuestras discusiones de antes cuando me espetaba que yo no fuera como mi hermano.
Siempre habla de Dios, me dice la paciente del frente, una viejecita con el cabello completamente cano. Así habría tenido su cabello mi mamá si John no le hubiera venido con sus problemas desde que se casó a la loca con Emilia, si Mariana no hubiera convertido en infierno la vida de mi madre por culpa de ese mal matrimonio, pienso. ¿Es evangelista?
Testigo de Jehová, le digo. ¿Usted?
Católica.
Ni le diga a mi papá porque él detesta a los católicos, le digo.
La viejecita sonríe.
Jehová no te exige demasiado.
Ojalá que exista Dios, pienso, para ver a mi mamá, a Juan Ignacio, a Eva Cristina, a mi abuela Felicitas, a todas las personas que amé aunque no conocí. Al tío Anacleto, al tío Lauro. No soy un tipo malo a pesar de no ser creyente, aunque sé que eso no es suficiente para alcanzar el Paraíso. Para alcanzar la vida eterna que pregona papá hay que hacer méritos, sacrificios que por el momento no me siento capaz de hacer.
Otra vez vibra mi celular. Es Carolina. ¿Cómo está mi papá?
Bien, le digo, pensando deberías de venir a cuidarlo siquiera un rato, mandar a Apestegui. Acaba de bañarse, ahora está hablando hasta por los codos de Dios.
Si habla así, es que está bien, me dice Carolina.
Mmm. Te paso con el viejo. Es Carolina.
Menos mal que el viejo no lloriquea esta vez. ¿Cómo están los chicos?
El viejo habla y habla y habla. Ahora sé que saldrá bien librado de este percance. En noviembre estaba peor, creíamos que no se salvaría, que terminaría como mamá, o quedaría hemipléjico. Se recuperó rapidito, hasta su cara que estaba media chueca volvió a la normalidad. Igual el 2006, en que incluso lo operaron. Esa vez sí pasé las de Caín: estaba trabajando y viviendo en Vallecito. Ni bien terminaba mi hora, salía volando para venir a cuidar al viejo que estaba con un humor insoportable. Una vez se arrancó el suero porque no le curaba nada, alegó, les jaló los cabellos a las enfermeras, insultó a todo el mundo. Nos llamaron. Llegué al hospital y lo encontré como Túpac Amaru, atado a su cama, lloriqueando, maldiciendo a las enfermeras, a los médicos. Cuántas noches me quedé acompañándolo, durmiendo en la silla, o a un ladito de él en su cama, muriéndome de sueño al día siguiente. ¿Y el resto de sus hijos? Nada, solo Mariana y yo, dejando a un lado nuestros odios, nuestras disputas, nuestros rencores.
Esa vez le extirparon un tumor maligno de las vías biliares. Pienso: ¿y si el tumor reapareció? Imposible. El doctor me dijo que tenía otro tumorcito que no tocaron, tardará veinte años en crecer, antes se morirá de otra cosa.
Me asomo a la ventana. Son casi las seis pero todavía brilla el sol. Por la calle pasan las chicas vestidas ligeramente exultando vida por todos sus poros, los chicos haciendo malabares en sus skates. Los envidio. A esa edad yo también pensaba que mis padres eran inmortales.
La muerte no existía.
¿Dónde estarán esos veranos en que íbamos a acompañar a papá a Huachipa y nos servía un cerro de comida que arrojábamos en un descuido suyo? ¿Dónde estarán esos veranos en que con Viejo, Pelusa, Lube y John nos bañábamos tempranito en la sequia de La Realidad?
¿Dónde?
Hace dos veranos estuvimos en Chincha, Pisco, Ica, Palpa, disfrutando de las playas chinchanas y pisqueñas, de la Huacachina, comiendo y bebiendo hasta el hartazgo, y todo gracias a un cuento con el cual gané un concurso en Trujillo. Quizá esa vez debí de haberlo llevado a Trujillo para que conociera Chan Chan, Huanchaco, pero recién lo habían operado y todavía estaba convaleciente.
Me devuelve el celular.
Le doy su cena y voy a la casa, le digo a mi hermana.
Que coma toda su comida.
Ya. Chau.
Papá me pasa su Biblia. Lee un poco, me dice. Voy a descansar un rato.
Cierra los ojos y empieza a roncar casi en seguida. Hojeo un rato esa Biblia vieja de pasta verde que debe ser la misma con la cual nos repasaba lectura a John y a mí cuando íbamos a acompañarlo a Huachipa. Si mal no recuerdo, la leí hasta Salmos. Cuando papá se bautizó, fui yo el único que lo acompañó a Campoy. Antes íbamos toda la familia al Salón del Reino, incluso mamá, a quien le caían antipáticos los Testigos de Jehová. Hasta que Carolina y Mariana crecieron y se sublevaron. Mariana se volvió católica. John y yo pagamos pato: los sábados que papá no podía ir a las reuniones nos mandaba a los dos. Y no podíamos hacerle el avión porque teníamos que recogerle La Atalaya y Despertad. ¿Cuántos años teníamos, diez, doce? Quizá menos. Eso fue antes de 1980, cuando trabajaba en Huachipa. Pero un día John y yo también crecimos y papá empezó a ir solito a las reuniones. Eso debe de haberle dolido también: que de todos sus hijos solo uno siguiera sus pasos.
Yo dejé de creer en Dios. Una noche me dije ¿qué pasaría si no rezo antes de acostarme? Ya no iba a las reuniones, pero siempre rezaba como me había enseñado mi papá.
No pasó nada. Y no volví a rezar nunca más, ni en las peores circunstancias. No es verdad que en la universidad me volví ateo. ¡Cuántas veces discutí con el viejo por eso!
El que volvió al redil fue John. En 1990 empezó a tener ataques de ansiedad, pesadillas. Tenía veinte años, estaba en la universidad, fue el primero de la familia en ingresar a la universidad, era un chico guapo, inteligente, siempre fue el más inteligente de la familia, incluso más que Mariana, el único que sacaba diplomas en el colegio. Le gustaba bailar, divertirse. Le gustaba en exceso las mujeres. Esa sería su perdición.
Yo trabajaba en Multitemp, le daba para sus gastos. Me decía Chino, cuando termine la carrera y trabaje, estudiarás tú, te ayudaré.
Bien que terminó la carrera, bien que me ayudó. Ahora que lo pienso, nunca le he pedido ni un sol.
Un sábado en la noche se sintió mal. Yo estaba escuchando música con mi amigo Viejo Alberto. Me siento mal, Chino, me dijo. Tómate un café y vete a dormir, le dije, pero, como seguía insistiendo en que se sentía mal, le avisamos a Mariana y lo llevamos al hospital.
Tenía un ataque de ansiedad. El doctor le preguntó si era adicto. John no fumaba ni cigarros. Tampoco tomaba. Ni yo. Eso lo aprendimos del viejo: nunca lo he visto borracho en mi vida. Le recetaron un calmante. Si se repetían los ataques, que se tomara la mitad de la pastilla.
Se repitieron, y con mayor ferocidad y a cualquier hora, tanto que ya no quiso ir a clases y en las noches dormía en la cama de los viejos porque los malos sueños convirtieron sus noches en tormentos.
Y los médicos no le encontraban nada.
Quizá le han hecho daño, dijo el viejo. Sabía de lo que hablaba: en su vida tenía un largo historial de daños, maldiciones, misas negras que le habían hecho brujas y brujos con las intenciones de matarlo, arruinarlo. El daño existe, Arolín, aunque tú no lo creas.
Le di la plata y él mismo lo llevó donde esos brujos que hay a una lado de la Carretera Central en San Andrés, Vitarte. Que me perdone Jehová, dijo, pero es la vida de mi hijo.
Dos chicos y una chica le han hecho daño, les dijo el brujo. Las chicas porque John se burló de ellas. El chico por envidia. Han enterrado su foto en un cementerio.
Recuerdo que un día fui al viejo cementerio de La Realidad y me puse a buscar entre las tumbas la foto de mi hermano. No la encontré.
Yo le costeé el tratamiento. Incluso pensé en pedir un préstamo para voltearle el daño que le habían hecho. Pero lo que pedía el brujo por ese trabajito era una cifra exorbitante. El país estaba en crisis, pedir un préstamo era ponerse la soga al cuello.
A mí ni me pidan plata porque no tengo, dijo Mariana. Se morirá pues, por pendejo.
¿Allí empezó a odiarlo?
Un domingo don Manchego tocó la puerta de la casa. Era hermano espiritual del viejo y nos conocía desde niños.
El que necesita en estos momentos a Jehová es John, le dije a don Manchego. Le conté la historia de mi hermano.
Ese mismo día John empezó a estudiar la Biblia con don Manchego. Volvió al redil. Y cambió radicalmente: vendió sus casacas y sus jeans, se deshizo de sus casets de rock metálico. Dejó de asistir definitivamente a clases Y se fue de casa porque en La Realidad estaban sus enemigos. Ese fue un golpe terrible para la vieja, que lo adoraba, igual el viejo. Creo que allí mamá empezó a morir un poco. Y peor todavía cuando John vino con la noticia, tres años después, que se iba a casar con una hermana espiritual.
Si papá se entusiasmó con ese matrimonio, dos hermanos espirituales casados significaban un matrimonio perfecto, dijo, mamá no. Emilia también había salido de su casa porque sus padres se oponían a sus creencias religiosas. Su sexto sentido le decía que esa mujer le iba a hacer sufrir a su hijo. Y el tiempo le daría la razón.
No se preocupe, señora, los hijos vendrán después, le aseguró Emilia. Primero vamos a hacer nuestra casita, comprar nuestras cositas, y John tiene que terminar sus estudios.
Bien que John terminó sus estudios, bien que los hijos vinieron después.
Esa pendeja se buscó un cojudo que la mantuviera, decía después papá.
Quizá si ese domingo no le hubiera dicho a don Manchego que mi hermano necesitaba a Jehová más que yo nunca hubiera conocido a Emilia y mi madre estaría ahora viva.
Mejor se hubiera muerto cuando estaba enfermo, decía mamá cuando John venía a contarle entre lágrimas el infierno en que se había convertido su vida al lado de Emilia.
Traen la cena. Papá apenas come. No tengo apetito, me dice. Me como su caldito y su flan, me despido de él y me marcho a la casa.
