Agustín lanzó una maldición. Trató una y otra de poner en marcha el vehículo, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Afuera la lluvia arreciaba. ¿Dónde encontraría un mecánico a esa hora? Era casi la medianoche en su reloj. Las casas de La Realidad estaban todas con las luces apagadas. El alumbrado público apenas iluminaba lo indispensable como para saber que ahí, al frente, se levantaba un pueblo. ¿Quedarse a dormir en el vehículo? Podría ser pero, si el cielo seguía vaciándose así, pronto habría otro diluvio universal, y precisamente su auto no era ni de lejos el arca de Noé. A un par de metros de la carretera pasaba el río Rímac arrastrando en su fiero y lodoso caudal piedras, árboles arrancados de raíz y sabe Dios qué cosas más. En cualquier momento podría desbordarse y lo lamentaría. La carretera estaba solitaria, ni un vehículo a la vista, ni siquiera un grifo donde pedir ayuda. Tal vez habría caído un huayco en las alturas interrumpiendo el paso. Cómo saberlo si hasta la radio no funcionaba. Era mejor buscar un lugar donde pasar la noche antes de que las cosas se pusieran color hormiga.
Bajó del vehículo y cruzó la carretera en dirección al pueblo caminando bajo la copiosa lluvia. Las calles estaban convertidas en un lodazal, el agua se metía por sus zapatos y ni una sola casa con las luces encendidas. Dobló una calle, y otra, y otra. Todo el mundo parecía dormir. No debió de haber viajado tan tarde, debió de haber esperado el día siguiente, pero cómo iba a saber él que llovería de esa manera. Era una lluvia inusual. Por aquí llovía en verano, nunca en julio. Mañana era veintidós de julio. Treinta años atrás, su madre todavía estaba viva. Treinta años atrás, su madre estaba viviendo su última noche de existencia. Al día siguiente moriría, culminaría su paso por la tierra.
Cruzó la plaza y vio una casa con las ventanas iluminadas. Se alegró. Era la única con las luces prendidas en ese pueblo fantasma. A ella se dirigió de prisa sintiendo cómo el frío le calaba los huesos, el alma.
Cruzó un jardín lleno de geranios. ¿Beethoven? Alguien tocaba el piano. En medio del golpeteo de la lluvia y el rumor del río reconoció La patética. Cuántas veces lo había tocado su madre. Se abrió una puerta en su memoria y vio las manos, blancas, bien cuidadas, de largos y finos dedos, de su madre cayendo como esta lluvia sobre las teclas del viejo piano que ahora estaría apolillándose en algún rincón de la antigua casona familiar.
Los Eucaliptos 141, decía la placa sobre la puerta de madera recién barnizada. Los Eucaliptos 141, repitió. Vaya coincidencia: esa era la misma dirección de su casa. En todos los pueblos había una calle llamada Los Eucaliptos, por lo visto.
En lugar de timbre había una reluciente aldaba de bronce en forma de puño.
Llamó.
Nadie.
Insistió.
¿Y si alguien se había quedado dormido escuchando un disco de Beethoven? La lluvia se intensificaba. Llamó otra vez. Dejaron de tocar el piano, o apagaron el tocadiscos. Escuchó unos ligeros pasos acercándose a la puerta.
–¿Quién? –preguntó una voz de mujer.
–Mi auto se ha malogrado cerca de aquí. No sé si podría…
La puerta se abrió.
–Buenas noches, señorita, disculpe que la moleste tan tarde, es que mi auto…
–Pase, pase –dijo la joven–. No vaya a pescar una pulmonía con este clima.
–Gracias.
Ella lo condujo a una salita. En la chimenea ardían los leños llenando de calor el ambiente. En un rincón estaba un viejo piano. Parecía el piano al que su madre arrancaba sentidas melodías.
–¿Era La patética lo que tocaba?
La chica dijo que sí.
–Para no aburrirme.
Alimentó el fuego con otro leño.
Era bonita. El fuego le daba unos matices rojos a su albo rostro. Tenía los ojos grandes y oscuros. Su negra cabellera estaba atada formando una trenza.
