9:25 a.m.: Miss Violeta, pídale su hora al profesor de música, rogaron las alumnas. Segurito que tienen examen y no han estudiado, ¿verdad, niñas? Es que está difícil la canción que nos ha dejado, miss. No creo que el profesor Harold las desapruebe, se nota que es bueno. ¿Bueno el profesor de música? Por lo visto, miss Violeta no conocía a Dragón. Porfis, miss Violeta. Quisiera, chicas, pero no puedo, tengo examen en el otro quinto. ¿Y ahora qué hacemos, chicas? Segurito Dragón se va a jalar a todo el mundo.
–¿Vamos al baño, Fabi? –le dijo Mily–. De los nervios me han dado ganas de hacer pis.
–Después –dijo Fabiola–. Mejor estudia si no quieres que Dragón te desapruebe.
–Igualito estoy frita –dijo Mily, casi resignada a su suerte–. En cinco minutos no aprenderé nada.
–Aunque sea para no pasar roche –dijo Fabiola, estudiando con más ahínco.
9:28: La campana anunció el cambio de hora. Pero si faltaban dos minutos todavía para las nueve y media, ¿por qué adelantan la hora? El salón era un hervidero de notas desafinadas igual que zumbidos de abejas locas. ¡Era el día del examen final! Ojalá que Dragón haya faltado, rogó Fabiola, que lo haya atropellado una combi asesina.
9:30: El profesor Harold entró al salón. Puntual como un reloj suizo. Buenos días, señoritas. Todas se pusieron de pie. Buenos días, profesor. ¿Qué tal fin de semana, señoritas? Bien, profesor, ¿y usted? Bien también. ¿Salió a pasear con su enamorada? Ya quisiera, chicas, pero todavía no nos reconciliamos. Wao, ahora sí que nos fregamos, pensó Fabiola, Dragón va a querer que suframos como él.
–¿Estudiaron, señoritas?
Silencio. Se podía escuchar el zumbido de una mosca, el rumor del río que pasaba cerca del cole.
–Son las nueve y media –dijo el profesor Harold, mirando su reloj–. A las diez en punto empiezo a llamar. Estudien porque no quiero que ninguna desapruebe el curso.
Mejor hubiera faltado, pensó Fabiola. La siguiente clase presentaría un certificado médico falso, o imitaría la firma de su mamá: profesor Gastelú, mi hijita faltó el lunes porque amaneció con fiebre. Déle una oportunidad, no la jale, por favor. Con Lobito era diferente. Lobito no jalaba a nadie. ¿Por qué se habría ido Lobito? Entraba Lobito y el salón estaba medio vacío, unas se iban al quiosco, otras a la fotocopiadora o al baño y ya no regresaban, y no pasaba nada, mejor para Lobito si no había muchas alumnas en el aula. Con Lobito no había examen. Todas las clases eran puro dibujo nomás: bodegones, paisajes, la figura humana, manga. No sé dibujar, profe Lobito. No importa, Fabiola, yo te lo dibujo. Cero problemas. En cambio, con Dragón…
–Hay que decirle que postergue el examen para la otra semana –susurró Pierina.
–¿Y quién le dice? –preguntó Nataly–. ¿Quién se arriesga?
–Dile tú, Fabi –sugirió Angie.
–¿Para que me jale? –dijo Fabiola–. Naca la pirinaca.
–Una muestra de cómo se toca, profesor Harold –pidió Vilma, la más chancona del salón–. Para hacerlo igual.
El profesor Harold sacó su flauta y tocó El himno a la alegría. Viéndolo, parecía tan fácil. Pero para Fabiola la partitura parecía estar escrita en chino, en jeroglífico; parecía un quipu: puras bolitas blancas y negras nomás. Solo recordaba que la primera línea se llamaba mi y el primer espacio fa, que la flauta se cogía con la mano izquierda con cuyos dedos se tapaban los tres primeros hoyos.
A su lado, Angie practicaba con ganas. Quiso taparse los oídos. Tocaba horrible, parecía el graznido de un cuervo. Seguro que iba a desaprobar.