2
Tenía la barba blanquita como el algodón, larga, bien larga como si nunca se lo hubiese cortado. Se parecía al Dios que había pintado en la iglesia de Chincho, aunque era calvo. ¿Cuántos años tiene, señor?, le pregunté. Ciento veinte años, me dijo, tocándome la cabeza. Le conté a mi mamá mi sueño. Hasta esa edad vivirás, Juan de Dios, me dijo. ¿Cuántos años tenía yo cuando tuve ese sueño? ¿Cuatro, cinco, seis? Estaría como Nela, o Bere. Faltaba poco para la cosecha, me acuerdo, los maíces casi se doblaban por el peso de los choclos, el sol quemaba cada día más. Son más de setenta años desde ese sueño. He vivido más que mis padres. Mamá murió en 1954, ¿cuántos años tendría?, era joven todavía, parece que le hicieron daño. Papá en 1960, a los cincuenta y nueve años. Era de 1901. Hoy tendría ciento ocho años. Yo he vivido veintiún años más que él. Si nos encontráramos, sería como mi hijo. No enterré a ninguno. Yo estaba en Pisco cuando mamá murió. Lo supe como un mes después. Ya para qué iba a viajar. Papá murió dos veces. La primera vez casi muero también. Padre ha muerto, viajar urgente, decía el telegrama que me mandaron a la FAM. Con lo puesto viajé. Lloré todo el trayecto. Ya no tenía papá ni mamá. Bajando del ómnibus nomás emprendí el camino a Chincho. Cruzando el río Cachi, el mismo río que mi padre cruzó un día con un fantasma sobre sus hombros, hice un alto donde mama Bini para tomar algo pues no había almorzado ni cenado ni desayunado. Solo tenía agua. Bebí y seguí mi camino por Huaripata. Subí y subí. Por Qqasi me empecé a sentir mal, la cabeza parecía que me iba a estallar, las piernas se me doblaban. Ya estaba oscureciendo. Para llegar a Chincho faltaban todavía unas tres horas de caminata, siempre en subida. Me senté, vencido ya, esperando la muerte. No iba a estar presente en el entierro de mi padre. Cuándo encontrarían mi cadáver, quién me encontraría. Ojalá que fuera antes que los buitres me picaran los ojos, me dejaran irreconocible. Seguro me enterrarían junto a mis padres. Lástima que yo no tuviera mujer ni hijos para que me lloraran. Faltaban unos años para que conociera a María. Pero justo se aparecieron dos paisanos. ¡Juan de Dios, a los años!, me dijeron… ¿quiénes eran?, ¿por qué he olvidado sus nombres? ¿Ya han enterrado a mi padre? ¿De qué murió? Taita Ignacio está vivo, me dijeron. ¿Quién te ha dicho que ha muerto? Me mandaron un telegrama. Te estarían haciendo broma, el Soqqta está más vivo que tú. Era cierto: encontré a mi viejo calentándose frente al fogón, tocando su arpa, Lauro ya dormía. También se había quedado viudo como yo. Te mandé ese telegrama para que te acordaras de tu padre, ingrato. Eso fue en 1957 o 1958, un par de años antes de que muriera de verdad. Estuve en Chincho como un mes, con fiebre. Me había dado veta. Cuando murió de verdad, en agosto de 1960, ya no fui. ¿Con qué cara iba a pedir permiso de nuevo? Además, María estaba embarazada. Papá no llegó a conocer a Juan Ignacio, que nació el veinte de febrero de 1961. Días antes que muriera, tuve un sueño: papá iba de prisa por mama Bini; Julia, Griselda, Lauro y yo íbamos tras él queriendo alcanzarlo, pero papá llegó a la orilla del río Cachi, se quitó el pantalón y cruzó para el otro lado. Cuando llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. El viejo se fue sin volver la vista atrás. Por esos días moriría. Ni bien salimos de su luto, murió Juan Ignacio el veintiocho de setiembre de 1961. Apenas vivió siete meses, una semana y un día mi hijito. Su abuelo se lo ha llevado, decía la gente, era un angelito cuyo lugar era el cielo. Mentira, Jehová no necesita angelitos, murió porque le chocó el daño que me hizo mi tía María Villanueva, esa bruja de mierda que ahora debe estar achicharrándose en el infierno. Ella y su hija y su nieta. Su nieta todavía debe estar viva, ¿cómo se llamaba mi sobrina?, ¿tenía quince, dieciséis años cuando le dimos alojamiento? Allí está la enfermera con sus pastillas y agujas. Buenas tardes, don Juan de Dios, ¿cómo se siente, un poco mejorcito ya? ¿Para qué me pone suero si no me cura nada, señorita, si me sigue picando el cuerpo? Para que se hidrate, don Juan de Dios. Tómese esta pastillita para su presión y déme su brazo que tengo que sacarle una gotita de sangre para unos análisis que tenemos que hacerle. ¡Ay, carajo, con cuidado! ¿Por qué es tan bruta, ah? Sorry, don Juan del Diablo, está tan viejito que sus venas están más duras que una manguera vieja. ¿Qué dice, señorita? Hable más fuerte que no escucho bien. Que me disculpe, no volverá a suceder. Ojalá, ¿o quiere que me queje a mis hijos? Su hija la gordita es bien jodida, ¿no?, por cualquier cosa reclama. ¿Qué dice, señorita? ¿Que cuántos hijos tiene usted, don Juan de Dios? Seis, señorita. Vaya, usted le ha hecho trabajar bastante a su señora, don Juan de Dios. Jajajá. ¿Ve que nos comprendemos mejor si usted está de buen humor, don Juan de Dios? Hasta nombre de picarón tiene. ¿Usted es soltera, señorita? Sí, ¿por qué?, ¿acaso se quiere casar conmigo? Tengo un hijo soltero. ¿Cuál de ellos, el crespo o el que tiene barba? El que tiene barba. Es profesor, trabaja acá cerca, y también escribe libros. ¿Tendrá su enamorada, no? No, es soltero. Ay, don Juan de Dios, ¡si yo no conociera a los hombres! Mejor me caso con usted. Pendeja, ¿quiere quedarse con mi pensión, verdad? Listo, don Juan del Diablo, un permisito que voy a llevar esta muestra al laboratorio. Ya vuelvo. Sanaré, me levantaré de mi lecho, andaré, llevaré la Palabra de Jehová durante los próximos cuarenta años de vida que me quedan. ¿Qué son cuarenta años para Jehová? Para Él mil años son un día. ¿Pero con qué autoridad podrás llevar su Palabra a los demás si ni siquiera pudiste hacer que tus hijos fueran creyentes? John parecía que iba a ser un buen cristiano, pero es un sinvergüenza, un conchudo, hasta un hijo botado tiene, el otro día trajeron una citación de la Demuna por un caso de alimentos. Yo pensaba que con Emilia iba a ser feliz, iban a constituir un buen matrimonio, pero me equivoqué. María tenía razón cuando decía que esa mujercita iba a hacer infeliz a nuestro hijo, y a nosotros. Yo nunca le he debido a nadie ni un solo centavo, y John le debe a todo el mundo, a todo el mundo le pide prestado porque no tiene para su pasaje, porque todavía no le pagan en el colegio. Ese es su castigo por haberse casado a la loca, por no hacernos caso cuando le dijimos ¿con qué vas a mantener a tu mujer y a tus hijos si no tienes una profesión, si no tienes un trabajo estable? Me voy a hacer hombre, dijo. Bien que se hizo hombre. Se casó para estar jode y jode con sus problemas. Yo nunca iba a molestar a nadie. Cuando me casé con María, trabajaba en la FAM. Pero primero nos juntamos. A María la conocí en casa de mama ¿Agripina se llamaba? Era su madrina. Allí tenía yo mi pensión. María iba los fines de semana a quedarse allí. ¿Quién es esa gordita, mama Agripina? Es María, también es chinchina, hija del Uchu Mayor. Recordé que cuando era chiquillo la vi una vez. Iba yo con mi padre por el camino que va a Villoc y pasamos frente a la chacra del Uchu Mayor y una gordita le saludó a mi padre: buenos días, taita Ignacio. Sería como la Nela, yo estaría como Diego, faltaba poco para que me vaya a Huanta donde la bruja María Villanueva. ¿Quién es esa gordita, papá? Es María, la hija del Uchu Mayor. La volví a encontrar casi veinte años después. Mi mamá siempre me decía Juan de Dios, si un día te casas, hazlo con tu paisana, no busques mujer de otro lado, peor una limeña que solo saben pintarse como payasos. La volví a ver y me enamoré de ella, pero no fue fácil conquistarla, María era media chúcara. Trabajaba en Santa Clara donde unos japoneses. Nos hicimos enamorados pero un día peleamos porque alguien le fue con el chisme de que yo tenía mujer en Pisco. Para ver si me quería fui a visitarla, le dije María, mañana me voy a Chincho, he venido a despedirme, te he traído este corte de tela como regalo por el tiempo que estuvimos. ¿Saben lo que hizo? No me lo recibió. Gracias, no necesito nada de ti. Después me contó que la japonesa le había dicho qué sonsa eres, le hubieras recibido siquiera para que te hagas tu falda. ¿La telada le regalé a Zenobia o a la mujer de Estanislao? Ya ni me acuerdo. Pero insistí porque estaba enamorado de ella. Le mandé a mi sobrino Juan Cuba para que le dijera que si no iba ya mismo a mi cuarto vendría mi otra enamorada y se quedaría a vivir conmigo. Y cayó en la trampa. En el amor y en la guerra todo vale. Empezamos a vivir juntos, a comprar nuestras cositas. Estábamos prácticamente solos en Lima. María también había venido de la sierra buscando progresar en la vida. Ella no sabía leer ni escribir, era la hija mayor y tenía que ayudarle en la chacra a su papá, buscar leña, pastear las cabras, ir a hacer trueque por los pueblos de las alturas. Me contaba que siempre iba con su tío Antonio, el papá de Plácida. Por dónde no habrá andado mi María antes que nos conociéramos. Un día estaba pasteando sus cabras cuando fue a buscarla su amiga Lucila Borda. María, vámonos a Lima, le dijo. ¿Quién le va a ayudar a mi papá?, le dijo María. Tus hermanos, ellos ya están grandes, que ellos le ayuden, ¿hasta cuándo vas a estar en la chacra pasteando cabras, buscando leña, andando sin calzón? En el campo ni siquiera se conocía ropa interior, vivíamos casi como salvajes. Lucila trabajaba en Lima. Vas a trabajar y ayudar a tu familia. María fue a decirle a su mamá que se iba a Lima con Lucila Borda. ¿Quién le va a ayudar a tu papá?, le dijo mama Felicitas. Mis hermanos, ellos ya están grandes. El Uchu Mayor estuvo de acuerdo: no vas a estar toda la vida en la chacra, como nosotros, hija. Para su pasaje vendieron unas cabras que tenía María. Y así llegó a Lima, sin hablar castellano, con sus polleras. Primero trabajó en Jesús María, después en Santa Clara. Al principio no se acostumbraba, paraba llorando nomás, extrañaba a su familia. De allí la sacó Lucila. Le consiguió trabajo en Santa Clara donde unos japoneses que la trataban bien, aunque comían extraño, decía siempre María. Nos conocimos en 1960. María tenía veinticuatro años, yo treinta y tres. John se casó a los veintitrés años, igual Carolina. Yo trabajaba en la FAM, tenía mi cuartito en Esperanza, de allí nos mudamos a Tahuantinsuyo. Todo iba bien hasta que nos tocó la puerta las Villanueva: mi tía María, viuda del hermano de mi papá, mi prima y mi sobrina. Yo me había criado con ella en Huanta desde que mi tío me llevó después que le hice orinar a uno de los García. La vieja me sacaba la mugre: vendía chicha en el mercado. Todas las mañanas, antes de irme al colegio, tenía que llenar dos cilindros de agua para que preparara su chicha. Yo estaría como Nacho por lo menos. Si no le hubiera sacado la mierda a uno de los García, quizá hasta ahora estaría en Chincho. Terminé la primaria a los diecisiete años y me marché a Huamanga donde un tío, después me fui a Pisco a buscar a mi tía Juana Luján, hermana de mi madre. Le dimos alojamiento, la casa era grande, había lugar para todos. María estaba embarazada de Juan Ignacio. Además, criábamos a mi hermanito Lauro que en ese entonces tenía doce años. Ahora me acuerdo que María al principio no quería que mi tía se quedara en la casa, hasta me amargué con ella: si quieres, puedes irte, la puerta está abierta, le dije. Algo sospecharía María. ¿No dicen que las mujeres tienen un sexto sentido? ¿Cómo iba yo a saber que la vieja era bruja? Todo iba bien hasta que la vieja me habló de los terrenos que había dejado mi padre: Juan, como hijo mayor, vaya a Chincho y reparte los terrenos entre toda la familia. Si usted tiene algún interés, vaya, tía, y agárrese todo lo que quiera, yo no pienso volver a la sierra, fue todo lo que le dije. Para qué, la vieja se molestó, paraban todo el día en la calle, venían solo a dormir. Hasta que un día se fueron dejándome un regalito. Sería fines de marzo: Juan Ignacio ya tenía un mes de nacido. Yo siempre que llegaba del trabajo me echaba en la cama de Lauro para no molestar al bebito. Un día me eché y me pasó como electricidad. Salté de la cama. Pensando que sería un resorte, tanteé el colchón y de nuevo sentí esa descarga. Pero no era de electricidad porque nos alumbrábamos con vela, todavía no teníamos luz. ¿Qué sería? Le avisé a mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo? Era también medio aficionado a las artes ocultas. Vino con su librito de San Cipriano y, mientras hacía unas oraciones, iba tanteando el colchón con un cuchillo. Toc, un golpe seco, el cuchillo chocó con algo. Más oraciones mientras mi primo abría el colchón. Había una piedra de río, redonda, lisa, que quemamos con kerosene y tiramos a la sequia. ¿Quién lo metería dentro del colchón?, ¿y con qué fines? Nos olvidamos del asunto hasta que unos días después Lauro llegó del colegio gritando y corriendo como loco, diciendo que lo estaban persiguiendo los cachacos y los curas. María estaba en la casa con Juan Ignacio. No pudo calmar con nada a Lauro y del susto se encerró en un cuarto. Lauro se desesperó más porque quería ver a Juan Ignacio: ¡quiero ver al bebito, quiero ver al