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sábado, 31 de marzo de 2012

Fin de mes

Se acaba marzo, y con él el verano. Es un mes en el cual he seguido corrigiendo/reescribieno "El cazador nocturno", novela que retomé a fines del año pasado y logré terminar un segundo manuscrito, ahora estoy a punto de concluir el tercer manuscrito, ya tengo 245 hojas de 251 hojas, después haré una pausa, no para tomarme café, he dejado este sano placer por salud, y la retomaré en mayo para tratar de terminar este año el cuarto manuscrito. Qué fácil es escribir un par de hojas al día, una novela en unos cuantos meses, pero el producto final sería mierda y ese no es el objetivo. Hay que trascender y no pasar por esta vida sin haber dejado huella.

Mañana cumplo un mes en mi nuevo trabajo y me siento contento. Hasta ayer tenía tiempo de desistir, decir ese colegio no me gusta, me regreso a mi antiguo colegio porque allí están mis amigos, pero sería volver a sumergir la cabeza en el fango y no quiero eso, cinco años fueron más que suficientes, además, yo siempre pienso en mí y no en mis amigos, no estoy acostumbrado a extrañar a nadie, menos a gente conformista, perdedora, mediocre.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Fuiste mía en verano



–¡Feliz cumpleaños, Luz!
–Gracias, Luna.
Su voz sonaba distinta por el celular. ¿Qué estaría haciendo? Eran las siete de la mañana. Quizá estaba en su taller, pintando. O quizá todavía estaría en su camita, soñando despierta. ¿Habría salido a correr? De repente estaba de regreso y acababa de salir de la ducha. La había espiado todas las mañanas para verla pasar por la playa y admirarla en secreto.
–Perdona por llamarte tan temprano…
–No te preocupes…
–¿Aún estás en tu cama?
–Hoy sí. Es que es mi cumple…
–Ah, claro, siempre es bueno complacerse.
¿Complacerse? ¿Complacerse = masturbarse?
–¿Cuándo vienes para que veas el avance de tu retrato?
Ahora mismo, le diría. Me pondría unas alas de gaviota y saldría volando para el Malecón.
–Más tarde…
–Me imagino que hoy estarás súper ocupada con lo de tu cumple.
–No, claro que no. Apenas me harán un almuerzo –me empecé a acariciar el Secreto imaginando que era ella quien me lo acariciaba con sus manos ásperas–. ¿A qué hora te puedo visitar?
–A la hora que quieras, ya sabes que nunca salgo.
–¿A las ocho está bien?
–¿De la mañana o de la noche?
–De la noche –me unté los dedos con saliva.
–Perfecta esa hora. Para tomarnos un pisquito por tu cumple.
–Claro. Gracias.
–Bueno, te dejo. Que pases un lindo día.
–Gracias –aceleré el movimiento de mis dedos–. Tú, igual.
–Un beso.
–Otro para ti.
Cortó. Casi salto de alegría: Luna me había llamado. Al menos pensaba en mí: se había acordado que hoy cumplía años. Me seguí acariciando, pensándola, respirando su olor con la imaginación.
Volvió a sonar mi celu. Era María.
–¡Feliz cumpleaños, querida!
–Gracias.
–Uy, parece que estás contenta.
–Ajá.
–¿Acaso te han regalado una muñeca inflable?
–Casi –me clítoris estaba durito–. Quiero pedirte un favor…
–¿Cuál?
–Esta noche voy a salir…
–¿Estás choteándonos, huevona?
–Es que me voy a encontrar con alguien especial.
–Putamadre, ¿y nosotras qué somos, ah, la caca del perro?
–Contigo puedo salir todas las veces que quiera.
–¿Y Bárbara Patricia y Almendrita?
–¿Me podrán esperar un par de horas?
–¿Y si no vienes?
–Me disculparán.
–Putamadre, ¿vas a ir a cachar?
–Eso no lo sé… No creo.
–¿Dónde es tu plan?
–En un lugar secreto.
–¡Mierda!
–A mis viejos les voy a decir que voy a salir contigo y unas amigas. Lo mismo le dices a tu mamá por si mi vieja la llama.
–Bueno. Pero me debes una.
–Ya te la pagaré.
–¡Putamadre!
–Sorry.
–Bueno, qué chucha. Que la pases bien.
–Gracias.
Colgué.
Salí de mi cama y me metí al cuarto del baño. Me contemplé en el espejo: era la misma de anoche: las mismas tetas, el mismo vientre, el mismo pubis cubierto por pelos marrón oscuros. Ningún cambio visible, pero ya tenía diecisiete años. ¡Y Luna me había llamado!
–¡¡Luuuuuuuuzzzzzz, te llama la nona!!
Corrí al teléfono poniéndome la ropa en el camino.
–Ciao, nonna.
–Ciao, mía cara. Buon cumpleanno!
–Grazie, nonna.
–Ho inviato il tuo dono. Siamo arrivati Chaclacayo sicuro.
–Assicurazione nonna. Grazie.
–E ti amavo?
–C’è un ragazzo che mi piace…
–Qual è il tuo nome?
–Miguel Luna…
–Quanti anni hai?
–Venti.
–E hai detto?
–Eppure. Basta supere che siamo.
–Spero che faccio presto.
–Anche io.
–Devo passare con tua madre?
–Ma la nonna. Ci vediamo piò tardi.
–Chau, figlia. Buon divertimento.
–Grazie, nonna.
Llamé a mi mamá y le di el teléfono.
Papá y la Francesca me felicitaron y me entregaron mis regalos.
–¿Qué te parece si por tu cumple vamos a almorzar al Malecón? –propuso papá–. Oriana no está y hoy estoy sin ánimos de entrar a la cocina.
–Vamos. Hace tiempo que no comemos en la calle.
–Irán solos porque yo no puedo arriesgarme a recibir mucho sol –dijo mamá.
–Te pones sombrero pues, mamá, y llevas paraguas.
–Mejor me traen mi comida.
–¿O cenamos afuera? –dijo papá–. Para estar toda la familia completa.
–Voy a salir con María en la noche –dije.
–¿A dónde? –preguntó mamá.
–Al Malecón nomás –dije.
–¿Puedo ir? –preguntó la Francesca.
–Cosa de adultos –dijo papá.
–Las van a confundir con las puttanas –dijo mamá.
La miré. Miré su cara untada con crema como un pan con mantequilla. Fácil y la confundían con la Laura Bozzo. ¿Así sería yo dentro de cuarenta años? Guag, era para matarse. Y ni siquiera era dulce, buena. Parecía una bruja. ¿Cómo pudo enamorarse papá de una mujer tan fea, encima vieja?
La odié.
–Quizá encuentren su primera chamba –dijo papá.
Mamá ni se rió. Ojalá se te haga mierda la cara, deseé, y nunca vuelvas a salir a la calle.
Fuimos al comedor.
–Primero, vamos a cantarle el sapo verde a Luz –dijo papá–. A la voz de tres…
–¿Traigo tu guitarra y mi flauta, papá? –lo interrumpió la Francesca.
–Claro, Frances.
La Francesca se fue corriendo.
–¿Qué se siente cumplir diecisiete años, princesa? –me preguntó papá.
–Creo… –mamá abrió la boca.
–Dije princesa, no la abuela de la princesa –le dijo papá.
Mamá miró con rabia a papá. Uy, esta noche tampoco cacharán, pensé.
–Ya quiero tener dieciocho –dije.
–Caramba, princesa, vive intensamente tus diecisiete –me dijo papá–, que el tiempo pasa y no vuelve más.
–Te está dando permiso para que tires –me dijo mamá.
–Últimamente estás pensando en la putería –le dijo papá.
–Parece que por fin quiere hacer algo en la vida –dije.
La vieja se paró, ahorita me da como regalo una cachetada, pensé, pero justo llegó la Francesca.
–A la voz de tres, empieza la fiesta –dijo papá, después de comprobar la afinación de su guitarra–. Uno, dos, ¡tres!
El comedor se llenó de música con la guitarra de papá y la flauta de la Francesca cantándome Cumpleaños feliz y después Las mañanitas. Papá tenía una voz de tenor afónico. La única que no abrió la boca fue mamá, ¿por temor a que se le descuelgue la cara?
–¿Nos regalas unas palabras por tu cumpleaños, Luz?
–Pero que sea breve –dijo mamá.
–Es su cumpleaños y puede hablar una hora si quiere –dijo la Francesca.
–Sabias palabras –le dijo papá, acariciándole la rubia cabellera.
–¿Puedo postergar mi elocución para la hora del almuerzo? –dije.
–Claro –dijo papá–. Es tu cumpleaños y puedes hacer lo que quieras.
Mañana tampoco mamá le abrirá las piernas, pensé.
–¿A qué hora regresarás?
–Ay, mujer, deja que la chica se divierta –dijo papá.
–Espero que tú te diviertas cuando venga con la panza inflada –dijo mamá.
Me reí: ¿yo con panza? De Luna.
–No te preocupes, mamá, que en el colegio me enseñaron a usar los métodos anticonceptivos. Todavía no pienso hacerte abuela.
–¿Qué es eso? –preguntó la Francesca.
–Son pastillas para que no te den dolores de cabeza, hijita –le dijo mamá–. ¡Ay, si las hubiera tomado durante mi luna de miel!
Cada día está más loca, pensé.
–¿Podemos ir de excursión, papá? –propuso la Francesca.
–Claro, para darle un buen regalo a Luz.
–Vamos de una vez –dije–, que acá me asfixio.
Terminamos el desayuno, metimos una botella de agua, varios panes y algunas manzanas en una mochilla y salimos de excursión.
Escalar los farallones nos tomó su tiempo por lo empinado que son.
–¡Wao, qué paja! –exclamamos, ya en la cima, contemplando el inmenso mar azul, el límpido cielo al alcance de las manos, la Isla convertida en un bloque gris.
Busqué la casita de Luna. ¿Qué estaría haciendo? ¿Me escucharía si la llamaba?: ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Luuuuuuuuuuuunaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!
–¿Quién hizo todo esto, pá? –preguntó la Francesca.
–Dios –dije–. ¿Quién más?
–¿Y los peces?
–También.
–¿Cierto, pá?
–Sí –dijo papá–. Quién más podría hacer tanta maravilla.
¿Quién hizo a Luna? ¿Quién llenó de amor nuestros corazones? ¿Quién la puso en mi camino?
Estuvimos por un buen rato contemplando el mundo desde la cima de los farallones. Más allá, unos chicos se arrojaban en parapente.
–Deberíamos de saltar también –dije.
–Si quieres, salta tú.
–No es tan peligroso.
–Mejor no me arriesgo. No quiero que se queden huérfanas.
–¡Qué miedoso eres, pá! –le dijo la Francesca.
–Precavido, tesoro, precavido –dijo, abrazándonos y besándonos–. ¿Bajamos para darnos un chapuzón?
–Espérenme, voy a hacer pis –dijo la Francesca–. No me miren.
Papá rió.
–A las dos las he visto desde que eran unos renacuajos –dijo.
–Pero ahora ya estamos grandes, pá.
–Bueno.
Papá se sentó de cara al mar. La Francesca se bajó el short y el calzón y se puso de cuclillas. Su chuchita se abrió como una rosa y el líquido ambarino brotó con la fuerza con la que brota el agua de la manguera de los bomberos.
–¿Qué tanto me miras la vagina, Luz?
Sentí que las orejas me empezaban a arder.
–La Frances está orinando bien amarillo –dije, sintiendo que mis orejas se derretían–. De repente también tiene cálculos.
–Es muy chica para tener cálculos –dijo papá–. ¿Estás tomando bastante agua, tesoro?
–Sí, pá.
–Debe ser por el esfuerzo nomás. ¿Bajamos?
Empezamos el descenso. El mar a nuestros pies, la playa, la arena. Quizá un día le podría decir a Luna para escalar los farallones. Se maravillaría de la vista que se consigue desde lo alto.
La playa. Nos metimos al agua y nos pusimos a jugar como cuando éramos más chicas. Lástima que mamá no estuviera aquí. Entre más vieja más jodida se había vuelto. Si seguía con el mismo cuento, algún día papá la traicionaría y se buscaría otra chica. ¿Seguirían tirando todas las noches como antes?
–¿Vamos a la Isla?
–Vamos pues.
–¿Si me ahogo? –dijo la Francesca.
–Nosotros te vamos a cuidar, no te preocupes. Luz va delante, tú en el medio y yo detrás, ¿de acuerdo?
–Ya, pá.
Empezamos a nadar en dirección a la Isla, esa mole de roca que tapaba el sol cada atardecer.
Pensé en Galia, en Ivoncita. Le había mandado una solicitud de amistad a Ivoncita pero no me había aceptado. Quizá se había reconciliado con Galia y no quería saber nada de mí. Quizá le había contado que con ella también había hecho el amor. Dirían Luz es una perra. Ojalá que un día volviera a Puerto Viejo para nadar a la Isla y tirarnos un buen polvo.
–¿Cansada? –le preguntamos a la Francesca, haciendo un alto.
–No.
–Nos avisas si te cansas.
–Ya.
Continuamos nadando.
¿Qué podría pasar con Luna en la noche? Tampoco tenía que hacerme muchas ilusiones, de repente era bien mujercita y solo quería ser mi amiga. Solo siente un interés artístico por ti, Luz, me dije, sonriéndome. ¿Qué más podía sentir por una chica que no era nada? Yo no era nadie a su lado. Una chica más del verano. Si era lesbiana, buscaría a una de su edad, o a una de sus alumnas que con el tiempo sería profesional como ella. Yo a su lado era una simple ama de casa. Yo tenía que conformarme con alguien como Oriana, Galia o Ivoncita.
Y recién tenía diecisiete años. Me faltaba uno para ser mayor, cinco o seis para ser profesional. ¡Putamadre! Este año tenía que ingresar como sea a cualquier universidad, aunque sea a la más pelada. Podía postular a una de esas carreras que todos desprecian porque no hay futuro en ella, ejemplo educación, y después cambiarme a otra facultad, hasta a otra universidad, como hacía todo el mundo. Sin un título, no era nadie. Hasta las putillas del Malecón eran universitarias. ¿Y yo? Ni eso.
–Ya me cansé –dijo la Francesca.
–Apliquemos el plan de emergencia.
Nos pusimos a sus costados para que se sostuviera en nuestras cinturas y seguimos avanzando. Isla de mierda, parecía cerquita y estaba lejos. Fue una locura lo que hice con Ivoncita esa noche, pudimos ahogarnos. Seguro por el alcohol nos hicimos las machitas. Aunque no era la primera vez que nadaba hacia ella, claro que sola era más fácil.
–¡Un último esfuerzo, chicas!
–Ya.
Seguimos nadando. Una brazada, un pataleo, otra brazada, otro pataleo.
Y llegamos.
–Parecemos Cristóbal Colón llegando a América.
–Ajá.
Nos quedamos sobre la arena, tirados, extenuados, tragando aire como las ballenas varadas.
–Creo que aquí nos quedaremos hasta mañana –dijo papá, con la respiración aún acezante.
–No querrás que pase aquí mi cumpleaños, ¿no?
–¿No quieres tener un cumpleaños ecológico, princesa?
–Me cago en la ecología. Yo quiero bailar esta noche.
Nos reímos.
Recorrimos la Isla. Estaba cubierta por una capa de excremento de las aves guaneras que le daban un color blanco gris como un paisaje lunar. El suelo era de mierda y plumas. Había lobos marinos que retozaban a sus anchas.
–¿Por qué no construimos una casa acá, pá? –dijo la Francesca.
–Sería bacán vivir alejados de la civilización –dije, pensando en Luna: ella y yo solitas sin que nadie nos joda.
–Claro que sería bacán –dijo papá–. Pero no somos millonarios como para darnos ese lujo.
–Pero si esto no tiene dueño.
–¿De dónde sacamos agua dulce para beber, comida para alimentarnos?
–Podemos comer pescado todos los días y beber el agua de la lluvia –dije.
–Tú creo que has leído mucho Robinson Crusoe, hija –dijo papá.
–Pero sería bacán, ¿no crees?
–Claro que sí, pero ya estoy viejo para tener esos sueños. Eso lo dejo para ustedes.
–Eres un aguafiestas, pá.
–Soy realista, hija.
Llegamos al extremo de la Isla. Cruzando un canal de aguas bravas como las que atravesaban la Boca del Diablo, estaba el otro bloque. Allí, hace años, había existido una colonia penal para presos políticos. Durante la guerra interna, cientos de ellos fueron masacrados por la Marina de Guerra cuando se sublevaron, entre ellos Jovaldo, el poeta rebelde cuyo fantasma, dicen, escribe versos en la arena para que las lean los pescadores.
–¿Cierto que hay fantasmas, pá?
–Eso sí no lo sé, hija.
–¿Y Jovaldo?
–No he visto sus poemas escritas en la arena, así que nada puedo decir.
–¿Existen los fantasmas, pá?
–Tu bisabuelo cargó uno, Frances.
–¿Sí?
–Sí.
–A ver, cuéntanos, pá.
Papá nos contó la historia del fantasma que el bisabuelo Ignacio ayudó a cruzar el río, allá en su pueblo.
–Qué valiente era el bisabuelo.
–Mmm. ¿Regresamos?
–Mejor esperemos una lancha para que nos lleve de regreso a la playa.
Eso hicimos.