9:40: Todavía faltaban ochenta minutos para que la clase terminara. El profesor Harold estaba feliz leyendo su Perú.21 mientras ella se torturaba queriendo aprender lo que no había aprendido en una semana. ¿Qué hacer, Dios mío? ¿Qué? Fabiola se puso a rezar.
9:50: Faltaban diez minutos para el examen. Se imaginó el momento en que el profesor la llamaría: Fabiola. Presente, profesor. Adelante, señorita. ¿Estudió? No, profesor Harold, no pude. Cero cinco por irresponsable. Tendría que inventar una buena excusa para que Dragón se compadeciera de ella y postergara su examen para la siguiente clase. ¿Si le decía que su mamá había estado enferma? Tuve que cocinar y no me quedó tiempo para practicar la flauta. ¿No tuvo ni cinco minutos al día, alumna? No, profesor Harold. Cociné, planché, lavé, trapeé toda la casa. Mire mis manos…
9:55: Faltaban cinco minutitos para el examen. ¿Quién sería la primera? El profesor siempre llamaba en desorden. Si le tocaba a ella, sus amigas se iban a reír. Se iba a morir de la vergüenza. Hasta de repente se hacía pis del roche.
–¿Me da permiso para ir a los servicios, profesor?
El profesor Harold miró su reloj.
–Ya voy a empezar a llamar, señorita –dijo, con indiferencia.
–Es una emergencia, profesor. Por favor –suplicó.
–Bueno, ve, pero se apura, señorita.
–Voy volando, profesor.
¡Si tuviera alas se iría volando del colegio! Cómo odiaba las clases de flauta dulce. ¿Por qué tuvo que irse Lobito? Justo en quinto año. Con Lobito se sacaba mínimo dieciocho, veinte. No hice mi paisaje, profe. No importa, me lo presenta la siguiente clase. Si tuviera alas se echaría a volar lo más lejos posible del colegio. Si tuviera alas, nunca más volvería.
9:58: Hizo tiempo en el quiosco, se compró un chupetín. Sabía amargo. Lo botó. ¿Y si se escapaba? Podía hacer tiempo en el río hasta la salida. Pero no, mejor no, sería peor. El NSP (No Se Presentó) del profesor Harold equivalía a la nota mínima, o sea, cero cinco. Ella nunca había salido jalada en arte, ¿este año sería la excepción? De repente. ¿Si pedía permiso diciendo que se sentía mal? Tengo mis dolores premenstruales, profe Harold. De repente la mandaban a la posta y llamaban a su mamá. Su mamá se iba a molestar si se enteraba que no había estudiado. Cómo vas a salir jalada en arte, diría. Es música, mamá. ¿Y? ¿Acaso no es fácil soplar la flauta dulce, hija? Ni que fuera cosa de otro mundo. Prueba, mamá.
9:59: ¡Si el tiempo pasara veloz! ¡Si fuera la salida ya!
10:00: Regresó al aula. No le quedaba otra.
Las chicas seguían soplando sus flautas. Dragón seguía enterándose de las últimas noticias. ¿No se volvía loco con tanta bulla?
–El profe nos ha dado cinco minutitos más –le susurró Mily–. No quiere que se jale nadie.
Cinco minutos más de tortura, de padecimiento. ¿Cuándo se terminaría la pesadilla? A Dragón le gustaba verlas sufrir. Siguió practicando. Era inútil, la iban a jalar de todas maneras.
10:05: El profesor Harold miró su reloj.
–Angie –llamó.
Pobre Angie, tuvo que tocar una y otra vez para que el profesor le pusiera un once. ¡Un miserable once! Un poquito más y la jalaba.
–El examen está fácil –dijo el profesor–. La que se jala, es por floja.
Y todavía se daba el lujo de insultarlas, de maltratarlas psicológicamente, de bajarles la autoestima a dos metros bajo tierra. ¿Con qué ganas iba a estudiar una, ah? ¿Si hacían una huelga estudiantil reclamando el regreso de Lobito? Las clases de flauta son aburridas, señor ministro de educación. Arte es dibujar, pintar. Arte es relajarse, distraerse. Con Lobito salían al jardín y pintaban los cerros del frente lleno de árboles, la hidroeléctrica de Moyopampa. Salían a pintar el río, el puentecito, la subidita. Con Lobito se pintaban las caras con témpera y él no les decía nada. A ver, ponte a jugar en las clases de música para que te boten del salón.