bebito!, gritaba, golpeando la puerta. Estaba tan furioso que agarró un cuchillo y lo clavó hasta el mango en la pared de adobe. ¿De dónde sacó esa fuerza si apenas era un niño como Nacho? Me avisaron y fui corriendo a la casa: los baldes de agua estaban volteados, las cosas tiradas, rotas. Con mi primo lo agarramos a la fuerza y lo llevamos al Seguro pero los médicos no le encontraron nada a pesar de todos los análisis que le hicieron, de repente usted lo hace estudiar mucho y no lo alimenta bien, me dijeron. Cómo no le iba a alimentar bien si en la casa sobraba la comida. Yo ganaba bien en la FAM, trabajaba a destajo, sacaba más de mil quinientos soles a la semana. Criábamos gallinas, patos, pavos. Las gallinas daban tantos huevos que no había quién los coma y los tirábamos a la sequia. ¿Qué tendría mi hermanito? Hasta que mi primo me dijo Juan, ¿por qué no le llevamos al curandero?, de repente le han hecho daño, ¿te acuerdas de la piedra que había en su colchón? Eso había sido: en su casa estuvieron alojadas tres mujeres, la mayor le habló de unas herencias y usted le contestó mal y por eso le ha hecho daño, me dijo el curandero. Le dejaron la cochinada en la cama de su hermano para que no le chocara al bebito porque lo habían llegado a querer. Era para usted, pero le chocó a su hermanito porque siempre le choca a los más débiles. Menos mal que el daño está fresco y tiene cura. Esa noche Lauro se quedó con el curandero. Al día siguiente fui tempranito y Lauro estaba mirando al curandero mientras este labraba sus ladrillos. El hombre hacía sus ladrillos para sobrevivir. Anoche matamos a los curas y a los cachacos, ¿verdad, don Quispe?, le decía. Sí, hijito, le decía el curandero, ya no te volverán a molestar. Se me salieron las lágrimas. Nuestros padres ya habían muerto, Lauro era como un hijo para mí y para María. Era guapo mi hermanito. Lauro volvió el rostro, seguro sentiría mi presencia, me vio, y vino corriendo y nos abrazamos: papá, anoche matamos a los curas y a los cachacos, me dijo. Me decía papá. Lloramos. Don Quispe me dio una botellita con un brebaje: los ataques se van a repetir un par de veces más, cuando eso suceda, usted le da de beber el contenido de esta botellita y se le pasará. Y así pasó. Pero su madrina se enteró y se lo llevó a Chincho. Allí le dio otra vez la locura, o el encanto más bien. Dicen que estaba pasteando sus cabras en las afueras del pueblo cuando empezó a llover y un rayo reventó a su lado y vuelta se volvió loco. Lo curaron, pero no se sanó del todo. Una época vivió conmigo en Huachipa. Paraba metido en la casa, le tenía miedo a las mujeres, sus camisas los cortaba en flecos como los apaches. En 1980 lo vimos por última vez cuando fuimos a Jiljarajay con María y Flora y Dora. Paraba con una chalina en el cuello que le tapaba media cara. Desapareció después de la muerte de Anacleto, ¿lo matarían los terrucos o los soldados?, ¿se escondería en el monte para escapar de esos criminales? Nunca más supimos de él, aunque algunos dicen que lo han visto en San Francisco, la selva de Ayacucho, que está gordo y se ha casado y tiene hijos. ¿Cómo se va a casar si le tenía pánico a las mujeres? Mi hermana Julia dice que la casa de mi papá es para Lauro. Ojalá que un día regrese. Ya debe estar viejo como yo. Yo le llevaba veinte años por lo menos. Lauro debe tener unos sesenta años más o menos. Cuando desapareció tenía unos treinta. Pero no solo a Lauro le chocó el daño, sino también a Juan Ignacio, a pesar que las brujas no querían eso. Empezó a enfermarse de todo mi hijo. El 28 de setiembre de 1961, siete meses, una semana y un día después de haber nacido, murió. Habría cumplido cuarenta y ocho años este veinte de febrero. Cómo sería, alto, fuerte, inteligente. María lo lloró toda su vida. Hasta que naciera Carolina íbamos casi todos los días al cementerio. Ya ni queríamos tener más hijos. ¿Qué habrán dicho las brujas cuando se enteraron que mataron a una criatura inocente? Nunca más las volví a ver a esas mierdas. Cinco años después de la muerte de Juan Ignacio, cuando ya teníamos a Carolina y Mariana, me empecé a sentir mal: me daban vértigos y caía al suelo sin sentido. Una vez iba por Calle Nueva, y me desmayé. Un policía me ayudó: ¿por qué lo dejan salir a la calle si está enfermo, señor? Los médicos del Seguro no me encontraban nada. ¿Qué tiene este hombre?, se preguntaban, ¿por qué se hace el loco, ah? Hasta que mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo?, ¿por qué he olvidado su nombre?, fue el mismo que me ayudó con Lauro, me dijo Juan, estoy llevando a mi señora al curandero, ¿vamos para que te vean? Fuimos. El curandero me leyó la mano: usted tiene la cochinada hace años, señor, lo peor es que no cree, pero el daño existe. Me dijo lo mismo que el curandero que curó a Lauro. Y me sentenció: a usted lo botarán de su trabajo, perderá su casa, morirá. Lo siento, pero no puedo hacer nada, el daño está pasado. Pero no solo las brujas me querían ver muerto, sino también un primo, hermano del que me estaba ayudando. ¿Quién le dijo Juan, piensas hacer casa?, nunca lo harás. ¿Cómo se llamaba ese hijo de puta? ¿Por qué he olvidado su nombre? Yo estaba haciendo zanja con mi sobrino Juan Cuba y pasó ese desgraciado y me dijo eso. Haré lo que pueda, le dije. La segunda vez que me dijo lo mismo, pensé que estaba borracho. Quién iba a pensar que también era brujo. ¿Pero por qué me envidiaría si yo nunca le hice nada? A las brujas tampoco les hice nada. Le han hecho daño para volverse loco, para andar desnudo en la calle, para no sentir amor por nadie, para morirse. Entré en pánico: ¿qué sería de mi esposa y de mis hijas? Carolina tenía tres años, Mariana uno. ¿Quién velaría por ellas si la familia estaba lejos? Iríamos a Chincho, pondríamos un negocio para que pudieran pasar su vida. En Chincho estaban mis suegros, mi hermana Julia, Lauro. Renuncié a la FAM, vendí la casa, y marchamos a la sierra. Pero, antes de irme, se me acercó don Pedro Vargas, un vecino que se llamaba igual que el cantante mexicano, por eso será que nunca he olvidado su nombre. Me dio una Biblia: es bueno leer siempre la Palabra del Señor, don Juan, me dijo. Y eso es lo que he hecho hasta ahora. Poco a poco mis males fueron desapareciendo. En 1970 regresamos a Lima. Y, aunque las brujas no pudieron matarme, sí nos arruinaron: de la urbanización donde vivíamos, con agua y luz, pasamos a un cerro junto a las lagartijas y culebras. Pero siempre estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Esto no aprendió John pese a que les contaba mi historia hasta el cansancio. ¿Sigue despierto, don Juan de Dios? Es que hace calor y me pica todo el cuerpo, señorita, ¿puedo ir a darme un baño? Ay, don Juan de Dios, después se enferma y me sancionan. Le voy a traer una pastillita para la picazón. Ya vuelvo. Ya, señorita.
3
La cola avanza lentamente, tan lento que parece un cortejo fúnebre, pienso.
El viejito que está delante de mí me pregunta de qué estoy enfermo. Mi padre es el que está mal, le digo.
¿Sí? ¿Qué tiene?, interviene la chica que está detrás de mí.
Qué tendrá. Está todo amarillo y le pica el cuerpo.
De repente tiene hepatitis, conjetura la chica. Por el color amarillo.
Habrá comido algo que le hizo mal, dice el viejito. ¿Cuántos años tiene?
Va a cumplir ochenta y dos años dentro de un mes.
Ay, tienes que cuidarlo, dice la chica. Dicen que a los viejitos los matan en el Seguro. Si puedes, llévalo a una clínica.
¿Con qué plata?, le digo, tocándome los bolsillos, pensando en el dinero que me debe Vinces.
¿Cuántos hijos son?, pregunta el viejito. Deberían de hacer un pozo.
Seis, pero no todos trabajan.
Eso es lo malo, dice la chica.
¿Y usted de qué está mal, señor?
El domingo le dio un derrame cerebral a mi señora. Voy a recoger los resultados de la tomografía que le hicieron.
Hablamos de la presión alta. Les digo que mi mamá murió de un derrame cerebral. Seguro le darían cólera, dice la chica. Mmm, murmuro, un hermano se casó a la loca, la otra hermana se metía en la vida de todo el mundo.
Eso es lo malo de tener muchos hijos, dice el viejito.
Cría cuervos y te sacarán los ojos, filosofa la chica.
El viejito llega a la ventanilla, entrega su DNI, y un minuto después le dan una hoja. Nos dice chau y se va.
Ahora es mi turno. Entrego el DNI del viejo, la que atiende busca en la computadora, la impresora empieza a funcionar, y me entrega una hoja.
Chau, le digo a la chica. Ella sonríe.
Leo la hoja:
ESSALUD Fecha: 07/02/2009
HOSP. II VITARTE Hora: 10:33:46
SERVICIO DE DIAGNÓSTICO POR IMAGEN Usuario: Giulianna
N°. Examen: 00152526
RESULTADO DE ECOGRAFÍA
Procedencia : EME Emergencia
Citado el : 23/01/2009 Viernes Autogenerado : 2703081GTLAJ007
N°. Acto Médico : 4021705 N°. Historia : 153324
Paciente : Juan de Dios Edad : 81 Sexo : Masculino
Servicio : Servicio no registrado Cama :
Médico : N° Ubicación :
Examen solicitado : Ecografía abdominal (Mañana)
Diagnóstico (CIE) :
…………………………………………………………………………………………….
Informe de Ecografía
Hígado: Con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. No se aprecian lesiones focales. Se evidencia dilatación de vías biliares intrahepáticas.
Vesícula biliar: Ausente por antecedentes qx.
Colédoco 20.8 mm.
Vena porta 10 mm.
Páncreas: Ecogénico no se evidencia lesiones focales.
Aorta: De disposición, calibre y pared dentro de límites normales.
Bazo: Homogéneo. Dimensiones dentro de límites normales.
Cavidad abdominal: No se aprecia líquido libre.
Conclusión:
1. Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas.
2. Hepatopatía difusa moderada.
Código Resultado: Ver texto.
Registrado por: RLlanos 23/01/2009
Modificado por: RLlanos 23/01/2009
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Dr(a). Dueñas Janampa Marco Antonio
¿A quién le pregunto qué significa este diagnóstico? Me acuerdo de la enfermera Pari que conocí mientras estuve hospitalizado. Ella me puede ayudar.
Voy a Urología. En las puertas de los consultorios hay largas colas de pacientes. Hay tantos enfermos que pareciera que el país entero estuviera enfermo.
¿María Malpartida? Un enfermero empuja una silla de ruedas donde va una mujer de unos cuarenta años, o un poquito más, que se parece demasiado a esa secretaria de la Navarrete que conocí hace veintidós años en la Línea Uno que nos llevaba a nuestros trabajos. Los mismos ojos oscuros y grandes de entonces, los cabellos lacios y castaños ahora lleno de canas como el mío, el rostro de muñeca ahora demasiado pálido y con una mueca permanente de dolor.
Doy la media vuelta y los sigo. Ella vuelve el rostro. Quizá me ha reconocido a pesar que ya no llevo el cabello como los Soda Stereo de los ochenta, a pesar de la barba que me cubre parcialmente la cicatriz de la mejilla izquierda.
Cómo hemos cambiado con los años. Cómo ha cambiado todo. ¿Recordará esos días en que hacíamos malabares para transportarnos por culpa de los paros armados y la continúa huelga de transportistas? ¿Recordará esas interminables colas detrás del Coliseo Amauta para tomar el micro de regreso?
Un sábado 23 de setiembre de 1989, a la 1:07 p.m., lo recuerdo muy bien, nos vimos por última vez. Siempre pensé que quizá había muerto en un atentado, o que la habían desaparecido, o que quizá se había marchado al extranjero, como tantos peruanos, para huir de la debacle. Entonces el país se caía a pedazos.
Llegan al ascensor, la puerta se abre, entran. La puerta se cierra.
Me quedo allí, mirando los números de los pisos que se van encendiendo de rojo.
¿Y si no era María?
Doy la media vuelta para ir al tercer piso.
Para ir donde la señorita Pari, le digo al guachimán.
Salió de guardia a las ocho, me dice. ¿Algún encargo?
Ninguno. Vuelvo otro día.
Salgo del Almenara. Voy a la avenida Grau. Tomo la combi para ir al hospital de Vitarte.
Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas debe significar crecimiento, expansión, inflamación de las vías biliares por dentro y por fuera, ¿no?, pienso en el trayecto, leyendo una y otra vez ese diagnóstico. Hepático debe ser algo relacionado con el hígado. ¿El tumorcito que le dejaron cuando lo operaron hace dos años habrá crecido? ¿No dijo el doctor que tardaría veinte años en crecer? ¿Será un tumor maligno?
De hepatopatía difusa moderada solo entiendo difusa y moderada. Difuso puede significar vago, impreciso, también abundante, dilatado, ancho. Moderado es no excesivo, según los recuerdos de mis clases de RV.
No está en la conclusión, sino en el informe: hígado: con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. ¿Qué será ecogenicidad parenquimal? Incremento moderado debe ser crecimiento moderado del hígado.
¿Por qué no lo escribirán en un lenguaje más claro? Si los médicos escriben en jeroglífico, sus diagnósticos parecen estar en chino.
Le saco una copia antes de entregarlo a la enfermera. En el hospital de Mariana le pueden ayudar.
¿Qué tendrá mi papá, señorita?
No sé, me dice la enfermera. El médico ya nos dirá qué tiene.
Si ella no lo sabe, peor yo que de medicina no sé nada.
¿Puedo ver a mi papá?
Solo un ratito. No es día de visita.
El viejo apenas si ha probado su almuerzo. Dice que no tiene apetito.
Tienes que comer para estar fuerte, le digo.