–Mamá también tocaba el piano –dijo Agustín–. Y tocaba La patética. Al escucharla me acordé de ella. Mañana son treinta años desde que murió.
–Lo siento mucho. ¿Cómo se llamaba?
–María Luisa.
–Qué coincidencia, yo también me llamo igual.
Agustín hizo un gesto de incredulidad.
–En serio –dijo ella–. María Luisa es un nombre común.
María Luisa era joven. A lo mucho tendría unos veinte años. ¿Qué habría estado haciendo su madre a esa edad? El viejo la conoció a los veintitrés, se casaron, lo tuvieron a él.
–¿Un café?
–Si no es mucha molestia. Gracias.
–De nada.
Pareces mi madre, iba a decirle Agustín. Su mamá siempre lo esperaba con un café caliente.
–¿Qué hacía a estas horas en la carretera? –preguntó ella desde la cocina.
–Iba a Chosica. Mañana le vamos a hacer una misa a mamá.
Alguien empezó a toser en un cuarto cercano.
–Es mi abuelita que está con una fuerte gripe –dijo María Luisa, cruzando la salita–. Ya vengo.
Agustín la vio desaparecer en una puerta al fondo del pasillo. Afuera, la lluvia no tenía cuándo acabar. Las amplias ventanas eran golpeadas por las gruesas gotas de lluvia. A lo lejos el río bramaba como un animal furioso. Qué sería de su auto. Tantos sacrificios para comprarlo para que al final se lo lleve el río. Menos mal que no se quedó a dormir allí. Qué suerte había tenido al encontrar esta casa. La única casa en todo el pueblo que parecía estar habitada.
María Luisa cruzó hacia la cocina. Agustín escuchó el ruido de tazas y cubiertos. Se acordó del ruido que hacía su mamá en la cocina de su casa.
–Sírvase –dijo la muchacha, alcanzándole una bandeja donde humeaba una taza de café.
–Muchas gracias.
–De nada.
–Excelente café –dijo Agustín–. Así lo preparaba mamá.
María Luisa sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Las lenguas de fuego se reflejaban en su blanca y pareja dentadura.
Desde la otra habitación volvieron a toser.
–Ya regreso.
La lluvia seguía cayendo con furia sobre el pueblo. Agustín miró por la ventana: las calles parecían ríos, el cielo era iluminado por los relámpagos a cada instante. Las casas continuaban con las luces apagadas. Suerte que encontré este refugio, se repitió otra vez, sino, dónde estaría ahora.
–De repente desea descansar –dijo ella al regresar–. Tenemos un cuarto de huéspedes.
–Todavía no –dijo Agustín–. Más bien me gustaría escucharla. Claro, si no es abusar de su hospitalidad.
–Al contrario –María Luisa sonrió, echó otro leño al fuego y se puso al piano. Sus dedos, largos, delicados, casi transparentes, de uñas recortadas y bien pulidas y sin pintar, empezaron a caer sobre el teclado como la lluvia sobre ese extraño pueblo–. Casi nunca tengo oyentes.
–¿Die schöne müllerin?
Ella asintió.
–Schubert.