Yeca lloró porque el profesor le dijo ¿qué estuvo haciendo toda la semana para no estudiar? Segurito que no lavó ni sus calzones sucios, ¿no? Cero cinco por inútil. Si no quieren estudiar, ¿para qué vienen al colegio?, les preguntó, amargo. Mejor quédense en sus casas cocinando, planchando, lavando, ayudando a su mamá, aprendiendo a atender un hogar para que cuando se casen sus maridos no las bote por inútiles. Hay que estar atentas en clase, señoritas, no pensando en otras flautas.
Nadie dijo nada. Todas parecían mudas. ¿Si lo denunciaban al Ministerio de Educación? El profesor Harold nos humilla en todas las clases, señor ministro de educación. ¿Dónde están los valores, las normas de convivencia? ¿Por qué no botan a ese profesor chinchoso y traen de regreso al bueno de Lobito? Las caperucitas lo extrañamos, señor ministro de educación.
El profesor Harold recorrió el salón con la mirada. ¿A quién llamaría ahora? ¿Quién sería su próxima víctima? ¿Ella? No. Qué suerte. Llamó a Pierina. Lo hizo regular, aunque las manos le temblaban y se comió un par de compases. Parece que algunas no han tomado desayuno, dijo Dragón. Solito se hacía odiar. Con Lobito era diferente. A Lobito todas la querían porque era bien bueno. Tú le dabas una gaseosa y te ponía doce. Si a la gaseosa le añadías un paquete de galletas saladitas te sacabas quince. Pero al profe Harold no se le podía coimear. Yo no me vendo por un sol, decía, menos por una sonrisita, jijiji, jajajaja. ¿Cuánto valdría un once con el profesor? Ella se conformaría con un once. Un once nomás quiero, profe. Nada le iba a regalar por el Día del Maestro.
De Raquel todo el mundo se rió porque tocó cualquier cosa menos El himno a la alegría. Esa canción debería de llamarse El himno a la tristeza. ¿Qué de alegre tenía? Era una pesadilla. Parecía el soundtrack de Freddy Kruger, de Chucky.
10:30: Todavía faltaba media hora para el recreo. Cómo no pasaba otro terremoto y el techo se caía sobre el profesor Harold. Con gusto harían una colecta para su cajón. Le comprarían una lápida bien bonita donde pondrían Aquí yace en paz el odioso profesor de flauta dulce que se pasó la vida torturando a las caperucitas del Josefa Carrillo. Con odio, sus alumnas que no lo extrañamos. Ojalá que se esté quemando rico en el infierno soplando su flauta.
Las chicas seguían yendo al paredón. El profesor parece que se había olvidado de ella. O quizá su apellido no estaba en su lista. O lo hacía a propósito. Que Fabiola sufra por burra, pensaría, con una sonrisa malévola. Ya faltaban poquitas y no la llamaban. ¿Está Fabiola en su lista, profe Harold? Uy, no la tengo anotada. Adelante, señorita. Mejor me quedo callada, pensó Fabiola. Varias habían llorado cuando el profesor las amenazó con mandarlas a recuperación. Ella no lloraría. Claro que no.
–A ver, ¿quién es la siguiente en rebuznar? –el profesor recorrió el salón con la mirada.
10:45: Faltaban quince minutitos para el recreo. ¡Si la auxiliar tocara la campana de una buena vez!
Escuchó su nombre y casi se desmaya. El corazón empezó a latirle de prisa: tictac, tictac, tictactictac. Empezó a temblar, a transpirar como nunca. Quiso levantarse, pero no pudo, parece que estaba pegada al asiento. ¿Qué le diré? ¿Que soy una inútil para la música? ¿Qué puedo hacer para aprobar su curso, profesor? Estoy dispuesta a todo…
–Adelante, señorita. Su examen final.