¿Cuándo iremos a la casa?, me pregunta.
El doctor lo dirá, le digo.
En el parque del frente los chicos juegan carnaval, se corretean globos en mano. Sus chillidos, gritos destemplados llegan hasta nosotros.
Hoy no es día de visita, me dice el guachimán, entrando a la sala. ¿Puede retirarse?
Me voy, papá, le digo al viejo, acariciándole la calva, que también está de color amarillo. Mañana vengo.
Lagrimea.
Ya iremos a la casa pronto, le digo. Ten un poco de paciencia nomás.
Voy al mercado a almorzar. La casera me pregunta cuándo empiezan las clases. El primero de marzo, le digo.
De allí, a la casa. Mariana está con un humor de perros: ha llamado Emilia para decir que John no se acuerda de sus hijos, que no tienen nada que comer. ¿Ese qué hace metido allí, en lugar de buscar trabajo? Ese es John, que está ocupando el cuarto que era de mamá.
¿Y yo qué puedo hacer?, le digo, alegrándome: entre más jodida esté Emilia, mi madre estará más feliz en el lugar donde esté. Eso es problema de ellos. Tampoco lo voy a botar diciéndole vaya a trabajar, ¿no? Esa debería de trabajar en lo que sea y no esperar que solo el marido la mantenga.
Ni le doy la copia de los resultados. A veces pienso que es mejor que mamá se haya muerto, sino hasta ahora Mariana la seguiría atormentando. Han pasado casi cuatro años de su muerte y John sigue cagado. Hasta tiene un hijo botado por ahí: el otro día llegó una notificación de la Demuna donde una chica lo demanda por alimentos.
Después de un duchazo y descansar un poco, me pongo a limpiar la choza del viejo. Está lleno de cachivaches como un anticuario. Todas las cosas que nosotros desechábamos, papá las guardaba. Encuentro el diploma que me dieron en 1981 cuando terminé la primaria. Encuentro los diplomas que recibía John en aprovechamiento y conducta cuando todas las esperanzas de los viejos estaban puestas en él. Encuentro la autoradio a batería que utilizaba yo cuando no teníamos luz. Encuentro esa chaquetita roja que mamá decía esto te ponías cuando eras bebito. Es tan chiquito que no le entraría ni a un muñeco. ¿Para qué guardaría papá esos cachivaches? ¿En qué momento se pondría a rebuscar la basura para ver si había algo que podía conservar?
Encuentro un maletín lleno de papeles, documentos, cartas. Están en buen estado a pesar que la humedad ha carcomido partes de algunas hojas. Me llevo el maletín antes que alguien se dé cuenta. Estos papeles me pueden ser de gran utilidad.
Encuentro una carta de mi padre a mi madre. Está escrita a máquina.
Vitarte, 14 de Octubre de 1,968
Señora María.
Me siempre querida y inolvidable esposa, les deseo que la presente carta que les halle gozando de lo más perfecta estado de salud en unión de nuestras hijas y el pibe, y más familiares que les rodea en esa.
Después, de saludarte con singular afecto de siempre, comunico con emotivo sentimiento y nostalgia, siempre añorando nuestro terruño que, por qué realmente siento el calor del hogar, tu sabrás comprender querida esposa María no puedo vivir más tiempo alejado de Uds. por qué mis hijas las quiero como se fueran las niñas de mis ojos, espero que todos Uds. que estén bien y sin extrañar el Domingo 20 de este més salgo de viaje se Dios nuestro salvador así lo dispone, como vuelvo decirte no se preocupen por mi, por que nuestro divino es muy bondadoso el sabrá apiadarse de nosotros.
Querida esposa hé recibido tu cariñosa xxx carta con la fecha 11 del presente més, en la cual me dices que están bien todos x por la divina providencia de nuestro salvador, lo único me extraña mucho tu no me dices nada tanpoco de la carta que mandé con el portador don Julio Viveros con $. 400.00 soles, ahora que ha regresado mi sobrino Ignacio Villaroel, mi a dicho que te ha entregado delante de el, tu no mi mandas ninguna noticia al respecto, yo recibí la primera carta que mi mandastes con la Agencia E.T.A.S.A. y la respuesta iba mandar con la misma Agencia, que resulta el dia siguiente llegó mi tio Antonio Villanueva de Chincho, y mi dijo que iba regresar enmediato, lo hice la carta y le entregue, por supuesto por motivos de fuerza mayor no pudo y habia postergado su viaje una semana más total 2 semanas, de modo ambos hemos cometido herrores, posiblemente don Victor Riveros ya va llegar para preguntarle a el mismo.
María dice el Doctor Humberto Tineo está de acuerdo que yo vaya a trabajar a la Hacienda Santa Rosa, el espera que hagamos buenos areglos con el Sr. Teofaldo Tineo, ya estos dias voya estar allí para areglar conmigo mismo al respecto de negociación, poco a poco haremos todo por que hay que tener un poco de pasencia, tambien tengo otros proyectos por adelante yo ya veré juntamente contigo a cual de ellos vamos a enclinarnos, ó mejor dicho en cuál de ellos vamos a trabajar ya se verá, si no nos conviene ningunos juntamente nos regresaremos a Lima, comido ó no comido juntos con nuestras hijas pasaremos la vida para eso soy su padre.
Reciben mis saludos cordiales de una manera muy especial todos Uds. lo mismo mi tio Teófilo Bendezú, mi tia Satornina Bendezú, Irene, Odilia, Wince, Nestor Faustino y familia, mis suegros, mi papá Julián, mi mamacita Félicitas, Anaco y familia, Teófilo, Teodora, Susana e hijos, y Antoquita que no deben olvidar.
Me despido sin más que decirte tu esposo que te quiere de todo corazón, ancioso de vertes y estrechartes muy pronto entre mis brazos.
Atte. y S.S. Juan de Dios
Recibe $ 100.00 soles oro por el portador don Antonio Villanueva.
Esa es la carta que mi padre, con muchos errores ortográficos, le escribió a mi madre hace cuarenta y un años. Supongo que yo soy el pibe, ¿no? Ese 14 de octubre de 1968 yo tenía cuatro meses de nacido. La carta está sin sobre, ¿mamá, mis hermanas y yo estaríamos en Cangari, donde yo había nacido, o en Huanta? ¿Ya habían devuelto la chacra que arrendaron a los Rivero? No, no, la chacra la devolvieron cuando Velasco dio la ley de la Reforma Agraria, o sea en 1969. ¿Qué hacía el viejo en Lima? ¿Estaría buscando trabajo? Menciona la posibilidad de trabajar en la hacienda Santa Rosa, ¿ya estaría curado de sus males?
Si estábamos en Cangari, ¿quién nos acompañaba? ¿O estábamos solos en la chacra? Mamá una vez se llevó el susto de su vida. Papá estaba en Lima, la vieja estaba en la chacra sola con mis hermanas. Estaba embarazada de mí. Una noche, la despertó los ladridos del perrito que tenían. El perro ladraba porque afuera rugían. León, pensó mamá, asustada, recordando que los leones, en realidad era un puma, solían abrirle la barriga a las embarazadas para comerse el feto. La vieja aseguró puertas y ventanas, que eran de calamina, y se puso a rezar para que al león no se le ocurriera subir al techo, que fácil hubiera cedido al peso de la fiera. Parece que los ladridos del perrito espantaron al animal porque los rugidos cesaron. Al día siguiente, la vieja encontró en la tierra unas enormes huellas. Menos mal que ese día su papá llegó de visita y después mandó a su hermano Teófilo para que nos acompañara.
¿Saturnina Bendezú sería algo de los negros Bendezú que le hicieron brujería a mi mamá cuando llegamos al barrio? Por culpa de ellos murió Eva Cristina. Antoquita debe ser mi tía Antonia, hermana menor de mi mamá, que murió jovencita y está enterrada en el cementerio de Cascabel, en Cangari. Le dio el abuelo, o algo así.
Encuentro una carta de mi abuela Felicitas dirigida a mi mamá.
Chincho, 27 de agosto de 1962
Señora María
Lima
Querida hijita:
Deseo que al recibir la presente te encuentres bien de salud. Por ésta nos tienes sin novedad.
Para comprar la chacra tenía que vender un novillo pero como tú habías dicho que no venda, te suplicaría que me mandes entre Anacleto la suma de dos mil soles.
He recibido todo lo que me has mandado más 80 soles de lo que te agradezco bastante.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Disculpa que esto te mande a la ligera.
Al reverso hay unas líneas dirigidas a mi tío Anacleto:
Señor Anacleto
Querido hijito:
Esta te escribo muy a la ligera con el objeto de decirte que para la chacra me mandes $2.000, porque yo tenía que vender el novillo y en vista de que Uds. no quieren te suplicaría para que me mandes.
También te suplico para que le digas a ese (ininteligible) Valenzuela para que le pase su manutención a su hijo que hasta ahora sólo le ha dado $100.00 (cien soles) y no recuerda más, ya en pesa Uds. arreglen.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Reciban saludos de tu papá
¿Sabía leer y escribir mi abuela? La carta está escrita a mano con buena letra y sin errores de puntuación ni tildación. Solo el nombre de Valenzuela no se entiende. Si mi abuela sabía leer y escribir, ¿por qué dejó que mi madre no aprendiera a leer y escribir?
Poco a poco iré revisando todos estos papeles.
4
Parece un patito, don Juan de Dios.
La enfermera le pone el termómetro en la axila izquierda.
Los ojos amarillos, la piel amarilla. Una picazón insoportable.
¿Qué tendrá, señorita?
Cirrosis, quizá, por lo amarillo.
¿Cirrosis? El hombre no toma ni agua. Es Testigo de Jehová.
La enfermera sonríe. Le mide la presión. Los análisis nos dirán con certeza qué tiene, me dice. Quizá comió algo que le hizo daño. ¿Sufre del hígado?
Eso es lo más probable. Desde que mamá murió, el viejo come lo que puede, lo que le prepara Mariana, lo que le alcanza Carolina, lo que a veces le da Flora de mala gana. Muchas veces come la comida fría, no sabe prender la cocina a gas, a deshora: Carolina le manda un plato de comida a las cuatro, a esa hora almuerzan los Apestegui, que el viejo se guarda para su cena. ¿Qué le costará calentarle su comida y mandárselo a las seis? Ellos tienen microondas. Cuánta falta le hace la vieja. Cuánta falta nos hace.
No, que yo sepa.
¿Qué será entonces?
El viejo lloriquea. Todo saldrá bien, papá, no te preocupes, le digo, acariciándole la cabeza calva, confía en la ciencia. Confía en tu Dios, sobre todo.
Qué fregada es la edad, qué frágil se vuelve uno con los años. Del hombre fuerte que era, solo queda la sombra, un ser asustado, ¿ante la inminencia de la muerte?, el llanto por cualquier motivo.
Y se aburre. Se acaba enero y el calor es insoportable pese a que su cama está a un paso de la ventana que da a la calle. Extrañará sus películas del Viejo Oeste, seguro, sus películas mexicanas que veíamos los jueves y sábados en las tardes. Extrañará La movida de los sábados. Extrañará a la Jeanette Barboza, su amor platónico. En esta sala no hay ni un televisor viejo. Las horas se le harán interminables.
Está harto de estar conectado al suero sin obtener ningún alivio. Milagro que no se lo ha arrancado.
¿Por qué no me llevan al otro hospital?, me dice.
Se refiere al San Isidro Labrador de Lince, donde estuvo en noviembre cuando tuvo un ligero derrame cerebral. Está harto de compartir su habitación con cinco personas, hombres y mujeres. En el San Isidro Labrador tenía un solo compañero, tenía la ducha a un paso, podía bañarse a cualquier hora.
Te tienen que hacer más análisis, le digo, pegando mi boca a su oído izquierdo porque está sin su audífono. Quizá después te lleven al otro hospital.
Don Juan de Dios es especial, me dice la enfermera, nunca está contento con nada.
Él es así, señorita, le digo. Dice que no lo dejan bañarse.
Quiere ducharse a las cuatro de la mañana, ¿y si se enferma más de lo que está?
Se nos va antes de tiempo. ¿No cree que sería lo mejor?
La enfermera sonríe. Qué malo, no hable así, me dice.
Es broma, le digo. ¿Lo puedo ayudar a bañarse antes de irme?
Sí. Le voy a quitar el suero un rato. Su presión está normal, igual su temperatura.
Gracias, señorita.
La enfermera le saca la manguerita del suero, le cubre la vía con espadrapo. Ahora sí puede bañarse todo lo que quiera, don Juan de Dios, le dice, levantando la voz. Ya sabe que papá no escucha muy bien.
Ayudo al viejo a bajar de su cama y vamos a la ducha.
Se quita la bata. Toda su piel está amarilla. Está lleno de marquitas que se ha hecho de tanto rascarse. En el pecho y en los brazos tiene las cicatrices que le dejó la explosión del horno cuando trabajaba en una panadería en Pisco. Su espalda se ha curvado tanto que parece una joroba. Sus nalgas parecen dos pelotas pequeñas. Apenas se le nota el pipilí, oscuro, arrugado, cubierto de vellos grises.