domingo, 18 de marzo de 2012

Tres años de ausencia

Mañana serán tres años desde la muerte de mi padre, una muerte que siempre me dolerá. Solo me queda vivir con su ejemplo de hombre íntegro, fiel, responsable que me legó. Ese es mi mejor homenaje al hombre que me dio vida, al hombre que les decía, orgulloso, a sus conocidos, mi hijo es escritor. He tratado de serlo. Ojalá lo sea algún día.

martes, 13 de marzo de 2012

El colchón

Los chicos tenían un colchón donde jugaban a la peleíta. Todo iba bien hasta que Mariana, hasta me da náuseas llamarla mi hermana, agarró el colchón y lo quemó y los chicos se quedaron sin su rin. Esa mujer debe estar loca, o con la menupausia. Ya tiene 46 años, dentro de diez años los chicos tendrán 26 y 23 años y ella tendrá 56, ya estará vieja y los chicos estarán altos, fuertes, serán profesionales y mirarán con desprecio a esa mujer que ahora les mira con desprecio. ¿Por qué vivirá amargada esa mujer? No contenta con haberle dado cólera a su madre hasta matarla, ahora vierte su cizaña, su bilis contra esas criaturas que lo único que hacen es vivir la viva con toda la alegría de su juventud. Dejemos que el tiempo pase.

sábado, 10 de marzo de 2012

Fuiste mía en verano (1)