El camino hacia el escritorio del profesor le pareció lleno de espinas. Así debió de haberse sentido Cristo mientras iba hacia el Gólgota con su cruz sobre los hombros.
–¿Estudió, señorita?
–Un poco nomás, profesor.
El flautista hizo una mueca como diciendo otra burra más. A Fabiola las orejas le empezaron a arder.
–He tenido un montón de tareas esta semana, profesor. Estamos en exámenes finales y…
–Siempre hay tiempo para todo si uno se organiza bien, señorita.
–Mi mamá estuvo enferma. Y como yo soy la hermana mayor, tuve que cocinar para mis cinco hermanitos –exageró Fabiola.
–¿Tantos hermanos tienes? –dijo el profesor, con un gesto de sorpresa–. Ustedes son de la familia de Bugs Bunny –añadió con una sonrisa.
Esa era una buena señal porque el profesor casi nunca sonreía, parecía una esfinge.
–A ver, Fabiola, te escucho –dijo.
–No he estudiado nada, profesor –se sinceró Fabiola, mordiéndose los labios, pensando ahora me va a hacer llorar delante de todo el mundo.
–Bueno, bueno, repasemos un poco –dijo el profesor, con una sonrisa condescendiente–. Mira, Fabiola, tienes que tocar así.
Ella lo miró atentamente. Sus dedos, largos, delgados, de uñas recortadas y bien pulidas, parecían estar danzando Cascanueces sobre los agujeros de la flauta dulce. Tocaba sin saltarse un compás, marcando los tiempos exactos de las figuras de duración. Fabiola seguía la melodía en la partitura: sii, do, re, re, do, si. Así jamás voy a poder tocar, pensó. Ni aunque practique todas las horas del día y todos los días de la semana y todas las semanas del mes y todos los meses del año y todos los años de mi vida. Yo no he nacido para ser flautista. A mí me gusta dibujar, pintar.
–Así jamás voy a poder tocar, profesor Harold, ni aunque practique veinte horas al día –dijo ella.
–No es tan difícil, Fabiola. Todo es cuestión de practicar aunque sea diez minutos diarios. Esta canción se toca casi toda con la mano izquierda. En esta re es la única vez que se utiliza la mano derecha, ¿ves?
–Ay, profe, soy una burra para la música.
–Eso se nota.
Risas.
–¿Te acuerdas que cuando empezamos no sabías casi nada?
–La partitura era chino para mí.
–¿Ves? Poco a poco vas a llegar lejos.
–Y algún día voy a tocar en la Orquesta Sinfónica de Boston, ¿verdad?
–Claro, nada es imposible en la vida.
Risas.
–A ver, ahora lo hacemos juntos. Dedos de la mano izquierda en los tres primeros hoyos.
–¿Así, profe?
–Sí, Fabiola. Así.
Sii, do, re, re, do, si, la. Los dedos de Fabiola se perdían buscando los agujeros de la flauta dulce. Sol, sol, la, si, sii, laa, sii. Si me sigo equivocando, me pone cinco. Do, re, re, do, si, la. Está fácil, Sol, sol, la, si, laa, sool. Ahora el coro: laa, si, sol, la, si–do. Un poco más rápido en las corcheas. Repetimos de nuevo: si–do, si, sol, la, si–do, si, la, sol, la, ree. Tapa bien los agujeros para que el sonido salga nítido. ¿Así, profe? Ajá. Al fin el último pentagrama: sii, do, re, re, do, si, la, sol, sol, la, si, laa, sool. Se repite de nuevo.
–Ahora tú sola.
Fabiola empezó a tocar: Escucha, hermano, la canción de la alegría. Sus dedos se movían con agilidad sobre la flauta dulce. El canto eterno del que espera un nuevo día. Estaba facilito. Ven, canta, sueña cantando, vive soñando el nuevo sol. Por gusto se había preocupado tanto. En que los hombres volverán a ser hermanos. Terminó el primer pentagrama, después el segundo, y luego el tercero y por fin el último. Qué fácil. Si me pone once, lo mato al profe Dragón, pensó.