De la pinta y el porte de Pedro Infante que tenía, según viejas fotografías que conserva Mariana, no queda nada. La piel amarilla, la cabeza calva, la boca desdentada, la espalda encorvada. Un poco más y se parece a Gollum/Smeagol.
Algún día estaré así, pienso. Dentro de cuarenta años. Si llego a vivir los casi ochenta y dos años que ha vivido el viejo.
Abre el grifo y el chorro de agua fría cae sobre su cuerpo. Me pide que le jabone la espalda. Se queda un buen rato bajo el chorro de agua. Parece un niño disfrutando de un buen baño en este verano insoportable.
Lo ayudo a secarse, a cambiarse.
Báñate también, Arolín, me dice.
En la casa, le digo, aunque ganas no me faltan.
Se afeita, se lava los dientes, los pocos dientes que aún le quedan.
Ahora sí te pareces a Pedro Infante.
Sonríe.
Volvemos a la sala. Se para al lado de la ventana, yo me siento en la silla que hay para las visitas. Me saco los zapatos aprovechando que no hay ninguna enfermera a la vista. Los pies me arden, tengo ampollas. ¿Serán mis riñones? También estoy jodido.
¿Cuándo iremos a Chincho?, me pregunta.
En julio, le digo, pensando ¿de dónde sacaré plata?
¿Ya te pagó Vinces?, me pregunta, como leyéndome el pensamiento.
Todavía, le digo. No le he dicho que hace unos meses Vinces me dijo ¿qué tal ese dinero lo invertimos en un negocio en lugar que te lo gastes en cualquier cosa?
Deberías denunciarlo a ese tipo para que no siga estafando a la gente. Parece John.
Eso es lo que voy a hacer, le digo. Si quieres, podemos ir a Pisco cuando te den de alta.
Sonríe. Seguro está recordando lo que nos pasó hace dos años en Palpa cuando fuimos tras las huellas del mítico Prudencio Luján, su bisabuelo o tatarabuelo que llegó de España y se casó con una chinchana.
Mejor vamos a Chincho, me dice. Allá me puedo sanar, el clima es limpio. Y, con la plata que te den, podemos mejorar la casa de mi papá para no estar molestando a la familia, comprar un terrenito en Huanchuy para criar chanchos. Nacho y Diego ya están grandes.
Es buena idea, le digo. Podría reasignarme a Julcamarca. O estudiar primaria para enseñar en Chincho.
Allá seguro consigues esposa.
Claro, le digo, pensando en los escasos habitantes que tiene nuestro pueblo. Para terminar como John.
Reímos.
Podríamos ir a Iribamba a buscar el tesoro del Rey Chiquito. Reclamar el terreno de mi suegra.
Recuerdo el camino sembrado de torreones antiterroristas. Mamá, Nachito y la tía Susana al lado del chofer; el tío Adrián y yo en la tolva. Los ríos de aguas gélidas, las iguanas de filudos lomos. La tumba del tío Anacleto flanqueado por la de sus hijos.
Claro. Hay que ir de todas maneras.
Vibra mi celular. Es Mariana. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Bien, le digo. Mañana tengo que ir al Almenara a sacarle cita en oncología.
Le pasó el teléfono al viejo. Lloriquea. Pregunta por los chicos, por Nela, por Bere. Manda saludos para todos.
Lo ayudo a subir a su cama.
Abre su vieja Biblia de pasta verde que le hemos traído y me habla de Dios. Existe la vida eterna para todos los justos, me dice. Deberías de estudiar la Palabra de Jehová aunque sea cinco minutitos al día, Arolín.
¿Para terminar como John?, me dan ganas de decirle, pero no lo hago recordando nuestras discusiones de antes cuando me espetaba que yo no fuera como mi hermano.
Siempre habla de Dios, me dice la paciente del frente, una viejecita con el cabello completamente cano. Así habría tenido su cabello mi mamá si John no le hubiera venido con sus problemas desde que se casó a la loca con Emilia, si Mariana no hubiera convertido en infierno la vida de mi madre por culpa de ese mal matrimonio, pienso. ¿Es evangelista?
Testigo de Jehová, le digo. ¿Usted?
Católica.
Ni le diga a mi papá porque él detesta a los católicos, le digo.
La viejecita sonríe.
Jehová no te exige demasiado.
Ojalá que exista Dios, pienso, para ver a mi mamá, a Juan Ignacio, a Eva Cristina, a mi abuela Felicitas, a todas las personas que amé aunque no conocí. Al tío Anacleto, al tío Lauro. No soy un tipo malo a pesar de no ser creyente, aunque sé que eso no es suficiente para alcanzar el Paraíso. Para alcanzar la vida eterna que pregona papá hay que hacer méritos, sacrificios que por el momento no me siento capaz de hacer.
Otra vez vibra mi celular. Es Carolina. ¿Cómo está mi papá?
Bien, le digo, pensando deberías de venir a cuidarlo siquiera un rato, mandar a Apestegui. Acaba de bañarse, ahora está hablando hasta por los codos de Dios.
Si habla así, es que está bien, me dice Carolina.
Mmm. Te paso con el viejo. Es Carolina.
Menos mal que el viejo no lloriquea esta vez. ¿Cómo están los chicos?
El viejo habla y habla y habla. Ahora sé que saldrá bien librado de este percance. En noviembre estaba peor, creíamos que no se salvaría, que terminaría como mamá, o quedaría hemipléjico. Se recuperó rapidito, hasta su cara que estaba media chueca volvió a la normalidad. Igual el 2006, en que incluso lo operaron. Esa vez sí pasé las de Caín: estaba trabajando y viviendo en Vallecito. Ni bien terminaba mi hora, salía volando para venir a cuidar al viejo que estaba con un humor insoportable. Una vez se arrancó el suero porque no le curaba nada, alegó, les jaló los cabellos a las enfermeras, insultó a todo el mundo. Nos llamaron. Llegué al hospital y lo encontré como Túpac Amaru, atado a su cama, lloriqueando, maldiciendo a las enfermeras, a los médicos. Cuántas noches me quedé acompañándolo, durmiendo en la silla, o a un ladito de él en su cama, muriéndome de sueño al día siguiente. ¿Y el resto de sus hijos? Nada, solo Mariana y yo, dejando a un lado nuestros odios, nuestras disputas, nuestros rencores.
Esa vez le extirparon un tumor maligno de las vías biliares. Pienso: ¿y si el tumor reapareció? Imposible. El doctor me dijo que tenía otro tumorcito que no tocaron, tardará veinte años en crecer, antes se morirá de otra cosa.
Me asomo a la ventana. Son casi las seis pero todavía brilla el sol. Por la calle pasan las chicas vestidas ligeramente exultando vida por todos sus poros, los chicos haciendo malabares en sus skates. Los envidio. A esa edad yo también pensaba que mis padres eran inmortales.
La muerte no existía.
¿Dónde estarán esos veranos en que íbamos a acompañar a papá a Huachipa y nos servía un cerro de comida que arrojábamos en un descuido suyo? ¿Dónde estarán esos veranos en que con Viejo, Pelusa, Lube y John nos bañábamos tempranito en la sequia de La Realidad?
¿Dónde?
Hace dos veranos estuvimos en Chincha, Pisco, Ica, Palpa, disfrutando de las playas chinchanas y pisqueñas, de la Huacachina, comiendo y bebiendo hasta el hartazgo, y todo gracias a un cuento con el cual gané un concurso en Trujillo. Quizá esa vez debí de haberlo llevado a Trujillo para que conociera Chan Chan, Huanchaco, pero recién lo habían operado y todavía estaba convaleciente.
Me devuelve el celular.
Le doy su cena y voy a la casa, le digo a mi hermana.
Que coma toda su comida.
Ya. Chau.
Papá me pasa su Biblia. Lee un poco, me dice. Voy a descansar un rato.
Cierra los ojos y empieza a roncar casi en seguida. Hojeo un rato esa Biblia vieja de pasta verde que debe ser la misma con la cual nos repasaba lectura a John y a mí cuando íbamos a acompañarlo a Huachipa. Si mal no recuerdo, la leí hasta Salmos. Cuando papá se bautizó, fui yo el único que lo acompañó a Campoy. Antes íbamos toda la familia al Salón del Reino, incluso mamá, a quien le caían antipáticos los Testigos de Jehová. Hasta que Carolina y Mariana crecieron y se sublevaron. Mariana se volvió católica. John y yo pagamos pato: los sábados que papá no podía ir a las reuniones nos mandaba a los dos. Y no podíamos hacerle el avión porque teníamos que recogerle La Atalaya y Despertad. ¿Cuántos años teníamos, diez, doce? Quizá menos. Eso fue antes de 1980, cuando trabajaba en Huachipa. Pero un día John y yo también crecimos y papá empezó a ir solito a las reuniones. Eso debe de haberle dolido también: que de todos sus hijos solo uno siguiera sus pasos.
Yo dejé de creer en Dios. Una noche me dije ¿qué pasaría si no rezo antes de acostarme? Ya no iba a las reuniones, pero siempre rezaba como me había enseñado mi papá.
No pasó nada. Y no volví a rezar nunca más, ni en las peores circunstancias. No es verdad que en la universidad me volví ateo. ¡Cuántas veces discutí con el viejo por eso!
El que volvió al redil fue John. En 1990 empezó a tener ataques de ansiedad, pesadillas. Tenía veinte años, estaba en la universidad, fue el primero de la familia en ingresar a la universidad, era un chico guapo, inteligente, siempre fue el más inteligente de la familia, incluso más que Mariana, el único que sacaba diplomas en el colegio. Le gustaba bailar, divertirse. Le gustaba en exceso las mujeres. Esa sería su perdición.
Yo trabajaba en Multitemp, le daba para sus gastos. Me decía Chino, cuando termine la carrera y trabaje, estudiarás tú, te ayudaré.
Bien que terminó la carrera, bien que me ayudó. Ahora que lo pienso, nunca le he pedido ni un sol.
Un sábado en la noche se sintió mal. Yo estaba escuchando música con mi amigo Viejo Alberto. Me siento mal, Chino, me dijo. Tómate un café y vete a dormir, le dije, pero, como seguía insistiendo en que se sentía mal, le avisamos a Mariana y lo llevamos al hospital.
Tenía un ataque de ansiedad. El doctor le preguntó si era adicto. John no fumaba ni cigarros. Tampoco tomaba. Ni yo. Eso lo aprendimos del viejo: nunca lo he visto borracho en mi vida. Le recetaron un calmante. Si se repetían los ataques, que se tomara la mitad de la pastilla.
Se repitieron, y con mayor ferocidad y a cualquier hora, tanto que ya no quiso ir a clases y en las noches dormía en la cama de los viejos porque los malos sueños convirtieron sus noches en tormentos.
Y los médicos no le encontraban nada.
Quizá le han hecho daño, dijo el viejo. Sabía de lo que hablaba: en su vida tenía un largo historial de daños, maldiciones, misas negras que le habían hecho brujas y brujos con las intenciones de matarlo, arruinarlo. El daño existe, Arolín, aunque tú no lo creas.
Le di la plata y él mismo lo llevó donde esos brujos que hay a una lado de la Carretera Central en San Andrés, Vitarte. Que me perdone Jehová, dijo, pero es la vida de mi hijo.
Dos chicos y una chica le han hecho daño, les dijo el brujo. Las chicas porque John se burló de ellas. El chico por envidia. Han enterrado su foto en un cementerio.
Recuerdo que un día fui al viejo cementerio de La Realidad y me puse a buscar entre las tumbas la foto de mi hermano. No la encontré.
Yo le costeé el tratamiento. Incluso pensé en pedir un préstamo para voltearle el daño que le habían hecho. Pero lo que pedía el brujo por ese trabajito era una cifra exorbitante. El país estaba en crisis, pedir un préstamo era ponerse la soga al cuello.
A mí ni me pidan plata porque no tengo, dijo Mariana. Se morirá pues, por pendejo.
¿Allí empezó a odiarlo?
Un domingo don Manchego tocó la puerta de la casa. Era hermano espiritual del viejo y nos conocía desde niños.
El que necesita en estos momentos a Jehová es John, le dije a don Manchego. Le conté la historia de mi hermano.
Ese mismo día John empezó a estudiar la Biblia con don Manchego. Volvió al redil. Y cambió radicalmente: vendió sus casacas y sus jeans, se deshizo de sus casets de rock metálico. Dejó de asistir definitivamente a clases Y se fue de casa porque en La Realidad estaban sus enemigos. Ese fue un golpe terrible para la vieja, que lo adoraba, igual el viejo. Creo que allí mamá empezó a morir un poco. Y peor todavía cuando John vino con la noticia, tres años después, que se iba a casar con una hermana espiritual.