–Mamá solía tocarlo siempre –dijo Agustín. Cerró los ojos para disfrutar mejor de ese instante tan especial. Vio a su madre tocando el piano en la sala de la casona familiar. Tenía las manos bien bonitas. Casi no recordaba su rostro. Sus manos sí las recordaba con toda claridad como si nunca las hubiera dejado de ver. Y también recordaba las canciones que tocaba. ¡Mamá! Después de tanto tiempo iba a visitar su tumba. Se sintió culpable de tenerla olvidada, de no llevarle ni un ramo de flores en tantos años. Esa pieza era Das wandern, el lied favorito de su madre, y el suyo también. Cuántas veces lo había tocado mamá. Si no hubiese muerto tan temprano, seguramente él también hubiese sido pianista y ahora estaría dando un recital en algún lugar del mundo y no en ese pueblo donde la lluvia no parecía cesar jamás. ¿Tanta agua había en los cielos? Pero bien valía un chapuzón el estar aquí escuchando a María Luisa cuyas bien cuidadas manos seguían danzando sobre el teclado como una ballerina. Se miró las manos. No, esas no podían ser las manos de un pianista. Eran feas; sus dedos eran gruesos, torpes. Sintió vergüenza de sus manos. Ahora la chica tocaba Nouvelles pièces fruides. Satie. Otra vez su madre. Volver a la infancia, estar junto a mamá, escucharla tocar todas las tardes. Tocaba divino. Se arrepintió de no haber seguido sus pasos. Él era un músico frustrado. Claro de Luna. Vuelta Beethoven. Ese era el primer movimiento. Otra vez su madre. Afuera el cielo seguía derramando sus lágrimas sobre La Realidad. Los rugidos de ese animal furioso que era el río cada vez se hacían más fuertes.
Volvieron a toser.
–¡Dioses, ya es tarde! –exclamó la chica como si recién se diese cuenta de la hora que era–. Debes estar muriéndote de sueño.
Agustín asintió aunque no tenía ganas de irse a dormir.
María Luisa fue donde su abuela y regresó al minuto y lo condujo al cuarto de huéspedes.
Mientras el sueño lo vencía, Agustín volvió a escuchar La patética. Beethoven. Su madre, sus manos bonitas y bien cuidadas de largos y frágiles dedos que caían como la lluvia sobre el teclado.
Una semana después, esta vez de día, un hermoso día lleno de sol y sin lluvia, Agustín estaba de vuelta en La Realidad. Buscó Los Eucaliptos 141. Se sorprendió al encontrar una casa antigua en cuya sucia ventana de lunas rotas un cartel deslucido por las inclemencias del tiempo decía SE VENDE. No recordaba haber visto ese aviso. Los geranios a duras penas sobrevivían en ese jardín devorado por la mala hierba. ¿Era la misma casa donde había sido acogido en esa noche de infernal llovizna? Quizá se había equivocado de dirección, pero allí decía, sobre la vetusta puerta de madera, Los Eucaliptos 141. Hizo sonar el herrumbroso puño de bronce.
Nadie.
Insistió.
–Nadie vive en esa casa hace años –le dijo una señora sacando la cabeza desde la casa vecina.
–¿Nadie?
–Así es. Hace años vivía una viejita, viuda ella, que tocaba el piano. Pero se murió y desde entonces nadie vive allí. Decía que tenía un hijo, pero parece que el hijo se murió antes que ella porque nunca vino a visitarla.
Bajó del vehículo y cruzó la carretera en dirección al pueblo caminando bajo la copiosa lluvia. Las calles estaban convertidas en un lodazal, el agua se metía por sus zapatos y ni una sola casa con las luces encendidas. Dobló una calle, y otra, y otra. Todo el mundo parecía dormir. No debió de haber viajado tan tarde, debió de haber esperado el día siguiente, pero cómo iba a saber él que llovería de esa manera. Era una lluvia inusual. Por aquí llovía en verano, nunca en julio. Mañana era veintidós de julio. Treinta años atrás, su madre todavía estaba viva. Treinta años atrás, su madre estaba viviendo su última noche de existencia. Al día siguiente moriría, culminaría su paso por la tierra.
Cruzó la plaza y vio una casa con las ventanas iluminadas. Se alegró. Era la única con las luces prendidas en ese pueblo fantasma. A ella se dirigió de prisa sintiendo cómo el frío le calaba los huesos, el alma.
Cruzó un jardín lleno de geranios. ¿Beethoven? Alguien tocaba el piano. En medio del golpeteo de la lluvia y el rumor del río reconoció La patética. Cuántas veces lo había tocado su madre. Se abrió una puerta en su memoria y vio las manos, blancas, bien cuidadas, de largos y finos dedos, de su madre cayendo como esta lluvia sobre las teclas del viejo piano que ahora estaría apolillándose en algún rincón de la antigua casona familiar.