–¡Veinte! –le dijo el profesor Harold–. ¡Felicitaciones por ser la mejor del curso, alumna Fabiola!
Todo el salón la aplaudió.
Fabiola regresó contenta a su asiento.
–¿Vamos al baño, Fabi? –le dijo Mily–. De los nervios me han dado ganas de hacer pis.
–Después –dijo Fabiola–. Mejor estudia si no quieres que Dragón te desapruebe.
–Igualito estoy frita –dijo Mily, casi resignada a su suerte–. En cinco minutos no aprenderé nada.
–Aunque sea para no pasar roche –dijo Fabiola, estudiando con más ahínco.
9:28: La campana anunció el cambio de hora. Pero si faltaban dos minutos todavía para las nueve y media, ¿por qué adelantan la hora? El salón era un hervidero de notas desafinadas igual que zumbidos de abejas locas. ¡Era el día del examen final! Ojalá que Dragón haya faltado, rogó Fabiola, que lo haya atropellado una combi asesina.
9:30: El profesor Harold entró al salón. Puntual como un reloj suizo. Buenos días, señoritas. Todas se pusieron de pie. Buenos días, profesor. ¿Qué tal fin de semana, señoritas? Bien, profesor, ¿y usted? Bien también. ¿Salió a pasear con su enamorada? Ya quisiera, chicas, pero todavía no nos reconciliamos. Wao, ahora sí que nos fregamos, pensó Fabiola, Dragón va a querer que suframos como él.
–¿Estudiaron, señoritas?
Silencio. Se podía escuchar el zumbido de una mosca, el rumor del río que pasaba cerca del cole.
–Son las nueve y media –dijo el profesor Harold, mirando su reloj–. A las diez en punto empiezo a llamar. Estudien porque no quiero que ninguna desapruebe el curso.
Mejor hubiera faltado, pensó Fabiola. La siguiente clase presentaría un certificado médico falso, o imitaría la firma de su mamá: profesor Gastelú, mi hijita faltó el lunes porque amaneció con fiebre. Déle una oportunidad, no la jale, por favor. Con Lobito era diferente. Lobito no jalaba a nadie. ¿Por qué se habría ido Lobito? Entraba Lobito y el salón estaba medio vacío, unas se iban al quiosco, otras a la fotocopiadora o al baño y ya no regresaban, y no pasaba nada, mejor para Lobito si no había muchas alumnas en el aula. Con Lobito no había examen. Todas las clases eran puro dibujo nomás: bodegones, paisajes, la figura humana, manga. No sé dibujar, profe Lobito. No importa, Fabiola, yo te lo dibujo. Cero problemas. En cambio, con Dragón…
–Hay que decirle que postergue el examen para la otra semana –susurró Pierina.
–¿Y quién le dice? –preguntó Nataly–. ¿Quién se arriesga?
–Dile tú, Fabi –sugirió Angie.
–¿Para que me jale? –dijo Fabiola–. Naca la pirinaca.
–Una muestra de cómo se toca, profesor Harold –pidió Vilma, la más chancona del salón–. Para hacerlo igual.
El profesor Harold sacó su flauta y tocó El himno a la alegría. Viéndolo, parecía tan fácil. Pero para Fabiola la partitura parecía estar escrita en chino, en jeroglífico; parecía un quipu: puras bolitas blancas y negras nomás. Solo recordaba que la primera línea se llamaba mi y el primer espacio fa, que la flauta se cogía con la mano izquierda con cuyos dedos se tapaban los tres primeros hoyos.
A su lado, Angie practicaba con ganas. Quiso taparse los oídos. Tocaba horrible, parecía el graznido de un cuervo. Seguro que iba a desaprobar.
9:40: Todavía faltaban ochenta minutos para que la clase terminara. El profesor Harold estaba feliz leyendo su Perú.21 mientras ella se torturaba queriendo aprender lo que no había aprendido en una semana. ¿Qué hacer, Dios mío? ¿Qué? Fabiola se puso a rezar.
