–¿Fumas, Agustín? –Susy te ofreció su cigarrillo después de darle una larga pitada.
Empezaba a llover en La Realidad. Jason daba largos trancos en pos de su víctima. La asustado chica avanzaba por la desierta calle volviendo el rostro a cada instante como presintiendo que algo siniestro la acechaba.
–No, tía, gracias.
No, tía, gracias; mocoso estúpido, bien que quisieras darle una pitada a mi tronchito. Cómo se te hace agua la boca.
–Por mí no te hagas rollos –dijo Susy, aspirando profundamente como para tentarte. Jason movía la cabeza como si fuera un radar. Botó el humo por boca y nariz. ¿Estaría tratando de localizar los asustados latidos de la pobre muchacha escondida detrás de unos contenedores? Las volutas se elevaron hacia el cielo raso perdiéndose en la semipenumbra. Susy insistió–: toma, Agustín, es solo un cigarrito.
–No, tía. Gracias.
No, tía, gracias. Chiquillo idiota.
–Toma, prueba, no seas tonto, sobrinito. Yo no soy como la anticuada de tu madre que te anda prohibiendo todas las cosas buenas que te ofrece la vida.
De reojo viste que cruzó y descruzó las piernas. Las luces de la pantalla se reflejaban en sus blancas y lisas rodillas como en una fuente de agua.
–Aquí tienes la más amplia libertad para hacer todo lo que se te apetezca, sobrinito. Puedes echarte tus tragos si tienes sed, fumar tus tronchitos, tirarte un polvito con tus amiguitas aunque sea en tu imaginación.
Te pusiste colorado. Qué cosas eran esas que decía tía Susy. La lluvia empezó a caer con fuerza, Jason husmeaba el aire tratando de localizar a la asustada muchacha, los perros daban alaridos como si se sintieran amenazados por el psicópata enmascarado. Tu tía se alisó la faldita celeste.
–¿Es cierto que tu pobre madre te encontró autosatisfaciéndote, sobrinito?
De un certero machetazo Jason le cortó limpiamente la cabeza a la pobre chica que ni siquiera llegó a decir esta boca es mía. La pantalla y tu rostro se tiñeron de rojo. Sentiste que te morías de vergüenza.
Agustín tenía los ojos fijos en el televisor.
–Te hice una pregunta, sobrinito –Susy bajó el volumen al mínimo, puso el control sobre sus piernas, ahora se escuchaba la caída de la lluvia en toda su intensidad, el toc toc que producían las gruesas gotas al golpear los ventanales impelidos por el viento nocturno. A ver, quítame el control si puedes, sobrinito, parecía decirte–. Vaya, este chiquillo, aparte de pajerín, es mudito, ¿no?
Querías desaparecer del mapa, querías que la tierra se abriera y te tragara. Cómo te ardía el rostro, sentías que tus orejas se derretían como la cera y Susy estaba allí, mirándote, escudriñándote.
–¿Acaso estás esperando que te torture para que me respondas, ah, sobrinito?
–Tía…
–Recuerda que hemos quedado en que no habrá secretos entre nosotros dos, Agustín, ¿o acaso no confías en mí como yo confío en ti, sobrinito, ah?
–Pero, tía…
–¿Acaso yo no te cuento hasta mis cosas más íntimas, ah? Además, no tiene nada de malo autosatisfacerse de vez en cuando, sobrinito. Aunque no me creas, muchas veces yo también lo hago.
¿Sería cierto lo que Susy decía? ¿También jugaba con el Secreto que tenía allá abajo? Mamá decía que jugar con eso era sucio, pecado, cochino, que Diosito castigaba, que te salían pelos en las manos como si fueras mono, que el único que se sentía feliz con esos juegos prohibidos era el diablo que te esperaba con los brazos abiertos para que te achicharraras en el infierno por lujurioso. Pero qué rico se sentía jugar con eso, era mucho más divertido que estar en internet chateando con los amigos o jugando fútbol. Afuera parecía que se había desatado el diluvio universal, rayos, truenos y relámpagos rompían la calma en La Realidad, los perros gemían lastimeramente como pidiendo que les abrieran las puertas del arca de Noé. En la película también llovía torrencialmente pero Jason cruzaba los charcos y lodazales como si nada con sus botas todo terreno.
–Además, tú estás en una etapa en la cual todas tus hormonas están en plena ebullición, corriendo en fórmula uno, ¿no es así, sobrinito?
Agustín, sin quitar los ojos de la pantalla, hizo un gesto de afirmación.
–Pobre hermana mía. ¿Es cierto que casi le da un infarto?
–Exagera, tía.
Susy te miró las manos, ¿se estaría preguntando con cuál te la estuviste manipulando? ¿Con cuál mano te tocas, Agustín, con la derecha, con la izquierda? ¿O con las dos?
–Qué tonta tu mamá: en lugar de alegrarse porque su hijito ya es todo un hombrecito, ¡y qué hombrecito!, arma un escándalo por gusto. Si tú fueras hijo mío, te habría llevado al Open para que debutes de una buena vez y dejes de estar manchando las sábanas y gastándote las manos, Agustín.