La playa estaba solitaria como todas las mañanas. La marea nocturna había barrido la arena llevándose los castillos con sus princesas y dragones construidas por los niños la víspera.
Las gaviotas se echaban a volar a mi paso, los pelícanos escapaban con paso torpe.
Las olas llegaban a la orilla, besaban mis pies y retornaban a la inmensidad del mar dejando una estela de espuma que desaparecía segundos después.
El mar esmeralda, el cielo acerado. Los pescadores volviendo al puerto con sus bodegas llenas de pescados.
El sol saliendo entre los cerros. El sol que dentro de unas horas lo abrasaría todo.
Me sentía dueña de la playa. Una princesa. La princesa Grace. Pensé en Grace. ¿Sería cierto que tenía catorce años? Era bien despierta para su edad. Yo le había dicho que tenía veinte años, había puesto fotos que no eran mías. La había pasado bien, había tenido dos orgasmos. ¿Sería cierto que se metió el dedito?
Allá estaban las islas. Las barcas les daban un rodeo para no encallar en los bancos de arena que las rodeaban. No estaban lejos, a unos diez minutos de nado parejo y constante. O podías dejarte llevar por la ola grande.
Oriana estaría preparando el desayuno, cortando la papaya y la beterraga, pelando los plátanos.
–¡Mierda! –lancé un alarido. Caí sobre la arena. Aullé como una perra en celo. Vi todas las estrellas del firmamento.
–¿Qué te pasó?
Abrí los ojos: no era el viento quien me preguntaba qué me había pasado. Era una mujer y estaba de cuclillas frente a mí.
–Creo que me he cortado el pie.
–¿A ver? –tomó entre sus manos mi pie lastimado. Tenía las manos ásperas y con restos de pintura. Manos de arco iris, pensé–. Pucha, te has cortado con este vidrio –levantó un pedazo de botella. Se había manchado la mano con mi sangre–, aunque no mucho.
Transpiraba. Sudaba. Su olor se metió por mis narices. Era como el olor de una noche apasionada. Un olor agradable. Sentí hormiguitas en mi Secreto. Tenía el rostro colorado. Era bonita. Tenía un aire a la Kim Kardashian. Llevaba el cabello, negro y lacio, atado en una cola de caballo.
El sudor le bajaba por el cuello, humedecía su body blanco. Estaba sin sostén: allí estaban sus pezones, oscuros y puntiagudos, queriendo atravesar la tela.
–¿Tus zapatos?
–Salí a caminar descalza…
–¿Vives cerca?
–Sí, allá –apunté al conjunto de casas debajo del cerro–. ¿Tú?
–En el Malecón.
¿En cuál de las casas del Malecón viviría? ¿En la zona antigua o en la moderna? En la zona antigua las casas eran grandes, amplias, casi todas de adobe. En la zona moderna abundaban los chalets, los departamentos, las discotecas. Hice un recorrido mental por el Malecón, por sus calles amplias, empedradas.
–Ah, qué bien.
–Deja que te ayude.
–Gracias…
–Luna Miguel. ¿Tú?
–Luz.
–Bonito nombre.
–Gracias. El tuyo también –¿decirle tienes un nombre raro? ¿Es tu nombre de pila o te lo has puesto tú? Luna Miguel…
Sonrió.
En la siguiente ola juntó agua en la cuenca de sus manos y me lavó el pie.
–¿Podrás llegar a tu casa?
–Tengo que poder.
–Deja que te acompañe.
–Gracias.
Me ayudó a ponerme de pie. Sentí su piel caliente, sudada. Sentí un ejército de hormigas invadiendo mi Secreto.
Tenía una lycra blanca con un Red Bull estampado a lo largo del muslo derecho. Se notaba su calzoncito de encaje. Hice como si me doliera para apoyarme más en ella. Su piel caliente. El deseo creciendo en mí. Las ganas de hacerle el amor. Darle un beso. Acariciarle la piel. Besarle la piel. Tendría el Secreto mojado.
–Apóyate en mí y pisa con el empeine para que no se te meta arena en la herida.
–Ok. Gracias.
Le pasé un brazo por la cintura. Sentí su piel caliente, húmeda, pegajosa debajo del body. Sentí un estremecimiento entre mis piernas.
Echamos a andar. Yo como un pelícano.
–Nunca te había visto por acá, Luz.
–Solo venimos para las vacaciones de verano. Empiezan las clases y nos vamos.
–¿Qué estudias?
–Acabo de terminar el cole –nuestras caderas se rozaban. Yo sentía que mi clítoris se empezaba a poner durito. Llegaría a casa y me tocaría. ¿Ella no sentiría nada?–. ¿Y tú qué haces?
–Pinto –dijo, mostrándome su mano libre con restos de pintura–. El aguarrás y la pintura me las hacen mierda.
–¿Pintas casas?
Rió.
–Cuadros, aprovechando que también estoy de vacaciones.
–¿Estudias pintura?
–Enseño.
–¿En?
–La Universidad Femenina.
La Universidad Femenina. Cientos de chuchas a tu disposición. Chuchas, tetas, culos. Mmm, el paraíso. ¿Decirle allí pienso postular?
–¿Eres profesora?
–Sí. ¿No lo parezco?
–Tienes cara de alumna.
Rió con ganas. También reí. El bamboleo de sus tetas, el roce de nuestras caderas. Mi Secreto humedeciéndose.
–Tengo veinticinco años. A los diecisiete ingresé a Bellas Artes. Terminé a los veintitrés. El año pasado la Femenina convocó un concurso para una plaza de pintura y la agarré.
–Qué bacán. Tú lo has conseguido todo –le dije, recordando las palabras de Grace.
–Tampoco tampoco. Me falta mucho camino por recorrer. ¿Y tú qué carrera piensas seguir?
–No sé… –sentí que el rubor se apoderaba de mi rostro –Psicología, creo…
–Es una bonita carrera –dijo–. Tengo una amiga psicóloga y le va muy bien.
–¿En la Femenina hay psicología?
–Sí. El examen no es tan difícil. Si quieres, te consigo las separatas.
–Gracias.
–¿Quieres descansar un ratito?
–Sí.
Me ayudó a sentarme. Por un segundo le miré el pubis hinchado, la hendidura de la chucha. El lycra estaba tan pegado que parecía otra piel.
–¿A ver ese pie? –otra vez mi pie lastimado en sus manos ásperas. Me vas a raspar el Secreto cuando me lo acaricies. Acaríciame. Empieza por mis pies, sube por mis pantorrillas, continúa por mis muslos, llega a mi Secreto y entra–. Ya no sangra. Menos mal que no es tan profunda. En un par de días podrás caminar con normalidad.
–Gracias. ¿Cuántos años duran los estudios de psicología?
–Cinco. Todas las carreras duran cinco años. ¿Tú tienes dieciséis o diecisiete?
–Voy a cumplir diecisiete el 21.
–¡Felicitaciones!, por adelantado.
–Gracias –¿decirle y no me das un beso? Tenía unas ganas locas de hacerle el amor, de llenarla de besos, de besarle el Secreto. Herida y caliente. Eres una perra, Luz, me dije mientras la miraba de reojo: tenía bonito cuerpo. Era un poquito más baja que yo pero tenía más carne que yo. Nunca tendría sus tetas, ni sus caderas, ni sus muslos.
–¿Siempre andas descalza en la playa?
–Sí, me gusta sentir la arena bajo mis pies. Aunque hoy me levanté con mal pie, creo… Pero ni tanto, sino no nos hubiéramos conocido –corregí cuando vi que estaba metiendo la pata.
–Mmm –murmuró–. Pensé que te había dado un infarto o algo así y corrí para auxiliarte.
–¿En serio?
–Sí –se sentó a mi lado. Las dos juntas mirando el mar, las islas, las olas. ¿Me ibas a hacer respiración boca a boca con tus labios carnosos? ¿Me ibas a meter la lengüita?–. Nunca faltan las tragedias.
–Ah, claro –le dije pensando te perdiste la respiración boca a boca, Luz.
–Cuando te vi de lejos pensé que eras una princesa salida de los cuentos de hadas… Eres una chica linda. ¿Eres peruana?
–Sí. Aunque mi mamá es italiana.
–Con razón.
¿Me estaba coqueteando?
Sonreí, poniéndome colorada.
Su olor a sudor ahora era tenue, se mezclaba con la brisa marina.
–Me imagino que tú pintas desde chica.
–Mmm. Pintaba y dibujaba por toda mi casa y mi mamá paraba granputeándome pero se alegraba cuando ganaba los concursos de pintura de mi cole y sus alrededores y casi se vuelve loca cuando ingresé a Bellas Artes.
–Qué chévere que tu familia te apoye.
–No todos. Tengo una hermana que detesta mis pinturas.
–¿Por?
–No sé… debe ser una amargada. Aunque la mayor me admira, siempre está buscando mis obras en Google.
–Con que te quiera una, es suficiente.
–Mmm. Sobra el aire para vivir.
–Sí.
–¿Y a ti qué te gusta hacer?
–No sé… escribir.
–¿Escribes?
–Sí… –sentí que el rubor se apoderaba de mi rostro.
–¿Qué?
–Poemas y pequeñas historias. Allí están en mi blog, échales una mirada si gustas.
–¿Cómo se llama tu página?