Si papá se entusiasmó con ese matrimonio, dos hermanos espirituales casados significaban un matrimonio perfecto, dijo, mamá no. Emilia también había salido de su casa porque sus padres se oponían a sus creencias religiosas. Su sexto sentido le decía que esa mujer le iba a hacer sufrir a su hijo. Y el tiempo le daría la razón.
No se preocupe, señora, los hijos vendrán después, le aseguró Emilia. Primero vamos a hacer nuestra casita, comprar nuestras cositas, y John tiene que terminar sus estudios.
Bien que John terminó sus estudios, bien que los hijos vinieron después.
Esa pendeja se buscó un cojudo que la mantuviera, decía después papá.
Quizá si ese domingo no le hubiera dicho a don Manchego que mi hermano necesitaba a Jehová más que yo nunca hubiera conocido a Emilia y mi madre estaría ahora viva.
Mejor se hubiera muerto cuando estaba enfermo, decía mamá cuando John venía a contarle entre lágrimas el infierno en que se había convertido su vida al lado de Emilia.
Traen la cena. Papá apenas come. No tengo apetito, me dice. Me como su caldito y su flan, me despido de él y me marcho a la casa.
2
Tenía la barba blanquita como el algodón, larga, bien larga como si nunca se lo hubiese cortado. Se parecía al Dios que había pintado en la iglesia de Chincho, aunque era calvo. ¿Cuántos años tiene, señor?, le pregunté. Ciento veinte años, me dijo, tocándome la cabeza. Le conté a mi mamá mi sueño. Hasta esa edad vivirás, Juan de Dios, me dijo. ¿Cuántos años tenía yo cuando tuve ese sueño? ¿Cuatro, cinco, seis? Estaría como Nela, o Bere. Faltaba poco para la cosecha, me acuerdo, los maíces casi se doblaban por el peso de los choclos, el sol quemaba cada día más. Son más de setenta años desde ese sueño. He vivido más que mis padres. Mamá murió en 1954, ¿cuántos años tendría?, era joven todavía, parece que le hicieron daño. Papá en 1960, a los cincuenta y nueve años. Era de 1901. Hoy tendría ciento ocho años. Yo he vivido veintiún años más que él. Si nos encontráramos, sería como mi hijo. No enterré a ninguno. Yo estaba en Pisco cuando mamá murió. Lo supe como un mes después. Ya para qué iba a viajar. Papá murió dos veces. La primera vez casi muero también. Padre ha muerto, viajar urgente, decía el telegrama que me mandaron a la FAM. Con lo puesto viajé. Lloré todo el trayecto. Ya no tenía papá ni mamá. Bajando del ómnibus nomás emprendí el camino a Chincho. Cruzando el río Cachi, el mismo río que mi padre cruzó un día con un fantasma sobre sus hombros, hice un alto donde mama Bini para tomar algo pues no había almorzado ni cenado ni desayunado. Solo tenía agua. Bebí y seguí mi camino por Huaripata. Subí y subí. Por Qqasi me empecé a sentir mal, la cabeza parecía que me iba a estallar, las piernas se me doblaban. Ya estaba oscureciendo. Para llegar a Chincho faltaban todavía unas tres horas de caminata, siempre en subida. Me senté, vencido ya, esperando la muerte. No iba a estar presente en el entierro de mi padre. Cuándo encontrarían mi cadáver, quién me encontraría. Ojalá que fuera antes que los buitres me picaran los ojos, me dejaran irreconocible. Seguro me enterrarían junto a mis padres. Lástima que yo no tuviera mujer ni hijos para que me lloraran. Faltaban unos años para que conociera a María. Pero justo se aparecieron dos paisanos. ¡Juan de Dios, a los años!, me dijeron… ¿quiénes eran?, ¿por qué he olvidado sus nombres? ¿Ya han enterrado a mi padre? ¿De qué murió? Taita Ignacio está vivo, me dijeron. ¿Quién te ha dicho que ha muerto? Me mandaron un telegrama. Te estarían haciendo broma, el Soqqta está más vivo que tú. Era cierto: encontré a mi viejo calentándose frente al fogón, tocando su arpa, Lauro ya dormía. También se había quedado viudo como yo. Te mandé ese telegrama para que te acordaras de tu padre, ingrato. Eso fue en 1957 o 1958, un par de años antes de que muriera de verdad. Estuve en Chincho como un mes, con fiebre. Me había dado veta. Cuando murió de verdad, en agosto de 1960, ya no fui. ¿Con qué cara iba a pedir permiso de nuevo? Además, María estaba embarazada. Papá no llegó a conocer a Juan Ignacio, que nació el veinte de febrero de 1961. Días antes que muriera, tuve un sueño: papá iba de prisa por mama Bini; Julia, Griselda, Lauro y yo íbamos tras él queriendo alcanzarlo, pero papá llegó a la orilla del río Cachi, se quitó el pantalón y cruzó para el otro lado. Cuando llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. El viejo se fue sin volver la vista atrás. Por esos días moriría. Ni bien salimos de su luto, murió Juan Ignacio el veintiocho de setiembre de 1961. Apenas vivió siete meses, una semana y un día mi hijito. Su abuelo se lo ha llevado, decía la gente, era un angelito cuyo lugar era el cielo. Mentira, Jehová no necesita angelitos, murió porque le chocó el daño que me hizo mi tía María Villanueva, esa bruja de mierda que ahora debe estar achicharrándose en el infierno. Ella y su hija y su nieta. Su nieta todavía debe estar viva, ¿cómo se llamaba mi sobrina?, ¿tenía quince, dieciséis años cuando le dimos alojamiento? Allí está la enfermera con sus pastillas y agujas. Buenas tardes, don Juan de Dios, ¿cómo se siente, un poco mejorcito ya? ¿Para qué me pone suero si no me cura nada, señorita, si me sigue picando el cuerpo? Para que se hidrate, don Juan de Dios. Tómese esta pastillita para su presión y déme su brazo que tengo que sacarle una gotita de sangre para unos análisis que tenemos que hacerle. ¡Ay, carajo, con cuidado! ¿Por qué es tan bruta, ah? Sorry, don Juan del Diablo, está tan viejito que sus venas están más duras que una manguera vieja. ¿Qué dice, señorita? Hable más fuerte que no escucho bien. Que me disculpe, no volverá a suceder. Ojalá, ¿o quiere que me queje a mis hijos? Su hija la gordita es bien jodida, ¿no?, por cualquier cosa reclama. ¿Qué dice, señorita? ¿Que cuántos hijos tiene usted, don Juan de Dios? Seis, señorita. Vaya, usted le ha hecho trabajar bastante a su señora, don Juan de Dios. Jajajá. ¿Ve que nos comprendemos mejor si usted está de buen humor, don Juan de Dios? Hasta nombre de picarón tiene. ¿Usted es soltera, señorita? Sí, ¿por qué?, ¿acaso se quiere casar conmigo? Tengo un hijo soltero. ¿Cuál de ellos, el crespo o el que tiene barba? El que tiene barba. Es profesor, trabaja acá cerca, y también escribe libros. ¿Tendrá su enamorada, no? No, es soltero. Ay, don Juan de Dios, ¡si yo no conociera a los hombres! Mejor me caso con usted. Pendeja, ¿quiere quedarse con mi pensión, verdad? Listo, don Juan del Diablo, un permisito que voy a llevar esta muestra al laboratorio. Ya vuelvo. Sanaré, me levantaré de mi lecho, andaré, llevaré la Palabra de Jehová durante los próximos cuarenta años de vida que me quedan. ¿Qué son cuarenta años para Jehová? Para Él mil años son un día. ¿Pero con qué autoridad podrás llevar su Palabra a los demás si ni siquiera pudiste hacer que tus hijos fueran creyentes? John parecía que iba a ser un buen cristiano, pero es un sinvergüenza, un conchudo, hasta un hijo botado tiene, el otro día trajeron una citación de la Demuna por un caso de alimentos. Yo pensaba que con Emilia iba a ser feliz, iban a constituir un buen matrimonio, pero me equivoqué. María tenía razón cuando decía que esa mujercita iba a hacer infeliz a nuestro hijo, y a nosotros. Yo nunca le he debido a nadie ni un solo centavo, y John le debe a todo el mundo, a todo el mundo le pide prestado porque no tiene para su pasaje, porque todavía no le pagan en el colegio. Ese es su castigo por haberse casado a la loca, por no hacernos caso cuando le dijimos ¿con qué vas a mantener a tu mujer y a tus hijos si no tienes una profesión, si no tienes un trabajo estable? Me voy a hacer hombre, dijo. Bien que se hizo hombre. Se casó para estar jode y jode con sus problemas. Yo nunca iba a molestar a nadie. Cuando me casé con María, trabajaba en la FAM. Pero primero nos juntamos. A María la conocí en casa de mama ¿Agripina se llamaba? Era su madrina. Allí tenía yo mi pensión. María iba los fines de semana a quedarse allí. ¿Quién es esa gordita, mama Agripina? Es María, también es chinchina, hija del Uchu Mayor. Recordé que cuando era chiquillo la vi una vez. Iba yo con mi padre por el camino que va a Villoc y pasamos frente a la chacra del Uchu Mayor y una gordita le saludó a mi padre: buenos días, taita Ignacio. Sería como la Nela, yo estaría como Diego, faltaba poco para que me vaya a Huanta donde la bruja María Villanueva. ¿Quién es esa gordita, papá? Es María, la hija del Uchu Mayor. La volví a encontrar casi veinte años después. Mi mamá siempre me decía Juan de Dios, si un día te casas, hazlo con tu paisana, no busques mujer de otro lado, peor una limeña que solo saben pintarse como payasos. La volví a ver y me enamoré de ella, pero no fue fácil conquistarla, María era media chúcara. Trabajaba en Santa Clara donde unos japoneses. Nos hicimos enamorados pero un día peleamos porque alguien le fue con el chisme de que yo tenía mujer en Pisco. Para ver si me quería fui a visitarla, le dije María, mañana me voy a Chincho, he venido a despedirme, te he traído este corte de tela como regalo por el tiempo que estuvimos. ¿Saben lo que hizo? No me lo recibió. Gracias, no necesito nada de ti. Después me contó que la japonesa le había dicho qué sonsa eres, le hubieras recibido siquiera para que te hagas tu falda. ¿La telada le regalé a Zenobia o a la mujer de Estanislao? Ya ni me acuerdo. Pero insistí porque estaba enamorado de ella. Le mandé a mi sobrino Juan Cuba para que le dijera que si no iba ya mismo a mi cuarto vendría mi otra enamorada y se quedaría a vivir conmigo. Y cayó en la trampa. En el amor y en la guerra todo vale. Empezamos a vivir juntos, a comprar nuestras cositas. Estábamos prácticamente solos en Lima. María también había venido de la sierra buscando progresar en la vida. Ella no sabía leer ni escribir, era la hija mayor y tenía que ayudarle en la chacra a su papá, buscar leña, pastear las cabras, ir a hacer trueque por los pueblos de las alturas. Me contaba que siempre iba con su tío Antonio, el papá de Plácida. Por dónde no habrá andado mi María antes que nos conociéramos. Un día estaba pasteando sus cabras cuando fue a buscarla su amiga Lucila Borda. María, vámonos a Lima, le dijo. ¿Quién le va a ayudar a mi papá?, le dijo María. Tus hermanos, ellos ya están grandes, que ellos le ayuden, ¿hasta cuándo vas a estar en la chacra pasteando cabras, buscando leña, andando sin calzón? En el campo ni siquiera se conocía ropa interior, vivíamos casi como salvajes. Lucila trabajaba en Lima. Vas a trabajar y ayudar a tu familia. María fue a decirle a su mamá que se iba a Lima con Lucila Borda. ¿Quién le va a ayudar a tu papá?, le dijo mama Felicitas. Mis hermanos, ellos ya están grandes. El Uchu Mayor estuvo de acuerdo: no vas a estar toda la vida en la chacra, como nosotros, hija. Para su pasaje vendieron unas cabras que tenía María. Y así llegó a Lima, sin hablar castellano, con sus polleras. Primero trabajó en Jesús María, después en Santa Clara. Al principio no se acostumbraba, paraba llorando nomás, extrañaba a su familia. De allí la sacó Lucila. Le consiguió trabajo en Santa Clara donde unos japoneses que la trataban bien, aunque comían extraño, decía siempre María. Nos conocimos en 1960. María tenía veinticuatro años, yo treinta y tres. John se casó a los veintitrés años, igual Carolina. Yo trabajaba en la FAM, tenía mi cuartito en Esperanza, de allí nos mudamos a Tahuantinsuyo. Todo iba bien hasta que nos tocó la puerta las Villanueva: mi tía María, viuda del hermano de mi papá, mi prima y mi sobrina. Yo me había criado con ella en Huanta desde que mi tío me llevó después que le hice orinar a uno de los García. La vieja me sacaba la mugre: vendía chicha en el mercado. Todas las mañanas, antes de irme al colegio, tenía que llenar dos cilindros de agua para que preparara su chicha. Yo estaría como Nacho por lo menos. Si no le hubiera sacado la mierda a uno de los García, quizá