–Tía…
–Si te encontraba fornicando, se moría la pobre.
–Tía…
–Caracho: tía tía. ¿No sabes decir otra cosa, ah? Pareces un disco rayado: tía tía. ¿En quién estabas pensando?
–¿Cuándo, tía?
–Cuando estabas jugando con tu chupetín, pues, sino cuándo. No te hagas el sonso conmigo, sobrinito.
–No me acuerdo, tía.
–Qué malo eres, Agustín. Cualquiera dice en ti, tía Susy, estuve pensando en ti porque tú eres más bonita que la Maju Mantilla y la Marina Mora juntas.
–Ay, tía.
–Ay, tía –remedó Susy, cruzando y descruzando las piernas.
Jason tenía acorralada a su siguiente víctima. La torrencial lluvia seguía cayendo sobre La Realidad. Otro rayo cayó por los cerros. Los perros aullaron asustados, parecían lobos en luna llena.
–¿En quién estuviste pensando, Agustín?
–En nadie, tía.
–¿Nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustín? –dijo ella, con la voz lastimera–. Porque tu tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito.
¿Sería cierto eso? ¿Susy diría Agustín Agustín con esa dulce vocecita mientras jugaba con su cucarachita, mientras le movía la patita hasta hacer que se pusiera dura, rígida, ah? ¿Susy sería capaz?
Jason empezó a blandir su machete en el aire. De pronto, Susy empezó a chillar como si el enmascarado la estuviera amenazando.
–¿Qué pasa, tía? No te asustes por gusto, es solo una película.
–¡Ay, mi pie! ¡Mi piecito!
–¿Has pisado un clavo, tía?
–¡Calambre, sonso! ¡Ay, mi piecito!
–Yo pensé que Jason te había cortado mal la cabeza.
–Ya quisieras, pajerín, para librarte de mí, ¿no? Sóbame el pie, porfa.
Sobarle el pie. Acariciarle el pie, la piel.
Te pusiste de rodillas frente a ella y tomaste entre tus manos ese pie chiquito, ¿calzaría 36? Parecía el piecito de Cenicienta. Era suavecito como la gamuza. Le sobaste el empeine, la planta, no me hagas reír que me voy a hacer pis en mi calzón, sobrinito, los deditos, el dedo gordo, el tobillo. Sentías los movimientos rítmicos, precisos, de esas ¿expertas? manos que te empezaban a llenar de calor. Qué rico era ese calorcito que empezaba a subir por tu sangre poquito a poco como por los escalones de una pirámide azteca.
–Más arribita también, sobrinito, porfa –le pediste sintiendo cómo sus manos empezaban a trepar por tus largas piernas.
Era la primera vez en tus trece años que agarrabas una pierna de mujer, antes solamente en tus fantasías, en tus sueños, en esas noches de insomnio pensando en que te iban a salir pelos en las manos como decía tu mamá y te ibas a ir al infierno a achicharrarte. Susy era velluda como la mona de Tarzán, nunca se depilaba, ¿o le salía tanto pelo por jugar mucho con su cucarachita? En las axilas también tenía un mata de pelos, a ti te gustaba mirárselos e imaginar que allá abajo, en el Territorio Prohibido, también había una selva de pelos cubriendo la entrada al Santuario.
Agustín tenía las manos suavecitas y calientes, los dedos largos y fuertes. Se sentía clarito cómo ese calorcito empezaba a entrar en tu Zona Sagrada. Era un gustito único, rico, desconocido, nuevo, maravilloso, deslumbrante. El calorcito ya estaba dentro de tus entrañas, en tu sangre, en tus fluidos, había atravesado tu piel hasta llegar a tus huesos, a tu alma. Ah, qué rico se sentía. Era mucho mejor que hacerlo solita, que imaginar que tus manos eran unas manos fuertes de hombre.
–Arribita de la rodilla también, Agustincito, por favorcito.
Enrolló su faldita y tus manos empezaron a subir temerosos, dubitativos; los que no tenían temor eran tus ojos que escudriñaban más allá del límite de la faldita tratando de descubrir lo que había entre los pliegues y la penumbra en que te tenía condenado la poca luz que emanaba de la pantalla del televisor. Allí estaría el Bosque No Explorado Aún. Si entrabas allí, era más que seguro que te perderías entre el follaje, la maraña de lianas, de troncos caídos y hojas que estarían pudriéndose formando un pantano que tragaría, devoraría, succionaría todo lo que cayese en él. ¿Allí también llovería como en La Realidad? Seguro que sí.
Susy estaba con los ojos cerrados sintiendo cómo esas manos se desplazaban por su muslo a un par de centímetros del centro de su humanidad, de su universo. Dentro de ella había una caldera hirviendo su sangre, abrasando sus entrañas, quemándole, evaporando sus fluidos.