9:50: Faltaban diez minutos para el examen. Se imaginó el momento en que el profesor la llamaría: Fabiola. Presente, profesor. Adelante, señorita. ¿Estudió? No, profesor Harold, no pude. Cero cinco por irresponsable. Tendría que inventar una buena excusa para que Dragón se compadeciera de ella y postergara su examen para la siguiente clase. ¿Si le decía que su mamá había estado enferma? Tuve que cocinar y no me quedó tiempo para practicar la flauta. ¿No tuvo ni cinco minutos al día, alumna? No, profesor Harold. Cociné, planché, lavé, trapeé toda la casa. Mire mis manos…
9:55: Faltaban cinco minutitos para el examen. ¿Quién sería la primera? El profesor siempre llamaba en desorden. Si le tocaba a ella, sus amigas se iban a reír. Se iba a morir de la vergüenza. Hasta de repente se hacía pis del roche.
–¿Me da permiso para ir a los servicios, profesor?
El profesor Harold miró su reloj.
–Ya voy a empezar a llamar, señorita –dijo, con indiferencia.
–Es una emergencia, profesor. Por favor –suplicó.
–Bueno, ve, pero se apura, señorita.
–Voy volando, profesor.
¡Si tuviera alas se iría volando del colegio! Cómo odiaba las clases de flauta dulce. ¿Por qué tuvo que irse Lobito? Justo en quinto año. Con Lobito se sacaba mínimo dieciocho, veinte. No hice mi paisaje, profe. No importa, me lo presenta la siguiente clase. Si tuviera alas se echaría a volar lo más lejos posible del colegio. Si tuviera alas, nunca más volvería.
9:58: Hizo tiempo en el quiosco, se compró un chupetín. Sabía amargo. Lo botó. ¿Y si se escapaba? Podía hacer tiempo en el río hasta la salida. Pero no, mejor no, sería peor. El NSP (No Se Presentó) del profesor Harold equivalía a la nota mínima, o sea, cero cinco. Ella nunca había salido jalada en arte, ¿este año sería la excepción? De repente. ¿Si pedía permiso diciendo que se sentía mal? Tengo mis dolores premenstruales, profe Harold. De repente la mandaban a la posta y llamaban a su mamá. Su mamá se iba a molestar si se enteraba que no había estudiado. Cómo vas a salir jalada en arte, diría. Es música, mamá. ¿Y? ¿Acaso no es fácil soplar la flauta dulce, hija? Ni que fuera cosa de otro mundo. Prueba, mamá.
9:59: ¡Si el tiempo pasara veloz! ¡Si fuera la salida ya!
10:00: Regresó al aula. No le quedaba otra.
Las chicas seguían soplando sus flautas. Dragón seguía enterándose de las últimas noticias. ¿No se volvía loco con tanta bulla?
–El profe nos ha dado cinco minutitos más –le susurró Mily–. No quiere que se jale nadie.
Cinco minutos más de tortura, de padecimiento. ¿Cuándo se terminaría la pesadilla? A Dragón le gustaba verlas sufrir. Siguió practicando. Era inútil, la iban a jalar de todas maneras.
10:05: El profesor Harold miró su reloj.
–Angie –llamó.
Pobre Angie, tuvo que tocar una y otra vez para que el profesor le pusiera un once. ¡Un miserable once! Un poquito más y la jalaba.
–El examen está fácil –dijo el profesor–. La que se jala, es por floja.
Y todavía se daba el lujo de insultarlas, de maltratarlas psicológicamente, de bajarles la autoestima a dos metros bajo tierra. ¿Con qué ganas iba a estudiar una, ah? ¿Si hacían una huelga estudiantil reclamando el regreso de Lobito? Las clases de flauta son aburridas, señor ministro de educación. Arte es dibujar, pintar. Arte es relajarse, distraerse. Con Lobito salían al jardín y pintaban los cerros del frente lleno de árboles, la hidroeléctrica de Moyopampa. Salían a pintar el río, el puentecito, la subidita. Con Lobito se pintaban las caras con témpera y él no les decía nada. A ver, ponte a jugar en las clases de música para que te boten del salón.
