Sus pisadas resonaban en la vereda como los cascos de un caballo furioso. Aceleré sintiendo que el aire me faltaba, que me ahogaba, que el corazón me iba a explotar de un momento a otro como una granada. La calle estaba en penumbra, solitaria, las luces de todas las casas estaban apagadas como si nadie viviera allí, como si ese fuese un pueblo fantasma. Tragué una bocanada de aire. Aceleré. Si la criatura, monstruo, o lo que fuera, me daba alcance, iba a ser mi fin. Doblé una calle, otra calle y otra calle. Perdí uno de mis zapatos pero seguí corriendo, cojeando, sintiendo que mi pie desnudo era desgarrado por las imperfecciones de la vereda. No era un sueño, era una pesadilla. No estaba durmiendo, estaba corriendo tratando de escapar de las fauces de un monstruo. Un monstruo. Si me daba alcance, me mataría. ¿Quién se iba a imaginar que esa mujer era un monstruo? Había llegado unas horas antes a La Realidad y me había alojado en un hotel barato. Había salido a caminar un poco y entonces la había visto: iba sola por la vereda y la seguí. ¿Qué hacía una mujer en una calle solitaria casi a la medianoche? Llevaba un diminuto vestido con la espalda desnuda. Aceleré los pasos para alcanzarla. A un metro de ella, le dije hey, amiga, ¿a dónde vas? Entonces volvió el rostro y lancé un grito de terror: ese no era el rostro de un ser humano. Di la media vuelta y eché a correr. Podía sentir en mi nuca su aliento como una llama de fuego, sus resuellos. ¡Un parque! En los parques siempre había parejas. Ahora sí estaba a salvo. Respiré con alivio, volví el rostro por una fracción de segundo: corría con la lengua afuera, tenía los ojos desorbitados. Me metí entre los matorrales, ¿hay alguien ahí?, pregunté. No había nadie. Nadie vivía en ese pueblo. Sentía las espinas clavarse en mi pie desnudo. Escuchaba sus pisadas destrozando los arbustos caídos, quebrando las ramas. Tragué una bocanada de aire. Más allá había un resplandor azul, unas luces. Estaba a salvo. Aceleré un poco más. Podía sentir su aliento en la nuca. No, no eran las luces de una calle. Era el mar. Esas lucecitas eran las de los barcos que entraban al puerto. A mis pies se habría un abismo. No podía retroceder. Salté antes que una de sus garras me cogiera de la garganta.
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