¿Qué era ese aroma que parecía brotar de la tierra mojada? Era un aroma desconocido para ti, una mezcla dulzona, ácida, salina, como de troncos podridos por el mar, como si un inmenso pez hubiese abierto sus fauces y te arrojase su aliento en el rostro. ¿Sería cierto que Susy también pensaba en ti al tocárselo? Agustín Agustín. Ah, si tuvieses la llave que abría esa Puerta Prohibida…
–La otra pierna también, Agustincito, porfa.
–¿También te ha dado calambre ahí, tía?
–Por si acaso nomás, sobrinito, porque más vale prevenir que lamentar, ¿no crees?
–Tienes razón, tía.
–Y tú tienes unas manos bien suavecitas, sobrinito –te acarició los cabellos.
Qué ganas de agarrarle la cabeza y hundirlo dentro de ti, en tu Pozo Infinito donde hervían tus ansias, tus ganas, tus deseos contenidos, tu curiosidad. Tu Estalactita estaba a punto de derretirse. ¿Así habría estado el Michael Douglas frente a la Sharon Stone en Bajos instintos, ah? Pero parece que la Sharon estaba sin calzón. Cómo no se te ocurrió temprano lo del calambre, lo habrías planificado con más cuidado, pero te estaba saliendo mejor de lo que habías pensado.
¿Tanto le duraba el calambre a tu tía? Las rodillas ya te dolían. Ese aroma tan raro era cada vez más fuerte, sentías que te estabas mareando, emborrachando, hundiendo en un pozo lleno de flores. Susy seguía con los ojos cerrados.
–Un poquitín más arriba, sobrinito, si no es mucho pedir.
Sus manos seguían escalando tus muslos como por una montaña escarpada. Eso es, así, así, sobrinito, ábrete paso por entre el follaje, pídele ayuda a Jason, ese tipo tiene buenos brazos y maneja bien el machete. Así, así, qué rico.
Ese raro aroma estaba en toda la habitación, si no abrían las ventanas, te ibas a ahogar, ¿Susy no lo sentiría? De repente sí, porque parecía que respiraba con dificultad, no se fuera a ahogar también, ¿abro las ventanas, tía? ¿Quieres que entre la lluvia, ah? Así, así, sobrinito. Qué rico se sentía. Tu vientre estaba en el punto más alto de ebullición, en cualquier momento iba a explotar como una bomba atómica. Las manos de Susy se posaron crispadas como garras sobre tu cabeza. Contuviste las ganas de hundir esa cabeza en tus entrañas. Aaaaah, tu vientre explotó expulsando un torrente de miel, de néctar. Las manos de Agustín debían estar pegajosas.
–Aah, listo, sobrinito, qué relajada me siento. Ahora sí estoy como nueva –le acariciaste los cabellos–. Mil gracias, Agustincito, eres un amor.
–De nada, tía.
–¿Nos vamos a dormir, sobrinito? Jason ya aburre.
Apagaron el televisor, aseguraron puertas y ventanas y se dirigieron a sus habitaciones.
–Hasta mañana, sobrinito –Susy se puso de puntillas y estampó un sonoro beso cerquita de tus labios–. Que sueñes con los angelitos, Agustincito.
–Tú también, tía, hasta mañana.
–Y no te la vayas a tocar esta noche pensando en mis patas flacas porque Jason te puede cortar la cabeza –dijo Susy, riendo, antes de cerrar su puerta.
Un buen rato después, tocaron la puerta de tu cuarto.
–¿Duermes, sobrinito? –Susy asomó la cabeza.
Agustín estaba en su cama, hizo un rápido movimiento y sacó su mano de debajo de la colcha. ¿Se lo habría estado manipulando?
–Todavía, tía.
–¿Se puede?
–Claro, tía, pasa, pasa.
Susy cruzó la habitación. Llevaba una bata rosada, transparente, debajo solo un calzoncito cubriendo el Lugar Prohibido.
–Esta lluvia no me deja dormir –dijo, sentándose al filo de la cama. Allí estaban otra vez sus piernas, poderosas, largas, velludas–. Tengo miedo que Jason venga a buscarme.
Te reíste.
–Es solo una película, tía.
–Pero a mí me da miedo –sus senos, esas dos perfectas peras de oscuros pezones, se movían al ritmo de su respiración–. ¿Puedo echarme un ratito aquí hasta que me venga el sueño, sobrinito?
–Claro, tía, échate nomás.
Levantaste la colcha. Agustín estaba en calzoncillos, tenía un bulto debajo de la prenda. Te deslizaste a su lado.
–No estorbo, ¿no?
–Claro que no, tía, cómo crees –sentiste al lado tuyo ese cuerpo tibio lleno de curvas y sinuosidades. Era la primera vez que tenías una mujer echada a tu lado, tan cerquita de ti. El aroma dulzón y marino, tenue esta vez, entró por tus fosas nasales.
–¿Qué lees, ah? –su aliento te quemó el rostro.
–Esta enciclopedia de arte.
–A ver. ¿Se puede mirar?
–Claro que se puede, tía.
Pusiste el grueso libro sobre el vientre de Susy. Sus senos se marcaron, la punta de sus pezones parecían querer atravesar la bata. ¿Los tendría suavecitos como sus piernas? ¿Se pueden tocar, tía?