Los Eucaliptos 141, decía la placa sobre la puerta de madera recién barnizada. Los Eucaliptos 141, repitió. Vaya coincidencia: esa era la misma dirección de su casa. En todos los pueblos había una calle llamada Los Eucaliptos, por lo visto.
En lugar de timbre había una reluciente aldaba de bronce en forma de puño.
Llamó.
Nadie.
Insistió.
¿Y si alguien se había quedado dormido escuchando un disco de Beethoven? La lluvia se intensificaba. Llamó otra vez. Dejaron de tocar el piano, o apagaron el tocadiscos. Escuchó unos ligeros pasos acercándose a la puerta.
–¿Quién? –preguntó una voz de mujer.
–Mi auto se ha malogrado cerca de aquí. No sé si podría…
La puerta se abrió.
–Buenas noches, señorita, disculpe que la moleste tan tarde, es que mi auto…
–Pase, pase –dijo la joven–. No vaya a pescar una pulmonía con este clima.
–Gracias.
Ella lo condujo a una salita. En la chimenea ardían los leños llenando de calor el ambiente. En un rincón estaba un viejo piano. Parecía el piano al que su madre arrancaba sentidas melodías.
–¿Era La patética lo que tocaba?
La chica dijo que sí.
–Para no aburrirme.
Alimentó el fuego con otro leño.
Era bonita. El fuego le daba unos matices rojos a su albo rostro. Tenía los ojos grandes y oscuros. Su negra cabellera estaba atada formando una trenza.
–Mamá también tocaba el piano –dijo Agustín–. Y tocaba La patética. Al escucharla me acordé de ella. Mañana son treinta años desde que murió.
–Lo siento mucho. ¿Cómo se llamaba?
–María Luisa.
–Qué coincidencia, yo también me llamo igual.
Agustín hizo un gesto de incredulidad.
–En serio –dijo ella–. María Luisa es un nombre común.
María Luisa era joven. A lo mucho tendría unos veinte años. ¿Qué habría estado haciendo su madre a esa edad? El viejo la conoció a los veintitrés, se casaron, lo tuvieron a él.
–¿Un café?
–Si no es mucha molestia. Gracias.
–De nada.
Pareces mi madre, iba a decirle Agustín. Su mamá siempre lo esperaba con un café caliente.
–¿Qué hacía a estas horas en la carretera? –preguntó ella desde la cocina.
–Iba a Chosica. Mañana le vamos a hacer una misa a mamá.
Alguien empezó a toser en un cuarto cercano.
–Es mi abuelita que está con una fuerte gripe –dijo María Luisa, cruzando la salita–. Ya vengo.
Agustín la vio desaparecer en una puerta al fondo del pasillo. Afuera, la lluvia no tenía cuándo acabar. Las amplias ventanas eran golpeadas por las gruesas gotas de lluvia. A lo lejos el río bramaba como un animal furioso. Qué sería de su auto. Tantos sacrificios para comprarlo para que al final se lo lleve el río. Menos mal que no se quedó a dormir allí. Qué suerte había tenido al encontrar esta casa. La única casa en todo el pueblo que parecía estar habitada.
María Luisa cruzó hacia la cocina. Agustín escuchó el ruido de tazas y cubiertos. Se acordó del ruido que hacía su mamá en la cocina de su casa.
–Sírvase –dijo la muchacha, alcanzándole una bandeja donde humeaba una taza de café.
–Muchas gracias.
–De nada.
–Excelente café –dijo Agustín–. Así lo preparaba mamá.
María Luisa sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Las lenguas de fuego se reflejaban en su blanca y pareja dentadura.
Desde la otra habitación volvieron a toser.
–Ya regreso.
La lluvia seguía cayendo con furia sobre el pueblo. Agustín miró por la ventana: las calles parecían ríos, el cielo era iluminado por los relámpagos a cada instante. Las casas continuaban con las luces apagadas. Suerte que encontré este refugio, se repitió otra vez, sino, dónde estaría ahora.