–Luz desnuda –sentí que mis orejas se derretían.
–Buen nombre.
–¿Sí?
–Sí. A ver si te lo robo para el cuadro que estoy pintando ahora.
–Róbamelo nomás.
–Si es con tu permiso, lo haré.
Reímos.
–Estudia Ciencias de la Comunicación o Literatura.
–¿Crees?
–Sí. No hay nada como trabajar en lo que te gusta. Nunca te cansas, siempre estás con ánimos de hacer tus cosas. Ejemplo yo: debería de pasarme las vacaciones durmiendo a pierna suelta en lugar de estar pintando horas y horas estropeándome las manos y contaminándome los pulmones pero me llega y sigo haciendo lo que me gusta.
–Así como Vargas Llosa que ha ganado el Nobel y sigue escribiendo pese a que es millonario.
–Ajá. Igual Szyszlo, pese a sus ochenta y tantos años sigue pintando con los mismos ánimos que tenía a los veinte.
–Pucha, algún día encontraré mi verdadera vocación.
–Tampoco te preocupes. Apenas tienes dieciséis añitos, tienes toda la vida por delante.
–Recién a los cincuenta escogeré qué carrera seguir.
–Tampoco tampoco.
Volvimos a reír con ganas.
–¿Y qué pintas ahora?
–Un paisaje marino con sirenas, tritones, algo así como Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne.
–Ah, qué chévere.
–Si quieres, un día de estos date una vuelta por mi taller para que mires lo que hago.
–¿Y cómo llego?
–Fácil. En el Malecón preguntas por la pintora y te señalarán mi casa. Todos me conocen, hasta en el Muelle. A veces pinto las embarcaciones de los pescadores.
–¿Sí?
–Sí. ¿No has visto esas embarcaciones con sirenas que llevan el rostro de Larissa Riquelme, de Vanessa Tello, de Leysi Suárez?
–Sí –le mentí.
–Son obra mía.
–Ah, qué chévere.
–Como solo cobro por los materiales, siempre que voy al Muelle regreso con un par de pescados –rió–, para prepararme un cevichito, un sudado. Cuando estoy aquí lo único que como es pescado. Uno de estos días voy a despertar llena de escamas y con cola.
Rió y reí. ¿Decirle se te vería más linda con cola?
–Lo bueno del pescado es que no engorda.
–Pero igual salgo a correr todos los días. Llegando a casa me doy un duchazo, desayuno, y me pongo a pintar hasta la hora en que me toca almorzar. Después me tomo una siesta, pinto de nuevo y antes de que oscurezca me voy a la playa a nadar un rato.
–Tu vida es más interesante que la mía.
–Lástima que solo dure tres meses porque después tengo que volver a clase y no tengo tiempo ni para buscarme los piojos.
¿Tendría pareja, hijos? Seguro que no, sino habría dicho tengo que cocinar para mis hijos, o para mi hijo, o para mi marido, o mis hijos no me dejan pintar, tengo que llevarlos a jugar a la playa.
–¿Y tú qué haces?
–Vagar.
–Tu vida es más interesante que la mía.
Reímos.
–¡Mira, un delfín!
–Pucha, qué bacán. Justo hoy no traje mi cámara.
–Tómale fotos con mi celular y luego te los envío.
–¿A ver?
Le di mi celular y corrió a la orilla y yo aproveché para mirarle el trasero, el calzoncito que se dibujaba debajo de la lycra. Qué rico sería besarle todo, acariciarle, aspirar su aroma.
El delfín hacía piruetas en el aire, se hundía en el agua, desaparecía y reaparecía y Luna le tomaba fotos desde diversos ángulos y yo le miraba el culo, las piernas, los muslos y sentía unas ganas locas de tocarme pensando en ella.
–¿Una fotito? –me dijo, al regresar–. Para que tengas un recuerdo del día en que nos conocimos.
–Claro.
–¿A ver, Luz, sonríe?
Miré a la cámara, sonreí y dije mentalmente su nombre.
–Ahora te tomo una a ti.
–Claro.
–Sonríe.
La enfoqué pensando al menos tendré una fotito para recordarte, para mirarte y pensar en ti.
–Listo. ¿Cuál es tu número para mandártelo?
Me dijo su número y le envié las fotos.
–¿Nos vamos?
–Sí –le dije aunque le hubiera dicho podemos conversar todo lo que quieras porque no voy a hacer nada durante todo el día.
Me ayudó a ponerme de pie y echamos a andar. Otra vez rozar sus muslos, sentir su piel caliente, otra vez sentir las hormiguitas invadiendo mi Secreto.
–¿Estás aquí con tus padres?
–Sí, y con mi hermanita. ¿Tú?
–Sola.
Me alegré por su respuesta, pero lo disimulé. ¿Sola, sin marido, sin hijos?
–¿Tus padres?
–En Trujillo.
–¿Eres de Trujillo?
–Sí. Pero desde los diecisiete estoy en Lima.
–Ah, qué bacán –le dije. Tuve ganas de decirle con razón eres tan bonita como todas las trujillanas–. Trujillo es una ciudad bonita. El 2007 estuve allá.
–¿Fuiste a Huanchaco?
–Obvio. Hasta ahora me acuerdo de los caballitos de totora.
–Es bacán navegar en los caballitos.
–Sí.
–¿Fuiste a Chan Chan?
–Solo al museo. Me hermanita se cansó y no pudimos recorrer la ciudadela.
–Una pena.
–Sí, porque no hemos podido regresar.
–Si un día regreso a Trujillo, te invito.
–Sería chévere. Gracias.
–Recién me das las gracias cuando estemos en Trujillo.
Reímos.
–Esa es mi casa –le señalé mi casa al pie del cerro. Estábamos a menos de cincuenta metros–. La verdecita.
–Es bonita. Llena de plantas. Como para inspirarse mirando el mar.
–Mmm.
Llegamos a la puerta de mi casa. ¿Decirle pasa, te invito a desayunar en agradecimiento por todo lo que has hecho por mí?
–Llegaste sana y salva.
–Muchas gracias, Luna.
–De nada. ¿Podrás subir las escaleras?
–Tengo que poder…
Nos miramos. Sus ojos de gata. Las hormigas invadiendo mi Secreto.
–Bueno, me voy. Fue un gusto, Luz –me acercó el rostro y nos besamos. Su mejilla sudada, su mejilla tibia. Mover el rostro y darle un beso en la boca como por descuido–. Chau.
–Chau, Luna. Gracias por todo.
–No tienes de qué. Visítame cuando quieras.
–Lo haré.
Se dio la media vuelta, le miré el trasero redondo y generoso, el calzoncito perdido entre las nalgas, saqué mi celular y le tomé un par de fotos rapidito mientras ella empezaba a trotar, primero a ritmo lento y después a mayor velocidad. Llegó a la curva y desapareció de mis ojos. La imaginé yendo por el camino de tierra, cruzando el túnel, bajando hacia el pueblo.
Subí lentamente los peldaños, contándolos, volviendo el rostro de cuando en cuando por si regresaba a la playa. Luna. Solo sabía su nombre: Luna Miguel. Sabía que tenía veinticinco años. Sabía que vivía en el Malecón. Sabía que era pintora.
También tenía su número. Podía llamarla.
Me había invitado a visitarla.
Traté de recordar su olor, el olor de sus axilas. El calor de su piel. El roce de sus caderas con las mías.
–¿Qué te pasó en el pie, corazón?
Era papá. La barba cana, la cabeza rapada. El torso desnudo. La cicatriz de su operación al riñón.
–Pisé una mina.
–Uy, chucha, ¿a ver? –se puso de cuclillas y tomó mi pie. Tenía las manos de señorita que no hace nada. Las manos ásperas de Luna. Sus manos con restos de pintura. Las hormigas invadiendo mi Secreto. Ya habría llegado a su casa. ¿Llegaría y se metería a la ducha? Esperaría unos minutos a que su cuerpo se enfriara. Se estaría preparando el desayuno–. Menos mal que es leve nomás. Con una curita estarás bien.
Me dio un beso en el pie.
–Tienes bonitas piernas, princesa. Mejores que los de tu madre.
–No seas incestuoso que vamos a tener hijitos con colas de chancho.
Nos reímos.
Me agarró de la cintura y cruzamos la terraza.
–¿Y mamá?
–Durmiendo como una vaca.
–Qué malo eres.
Volvimos a reír.
–Date un baño para desayunar –dijo, pellizcándome el trasero cuando llegamos a mi cuarto.
Hice lo mismo.
Más risas.
Me metí al baño. Miré las fotos de Luna. Su lycra blanca con el logo de Red Bull en letras rojas. Sus piernas largas. Su pubis. Su sonrisa. Su trasero. Su calzoncito. La bajaría a mi computadora para ampliarla todo lo que quisiera. La podría imprimir. Yo sentada en la arena con la pata herida. El delfín haciendo piruetas.
Me desnudé y contemplé en el espejo: el cabello rubio y lacio caía como una lluvia de oro sobre mis hombros. Mi rostro como el de la Scarlett Johansson. Los senos medianos, la piel casi transparente, los pezones marrones.
Mi pubis cubierto por un vello castaño oscuro cortado como el de Lexi Belle.