–Mira cuánto realismo hay en estas esculturas, Agustín. Hasta parece que fueran de carne y hueso.
–Los griegos fueron grandes escultores, tía.
–Eso es lo que estoy viendo. Mira cuánta perfección. Mira su ombliguito, mira su pancita; están mejores que yo, ¿no, sobrinito?
–Tú eres bonita, tía.
–Pero estoy media chorreada, ¿no crees?
–Claro que no, tía, tienes una bonita figura.
–Lo dices nomás por halagarme, Agustín. Mira, toca –agarró tu mano y la puso sobre su vientre, entre su ombligo y su pubis. Allí la piel era suavecita como la seda–. ¿Ves que tengo la panza como una bolsa de agua, ah?
–Está durita, tía –Agustín cogió un pliegue de carne–. Y firme.
–Solo lo dices para no quedar mal conmigo, Agustín. La verdad es que estoy peor que la Alicia Machado.
–¿Quieres que te diga vieja y choclona, tía?
–Ay, sobrinito, tampoco tampoco. Apenas tengo veinte abriles.
–Por eso, tía. Cuando tengas cien años recién te desmondongarás.
–¿Aquí también está durito? –movió tu mano y lo puso al filo de su monte de Venus.
–Claro, tía –un poquito más y le tocabas el calzoncito.
¿Por qué no avanzas un poquito más, sobrinito? No te voy a decir nada, tú continúa nomás, ¿por qué tienes miedo si no es territorio minado?
–Tú si tienes la barriga bien durita, sobrinito –pusiste una mano sobre su ombligo. Agustín también era velludo–. Bien podrías haber sido un dios griego. Baco, Apolo, o Zeus, mínimo.
–Exageras, tía.
–En serio, Agustín. Tú sí eres perfecto, y peludo –enredó su índice en tus vellos.
–Pero no soy un dios griego, tía.
–Para mí lo eres, sobrinito –te acarició la barbilla, su cálido aliento te abrasó el rostro, su voz parecía el ronroneo de una gata en celo, y ese aroma que parecía brotar del fondo de la tierra te invitaba a dormir, a cerrar los ojos, a hundirte en las profundidades del sueño.
Agustín se quedó dormido. Afuera la lluvia había cesado, por fin. Los perros ya no aullaban, estarían en su casita, juntitos, dándose calor, sin temerle a nada, ni a la penumbra, ni a ese silencio que daba miedo. Agustín estaba profundamente dormido. Despierta, Agustín, Jason ha venido a buscarnos. Lo sacudiste y nada, no despertaba, estaba seco como un tronco. No le importaba que Jason viniera por ti, por lo visto. Dormía como un angelito, ajeno a tus súplicas, a tus necesidades, a tus ganas, a tus deseos. Era lindo, tenía un perfil perfecto. Recordaste sus manos, ahora inertes, friccionando, sobando, masajeando tus piernas. Tu Estalactita estaba dura de nuevo. Agustín, vamos, despierta. Nada. Pusiste tu mano derecha sobre su pubis, la izquierda la tenías ocupada en ti. Le empezaste a acariciar el pubis, el hoyito del ombligo. ¿Y si se despertaba? ¿Qué haces, tía Susy? Nada, nada, sobrinito, vi una pulguita y la estaba buscando para matarla, no te asustes por gusto. Eres una viciosa, tía Susy. Eso no se hace, te van a salir vellos en las manos, se te van a morir las neuronas y te vas a volver loca, Diosito te va a castigar y te va a condenar al fuego eterno. Viciosa. Cochina. Sucia. No me digas eso, Agustín. Tuve curiosidad nomás. Es que nunca he visto una, nunca he tenido una en las manos, entre las piernas, tu mamá si es una viciosa. ¿Es cierto que casi se desmaya? ¿De dónde sacaste esa revista de calatas? ¿Por qué nunca piensas en mí, ah? Yo siempre pienso en ti, Agustín. Tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito. Por eso te traje aquí, para que te distraigas, para que te olvides de todas esas cochinas que salen en las revistas de calatas y solo pienses en mí, en tu tiíta Susy. Separaste tus labios mayores y empezaste a friccionar tu Estalactita mientras tu otra mano reptaba como una serpiente y se metía debajo del calzoncillo y llegaba al Objeto Anhelado. ¡Agustín, despierta! Nada, estaba bien dormido. Se lo tocaste. Primera vez que tocabas uno. Parecía un gusano gigante, todo flácido. Lo cobijaste en la palma de tu mano y lo empezaste a manipular, primero lentamente, luego con mayor rapidez hasta hacer que se pusiera dura. Era grandaza, caliente, nervuda, llena de vellos. Te echaste saliva en las manos y proseguiste tu afán, una mano debajo de ti, la otra en ese objeto que se ponía cada vez más duro y caliente. Extrañaste sus manos acariciándote las piernas, haciéndote imaginar tantas cosas. ¿En serio que nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustincito? Cómo tu tiíta Susy siempre piensa en ti. Mira cómo te ayuda, cómo te lo acaricia, cómo te lo besa, cómo se lo mete en la boca y se traga toda tu miel, todo tu néctar.