–De repente desea descansar –dijo ella al regresar–. Tenemos un cuarto de huéspedes.
–Todavía no –dijo Agustín–. Más bien me gustaría escucharla. Claro, si no es abusar de su hospitalidad.
–Al contrario –María Luisa sonrió, echó otro leño al fuego y se puso al piano. Sus dedos, largos, delicados, casi transparentes, de uñas recortadas y bien pulidas y sin pintar, empezaron a caer sobre el teclado como la lluvia sobre ese extraño pueblo–. Casi nunca tengo oyentes.
–¿Die schöne müllerin?
Ella asintió.
–Schubert.
–Mamá solía tocarlo siempre –dijo Agustín. Cerró los ojos para disfrutar mejor de ese instante tan especial. Vio a su madre tocando el piano en la sala de la casona familiar. Tenía las manos bien bonitas. Casi no recordaba su rostro. Sus manos sí las recordaba con toda claridad como si nunca las hubiera dejado de ver. Y también recordaba las canciones que tocaba. ¡Mamá! Después de tanto tiempo iba a visitar su tumba. Se sintió culpable de tenerla olvidada, de no llevarle ni un ramo de flores en tantos años. Esa pieza era Das wandern, el lied favorito de su madre, y el suyo también. Cuántas veces lo había tocado mamá. Si no hubiese muerto tan temprano, seguramente él también hubiese sido pianista y ahora estaría dando un recital en algún lugar del mundo y no en ese pueblo donde la lluvia no parecía cesar jamás. ¿Tanta agua había en los cielos? Pero bien valía un chapuzón el estar aquí escuchando a María Luisa cuyas bien cuidadas manos seguían danzando sobre el teclado como una ballerina. Se miró las manos. No, esas no podían ser las manos de un pianista. Eran feas; sus dedos eran gruesos, torpes. Sintió vergüenza de sus manos. Ahora la chica tocaba Nouvelles pièces fruides. Satie. Otra vez su madre. Volver a la infancia, estar junto a mamá, escucharla tocar todas las tardes. Tocaba divino. Se arrepintió de no haber seguido sus pasos. Él era un músico frustrado. Claro de Luna. Vuelta Beethoven. Ese era el primer movimiento. Otra vez su madre. Afuera el cielo seguía derramando sus lágrimas sobre La Realidad. Los rugidos de ese animal furioso que era el río cada vez se hacían más fuertes.
Volvieron a toser.
–¡Dioses, ya es tarde! –exclamó la chica como si recién se diese cuenta de la hora que era–. Debes estar muriéndote de sueño.
Agustín asintió aunque no tenía ganas de irse a dormir.
María Luisa fue donde su abuela y regresó al minuto y lo condujo al cuarto de huéspedes.
Mientras el sueño lo vencía, Agustín volvió a escuchar La patética. Beethoven. Su madre, sus manos bonitas y bien cuidadas de largos y frágiles dedos que caían como la lluvia sobre el teclado.
Una semana después, esta vez de día, un hermoso día lleno de sol y sin lluvia, Agustín estaba de vuelta en La Realidad. Buscó Los Eucaliptos 141. Se sorprendió al encontrar una casa antigua en cuya sucia ventana de lunas rotas un cartel deslucido por las inclemencias del tiempo decía SE VENDE. No recordaba haber visto ese aviso. Los geranios a duras penas sobrevivían en ese jardín devorado por la mala hierba. ¿Era la misma casa donde había sido acogido en esa noche de infernal llovizna? Quizá se había equivocado de dirección, pero allí decía, sobre la vetusta puerta de madera, Los Eucaliptos 141. Hizo sonar el herrumbroso puño de bronce.
Nadie.
Insistió.
–Nadie vive en esa casa hace años –le dijo una señora sacando la cabeza desde la casa vecina.
–¿Nadie?
–Así es. Hace años vivía una viejita, viuda ella, que tocaba el piano. Pero se murió y desde entonces nadie vive allí. Decía que tenía un hijo, pero parece que el hijo se murió antes que ella porque nunca vino a visitarla.
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