Mi Secreto. Mojé mi índice derecho en mi boca y empecé a deslizarlo a lo largo de la hendidura mientras imaginaba que eran las manos ásperas de Luna los que me acariciaban. Luna Miguel ¿qué más? ¿Tendría face? Quizá estaría en la página de la Universidad Femenina. Luna Miguel pintora. Se busca. Quizá también estaría debajo de la ducha. No era ni media hora desde que nos habíamos despedido. Su olor. Sus cabellos negros. Con la mano izquierda me acariciaba las tetas y los pezones imaginando que eran las de Luna las que me acariciaban. Acariciarla a ella, acariciar sus tetas. Chuparlos, morderlos. Entrar a su Secreto. Chuparle el clítoris. Dijo que estaba sola. ¿No tendría enamorado? Pero si era tan linda. En la Universidad Femenina habría gran cantidad de chicas. Pasarle la lengua de abajo hacia arriba a lo largo del surco. Más saliva. ¿A qué olería? Su olor, su olor a axilas, a transpiración. Su olor a bárbara. Luna…
–Luz…
¡Mierda!
Era la Francesca.
–¿No sabes tocar?
–Te estamos esperando para desayunar –por el espejo veía que me miraba el trasero. Temblé. ¿También le gustarían las chicas? Debo haber tenido su edad cuando me enamoré de Miriam Blanco.
–Diles que ya voy. Voy a bañarme.
–Papá dice que te has cortado el pie. ¿A ver?
–Pero no fue nada –me senté al borde de la tina y estiré el pie herido.
Hincó las rodillas en la baldosa, agarró mi pie herido y lo observó.
–Wao, debe de haberte dolido horrible. ¿Cómo te lo hiciste?
–Con un hueso de lobo marino.
–¿Sangraste bastante?
–Como mierda. Pensé que iba a morir desangrada.
Rió. Los dientes grandes como los de la Bere. La Bere soltando sus carajos y mierdas como un pescador. Si mamá nos escuchaba hablar así, nos rompía la boca.
–Ponte una curita.
–Eso haré.
Soltó mi pie. Miró mi pubis.
–¿A qué edad te salieron los pelos?
–Trece –me metí a la ducha– o catorce, creo. ¿Tú ya tienes?
–Todavía.
–¿A qué hora vienen los primos? –cambié de tema.
–Supongo que a las diez. Diego llamó denantes para decir que estaban en el puente Atocongo.
–Uy, Dieguito está bueno para ti.
–No me molestes, ¿quieres?
–Pero si Diego es guapo como Leonardo di Caprio.
–Pero a mí me cae chinche…
–¿Por?
–¿Podrás subir con nosotros a los farallones?
–Me imagino que sí. Tan coja no estoy –abrí el grifo. El agua estaba tibia. Eso es lo malo de aquí: nunca hay agua fría.
Frances no me quitaba los ojos de encima. ¿Ya se masturbaría? De repente era una niña más pervertida que Grace.
Me eché champú y pasé jabón. Volví a abrir el grifo. ¿Luna ya se habría terminado de duchar? Quizá ya estaría desayunando. O pintando. ¿Le habrían llegado las fotos? Llamarla para preguntarle si recibió las fotos.
Cerré el grifo.
–¿Me pasas la toalla amarilla, porfis?
Me sequé.
–¿Me consigues una curita? Mamá debe tener.
Salió. Me puse un short de jean sin nada debajo, sostén rojo vino y un polito blanco.
La Francesca regresó. No había curita, solo espadrapo. Me puse un pedazo en la herida.
–Fuimos al comedor.
–Buenos días, má.
Ni le di beso porque tenía la cara cubierta por una crema blanca que parecía semen. Cada vez estaba más vieja y horrible. Dentro de diez años estaría peor que la Laura Bozzo. Hace poco se había estirado la cara y ahora a duras penas podía abrir la boca. Ni sonreía para que no se le descolgara el pellejo.
–¿Qué tan profundo es ese corte?
Por lo visto, mi corte era la estrella del día.
–Pisó un hueso de lobo –dijo la Frances.
No la desmentí.
–Es superficial.
Oriana empezó a servir el desayuno. Estaba sexy con su uniforme celeste. Allí estaba su culito paradito. Pero Luna era más linda. Luna me arrechaba más.
–Deberías ir al médico, no se vaya a infectar.
–Y te cortan el pie.
–Ay, pá, no exageres. Apenas me salió una gota de sangre.
–Esa gente solo viene a ensuciar la playa –dijo mamá–. Deberían de bañarse en el río.
La vieja está cada vez más loca, parecía decirnos papá.
–La playa es de todos, mamá.
–Ojalá que cuando te cortes el culo no digas lo mismo.
–Ay, mamá, eres exagerada.
–Soy realista, hijita, que es otra cosa.
–Eres peor que Berlusconi.
–Berlusconi es tu padre.
–Hoy te ayudo a cocinar, Oriana –le dijo papá a Oriana, ignorando el flechazo de mamá–. Vendrán mis sobrinos y esos chicos mueren por un arroz con mariscos acompañado por su ceviche.
–Tendremos que ir al Muelle, señor.
–Iremos. Tenemos que conseguir los pescados más grandes para poder filetearlos.
–¿Yo también puedo ir? –preguntó la Frances.
–Claro, hijita, el Muelle es de todos. ¿Vamos, amor?
–Ay, tú sabes que no puedo salir al sol.
–Se te derrite la cera que te han puesto en la cara.
–Mejor te callas, huevón.
–Ay, mamá, ¿cómo tú sí puedes decir lisuras en la mesa y nosotras no?
–¡Mejor te callas, Francesca!
–No me digas Francesca que no me gusta.
–Yo decía hay que ponerle María como mi madre, pero tu vieja terca como una mula.
–Mula serás tú, huevón.
–Parece que me has visto los huevos con telescopio.
Risas. La única que no rió fue mamá.
–¿Por qué no compras un bote, papi?
–No es mala idea. Para darnos un paseíto a Pisco.
–O a Huanchaco –dije–. No hemos vuelto a Trujillo en cinco años.
–Extraño el manjar blanco.
–¿Yo también fui? –preguntó la Frances.
–Claro. ¿No has visto las fotos?
–Sí, pero no me acuerdo.
–Qué te vas a acordar, hijita. Apenas tenías siete añitos.
–Para la primavera podemos ir –dijo papá.
–Claro.
–Irán solos porque yo me voy a Catania en agosto.
–Que te cache un burro.
Más risas.
Trujillo, Luna Miguel. Huanchaco. Verla en ropa de baño. Luna. Las hormigas recorriendo mi Secreto.
–Bueno, permiso –me puse de pie.
–Caramba, hija, no has comido nada.
–Ya me llené –dije, tocándome la barriga.
–Estás peor que tu mamá que come como un pajarito.
–Como pajaritos.
–Te cagaron, papi.
–Ya le traeré un burro a esta ninfómana para que no se ande quejando.
–¿Qué es linfómana, papi?
–Es una mujer que nunca se alegra con nada, hijita.
–Ah, ya –dijo la Frances–. Linfómana = mujer triste.
Risas.
–Me avisan cuando van al Muelle.
–Irás con tu pie porque yo ya no te puedo cargar.
–Ay, papá, claro que iré con mi pie.
Fui a mi cuarto y prendí mi laptop. Descargué las fotos que le había tomado a Luna Miguel. Allí estaba ella de espaldas al mar con su lycra blanca. La amplié para verle la raya de la chucha, su pubis hinchado, su calzoncito de encaje humedecido por el sudor, la mancha oscura que había debajo de ella.
Puse Luna Miguel + pintora + Universidad Femenina en el buscador de Google. Salieron 19,719 entradas. Allí estaba la página oficial de la Universidad Femenina. Se llamaba Luna Miguel Colina. Era profesora principal de la facultad de Arte. ¿Miguel? Qué apellido tan raro.
Puse su nombre completo en el buscador. Salió su face.
Entré.
Tenía 898 amistades, casi todas mujeres. ¿Serían sus alumnas? Su situación sentimental era soltera.
Me puse a ver sus fotos, en casi todas estaba con chicas. ¿No habría tenido nunca enamorado?
¿O también era lesbiana?
Luna Miguel con vestido negro, con vestido color melón, con vestido color azul eléctrico. Luna con mini negra y pantys negros. Luna con las piernas cruzadas y mostrando un pedacito de calzón celeste. Tenía un lunar bien grande sobre la rodilla en la cara oculta del muslo izquierdo. ¿Por eso le habrían puesto Luna? Luna = lunar. Las hormigas tomando por asalto mi Secreto. Me bajé el short, mojé mi índice y empecé a deslizarlo por mi hendidura. Imaginé que eran sus manos ásperas las que me acariciaban, que era su dedo la que hacía circulitos en mi clítoris hasta hacer que se pusiera durito. Acariciarle la conchita, besárselo, morderle los labios vaginales, chupárselos, chuparle el clítoris. Hacernos el amor. Que nuestras vaginas se rozaran, se friccionaran, se frotaran. Humedecernos. Hacernos la sesenta y nueve sería delicioso. Su olor. Sudor. Transpiración. Sus axilas. Ir a buscarla, ¿pero con qué pretexto? He venido a ver tus cuadros. Sus piernas, sus tetas. Los vestidos escotados. Luna. ¿También pensaría en mí? Un corte en mi pierna, ¿qué te pasó? Su pubis hinchado, un surco dividiéndola. Chuparle las tetas, morderle los pezones. Besarla. Su olor.
Un volcán hizo erupción en mi Secreto.