hasta ahora estaría en Chincho. Terminé la primaria a los diecisiete años y me marché a Huamanga donde un tío, después me fui a Pisco a buscar a mi tía Juana Luján, hermana de mi madre. Le dimos alojamiento, la casa era grande, había lugar para todos. María estaba embarazada de Juan Ignacio. Además, criábamos a mi hermanito Lauro que en ese entonces tenía doce años. Ahora me acuerdo que María al principio no quería que mi tía se quedara en la casa, hasta me amargué con ella: si quieres, puedes irte, la puerta está abierta, le dije. Algo sospecharía María. ¿No dicen que las mujeres tienen un sexto sentido? ¿Cómo iba yo a saber que la vieja era bruja? Todo iba bien hasta que la vieja me habló de los terrenos que había dejado mi padre: Juan, como hijo mayor, vaya a Chincho y reparte los terrenos entre toda la familia. Si usted tiene algún interés, vaya, tía, y agárrese todo lo que quiera, yo no pienso volver a la sierra, fue todo lo que le dije. Para qué, la vieja se molestó, paraban todo el día en la calle, venían solo a dormir. Hasta que un día se fueron dejándome un regalito. Sería fines de marzo: Juan Ignacio ya tenía un mes de nacido. Yo siempre que llegaba del trabajo me echaba en la cama de Lauro para no molestar al bebito. Un día me eché y me pasó como electricidad. Salté de la cama. Pensando que sería un resorte, tanteé el colchón y de nuevo sentí esa descarga. Pero no era de electricidad porque nos alumbrábamos con vela, todavía no teníamos luz. ¿Qué sería? Le avisé a mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo? Era también medio aficionado a las artes ocultas. Vino con su librito de San Cipriano y, mientras hacía unas oraciones, iba tanteando el colchón con un cuchillo. Toc, un golpe seco, el cuchillo chocó con algo. Más oraciones mientras mi primo abría el colchón. Había una piedra de río, redonda, lisa, que quemamos con kerosene y tiramos a la sequia. ¿Quién lo metería dentro del colchón?, ¿y con qué fines? Nos olvidamos del asunto hasta que unos días después Lauro llegó del colegio gritando y corriendo como loco, diciendo que lo estaban persiguiendo los cachacos y los curas. María estaba en la casa con Juan Ignacio. No pudo calmar con nada a Lauro y del susto se encerró en un cuarto. Lauro se desesperó más porque quería ver a Juan Ignacio: ¡quiero ver al bebito, quiero ver al bebito!, gritaba, golpeando la puerta. Estaba tan furioso que agarró un cuchillo y lo clavó hasta el mango en la pared de adobe. ¿De dónde sacó esa fuerza si apenas era un niño como Nacho? Me avisaron y fui corriendo a la casa: los baldes de agua estaban volteados, las cosas tiradas, rotas. Con mi primo lo agarramos a la fuerza y lo llevamos al Seguro pero los médicos no le encontraron nada a pesar de todos los análisis que le hicieron, de repente usted lo hace estudiar mucho y no lo alimenta bien, me dijeron. Cómo no le iba a alimentar bien si en la casa sobraba la comida. Yo ganaba bien en la FAM, trabajaba a destajo, sacaba más de mil quinientos soles a la semana. Criábamos gallinas, patos, pavos. Las gallinas daban tantos huevos que no había quién los coma y los tirábamos a la sequia. ¿Qué tendría mi hermanito? Hasta que mi primo me dijo Juan, ¿por qué no le llevamos al curandero?, de repente le han hecho daño, ¿te acuerdas de la piedra que había en su colchón? Eso había sido: en su casa estuvieron alojadas tres mujeres, la mayor le habló de unas herencias y usted le contestó mal y por eso le ha hecho daño, me dijo el curandero. Le dejaron la cochinada en la cama de su hermano para que no le chocara al bebito porque lo habían llegado a querer. Era para usted, pero le chocó a su hermanito porque siempre le choca a los más débiles. Menos mal que el daño está fresco y tiene cura. Esa noche Lauro se quedó con el curandero. Al día siguiente fui tempranito y Lauro estaba mirando al curandero mientras este labraba sus ladrillos. El hombre hacía sus ladrillos para sobrevivir. Anoche matamos a los curas y a los cachacos, ¿verdad, don Quispe?, le decía. Sí, hijito, le decía el curandero, ya no te volverán a molestar. Se me salieron las lágrimas. Nuestros padres ya habían muerto, Lauro era como un hijo para mí y para María. Era guapo mi hermanito. Lauro volvió el rostro, seguro sentiría mi presencia, me vio, y vino corriendo y nos abrazamos: papá, anoche matamos a los curas y a los cachacos, me dijo. Me decía papá. Lloramos. Don Quispe me dio una botellita con un brebaje: los ataques se van a repetir un par de veces más, cuando eso suceda, usted le da de beber el contenido de esta botellita y se le pasará. Y así pasó. Pero su madrina se enteró y se lo llevó a Chincho. Allí le dio otra vez la locura, o el encanto más bien. Dicen que estaba pasteando sus cabras en las afueras del pueblo cuando empezó a llover y un rayo reventó a su lado y vuelta se volvió loco. Lo curaron, pero no se sanó del todo. Una época vivió conmigo en Huachipa. Paraba metido en la casa, le tenía miedo a las mujeres, sus camisas los cortaba en flecos como los apaches. En 1980 lo vimos por última vez cuando fuimos a Jiljarajay con María y Flora y Dora. Paraba con una chalina en el cuello que le tapaba media cara. Desapareció después de la muerte de Anacleto, ¿lo matarían los terrucos o los soldados?, ¿se escondería en el monte para escapar de esos criminales? Nunca más supimos de él, aunque algunos dicen que lo han visto en San Francisco, la selva de Ayacucho, que está gordo y se ha casado y tiene hijos. ¿Cómo se va a casar si le tenía pánico a las mujeres? Mi hermana Julia dice que la casa de mi papá es para Lauro. Ojalá que un día regrese. Ya debe estar viejo como yo. Yo le llevaba veinte años por lo menos. Lauro debe tener unos sesenta años más o menos. Cuando desapareció tenía unos treinta. Pero no solo a Lauro le chocó el daño, sino también a Juan Ignacio, a pesar que las brujas no querían eso. Empezó a enfermarse de todo mi hijo. El 28 de setiembre de 1961, siete meses, una semana y un día después de haber nacido, murió. Habría cumplido cuarenta y ocho años este veinte de febrero. Cómo sería, alto, fuerte, inteligente. María lo lloró toda su vida. Hasta que naciera Carolina íbamos casi todos los días al cementerio. Ya ni queríamos tener más hijos. ¿Qué habrán dicho las brujas cuando se enteraron que mataron a una criatura inocente? Nunca más las volví a ver a esas mierdas. Cinco años después de la muerte de Juan Ignacio, cuando ya teníamos a Carolina y Mariana, me empecé a sentir mal: me daban vértigos y caía al suelo sin sentido. Una vez iba por Calle Nueva, y me desmayé. Un policía me ayudó: ¿por qué lo dejan salir a la calle si está enfermo, señor? Los médicos del Seguro no me encontraban nada. ¿Qué tiene este hombre?, se preguntaban, ¿por qué se hace el loco, ah? Hasta que mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo?, ¿por qué he olvidado su nombre?, fue el mismo que me ayudó con Lauro, me dijo Juan, estoy llevando a mi señora al curandero, ¿vamos para que te vean? Fuimos. El curandero me leyó la mano: usted tiene la cochinada hace años, señor, lo peor es que no cree, pero el daño existe. Me dijo lo mismo que el curandero que curó a Lauro. Y me sentenció: a usted lo botarán de su trabajo, perderá su casa, morirá. Lo siento, pero no puedo hacer nada, el daño está pasado. Pero no solo las brujas me querían ver muerto, sino también un primo, hermano del que me estaba ayudando. ¿Quién le dijo Juan, piensas hacer casa?, nunca lo harás. ¿Cómo se llamaba ese hijo de puta? ¿Por qué he olvidado su nombre? Yo estaba haciendo zanja con mi sobrino Juan Cuba y pasó ese desgraciado y me dijo eso. Haré lo que pueda, le dije. La segunda vez que me dijo lo mismo, pensé que estaba borracho. Quién iba a pensar que también era brujo. ¿Pero por qué me envidiaría si yo nunca le hice nada? A las brujas tampoco les hice nada. Le han hecho daño para volverse loco, para andar desnudo en la calle, para no sentir amor por nadie, para morirse. Entré en pánico: ¿qué sería de mi esposa y de mis hijas? Carolina tenía tres años, Mariana uno. ¿Quién velaría por ellas si la familia estaba lejos? Iríamos a Chincho, pondríamos un negocio para que pudieran pasar su vida. En Chincho estaban mis suegros, mi hermana Julia, Lauro. Renuncié a la FAM, vendí la casa, y marchamos a la sierra. Pero, antes de irme, se me acercó don Pedro Vargas, un vecino que se llamaba igual que el cantante mexicano, por eso será que nunca he olvidado su nombre. Me dio una Biblia: es bueno leer siempre la Palabra del Señor, don Juan, me dijo. Y eso es lo que he hecho hasta ahora. Poco a poco mis males fueron desapareciendo. En 1970 regresamos a Lima. Y, aunque las brujas no pudieron matarme, sí nos arruinaron: de la urbanización donde vivíamos, con agua y luz, pasamos a un cerro junto a las lagartijas y culebras. Pero siempre estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Esto no aprendió John pese a que les contaba mi historia hasta el cansancio. ¿Sigue despierto, don Juan de Dios? Es que hace calor y me pica todo el cuerpo, señorita, ¿puedo ir a darme un baño? Ay, don Juan de Dios, después se enferma y me sancionan. Le voy a traer una pastillita para la picazón. Ya vuelvo. Ya, señorita.
3
La cola avanza lentamente, tan lento que parece un cortejo fúnebre, pienso.
El viejito que está delante de mí me pregunta de qué estoy enfermo. Mi padre es el que está mal, le digo.
¿Sí? ¿Qué tiene?, interviene la chica que está detrás de mí.
Qué tendrá. Está todo amarillo y le pica el cuerpo.
De repente tiene hepatitis, conjetura la chica. Por el color amarillo.
Habrá comido algo que le hizo mal, dice el viejito. ¿Cuántos años tiene?
Va a cumplir ochenta y dos años dentro de un mes.
Ay, tienes que cuidarlo, dice la chica. Dicen que a los viejitos los matan en el Seguro. Si puedes, llévalo a una clínica.
¿Con qué plata?, le digo, tocándome los bolsillos, pensando en el dinero que me debe Vinces.
¿Cuántos hijos son?, pregunta el viejito. Deberían de hacer un pozo.
Seis, pero no todos trabajan.
Eso es lo malo, dice la chica.
¿Y usted de qué está mal, señor?
El domingo le dio un derrame cerebral a mi señora. Voy a recoger los resultados de la tomografía que le hicieron.
Hablamos de la presión alta. Les digo que mi mamá murió de un derrame cerebral. Seguro le darían cólera, dice la chica. Mmm, murmuro, un hermano se casó a la loca, la otra hermana se metía en la vida de todo el mundo.
Eso es lo malo de tener muchos hijos, dice el viejito.
Cría cuervos y te sacarán los ojos, filosofa la chica.
El viejito llega a la ventanilla, entrega su DNI, y un minuto después le dan una hoja. Nos dice chau y se va.
Ahora es mi turno. Entrego el DNI del viejo, la que atiende busca en la computadora, la impresora empieza a funcionar, y me entrega una hoja.
Chau, le digo a la chica. Ella sonríe.
Leo la hoja:
ESSALUD Fecha: 07/02/2009
HOSP. II VITARTE Hora: 10:33:46
SERVICIO DE DIAGNÓSTICO POR IMAGEN Usuario: Giulianna
N°. Examen: 00152526
RESULTADO DE ECOGRAFÍA
Procedencia : EME Emergencia
Citado el : 23/01/2009 Viernes Autogenerado : 2703081GTLAJ007
N°. Acto Médico : 4021705 N°. Historia : 153324
Paciente : Juan de Dios Edad : 81 Sexo : Masculino
Servicio : Servicio no registrado Cama :
Médico : N° Ubicación :
Examen solicitado : Ecografía abdominal (Mañana)
Diagnóstico (CIE) :
…………………………………………………………………………………………….
Informe de Ecografía
Hígado: Con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. No se aprecian lesiones focales. Se evidencia dilatación de vías biliares intrahepáticas.
Vesícula biliar: Ausente por antecedentes qx.
Colédoco 20.8 mm.
Vena porta 10 mm.
Páncreas: Ecogénico no se evidencia lesiones focales.
Aorta: De disposición, calibre y pared dentro de límites normales.
Bazo: Homogéneo. Dimensiones dentro de límites normales.
Cavidad abdominal: No se aprecia líquido libre.
Conclusión:
1. Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas.
2. Hepatopatía difusa moderada.
Código Resultado: Ver texto.