Yeca lloró porque el profesor le dijo ¿qué estuvo haciendo toda la semana para no estudiar? Segurito que no lavó ni sus calzones sucios, ¿no? Cero cinco por inútil. Si no quieren estudiar, ¿para qué vienen al colegio?, les preguntó, amargo. Mejor quédense en sus casas cocinando, planchando, lavando, ayudando a su mamá, aprendiendo a atender un hogar para que cuando se casen sus maridos no las bote por inútiles. Hay que estar atentas en clase, señoritas, no pensando en otras flautas.
Nadie dijo nada. Todas parecían mudas. ¿Si lo denunciaban al Ministerio de Educación? El profesor Harold nos humilla en todas las clases, señor ministro de educación. ¿Dónde están los valores, las normas de convivencia? ¿Por qué no botan a ese profesor chinchoso y traen de regreso al bueno de Lobito? Las caperucitas lo extrañamos, señor ministro de educación.
El profesor Harold recorrió el salón con la mirada. ¿A quién llamaría ahora? ¿Quién sería su próxima víctima? ¿Ella? No. Qué suerte. Llamó a Pierina. Lo hizo regular, aunque las manos le temblaban y se comió un par de compases. Parece que algunas no han tomado desayuno, dijo Dragón. Solito se hacía odiar. Con Lobito era diferente. A Lobito todas la querían porque era bien bueno. Tú le dabas una gaseosa y te ponía doce. Si a la gaseosa le añadías un paquete de galletas saladitas te sacabas quince. Pero al profe Harold no se le podía coimear. Yo no me vendo por un sol, decía, menos por una sonrisita, jijiji, jajajaja. ¿Cuánto valdría un once con el profesor? Ella se conformaría con un once. Un once nomás quiero, profe. Nada le iba a regalar por el Día del Maestro.
De Raquel todo el mundo se rió porque tocó cualquier cosa menos El himno a la alegría. Esa canción debería de llamarse El himno a la tristeza. ¿Qué de alegre tenía? Era una pesadilla. Parecía el soundtrack de Freddy Kruger, de Chucky.
10:30: Todavía faltaba media hora para el recreo. Cómo no pasaba otro terremoto y el techo se caía sobre el profesor Harold. Con gusto harían una colecta para su cajón. Le comprarían una lápida bien bonita donde pondrían Aquí yace en paz el odioso profesor de flauta dulce que se pasó la vida torturando a las caperucitas del Josefa Carrillo. Con odio, sus alumnas que no lo extrañamos. Ojalá que se esté quemando rico en el infierno soplando su flauta.
Las chicas seguían yendo al paredón. El profesor parece que se había olvidado de ella. O quizá su apellido no estaba en su lista. O lo hacía a propósito. Que Fabiola sufra por burra, pensaría, con una sonrisa malévola. Ya faltaban poquitas y no la llamaban. ¿Está Fabiola en su lista, profe Harold? Uy, no la tengo anotada. Adelante, señorita. Mejor me quedo callada, pensó Fabiola. Varias habían llorado cuando el profesor las amenazó con mandarlas a recuperación. Ella no lloraría. Claro que no.
–A ver, ¿quién es la siguiente en rebuznar? –el profesor recorrió el salón con la mirada.
10:45: Faltaban quince minutitos para el recreo. ¡Si la auxiliar tocara la campana de una buena vez!
Escuchó su nombre y casi se desmaya. El corazón empezó a latirle de prisa: tictac, tictac, tictactictac. Empezó a temblar, a transpirar como nunca. Quiso levantarse, pero no pudo, parece que estaba pegada al asiento. ¿Qué le diré? ¿Que soy una inútil para la música? ¿Qué puedo hacer para aprobar su curso, profesor? Estoy dispuesta a todo…
–Adelante, señorita. Su examen final.
El camino hacia el escritorio del profesor le pareció lleno de espinas. Así debió de haberse sentido Cristo mientras iba hacia el Gólgota con su cruz sobre los hombros.
–¿Estudió, señorita?
–Un poco nomás, profesor.
El flautista hizo una mueca como diciendo otra burra más. A Fabiola las orejas le empezaron a arder.