jueves, 8 de marzo de 2012

En memoria de mi padre



Hoy mi padre hubiera cumplido 85 años, pero hace tres que no está con nosotros. Qué mejor que recordarlo con un fragmento del libro que escribí en su memoria.



***



Tenía la barba blanca como el penacho que corona el Razuwillca, blanca y larga, bien larga como si nunca se hubiese afeitado, mamá. Se parecía al Diosito que hay en la iglesia. ¿Cuántos años tiene, señor?, le pregunté. Ochenta y ¿cuánto…?, dijo, poniendo una de sus manos sobre mi cabeza. ¿O no fue ochenta? Quizá dijo noventa, o ciento veinte. Desperté y le conté a mi mamá lo que había soñado. ¿Ochenta y cuánto, Juan de Dios? No me acuerdo, mamá, no se le entendía muy bien, parecía que no tenía dientes. Hasta la edad que te dijo vivirás, Juan de Dios, así que acuérdate. Hasta ahora me acuerdo de ese sueño, pero nunca pude entender qué edad dijo que tenía el viejito. ¿Cuántos años tendría yo cuando tuve ese sueño?, ¿cinco, seis? Estaría como la Nela, o como la Bere. Pero ellas ni sueñan. O no se acuerdan cuando lo hacen. Tal vez tendría ocho o nueve años. Faltaba poco para la cosecha, de eso sí me acuerdo muy bien, los maíces casi se doblaban por el peso de los choclos, el sol quemaba cada día más, los campos amarilleaban, el cielo estaba límpido. Han pasado más de setenta años desde ese sueño. He vivido más que mis padres. Mamá murió en 1954, ¿a qué edad?, era joven todavía, estaría como Mariana, le hicieron daño. Papá falleció en 1960, a los cincuenta y nueve años. Era de 1901, como Agustín Lara. Hoy tendría ciento ocho años. Estaría viejito como el anciano de mi sueño. He vivido veintidós años más que él, ya casi veintitrés, unos treinta años más que mi madre. Si nos encontráramos, serían como mis hijos. No enterré a ninguno de ellos. Yo estaba en Chosica cuando mamá murió. Lo supe como un mes después. Antes no había ni teléfono para comunicarse. Las cartas eran lentas. Ya para qué iba a viajar. Papá murió dos veces. La primera vez casi muero también. Padre ha muerto, urgente viajar, decía el telegrama que me mandaron a la FAM. Salí volando. Ticlio, Huancayo, Mejorada, Huanta. Lloré todo el trayecto. Ya no tenía papá ni mamá. Llegué a Huanta y ahí mismo emprendí el camino a Chincho. Ojalá que llegara siquiera a su entierro. Cruzando el río Cachi, el mismo río que mi padre cruzó un día con un fantasma sobre sus hombros, hice un alto donde mama Bini para echarme algo al estómago. Me esperaba un largo trayecto cuesta arriba. Luego seguí mi camino por Huaripata. Subí, subí y subí. Por Qqasi me empecé a sentir mal, la cabeza parecía que me iba a estallar, las piernas se me doblaban. Ya estaba oscureciendo. Para llegar a Chincho faltaba todavía un buen trecho, siempre en subida. Ya no podía dar un paso más. Respiraba con dificultad, sudaba. Me senté, vencido, a esperar la muerte. Cuándo encontrarían mi cadáver, quién me encontraría. Ojalá que fuera antes que los buitres me picaran los ojos y me dejaran irreconocible. Seguro me enterrarían junto a mis padres. Lástima que yo no tuviera mujer ni hijos para que me lloraran. Faltaban todavía unos años para que conociera a María. Pero justo se aparecieron dos chinchinos. ¡Juan de Dios, a los tiempos!, me dijeron… ¿quiénes eran?, ¿por qué he olvidado sus nombres? ¿Qué haces acá, Juan? ¿Qué te ha pasado?, ¿por qué vienes así?, me preguntaron. ¿Ya han enterrado a mi padre? ¿De qué murió? Taita Ignacio está vivo, me dijeron. ¿Quién te ha dicho que ha muerto? Me mandaron un telegrama… Te estarían haciendo broma, el Soqqta está más vivo que tú. Era cierto: encontré a mi viejo calentándose ante al fogón, tocando su arpa. También se había quedado viudo como yo. Solo lo acompañaba Lauro. Lauro estaba como la Bere, o un poquito más grande. Te mandé ese telegrama para que te acordaras de tu padre, ingrato, me dijo. Eso fue en 1957 o 1958. Estuve en Chincho como un mes, aquejado por la fiebre. Me había dado veta. Cuando murió de verdad, en agosto de 1960, ya no fui. ¿Con qué cara iba a pedir permiso de nuevo? Además, María estaba embarazada. El viejo no llegó a conocer a Juan Ignacio, que nació el 20 de febrero de 1961. Días antes de su verdadera muerte, lo soñé: iba de prisa por mama Bini; Julia, Griselda, Lauro y yo íbamos tras él queriendo alcanzarlo, pero llegó a la orilla del río, se desnudó y cruzó para el otro lado. Cuando nosotros llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. Mi viejo se fue sin volver la vista atrás por el caminito que lleva al cementerio de Cascabel. Era su despedida. Ni bien salimos de su luto, murió Juan Ignacio, el 28 de setiembre de 1961. Apenas vivió siete meses, una semana y un día mi hijito. Su abuelo se lo ha llevado, decía la gente, era un angelito, su lugar está en el cielo. Mentira, Jehová no necesita angelitos, murió porque le chocó el daño que me hizo mi tía María Villanueva, esa bruja de mierda que ahora debe estar achicharrándose en el infierno. Ella, su hija y su nieta. Su nieta todavía debe estar viva, ¿cómo se llamaba la arpía esa?, ¿por qué he olvidado su nombre? Debería decirle a Arolín que la busque… Allí está la enfermera con sus pastillas y agujas. Buenas noches, señorita. Mueve los labios, ¿saludándome, preguntándome cómo estoy? No me siento muy bien, señorita. ¿Para qué me ponen suero si no me cura nada, señorita, si me sigue picando el cuerpo? Me da una pastilla, lo trago. Me pide mi brazo, me ajusta una liga, alista su aguja. ¿Me va a sacar sangre, señorita? ¿Qué dice? ¿Para unos análisis? ¡Ay, carajo, con cuidado! ¿Por qué es tan bruta, ah? Usted no es tan amable como la señorita Grace que se lleva muy bien con mi hijo. Sorry, don Juan del diablo, está tan viejito que sus venas están más duras que una manguera vieja. ¿Qué dice, señorita? ¿Me ha dicho zorro? Hable más fuerte que no escucho bien. Que me disculpe, no volverá a suceder. Ojalá, ¿o quiere que me queje a mis hijos? Su hija la gordita es bien jodida, ¿no?, por cualquier cosa reclama. ¿Qué dice, señorita? ¿No le dije que no escucho muy bien? ¿Que cuántos hijos tiene usted, don Juan de Dios? Seis, señorita. Vaya, usted sí que le ha hecho trabajar bastante a su señora. Jajajá. ¿Ve que nos comprendemos mejor si usted está de buen humor, don Juan de Dios? Hasta nombre de picarón tiene. ¿Usted es soltera, señorita? Sí, ¿por qué?, ¿acaso se quiere casar conmigo? Tengo un hijo soltero también. ¿Cuál de ellos, el crespo o el que tiene barba y es pelado como usted? El que tiene barba. Es profesor, trabaja acá cerca, en el Inei. ¿En ese colegio de pirañitas que se paran matando a pedradas con los de la Común? Mi hijo no vende piñatas, es profesor, también escritor. ¿Sí? Sí. El año pasado ganó un concurso, pero parece que lo han estafado porque todavía no le dan su plata. Entonces debe ser un mal escritor. Cómo va a ser mal escritor si ha ganado el Premio Horacio de la Derrama Magisterial donde le dieron un montón de dinero con el cual le hizo una lápida bien bonita a su mamá. ¿Pero tendrá su enamorada, verdad? No, es soltero. Uy, ¿no será cabro? ¿Qué es lo que no abro, señorita? Nada, nada, don Juan de Dios, mejor me caso con usted. Pendeja, quiere quedarse con mi pensión, ¿verdad? Viejo estúpido, ¿me cree tan puta? ¿Qué dijo, señorita, que solo debo comer fruta nomás? Que listo, don Juan del diablo, un permisito que voy a llevar esta muestra al laboratorio. Ya vuelvo. Siga nomás. Sanaré, me levantaré de mi lecho, andaré, llevaré la Palabra de Jehová durante los próximos cuarenta años de vida que me quedan. Le he pedido a Jehová cuarenta añitos más de vida. ¿Qué son cuarenta años para Él? Para el Señor mil años son un día. Cómo me hubiera gustado que me acompañaran mis hijos, pero todos me salieron torcidos. John parecía que iba a ser un buen cristiano, pero es un sinvergüenza, un conchudo, hasta un hijo botado tiene; Mariana dice que el otro día trajeron una citación de la Demuna donde le reclaman alimentos para una criatura. Yo pensaba que con Emilia iba a ser feliz, que iban a constituir un buen matrimonio, pero me equivoqué. María tenía razón cuando decía que esa mujercita iba a hacer infeliz a nuestro hijo, y a nosotros. Yo nunca le he debido a nadie ni un solo centavo, y John le debe a todo el mundo, a todo el mundo le pide prestado porque no tiene para su pasaje, porque todavía no le pagan en el colegio, porque debe la mensualidad de sus hijos. Cuántas veces me ha pedido cien soles y nunca me ha pagado. Solito se buscó su infierno por no hacernos caso cuando le dijimos con qué iba a mantener una familia si no había terminado su carrera, si no tenía una profesión, si no tenía un trabajo estable. Me voy a hacer hombre, dijo. Bien que se hizo hombre. Se casó para estar jode y jode con sus problemas. Yo nunca iba a molestar a nadie. Cuando me casé con María, trabajaba en la FAM, tenía mis cositas, estaba a punto de comprarme mi terrenito en Tahuantinsuyo. Ese no tiene ni dónde caerse muerto. A María la conocí en casa de mama ¿Agripina se llamaba? Era su madrina. Me daba pensión. María iba los fines de semana a quedarse allí, trabajaba donde unos japoneses en Santa Clara. ¿Quién es esa gordita simpaticona, mama Agripina? ¿No la conoces? No. Es María Palomino Ceras, hija de don Julián Palomino Quispe, el Uchu Mayor, y de doña Felicitas Ceras Gonzáles. También es chinchina. Es que yo salí jovencito del pueblo. Después recordé que cuando era chico la había visto una vez. Iba yo con mi padre por el camino que va a Villoc y pasamos frente a la chacra del Uchu Mayor y una gordita le saludó a mi papá: allinllachu, taita Ignacio. Buenos días, hijita. Sería como la Nela, yo estaría como Diego, faltaba poco para que me vaya a Huanta donde la bruja María Villanueva. ¿Quién es esa gordita, papá? Es María, la hija de don Julián Palomino, el Uchu Mayor. Quién iba a pensar que unos veinte años después nos íbamos a enamorar, casarnos, tener hijos, estar cuarenta y seis años juntos. Mi mamá siempre me decía Juan de Dios, si un día te casas, hazlo con tu paisana, no busques mujer de otro lado, peor una limeña, esas solo saben pintarse como payasos e ir a fiestas. Pero no fue fácil conquistarla, era media chúcara, desconfiada. Nos hicimos enamorados pero un día peleamos porque alguien le fue con el chisme de que yo tenía mujer en Pisco. Fui a buscarla a su trabajo con el pretexto de que me iba a Chincho, he venido a despedirme de ti, María, te he traído este corte de tela como regalo por el tiempo que estuvimos. Gracias, no necesito nada de ti, me dijo, amarga. ¡Cholita orgullosa! Después me contó que la japonesa le había dicho qué sonsa eres, María, le hubieras recibido siquiera para que te hagas tu falda. ¿La telada la regalé a Zenobia o a la mujer de Estanislao? Ya ni me acuerdo, han pasado unos cincuenta años de eso. Pero insistí porque la amaba. Le mandé a mi sobrino Juan Cuba para que le dijera que si no iba ya mismo a mi cuarto vendría mi otra enamorada y se quedaría a vivir conmigo. Y cayó en la trampa. En el amor y en la guerra todo vale, ¿no? Empezamos a convivir. Recién nos casaríamos el 24 de febrero de 1965 en el consejo de Vitarte. María también había venido de la sierra buscando progresar en la vida. Ella no sabía leer ni escribir, era la hija mayor y tenía que ayudarle en la chacra a su papá, buscar leña, pastear las cabras, ir a hacer trueque por los pueblos de las alturas. Me contaba que siempre iba con su tío Antonio Palomino, el papá de Plácida. Por dónde no habrá andado mi María antes que nos conociéramos. Un día estaba pasteando sus cabras cuando