Llegamos a la capital ayacuchana (para los primeros españoles Villa de San Juan de La Victoria y Muy Noble y Muy Leal Ciudad. Después de la batalla de Chupas -19 de setiembre de 1542- San Juan de la Victoria) a las seis de la mañana después de un agotador viaje de casi diez horas por la Vía de Los Libertadores bajo un intenso aguacero bíblico. Menos mal que nadie nos detuvo en el camino. Cuentan que en los lejanos tiempos de la guerra los “cumpas” detenían los vehículos para pedir colaboración o para buscar entre los pasajeros algún indeseable a su causa para ajusticiarlo. Es un hermoso y límpido amanecer el que nos recibe. Caminamos por las calles ayacuchanas mezclándonos con personas que van de prisa, con personas que nos ofrecen queso fresco, pan chapla y humitas. Lo primero que hacemos es buscar un alojamiento para dormir y recuperarnos del trajín del viaje. Después de un buen baño, salimos a recorrer la capital ayacuchana. Quien ve la ciudad libre de soldados e infantes de marina no se puede imaginar que aquí hubo una guerra, una cruenta guerra que marcó un antes y un después en la historia de Ayacucho. El desayuno es un humeante plato de mote pelado que nos deja con los estómagos llenos. Nuestro primer destino es la Plaza de Armas. Allí está el monumento ecuestre a José Antonio de Sucre, vencedor de la Batalla de Ayacucho que selló la independencia de América. Allí están las vetustas casonas coloniales, la sede original de la Universidad San Cristóbal de Huamanga que cobijó en la década de los sesenta a Abimael Guzmán. Tenemos a la vista la Catedral de Ayacucho, una de las treinta y tres iglesias que existen desperdigadas en la ciudad. Es casi el mediodía. Después del almuerzo, patasca con cabeza de carnero, subimos al Mirador del cerro Acuchimay. Llegar a la cima no es nada fácil. Es empinado el camino. Parece que estuviéramos subiendo una pirámide azteca, y la comparación no es gratuita. En las paredes, mirando bien, todavía quedan pintas de la época de la guerra bajo ligeras y superpuestas capas de pintura al agua. Ya estamos arriba. Desde allí tenemos una visión privilegiada de la ciudad. Cuentan las leyendas que días antes del inicio de la guerra, 17 de mayo de 1980, Abimael y sus lugartenientes estuvieron en este mismo lugar donde juraron incendiar la pradera. Y vaya que lo consiguieron: miles de muertos y desaparecidos, medio millón de desplazados, cientos de viudas y huérfanos. Un poco más, y borran a Ayacucho del mapa. La ciudad que conoció Abimael cuando llegó a Ayacucho para trabajar como profesor ya no es la misma, ha cambiado, ahora no tiene nada que envidiarle a algún distrito limeño: cabinas de internet por todos lados, todo el mundo con celulares, luz eléctrica en todos los barrios periféricos, empleados públicos y privados bien a los uniformes como en cualquier dependencia de Lima. Estoy seguro que hoy el discurso de Abimael caería en saco roto. No sucedió así en los largos años, las dictaduras de Velasco y Morales Bermúdez, en que el oscuro profesor de filosofía estuvo preparando el terreno para rebelarse contra el Estado. Antes Ayacucho era un pueblito más de esos que abundan perdidos en los Andes. Existían las grandes haciendas, pero la población de a pie vivía todavía en la Edad Media. Fue fácil convencer a campesinos, estudiantes, hombres y mujeres, que la revolución revertiría esa situación. Pero no fue así. Hace calor. Tomamos una gaseosa helada en el restaurante que hay allí. Le preguntamos al mozo si su familia sufrió los efectos de la guerra. Nos mira extrañado. ¿Cuál guerra? Debe tener unos veinte años. La juventud trata de ignorar que aquí hubo una guerra. Casi nadie quiere hablar de esos aciagos años. Pagamos y nos marchamos. Bajamos a la ciudad por el lado opuesto por donde hemos subido. El camino es más tranquilo. En algunas callejuelas las antiguas pintas son más visibles como si las inclemencias del tiempo no hubieran hecho mella en ellas. Nuestro siguiente destino es la cárcel de Ayacucho, de donde Edith Lagos escapó bajo el intenso fuego de la fusilería de los guerrilleros que vinieron a rescatar a los suyos. Tomen el micro que pasa en esa esquina, nos dijeron. Después de salir de la ciudad, llegamos a la cárcel de Yanamilla. Las autoridades nos informan que esa cárcel es nueva, que la que albergó a Edith Lagos está en la misma ciudad, en la calle María Parado de Bellido. ¿Ven cómo los ayacuchanos hasta han olvidado que tuvieron una cárcel en el corazón de la ciudad? Volvemos a Huamanga. Llegamos allí. Es una fortaleza de piedra y cemento. Ahora la han convertido en centro artesanal. En la entrada está la marca de aquel letal ataque senderista: las piedras y la argamasa tienen un tono diferente. Me imagino a los guerrilleros disparando desde la placita del frente, y quién sabe si subidos en la iglesia que está cruzando la calle. Entramos. Estamos respirando el mismo aire que respiró Edith Lagos. Estamos viendo los mismos muros de piedra que miraron sus ojos. Siento su presencia. Recuerdo su rostro de rasgos indígenas. Allí estuvo durante más de un año, desde diciembre de 1980 hasta marzo de 1982, en que fugó espectacularmente para convertirse luego en mito. A pesar que participó activamente en la guerra por un corto tiempo, es una de las heroínas, quizá la única, ni Carla, ni Norah, ni Elena lo serán, populares de la revolución. Tal vez su leyenda se deba a su temprana muerte: no tenía ni veinte años –nació el 21 de noviembre de 1962 