Empezaba a llover en La Realidad. Jason daba largos trancos en pos de su víctima. La asustado chica avanzaba por la desierta calle volviendo el rostro a cada instante como presintiendo que algo siniestro la acechaba.
–No, tía, gracias.
No, tía, gracias; mocoso estúpido, bien que quisieras darle una pitada a mi tronchito. Cómo se te hace agua la boca.
–Por mí no te hagas rollos –dijo Susy, aspirando profundamente como para tentarte. Jason movía la cabeza como si fuera un radar. Botó el humo por boca y nariz. ¿Estaría tratando de localizar los asustados latidos de la pobre muchacha escondida detrás de unos contenedores? Las volutas se elevaron hacia el cielo raso perdiéndose en la semipenumbra. Susy insistió–: toma, Agustín, es solo un cigarrito.
–No, tía. Gracias.
No, tía, gracias. Chiquillo idiota.
–Toma, prueba, no seas tonto, sobrinito. Yo no soy como la anticuada de tu madre que te anda prohibiendo todas las cosas buenas que te ofrece la vida.
De reojo viste que cruzó y descruzó las piernas. Las luces de la pantalla se reflejaban en sus blancas y lisas rodillas como en una fuente de agua.
–Aquí tienes la más amplia libertad para hacer todo lo que se te apetezca, sobrinito. Puedes echarte tus tragos si tienes sed, fumar tus tronchitos, tirarte un polvito con tus amiguitas aunque sea en tu imaginación.
Te pusiste colorado. Qué cosas eran esas que decía tía Susy. La lluvia empezó a caer con fuerza, Jason husmeaba el aire tratando de localizar a la asustada muchacha, los perros daban alaridos como si se sintieran amenazados por el psicópata enmascarado. Tu tía se alisó la faldita celeste.
–¿Es cierto que tu pobre madre te encontró autosatisfaciéndote, sobrinito?
De un certero machetazo Jason le cortó limpiamente la cabeza a la pobre chica que ni siquiera llegó a decir esta boca es mía. La pantalla y tu rostro se tiñeron de rojo. Sentiste que te morías de vergüenza.
Agustín tenía los ojos fijos en el televisor.
–Te hice una pregunta, sobrinito –Susy bajó el volumen al mínimo, puso el control sobre sus piernas, ahora se escuchaba la caída de la lluvia en toda su intensidad, el toc toc que producían las gruesas gotas al golpear los ventanales impelidos por el viento nocturno. A ver, quítame el control si puedes, sobrinito, parecía decirte–. Vaya, este chiquillo, aparte de pajerín, es mudito, ¿no?
Querías desaparecer del mapa, querías que la tierra se abriera y te tragara. Cómo te ardía el rostro, sentías que tus orejas se derretían como la cera y Susy estaba allí, mirándote, escudriñándote.
–¿Acaso estás esperando que te torture para que me respondas, ah, sobrinito?
–Tía…
–Recuerda que hemos quedado en que no habrá secretos entre nosotros dos, Agustín, ¿o acaso no confías en mí como yo confío en ti, sobrinito, ah?
–Pero, tía…
–¿Acaso yo no te cuento hasta mis cosas más íntimas, ah? Además, no tiene nada de malo autosatisfacerse de vez en cuando, sobrinito. Aunque no me creas, muchas veces yo también lo hago.
¿Sería cierto lo que Susy decía? ¿También jugaba con el Secreto que tenía allá abajo? Mamá decía que jugar con eso era sucio, pecado, cochino, que Diosito castigaba, que te salían pelos en las manos como si fueras mono, que el único que se sentía feliz con esos juegos prohibidos era el diablo que te esperaba con los brazos abiertos para que te achicharraras en el infierno por lujurioso. Pero qué rico se sentía jugar con eso, era mucho más divertido que estar en internet chateando con los amigos o jugando fútbol. Afuera parecía que se había desatado el diluvio universal, rayos, truenos y relámpagos rompían la calma en La Realidad, los perros gemían lastimeramente como pidiendo que les abrieran las puertas del arca de Noé. En la película también llovía torrencialmente pero Jason cruzaba los charcos y lodazales como si nada con sus botas todo terreno.
–Además, tú estás en una etapa en la cual todas tus hormonas están en plena ebullición, corriendo en fórmula uno, ¿no es así, sobrinito?
Agustín, sin quitar los ojos de la pantalla, hizo un gesto de afirmación.
–Pobre hermana mía. ¿Es cierto que casi le da un infarto?
–Exagera, tía.
Susy te miró las manos, ¿se estaría preguntando con cuál te la estuviste manipulando? ¿Con cuál mano te tocas, Agustín, con la derecha, con la izquierda? ¿O con las dos?
–Qué tonta tu mamá: en lugar de alegrarse porque su hijito ya es todo un hombrecito, ¡y qué hombrecito!, arma un escándalo por gusto. Si tú fueras hijo mío, te habría llevado al Open para que debutes de una buena vez y dejes de estar manchando las sábanas y gastándote las manos, Agustín.