fue a buscarla su amiga Lucila Borda. María, vámonos a Lima, le dijo. ¿Quién le va a ayudar a mi papá, Lucila? Tus hermanos, ellos ya están grandes, ¿hasta cuándo vas a estar en la chacra pasteando cabras, buscando leña, andando sin calzón? En el campo ni siquiera se conocía ropa interior, vivíamos casi como salvajes. Lucila trabajaba en Lima. Vas a trabajar y ayudar a tu familia. María fue a decirle a su mamá que se iba a Lima con Lucila. ¿Quién le va a ayudar a tu papá?, le dijo mama Felicitas. Mis hermanos, ellos ya están grandes. El Uchu Mayor estuvo de acuerdo: no vas a estar toda la vida en la chacra, como nosotros, hija. Para su pasaje vendió sus cabras. Y así llegó a Lima, sin hablar castellano, con sus polleras como lo haría Eva más de treinta años después huyendo de la guerra. Primero trabajó en Jesús María, después en Santa Clara. Al principio no se acostumbraba, paraba llorando nomás, extrañaba a su familia. Cuando nos conocimos tenía veinticuatro años, yo treinta y tres. John se casó a los veintitrés años, igual Carolina. Todo iba bien hasta que nos tocaron la puerta las Villanueva. Yo me había criado con ellas en Huanta desde que mi tío me llevó después que le saqué la mierda a uno de los García. La vieja me sacaba la mugre: todas las mañanas, antes de irme al colegio, tenía que llenar dos cilindros de agua para que preparara la chicha que vendía en el mercado. Yo estaría como Nacho por lo menos. Me ganaba el pan con el sudor de mi frente. No vivía gratis. ¿Por qué me odiaría entonces? ¿Qué hubiera pasado si no le dábamos alojamiento? ¿Igual me habría hecho daño? María algo sospechaba porque me dijo no le recibas a tu tía y yo me amargué con ella: si quieres, puedes irte, allí tienes la puerta, le dije. ¿Cómo iba yo a saber que la vieja era bruja si era mi tía? Cómo se preocupaban por María cuando estaba embarazada, cómo querían a Juan Ignacio cuando nació. Fingían nomás. Es que muchas veces Satanás se presenta como ángel de luz. Lástima que entonces yo no conocía todavía la religión verdadera. Todo iba bien hasta que la tía me habló de las setenta y ocho escrituras con la firma del rey de España que supuestamente me había dejado mi padre: Juan, como hijo mayor, vaya a Chincho y reparte los terrenos entre toda la familia. No tengo tiempo, tía, le dije, mi mujer acaba de dar luz, ¿quién la va a cuidar a ella y a mi hijito? Además, esas escrituras las debe tener Julia, a mí mi papá no me ha dejado ningún papel, jamás he escuchado hablar de esas setenta y ocho escrituras con el sello del rey de España, vaya usted, y arregle con Julia y que le dé lo que crea que le corresponde. Para qué le dije eso, la vieja de mierda se molestó, paraban todo el día en la calle, venían solo a dormir. Hasta que un día se fueron dejándome un regalito. Sería abril: Juan Ignacio ya tenía más de un mes de nacido, Lauro estaba en el colegio. Yo siempre que llegaba del trabajo me echaba en la cama de mi hermanito para no molestar al bebe. Un día me eché y me pasó como electricidad. Salté de la cama. Pensando que sería un resorte, tanteé el colchón y de nuevo sentí esa descarga. Pero no era de electricidad porque nos alumbrábamos con vela, todavía no teníamos luz. ¿Qué sería? Le avisé a mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo? Era también medio aficionado a las artes ocultas. Vino con su librito de San Cipriano y, mientras hacía unas oraciones, iba tanteando el colchón con un cuchillo. Toc, un golpe seco, el cuchillo chocó con algo. Más oraciones mientras mi primo abría el colchón. Encontramos una piedra de río, redonda, lisa, que quemamos con kerosene y tiramos a la sequia y nos olvidamos del asunto hasta que unos días después Lauro llegó del colegio gritando y corriendo como loco, diciendo que lo estaban persiguiendo los cachacos y los curas. María estaba en la casa con Juan Ignacio. Del susto se encerró en un cuarto. Lauro se desesperó más porque quería ver a Juan Ignacio: ¡quiero ver al bebito, quiero ver al bebito!, gritaba, golpeando la puerta. Estaba tan furioso que agarró un cuchillo y lo clavó hasta el mango en la puerta de madera. ¿De dónde sacó tanta fuerza si era apenas un niño como Nacho? Me avisaron y fui corriendo a la casa: los baldes de agua estaban volteados, las cosas tiradas, rotas. Con mi primo lo agarramos a la fuerza y lo llevamos al Seguro pero los médicos no le encontraban nada a pesar de todos los análisis que le hacían, de repente usted lo hace estudiar mucho y no lo alimenta bien, me decían. Cómo no le iba a alimentar bien si en la casa sobraba la comida. Yo ganaba bien en la FAM, trabajaba a destajo, sacaba más de mil quinientos soles a la semana. Criábamos gallinas, patos, pavos. Las gallinas daban tantos huevos que no había quién los coma y los tirábamos a la sequia. ¿Qué tendría mi hermanito? Hasta que mi primo me dijo Juan, ¿por qué no lo llevamos al curandero?, de repente le han hecho daño, ¿te acuerdas de la piedra que había en su colchón? Eso había sido: en su casa estuvieron alojadas tres mujeres, la mayor le habló de unas herencias y usted le dijo que no tenía ningún interés y ellas pensaron que usted se quería quedar con todo y por eso le han hecho daño, me dijo el curandero. Le dejaron la cochinada en la cama de su hermano para que no le chocara al bebito porque lo habían llegado a querer. Era para usted, pero le chocó a su hermanito porque siempre le choca a los más débiles. Menos mal que el daño está fresco y tiene cura. Esa noche Lauro se quedó con don Quispe. Al día siguiente fui tempranito y Lauro estaba mirando al curandero mientras este labraba sus ladrillos. Era curandero y ladrillero el hombre. Anoche matamos a los curas y a los cachacos, ¿verdad, don Quispe?, le decía. Sí, hijito, le decía el curandero, esa gente mala ya no te volverá a molestar. Lauro volvió el rostro, seguro sentiría mi presencia, me vio, y vino corriendo y nos abrazamos: papá, anoche matamos a los curas y a los cachacos, me dijo. Me decía papá. Lloré. Ya no llores, papá, esa gente mala no nos volverá a hacer daño. Ah, pero se equivocaba mi hermanito. Don Quispe me dio una botellita con un brebaje: los ataques se van a repetir un par de veces más, don Gastelú, cuando eso suceda, usted le da de beber el contenido de esta botellita y se le pasará. Así sucedió. Pero su madrina se enteró y se lo llevó a Chincho. Allí le dio otra vez la locura, o el encanto más bien. Dicen que estaba pasteando sus cabras en las afueras del pueblo cuando empezó a llover y un rayo reventó a su lado y vuelta se volvió loco. Lo curaron, pero no se sanó del todo. Una época vivió conmigo en Medialuna. Paraba metido en la casa nomás, le tenía miedo a las mujeres, sus camisas las cortaba en flecos como los apaches. En agosto de 1980 lo vimos por última vez cuando fuimos a Jiljarajay con María, Flora y Dora. Paraba con una chalina en el cuello que le tapaba media cara. Desapareció en 1984 después de la muerte de Anacleto, ¿lo matarían los terrucos o los soldados?, ¿se escondería en el monte para escapar de esos criminales? Nunca más supimos de él, aunque algunos dicen que lo han visto en San Francisco, la selva de Ayacucho, que está gordo y se ha casado y tiene hijos. ¿Cómo se va a casar si les tenía pánico a las mujeres? Ojalá que un día regrese. Ya debe estar viejo como yo. Tendrá unos sesenta años por lo menos. Pero no solo a Lauro le chocó el daño, sino también a Juan Ignacio, a pesar que las brujas no querían eso. Empezó a enfermarse de todo mi hijito. El 28 de setiembre de 1961, siete meses, una semana y un día después de haber nacido, murió. Habría cumplido cuarenta y ocho años este 20 de febrero. Cómo sería, alto, fuerte, inteligente. María lo lloró toda su vida. Hasta que nació Carolina íbamos casi todos los días al cementerio. Ya ni queríamos tener más hijos. ¿Qué habrán dicho las brujas cuando se enteraron que mataron a una criatura inocente? Nunca más las volví a ver a esas mierdas. Cinco años después de la muerte de Juan Ignacio, cuando ya teníamos a Carolina y Mariana, me empecé a sentir mal: me daba vértigos y caía al suelo sin sentido. Los médicos del Seguro no me encontraban nada. ¿Qué tiene este hombre?, se preguntaban, ¿por qué se hace el loco, ah? Hasta que mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo?, ¿por qué he olvidado su nombre?, fue el mismo que me ayudó con Lauro, me dijo Juan, estoy llevando a mi señora al curandero, ¿vamos para que te vean? Fuimos. Era otro curandero, don Quispe ya había muerto. Usted tiene la cochinada hace años, señor, lo peor es que no cree en la maldad, me dijo, pero el daño existe, don Juan. ¿En su casa no estuvieron alojadas tres mujeres? ¿La mayor no le habló de unas herencias y usted le contestó mal? Por eso le han hecho daño. Me sentenció: a usted lo botarán de su trabajo, perderá su casa, morirá. Lo siento, pero no puedo hacer nada por usted, el daño está pasado. Pero no solo las brujas me querían ver muerto, sino también un primo, hermano del que me estaba ayudando. ¿Quién le dijo Juan, piensas hacer casa?, ¡nunca lo harás! ¿Cómo se llamaba el hijo de puta ese? ¿Por qué he olvidado su nombre? Yo estaba haciendo zanja con mi sobrino Juan Cuba y pasó ese desgraciado y me dijo eso. Haré lo que pueda, le dije. La segunda vez que me dijo lo mismo, pensé que estaba borracho, o loco. Quién iba a pensar que también era brujo. ¿Pero por qué me envidiaría si yo nunca le hice nada? A las brujas tampoco les hice nada. Le han hecho daño para volverse loco, para andar desnudo en la calle, para no sentir amor por nadie, para morirse. Entré en pánico: ¿qué sería de mi esposa y de mis hijas? Carolina tenía tres años, Mariana uno. ¿Quién velaría por ellas si la familia estaba lejos? Iríamos a Chincho, pondríamos un negocio para que pudieran pasar su vida cuando yo muriera. En Chincho estaban mis suegros, mi familia. Renuncié a la FAM, vendí la casa, y marchamos a la sierra. Pero, antes de irme, se me acercó don Pedro Vargas, un vecino que se llamaba igual que el cantante mexicano, por eso será que nunca he olvidado su nombre. Era Testigo de Jehová. Me dio una Biblia: es bueno leer siempre la Palabra del Señor, don Juan, me dijo. Cuando uno está con Jehová, nadie puede estar en contra de uno. Lea su Palabra y lo comprobará. Y eso es lo que he hecho hasta ahora. Poco a poco mis males fueron desapareciendo. En 1970 regresamos a Lima. Y, aunque las brujas no pudieron matarme, sí nos arruinaron: de la urbanización donde vivíamos, con agua y luz, pasamos a un cerro junto a las lagartijas y culebras. A vivir en una choza, a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Pero siempre estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Esto no aprendió John pese a que les contaba mi historia hasta el cansancio. Allí está la enfermera de nuevo. ¿Me pregunta qué hago despierto a estas horas? Hable más fuerte que soy un poco sordo, señorita. Shits, don Juan del diablo, ¿no ve que los demás pacientes están durmiendo? Se lleva un dedo a los labios. ¿Por qué no se duerme usted también? Es que hace calor y me pica todo el cuerpo, señorita, ¿puedo ir a darme un baño? ¿Qué dice? ¿Qué es muy temprano? Ya son las cuatro de la mañana, señorita, a esta hora en mi pueblo todo el mundo está en pie. Pero no estamos en su pueblo, don Juan del diablo. ¿Qué dice, señorita? Ya le he dicho que no escucho muy bien. Que después se bañará. ¿Usted sabe quién es Jehová, señorita? Ay, don Juan del diablo, ahora no estoy de humor para hablar de Jehová ni de Alá. Vuelvo después, trate de dormir un poco.