–He tenido un montón de tareas esta semana, profesor. Estamos en exámenes finales y…
–Siempre hay tiempo para todo si uno se organiza bien, señorita.
–Mi mamá estuvo enferma. Y como yo soy la hermana mayor, tuve que cocinar para mis cinco hermanitos –exageró Fabiola.
–¿Tantos hermanos tienes? –dijo el profesor, con un gesto de sorpresa–. Ustedes son de la familia de Bugs Bunny –añadió con una sonrisa.
Esa era una buena señal porque el profesor casi nunca sonreía, parecía una esfinge.
–A ver, Fabiola, te escucho –dijo.
–No he estudiado nada, profesor –se sinceró Fabiola, mordiéndose los labios, pensando ahora me va a hacer llorar delante de todo el mundo.
–Bueno, bueno, repasemos un poco –dijo el profesor, con una sonrisa condescendiente–. Mira, Fabiola, tienes que tocar así.
Ella lo miró atentamente. Sus dedos, largos, delgados, de uñas recortadas y bien pulidas, parecían estar danzando Cascanueces sobre los agujeros de la flauta dulce. Tocaba sin saltarse un compás, marcando los tiempos exactos de las figuras de duración. Fabiola seguía la melodía en la partitura: sii, do, re, re, do, si. Así jamás voy a poder tocar, pensó. Ni aunque practique todas las horas del día y todos los días de la semana y todas las semanas del mes y todos los meses del año y todos los años de mi vida. Yo no he nacido para ser flautista. A mí me gusta dibujar, pintar.
–Así jamás voy a poder tocar, profesor Harold, ni aunque practique veinte horas al día –dijo ella.
–No es tan difícil, Fabiola. Todo es cuestión de practicar aunque sea diez minutos diarios. Esta canción se toca casi toda con la mano izquierda. En esta re es la única vez que se utiliza la mano derecha, ¿ves?
–Ay, profe, soy una burra para la música.
–Eso se nota.
Risas.
–¿Te acuerdas que cuando empezamos no sabías casi nada?
–La partitura era chino para mí.
–¿Ves? Poco a poco vas a llegar lejos.
–Y algún día voy a tocar en la Orquesta Sinfónica de Boston, ¿verdad?
–Claro, nada es imposible en la vida.
Risas.
–A ver, ahora lo hacemos juntos. Dedos de la mano izquierda en los tres primeros hoyos.
–¿Así, profe?
–Sí, Fabiola. Así.
Sii, do, re, re, do, si, la. Los dedos de Fabiola se perdían buscando los agujeros de la flauta dulce. Sol, sol, la, si, sii, laa, sii. Si me sigo equivocando, me pone cinco. Do, re, re, do, si, la. Está fácil, Sol, sol, la, si, laa, sool. Ahora el coro: laa, si, sol, la, si–do. Un poco más rápido en las corcheas. Repetimos de nuevo: si–do, si, sol, la, si–do, si, la, sol, la, ree. Tapa bien los agujeros para que el sonido salga nítido. ¿Así, profe? Ajá. Al fin el último pentagrama: sii, do, re, re, do, si, la, sol, sol, la, si, laa, sool. Se repite de nuevo.
–Ahora tú sola.
Fabiola empezó a tocar: Escucha, hermano, la canción de la alegría. Sus dedos se movían con agilidad sobre la flauta dulce. El canto eterno del que espera un nuevo día. Estaba facilito. Ven, canta, sueña cantando, vive soñando el nuevo sol. Por gusto se había preocupado tanto. En que los hombres volverán a ser hermanos. Terminó el primer pentagrama, después el segundo, y luego el tercero y por fin el último. Qué fácil. Si me pone once, lo mato al profe Dragón, pensó.
–¡Veinte! –le dijo el profesor Harold–. ¡Felicitaciones por ser la mejor del curso, alumna Fabiola!
Todo el salón la aplaudió.
Fabiola regresó contenta a su asiento.
___
***Foto bajada de Facebook
que buen relato, me hicistes volver a esas emociones de las pruebas, y ademas me encanto el final, el terror convertido en placer.
ResponderEliminarexelente, un beso.