–Tía…
–Si te encontraba fornicando, se moría la pobre.
–Tía…
–Caracho: tía tía. ¿No sabes decir otra cosa, ah? Pareces un disco rayado: tía tía. ¿En quién estabas pensando?
–¿Cuándo, tía?
–Cuando estabas jugando con tu chupetín, pues, sino cuándo. No te hagas el sonso conmigo, sobrinito.
–No me acuerdo, tía.
–Qué malo eres, Agustín. Cualquiera dice en ti, tía Susy, estuve pensando en ti porque tú eres más bonita que la Maju Mantilla y la Marina Mora juntas.
–Ay, tía.
–Ay, tía –remedó Susy, cruzando y descruzando las piernas.
Jason tenía acorralada a su siguiente víctima. La torrencial lluvia seguía cayendo sobre La Realidad. Otro rayo cayó por los cerros. Los perros aullaron asustados, parecían lobos en luna llena.
–¿En quién estuviste pensando, Agustín?
–En nadie, tía.
–¿Nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustín? –dijo ella, con la voz lastimera–. Porque tu tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito.
¿Sería cierto eso? ¿Susy diría Agustín Agustín con esa dulce vocecita mientras jugaba con su cucarachita, mientras le movía la patita hasta hacer que se pusiera dura, rígida, ah? ¿Susy sería capaz?
Jason empezó a blandir su machete en el aire. De pronto, Susy empezó a chillar como si el enmascarado la estuviera amenazando.
–¿Qué pasa, tía? No te asustes por gusto, es solo una película.
–¡Ay, mi pie! ¡Mi piecito!
–¿Has pisado un clavo, tía?
–¡Calambre, sonso! ¡Ay, mi piecito!
–Yo pensé que Jason te había cortado mal la cabeza.
–Ya quisieras, pajerín, para librarte de mí, ¿no? Sóbame el pie, porfa.
Sobarle el pie. Acariciarle el pie, la piel.
Te pusiste de rodillas frente a ella y tomaste entre tus manos ese pie chiquito, ¿calzaría 36? Parecía el piecito de Cenicienta. Era suavecito como la gamuza. Le sobaste el empeine, la planta, no me hagas reír que me voy a hacer pis en mi calzón, sobrinito, los deditos, el dedo gordo, el tobillo. Sentías los movimientos rítmicos, precisos, de esas ¿expertas? manos que te empezaban a llenar de calor. Qué rico era ese calorcito que empezaba a subir por tu sangre poquito a poco como por los escalones de una pirámide azteca.
–Más arribita también, sobrinito, porfa –le pediste sintiendo cómo sus manos empezaban a trepar por tus largas piernas.
Era la primera vez en tus trece años que agarrabas una pierna de mujer, antes solamente en tus fantasías, en tus sueños, en esas noches de insomnio pensando en que te iban a salir pelos en las manos como decía tu mamá y te ibas a ir al infierno a achicharrarte. Susy era velluda como la mona de Tarzán, nunca se depilaba, ¿o le salía tanto pelo por jugar mucho con su cucarachita? En las axilas también tenía un mata de pelos, a ti te gustaba mirárselos e imaginar que allá abajo, en el Territorio Prohibido, también había una selva de pelos cubriendo la entrada al Santuario.
Agustín tenía las manos suavecitas y calientes, los dedos largos y fuertes. Se sentía clarito cómo ese calorcito empezaba a entrar en tu Zona Sagrada. Era un gustito único, rico, desconocido, nuevo, maravilloso, deslumbrante. El calorcito ya estaba dentro de tus entrañas, en tu sangre, en tus fluidos, había atravesado tu piel hasta llegar a tus huesos, a tu alma. Ah, qué rico se sentía. Era mucho mejor que hacerlo solita, que imaginar que tus manos eran unas manos fuertes de hombre.
–Arribita de la rodilla también, Agustincito, por favorcito.
Enrolló su faldita y tus manos empezaron a subir temerosos, dubitativos; los que no tenían temor eran tus ojos que escudriñaban más allá del límite de la faldita tratando de descubrir lo que había entre los pliegues y la penumbra en que te tenía condenado la poca luz que emanaba de la pantalla del televisor. Allí estaría el Bosque No Explorado Aún. Si entrabas allí, era más que seguro que te perderías entre el follaje, la maraña de lianas, de troncos caídos y hojas que estarían pudriéndose formando un pantano que tragaría, devoraría, succionaría todo lo que cayese en él. ¿Allí también llovería como en La Realidad? Seguro que sí.
Susy estaba con los ojos cerrados sintiendo cómo esas manos se desplazaban por su muslo a un par de centímetros del centro de su humanidad, de su universo. Dentro de ella había una caldera hirviendo su sangre, abrasando sus entrañas, quemándole, evaporando sus fluidos.
¿Qué era ese aroma que parecía brotar de la tierra mojada? Era un aroma desconocido para ti, una mezcla dulzona, ácida, salina, como de troncos podridos por el mar, como si un inmenso pez hubiese abierto sus fauces y te arrojase su aliento en el rostro. ¿Sería cierto que Susy también pensaba en ti al tocárselo? Agustín Agustín. Ah, si tuvieses la llave que abría esa Puerta Prohibida…
–La otra pierna también, Agustincito, porfa.