sábado, 3 de marzo de 2012

Edith la guerrillera


Mis ojos han lagrimeado de tanto dolor,
y es que el dolor en los labios
se han convertido en grito.
EDITH LAGOS

1980: Una mujer recorre los Andes peruanos montada en un caballo blanco enarbolando una bandera roja con la hoz y el martillo. Se parece extrañamente a Túpac Amaru II, el último príncipe inca ejecutado por el Imperio Español exactamente dos siglos atrás después del fracaso de su rebelión: cabellos negros, largos y lacios, rasgos indígenas, rostro altivo, lleno de orgullo de su raza, mirada de acero. Pero a diferencia de aquel, esta es menuda, frágil, apenas es una niña pero los emparenta la misma resolución de romper las cadenas que oprimen al hombre del Perú olvidado.
Se llama Edith Lagos, es ayacuchana, hija de un comerciante de la clase media, ha estudiado los primeros ciclos de Derecho en una universidad particular de Lima pero ha vuelto a su tierra para unirse a guerrilla.
El 17 de mayo en Chuschi, un perdido poblado de Ayacucho, la fracción Por el Luminoso Sendero de José Carlos Mariátegui del Partido Comunista del Perú ha dado inicio a su guerra popular contra el Estado Peruano a la que califica de semifeudal y semicolonial.
La guerra avanza incontenible en Ayacucho, Huancavelica y Apurímac, el llamado Comité Regional Principal en que el senderismo ha dividido el Perú. No es una guerra improvisada, por supuesto que no. Abimael Guzmán, su mentor, la ha planificado al milímetro durante la última década y media en que cual él, personalmente, y sus adeptos, ha recorrido cada pueblito de estos tres departamentos llevando su prédica, conociendo el terreno, captando seguidores. Uno de ellos es Edith Lagos, una militante con fuerte convicción revolucionaria, sensible al sufrimiento de los más oprimidos.
Belaunde, que ha vuelto al poder después de ser desalojado de esta por los militares doce años atrás, califica de abigeos a los guerrilleros. Estos no llevan uniforme de combate, poseen armas obsoletas, no se enfrentan a las fuerzas regulares, solo andan de pueblo en pueblo expulsando a los terratenientes, castigando a los abigeos, a los usureros, a los infieles. Lejos están todavía los llamados juicios populares en el cual la pena generalmente es la ejecución del condenado.
A fines de año, Edith Lagos es capturada y recluida en el CRAS de Ayacucho.
1981: La guerra se expande por todo el territorio peruano. Siguiendo la prédica maoísta, parte del campo para llegar a las ciudades. Lima, la capital, amanece con perros colgados en los postes de luz. Las primeras torres de conducción eléctrica son derribadas dejando en tinieblas las grandes ciudades. Pero todavía no hay mayores víctimas que lamentar. Lo que sucede en las serranías no afecta en nada a la naciente democracia. Los contingentes policiales apenas son incrementados para combatir a los llamados “abigeos”.
Mientras tanto, en el CRAS, Edith Lagos cavila, piensa, medita cómo transponer las puertas de esa fortaleza de piedra y cemento en el cual pasa sus días mientras, según le informan sus visitas, la revolución se agiganta, marcha victorioso hacia su objetivo: la toma del poder.
1982, marzo 3: La ciudad queda a oscuras. Los locales de la Guardia Civil, Guardia Republicana y Policía de Investigaciones son atacados simultáneamente. Pero el potencial del fuego se concentra en el CRAS donde languidecen unos setenta guerrilleros. Después de una breve resistencia, sus defensores se rinden y los presos son liberados.
Las acciones de la guerrilla se incrementan notablemente después de este hecho. La figura de Edith Lagos, montada en su caballo blanco, recorre Ayacucho, Huancavelica, Apurímac. El gobierno ha mandado a los cuerpos antiguerrilleros de la policía para sofocar la rebelión, pero los resultados son nulos. Los senderistas conocen el terreno, tienen el apoyo del pueblo.
El ataque y destrucción del puesto policial de Vilcashuamán le termina de abrir los ojos al gobierno: no son abigeos los que perpetran esos hechos, los que recorren los pueblos expulsando a la Guardia Civil, pidiendo la renuncia de alcaldes, gobernadores. No son abigeos los que atacaron el CRAS de Ayacucho.
Setiembre 3: Una patrulla antisubversiva es atacada por un pelotón de guerrilleros comandados por la ya mítica Edith Lagos en las afueras de Umacca, Andahuaylas. El combate es parejo, feroz a pesar de la notable diferencia del poder del fuego de los enemigos. Estos consiguen pedir ayuda por radio y al poco rato un helicóptero del ejército viene en su apoyo.
Casi al anochecer, todo ha terminado. Entre las bajas de la guerrilla está Edith Lagos. La prensa de la oligarquía quiso minimizar el hecho diciendo que Edith Lagos cayó cuando pretendía robar una camioneta para aprender a manejar.
Setiembre 10: Las calles de Huamanga están atestadas por miles de personas que pugnan por ver, tocar los restos de la joven que ha ofrendado su vida a tan corta edad. Bandas de músicos acompañan el cortejo fúnebre. Parece un día de fiesta, pero el pueblo llora la muerte de la guerrillera. Aun Sendero Luminoso tiene arraigo popular, todavía no ha aplicado su política de arrasamiento masivo, todavía sus juicios populares no tienen como veredicto inapelable la ejecución de los condenados, pero falta poco, apenas meses.
2012: Han pasado 30 años desde la muerte de Edith Lagos pero su figura menuda sigue recorriendo los Andes peruanos montada en su caballo blanco en el imaginario del pueblo. Ella no ha sufrido la ignominia en la cual han caído los otros conductores de la fallida revolución. Sus manos no se han manchado de sangre, sus sueños de una sociedad más justa están más vigentes que nunca.
Su tumba en Ayacucho tiene siempre flores rojas como su sangre.
Ayacucho, setiembre