y falleció el 3 de setiembre de 1982– cuando murió en Umacca, Andahuaylas, en un enfrentamiento con la Guardia Republicana. Su entierro fue multitudinario. La historia de la guerra –y nadie lo ha desmentido– calcula en diez mil los asistentes a las exequias de la joven guerrillera, algunos dirán que eso es una exageración, pero lo cierto es que toda la ciudad de Huamanga se volcó a las calles ese 10 de setiembre de 1982 en que Edith Lagos fue enterrada. Allí está su lápida en el Cementerio General de Ayacucho que visitamos luego. En la piedra –que sobrevivió a varios atentados de los paramilitares del primer régimen aprista– está escrita Hierba silvestre, poema compuesto por ella misma y convertida posteriormente en himno de las huestes rebeldes. ¿Por qué tanta gente acompañó los restos de Edith Lagos? ¿Por qué hasta ahora tiene flores, siempre rojas, frescas todos los días? Porque por aquel entonces el discurso rebelde había calado en la población. Nadie era ajeno a la guerra: todos tenían un hermano, un pariente, un amigo o un conocido involucrado en el conflicto. ¿Cómo ser indiferentes entonces? Además, todavía Sendero no había aplicado su política de arrasar poblaciones enteras y exterminar indiscriminadamente a los campesinos. Esto cambia cuando el ejército es encargado de combatir a los rebeldes. Ambos bandos golpearon a la población que entonces se vio en medio de un intenso fuego cruzado. De los dos, el que empleó la mayor crueldad fueron los senderistas. Entonces la población le da la espalda. Se forman las rondas campesinas, los comités de autodefensa. El ejército, que ya no veía con ojos enemigos al campesinado, los apoya con armas y tácticas antiguerrilleras. Sendero es derrotado en el campo y se traslada a la ciudad. Pusieron en zozobra a la capital con sus atentados diarios, pero el 12 de setiembre de 1992, diez años después de la muerte y del multitudinario entierro de Edith Lagos, Sendero es descabezado. Era el comienzo del fin de la guerra. Este se produjo un año después con el llamado del encarcelado presidente Gonzalo a un acuerdo de paz. Todo lo que se ha visto posteriormente han sido montajes de los gobiernos de turno para asustar a la población. En la noche continúa nuestro recorrido. Entramos a la Iglesia de La Merced. Está llena, igual la Plaza de Armas. ¿Hace cuánto que no hay un apagón? Uff, hace mucho, nos dice un anciano que se ha sentado al lado nuestro en uno de los bancos. ¿Usted vivió la guerra? Todos lo vivimos, todos los ayacuchanos lo apoyamos en un principio, nos dice. ¿No se acuerda que hasta el actual presidente alabó la mística de los cumpas? Cierto. ¿Por si acaso no estuvo en el entierro de Edith Lagos? Lo estuve. Y también estuve en la fuga del Cras de Huamanga, nos dice. Yo conocí a Edith Lagos, la compañera Lidia. Era una chica inteligente, sensible. Sus padres eran prósperos negociantes, hasta estudió en una universidad particular de Lima, no tenía por qué haber estado en la guerra, menos ofrendado su vida, pero amaba al pueblo, le dolía la miseria en la que vivían, y viven aún, la mayoría de ayacuchanos, por eso regresó para dar su valiosa vida a la causa. ¿Podemos hablar más ella?, le digo. ¿Por qué ese interés sobre Edith Lagos? Estoy escribiendo un libro sobre los años de la guerra. ¿Cómo se llama? Ayacucho era un campo de batalla. Claro. Nos da una dirección en Huamanguilla. Si se animan, van. Siempre estoy allí. Claro que fuimos, pero ese diálogo es otra historia. Tres días después partimos a Huanta, la Fiel e Invicta Villa de Huanta de los hispanos. Huanta sí conozco bien. Allí pasé los primeros años de mi niñez. Un par de veces estuve con mi madre ya de mayor. Ahora vuelvo otra vez sin ella. Huanta fue una de las ciudades más golpeadas por las fuerzas en conflicto. Punto obligado de nuestro recorrido es la Plaza de Armas y la calle Cinco Esquinas, conocidas por ser mencionadas en Flor de retama, canción que muchos identifican como himno de los rojos. Lo cierto es que esa canción habla de la protesta de los huantinos, durante la dictadura militar, por la gratuidad de la enseñanza escolar. De Huanta partieron a Uchuraccay, en 1984, los ocho periodistas que posteriormente serías asesinados por los campesinos al confundirlos con senderistas. El estadio de Huanta es célebre porque allí desapareció el periodista Jaime Sulca. A la salida de la ciudad está Ayahuarcuna, lugar en que, durante la guerra, los senderistas dejaban a los muertos para que estos fueran pasto de los perros y cerdos. Apenas hemos recorrido dos ciudades y ya nos sentimos agotados. Pienso que el trabajo de Abimael fue de hormiga. Ayacucho es inmenso, en esos tiempos, sin la movilidad que existe ahora, debió haber sido una tarea de titanes llevar a tantos pueblitos sus incendiarias ideas. ¿Qué lo impulsó? ¿La miseria que veía a cada paso que daba? ¿El abuso de los hacendados, de los mistis, de las autoridades? ¿La tiniebla y el medievalismo en que se vivía en ese entonces, y en que se vive todavía hoy en las afueras de las principales ciudades? Quizá nunca lo sepamos. Mientras tanto, seguiremos con los ojos cerrados diciéndonos que la guerra terminó, seguiremos viendo con indiferencia a esos peruanos a quienes la Batalla de Ayacucho sirvió de poco. Quizá los liberaron del Imperio Español, pero el imperio de la miseria, de la ignorancia, de la desnutrición, siguen todavía allí.
Ayacucho, 2008
Ayacucho, 2008
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