–¿También te ha dado calambre ahí, tía?
–Por si acaso nomás, sobrinito, porque más vale prevenir que lamentar, ¿no crees?
–Tienes razón, tía.
–Y tú tienes unas manos bien suavecitas, sobrinito –te acarició los cabellos.
Qué ganas de agarrarle la cabeza y hundirlo dentro de ti, en tu Pozo Infinito donde hervían tus ansias, tus ganas, tus deseos contenidos, tu curiosidad. Tu Estalactita estaba a punto de derretirse. ¿Así habría estado el Michael Douglas frente a la Sharon Stone en Bajos instintos, ah? Pero parece que la Sharon estaba sin calzón. Cómo no se te ocurrió temprano lo del calambre, lo habrías planificado con más cuidado, pero te estaba saliendo mejor de lo que habías pensado.
¿Tanto le duraba el calambre a tu tía? Las rodillas ya te dolían. Ese aroma tan raro era cada vez más fuerte, sentías que te estabas mareando, emborrachando, hundiendo en un pozo lleno de flores. Susy seguía con los ojos cerrados.
–Un poquitín más arriba, sobrinito, si no es mucho pedir.
Sus manos seguían escalando tus muslos como por una montaña escarpada. Eso es, así, así, sobrinito, ábrete paso por entre el follaje, pídele ayuda a Jason, ese tipo tiene buenos brazos y maneja bien el machete. Así, así, qué rico.
Ese raro aroma estaba en toda la habitación, si no abrían las ventanas, te ibas a ahogar, ¿Susy no lo sentiría? De repente sí, porque parecía que respiraba con dificultad, no se fuera a ahogar también, ¿abro las ventanas, tía? ¿Quieres que entre la lluvia, ah? Así, así, sobrinito. Qué rico se sentía. Tu vientre estaba en el punto más alto de ebullición, en cualquier momento iba a explotar como una bomba atómica. Las manos de Susy se posaron crispadas como garras sobre tu cabeza. Contuviste las ganas de hundir esa cabeza en tus entrañas. Aaaaah, tu vientre explotó expulsando un torrente de miel, de néctar. Las manos de Agustín debían estar pegajosas.
–Aah, listo, sobrinito, qué relajada me siento. Ahora sí estoy como nueva –le acariciaste los cabellos–. Mil gracias, Agustincito, eres un amor.
–De nada, tía.
–¿Nos vamos a dormir, sobrinito? Jason ya aburre.
Apagaron el televisor, aseguraron puertas y ventanas y se dirigieron a sus habitaciones.
–Hasta mañana, sobrinito –Susy se puso de puntillas y estampó un sonoro beso cerquita de tus labios–. Que sueñes con los angelitos, Agustincito.
–Tú también, tía, hasta mañana.
–Y no te la vayas a tocar esta noche pensando en mis patas flacas porque Jason te puede cortar la cabeza –dijo Susy, riendo, antes de cerrar su puerta.
Un buen rato después, tocaron la puerta de tu cuarto.
–¿Duermes, sobrinito? –Susy asomó la cabeza.
Agustín estaba en su cama, hizo un rápido movimiento y sacó su mano de debajo de la colcha. ¿Se lo habría estado manipulando?
–Todavía, tía.
–¿Se puede?
–Claro, tía, pasa, pasa.
Susy cruzó la habitación. Llevaba una bata rosada, transparente, debajo solo un calzoncito cubriendo el Lugar Prohibido.
–Esta lluvia no me deja dormir –dijo, sentándose al filo de la cama. Allí estaban otra vez sus piernas, poderosas, largas, velludas–. Tengo miedo que Jason venga a buscarme.
Te reíste.
–Es solo una película, tía.
–Pero a mí me da miedo –sus senos, esas dos perfectas peras de oscuros pezones, se movían al ritmo de su respiración–. ¿Puedo echarme un ratito aquí hasta que me venga el sueño, sobrinito?
–Claro, tía, échate nomás.
Levantaste la colcha. Agustín estaba en calzoncillos, tenía un bulto debajo de la prenda. Te deslizaste a su lado.
–No estorbo, ¿no?
–Claro que no, tía, cómo crees –sentiste al lado tuyo ese cuerpo tibio lleno de curvas y sinuosidades. Era la primera vez que tenías una mujer echada a tu lado, tan cerquita de ti. El aroma dulzón y marino, tenue esta vez, entró por tus fosas nasales.
–¿Qué lees, ah? –su aliento te quemó el rostro.
–Esta enciclopedia de arte.
–A ver. ¿Se puede mirar?
–Claro que se puede, tía.
Pusiste el grueso libro sobre el vientre de Susy. Sus senos se marcaron, la punta de sus pezones parecían querer atravesar la bata. ¿Los tendría suavecitos como sus piernas? ¿Se pueden tocar, tía?
–Mira cuánto realismo hay en estas esculturas, Agustín. Hasta parece que fueran de carne y hueso.