Registrado por: RLlanos 23/01/2009
Modificado por: RLlanos 23/01/2009
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Dr(a). Dueñas Janampa Marco Antonio
¿A quién le pregunto qué significa este diagnóstico? Me acuerdo de la enfermera Pari que conocí mientras estuve hospitalizado. Ella me puede ayudar.
Voy a Urología. En las puertas de los consultorios hay largas colas de pacientes. Hay tantos enfermos que pareciera que el país entero estuviera enfermo.
¿María Malpartida? Un enfermero empuja una silla de ruedas donde va una mujer de unos cuarenta años, o un poquito más, que se parece demasiado a esa secretaria de la Navarrete que conocí hace veintidós años en la Línea Uno que nos llevaba a nuestros trabajos. Los mismos ojos oscuros y grandes de entonces, los cabellos lacios y castaños ahora lleno de canas como el mío, el rostro de muñeca ahora demasiado pálido y con una mueca permanente de dolor.
Doy la media vuelta y los sigo. Ella vuelve el rostro. Quizá me ha reconocido a pesar que ya no llevo el cabello como los Soda Stereo de los ochenta, a pesar de la barba que me cubre parcialmente la cicatriz de la mejilla izquierda.
Cómo hemos cambiado con los años. Cómo ha cambiado todo. ¿Recordará esos días en que hacíamos malabares para transportarnos por culpa de los paros armados y la continúa huelga de transportistas? ¿Recordará esas interminables colas detrás del Coliseo Amauta para tomar el micro de regreso?
Un sábado 23 de setiembre de 1989, a la 1:07 p.m., lo recuerdo muy bien, nos vimos por última vez. Siempre pensé que quizá había muerto en un atentado, o que la habían desaparecido, o que quizá se había marchado al extranjero, como tantos peruanos, para huir de la debacle. Entonces el país se caía a pedazos.
Llegan al ascensor, la puerta se abre, entran. La puerta se cierra.
Me quedo allí, mirando los números de los pisos que se van encendiendo de rojo.
¿Y si no era María?
Doy la media vuelta para ir al tercer piso.
Para ir donde la señorita Pari, le digo al guachimán.
Salió de guardia a las ocho, me dice. ¿Algún encargo?
Ninguno. Vuelvo otro día.
Salgo del Almenara. Voy a la avenida Grau. Tomo la combi para ir al hospital de Vitarte.
Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas debe significar crecimiento, expansión, inflamación de las vías biliares por dentro y por fuera, ¿no?, pienso en el trayecto, leyendo una y otra vez ese diagnóstico. Hepático debe ser algo relacionado con el hígado. ¿El tumorcito que le dejaron cuando lo operaron hace dos años habrá crecido? ¿No dijo el doctor que tardaría veinte años en crecer? ¿Será un tumor maligno?
De hepatopatía difusa moderada solo entiendo difusa y moderada. Difuso puede significar vago, impreciso, también abundante, dilatado, ancho. Moderado es no excesivo, según los recuerdos de mis clases de RV.
No está en la conclusión, sino en el informe: hígado: con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. ¿Qué será ecogenicidad parenquimal? Incremento moderado debe ser crecimiento moderado del hígado.
¿Por qué no lo escribirán en un lenguaje más claro? Si los médicos escriben en jeroglífico, sus diagnósticos parecen estar en chino.
Le saco una copia antes de entregarlo a la enfermera. En el hospital de Mariana le pueden ayudar.
¿Qué tendrá mi papá, señorita?
No sé, me dice la enfermera. El médico ya nos dirá qué tiene.
Si ella no lo sabe, peor yo que de medicina no sé nada.
¿Puedo ver a mi papá?
Solo un ratito. No es día de visita.
El viejo apenas si ha probado su almuerzo. Dice que no tiene apetito.
Tienes que comer para estar fuerte, le digo.
¿Cuándo iremos a la casa?, me pregunta.
El doctor lo dirá, le digo.
En el parque del frente los chicos juegan carnaval, se corretean globos en mano. Sus chillidos, gritos destemplados llegan hasta nosotros.
Hoy no es día de visita, me dice el guachimán, entrando a la sala. ¿Puede retirarse?
Me voy, papá, le digo al viejo, acariciándole la calva, que también está de color amarillo. Mañana vengo.
Lagrimea.
Ya iremos a la casa pronto, le digo. Ten un poco de paciencia nomás.
Voy al mercado a almorzar. La casera me pregunta cuándo empiezan las clases. El primero de marzo, le digo.
De allí, a la casa. Mariana está con un humor de perros: ha llamado Emilia para decir que John no se acuerda de sus hijos, que no tienen nada que comer. ¿Ese qué hace metido allí, en lugar de buscar trabajo? Ese es John, que está ocupando el cuarto que era de mamá.
¿Y yo qué puedo hacer?, le digo, alegrándome: entre más jodida esté Emilia, mi madre estará más feliz en el lugar donde esté. Eso es problema de ellos. Tampoco lo voy a botar diciéndole vaya a trabajar, ¿no? Esa debería de trabajar en lo que sea y no esperar que solo el marido la mantenga.
Ni le doy la copia de los resultados. A veces pienso que es mejor que mamá se haya muerto, sino hasta ahora Mariana la seguiría atormentando. Han pasado casi cuatro años de su muerte y John sigue cagado. Hasta tiene un hijo botado por ahí: el otro día llegó una notificación de la Demuna donde una chica lo demanda por alimentos.
Después de un duchazo y descansar un poco, me pongo a limpiar la choza del viejo. Está lleno de cachivaches como un anticuario. Todas las cosas que nosotros desechábamos, papá las guardaba. Encuentro el diploma que me dieron en 1981 cuando terminé la primaria. Encuentro los diplomas que recibía John en aprovechamiento y conducta cuando todas las esperanzas de los viejos estaban puestas en él. Encuentro la autoradio a batería que utilizaba yo cuando no teníamos luz. Encuentro esa chaquetita roja que mamá decía esto te ponías cuando eras bebito. Es tan chiquito que no le entraría ni a un muñeco. ¿Para qué guardaría papá esos cachivaches? ¿En qué momento se pondría a rebuscar la basura para ver si había algo que podía conservar?
Encuentro un maletín lleno de papeles, documentos, cartas. Están en buen estado a pesar que la humedad ha carcomido partes de algunas hojas. Me llevo el maletín antes que alguien se dé cuenta. Estos papeles me pueden ser de gran utilidad.
Encuentro una carta de mi padre a mi madre. Está escrita a máquina.
Vitarte, 14 de Octubre de 1,968
Señora María.
Me siempre querida y inolvidable esposa, les deseo que la presente carta que les halle gozando de lo más perfecta estado de salud en unión de nuestras hijas y el pibe, y más familiares que les rodea en esa.
Después, de saludarte con singular afecto de siempre, comunico con emotivo sentimiento y nostalgia, siempre añorando nuestro terruño que, por qué realmente siento el calor del hogar, tu sabrás comprender querida esposa María no puedo vivir más tiempo alejado de Uds. por qué mis hijas las quiero como se fueran las niñas de mis ojos, espero que todos Uds. que estén bien y sin extrañar el Domingo 20 de este més salgo de viaje se Dios nuestro salvador así lo dispone, como vuelvo decirte no se preocupen por mi, por que nuestro divino es muy bondadoso el sabrá apiadarse de nosotros.
Querida esposa hé recibido tu cariñosa xxx carta con la fecha 11 del presente més, en la cual me dices que están bien todos x por la divina providencia de nuestro salvador, lo único me extraña mucho tu no me dices nada tanpoco de la carta que mandé con el portador don Julio Viveros con $. 400.00 soles, ahora que ha regresado mi sobrino Ignacio Villaroel, mi a dicho que te ha entregado delante de el, tu no mi mandas ninguna noticia al respecto, yo recibí la primera carta que mi mandastes con la Agencia E.T.A.S.A. y la respuesta iba mandar con la misma Agencia, que resulta el dia siguiente llegó mi tio Antonio Villanueva de Chincho, y mi dijo que iba regresar enmediato, lo hice la carta y le entregue, por supuesto por motivos de fuerza mayor no pudo y habia postergado su viaje una semana más total 2 semanas, de modo ambos hemos cometido herrores, posiblemente don Victor Riveros ya va llegar para preguntarle a el mismo.
María dice el Doctor Humberto Tineo está de acuerdo que yo vaya a trabajar a la Hacienda Santa Rosa, el espera que hagamos buenos areglos con el Sr. Teofaldo Tineo, ya estos dias voya estar allí para areglar conmigo mismo al respecto de negociación, poco a poco haremos todo por que hay que tener un poco de pasencia, tambien tengo otros proyectos por adelante yo ya veré juntamente contigo a cual de ellos vamos a enclinarnos, ó mejor dicho en cuál de ellos vamos a trabajar ya se verá, si no nos conviene ningunos juntamente nos regresaremos a Lima, comido ó no comido juntos con nuestras hijas pasaremos la vida para eso soy su padre.
Reciben mis saludos cordiales de una manera muy especial todos Uds. lo mismo mi tio Teófilo Bendezú, mi tia Satornina Bendezú, Irene, Odilia, Wince, Nestor Faustino y familia, mis suegros, mi papá Julián, mi mamacita Félicitas, Anaco y familia, Teófilo, Teodora, Susana e hijos, y Antoquita que no deben olvidar.
Me despido sin más que decirte tu esposo que te quiere de todo corazón, ancioso de vertes y estrechartes muy pronto entre mis brazos.
Atte. y S.S. Juan de Dios
Recibe $ 100.00 soles oro por el portador don Antonio Villanueva.
Esa es la carta que mi padre, con muchos errores ortográficos, le escribió a mi madre hace cuarenta y un años. Supongo que yo soy el pibe, ¿no? Ese 14 de octubre de 1968 yo tenía cuatro meses de nacido. La carta está sin sobre, ¿mamá, mis hermanas y yo estaríamos en Cangari, donde yo había nacido, o en Huanta? ¿Ya habían devuelto la chacra que arrendaron a los Rivero? No, no, la chacra la devolvieron cuando Velasco dio la ley de la Reforma Agraria, o sea en 1969. ¿Qué hacía el viejo en Lima? ¿Estaría buscando trabajo? Menciona la posibilidad de trabajar en la hacienda Santa Rosa, ¿ya estaría curado de sus males?
Si estábamos en Cangari, ¿quién nos acompañaba? ¿O estábamos solos en la chacra? Mamá una vez se llevó el susto de su vida. Papá estaba en Lima, la vieja estaba en la chacra sola con mis hermanas. Estaba embarazada de mí. Una noche, la despertó los ladridos del perrito que tenían. El perro ladraba porque afuera rugían. León, pensó mamá, asustada, recordando que los leones, en realidad era un puma, solían abrirle la barriga a las embarazadas para comerse el feto. La vieja aseguró puertas y ventanas, que eran de calamina, y se puso a rezar para que al león no se le ocurriera subir al techo, que fácil hubiera cedido al peso de la fiera. Parece que los ladridos del perrito espantaron al animal porque los rugidos cesaron. Al día siguiente, la vieja encontró en la tierra unas enormes huellas. Menos mal que ese día su papá llegó de visita y después mandó a su hermano Teófilo para que nos acompañara.
¿Saturnina Bendezú sería algo de los negros Bendezú que le hicieron brujería a mi mamá cuando llegamos al barrio? Por culpa de ellos murió Eva Cristina. Antoquita debe ser mi tía Antonia, hermana menor de mi mamá, que murió jovencita y está enterrada en el cementerio de Cascabel, en Cangari. Le dio el abuelo, o algo así.
Encuentro una carta de mi abuela Felicitas dirigida a mi mamá.
Chincho, 27 de agosto de 1962
Señora María
Lima
Querida hijita:
Deseo que al recibir la presente te encuentres bien de salud. Por ésta nos tienes sin novedad.
Para comprar la chacra tenía que vender un novillo pero como tú habías dicho que no venda, te suplicaría que me mandes entre Anacleto la suma de dos mil soles.
He recibido todo lo que me has mandado más 80 soles de lo que te agradezco bastante.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Disculpa que esto te mande a la ligera.
Al reverso hay unas líneas dirigidas a mi tío Anacleto:
Señor Anacleto
Querido hijito:
Esta te escribo muy a la ligera con el objeto de decirte que para la chacra me mandes $2.000, porque yo tenía que vender el novillo y en vista de que Uds. no quieren te suplicaría para que me mandes.
También te suplico para que le digas a ese (ininteligible) Valenzuela para que le pase su manutención a su hijo que hasta ahora sólo le ha dado $100.00 (cien soles) y no recuerda más, ya en pesa Uds. arreglen.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Reciban saludos de tu papá
¿Sabía leer y escribir mi abuela? La carta está escrita a mano con buena letra y sin errores de puntuación ni tildación. Solo el nombre de Valenzuela no se entiende. Si mi abuela sabía leer y escribir, ¿por qué dejó que mi madre no aprendiera a leer y escribir?
Poco a poco iré revisando todos estos papeles.
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