–Los griegos fueron grandes escultores, tía.
–Eso es lo que estoy viendo. Mira cuánta perfección. Mira su ombliguito, mira su pancita; están mejores que yo, ¿no, sobrinito?
–Tú eres bonita, tía.
–Pero estoy media chorreada, ¿no crees?
–Claro que no, tía, tienes una bonita figura.
–Lo dices nomás por halagarme, Agustín. Mira, toca –agarró tu mano y la puso sobre su vientre, entre su ombligo y su pubis. Allí la piel era suavecita como la seda–. ¿Ves que tengo la panza como una bolsa de agua, ah?
–Está durita, tía –Agustín cogió un pliegue de carne–. Y firme.
–Solo lo dices para no quedar mal conmigo, Agustín. La verdad es que estoy peor que la Alicia Machado.
–¿Quieres que te diga vieja y choclona, tía?
–Ay, sobrinito, tampoco tampoco. Apenas tengo veinte abriles.
–Por eso, tía. Cuando tengas cien años recién te desmondongarás.
–¿Aquí también está durito? –movió tu mano y lo puso al filo de su monte de Venus.
–Claro, tía –un poquito más y le tocabas el calzoncito.
¿Por qué no avanzas un poquito más, sobrinito? No te voy a decir nada, tú continúa nomás, ¿por qué tienes miedo si no es territorio minado?
–Tú si tienes la barriga bien durita, sobrinito –pusiste una mano sobre su ombligo. Agustín también era velludo–. Bien podrías haber sido un dios griego. Baco, Apolo, o Zeus, mínimo.
–Exageras, tía.
–En serio, Agustín. Tú sí eres perfecto, y peludo –enredó su índice en tus vellos.
–Pero no soy un dios griego, tía.
–Para mí lo eres, sobrinito –te acarició la barbilla, su cálido aliento te abrasó el rostro, su voz parecía el ronroneo de una gata en celo, y ese aroma que parecía brotar del fondo de la tierra te invitaba a dormir, a cerrar los ojos, a hundirte en las profundidades del sueño.
Agustín se quedó dormido. Afuera la lluvia había cesado, por fin. Los perros ya no aullaban, estarían en su casita, juntitos, dándose calor, sin temerle a nada, ni a la penumbra, ni a ese silencio que daba miedo. Agustín estaba profundamente dormido. Despierta, Agustín, Jason ha venido a buscarnos. Lo sacudiste y nada, no despertaba, estaba seco como un tronco. No le importaba que Jason viniera por ti, por lo visto. Dormía como un angelito, ajeno a tus súplicas, a tus necesidades, a tus ganas, a tus deseos. Era lindo, tenía un perfil perfecto. Recordaste sus manos, ahora inertes, friccionando, sobando, masajeando tus piernas. Tu Estalactita estaba dura de nuevo. Agustín, vamos, despierta. Nada. Pusiste tu mano derecha sobre su pubis, la izquierda la tenías ocupada en ti. Le empezaste a acariciar el pubis, el hoyito del ombligo. ¿Y si se despertaba? ¿Qué haces, tía Susy? Nada, nada, sobrinito, vi una pulguita y la estaba buscando para matarla, no te asustes por gusto. Eres una viciosa, tía Susy. Eso no se hace, te van a salir vellos en las manos, se te van a morir las neuronas y te vas a volver loca, Diosito te va a castigar y te va a condenar al fuego eterno. Viciosa. Cochina. Sucia. No me digas eso, Agustín. Tuve curiosidad nomás. Es que nunca he visto una, nunca he tenido una en las manos, entre las piernas, tu mamá si es una viciosa. ¿Es cierto que casi se desmaya? ¿De dónde sacaste esa revista de calatas? ¿Por qué nunca piensas en mí, ah? Yo siempre pienso en ti, Agustín. Tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito. Por eso te traje aquí, para que te distraigas, para que te olvides de todas esas cochinas que salen en las revistas de calatas y solo pienses en mí, en tu tiíta Susy. Separaste tus labios mayores y empezaste a friccionar tu Estalactita mientras tu otra mano reptaba como una serpiente y se metía debajo del calzoncillo y llegaba al Objeto Anhelado. ¡Agustín, despierta! Nada, estaba bien dormido. Se lo tocaste. Primera vez que tocabas uno. Parecía un gusano gigante, todo flácido. Lo cobijaste en la palma de tu mano y lo empezaste a manipular, primero lentamente, luego con mayor rapidez hasta hacer que se pusiera dura. Era grandaza, caliente, nervuda, llena de vellos. Te echaste saliva en las manos y proseguiste tu afán, una mano debajo de ti, la otra en ese objeto que se ponía cada vez más duro y caliente. Extrañaste sus manos acariciándote las piernas, haciéndote imaginar tantas cosas. ¿En serio que nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustincito? Cómo tu tiíta Susy siempre piensa en ti. Mira cómo te ayuda, cómo te lo acaricia, cómo te lo besa, cómo se lo mete en la boca y se traga toda tu miel, todo tu néctar.
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